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Elecciones y Política
(Octubre 2001)

¿Cuentan las mayorías?

¿Qué debería pasar en un sistema basado, al menos teóricamente, en mayorías populares cuando la mayoría popular le da la espalda al sistema?

Buena pregunta. La lógica indicaría que el sistema debería adecuarse hasta lograr ese apoyo mayoritario que, en principio, le sirve de sustento. O bien, la mayoría de esa opinión pública que le dio la espalda al sistema debería recapacitar y darse cuenta de que, sin su apoyo, el sistema sencillamente no puede funcionar. O cambia el sistema, o cambia la actitud de las personas para con el sistema. Lo que, por lógica, no podría hacerse es dejar las cosas como están porque, de hacerlo, ya no estaríamos hablando de un sistema sostenido por un consenso popular.

Sin embargo, la política Argentina parece insistir en querer darse el lujo de desafiar a la lógica. Luego de las elecciones del 14 de Octubre ningún organismo político, ningún partido político, ningún dirigente político, ninguna de las instituciones que hacen a la vida política del país puede decir que cuenta con el apoyo o el consenso de la mayoría de los habitantes del territorio nacional. Un sistema que, según la clásica definición norteamericana de la democracia, debería constituir el gobierno "del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", se ha convertido en un sistema de minorías, por minorías y para minorías. Y a pesar de eso, en todo el tiempo transcurrido desde entonces, nada sustancial ha cambiado. Ni el sistema ha cambiado reconociendo su impopularidad, ni tampoco la gente ha cambiado de actitud respecto del sistema o de sus actores principales.

Determinar la voluntad popular

Más allá de esta nebulosa ambigüedad que en muchos sentidos ha caracterizado con frecuencia a la política argentina, hay que reconocer que la cuestión no sólo es compleja sino, además, bastante antigua. Uno de los puntos débiles de la doctrina de la soberanía popular es precisamente la dificultad de establecer un método para capturar, evaluar, aquilatar o medir algo tan abstracto como lo es la voluntad de un pueblo. Está muy bien que se diga que en un buen sistema político "el gobierno hace lo que el pueblo quiere". Pero la frase no pasa de retórica demagógica si no definimos con aceptable claridad cómo haremos para establecer de modo fehaciente qué es exactamente eso que el pueblo quiere.

El problema tiene solamente dos soluciones posibles. O bien se lo soluciona mediante una afirmación a priori definiendo, por ejemplo, que en materia política todo lo que el pueblo quiere es que se lo gobierne decentemente - y en ese caso el problema queda planteado en términos de establecer qué es gobernar decentemente. O bien lo definimos "a posteriori" mediante una consulta popular y entonces el problema será definir la manera de plantear, llevar a cabo y luego interpretar esa consulta para poder establecer cual es la voluntad del Pueblo.

La primer solución es la que tradicionalmente aplicó la monarquía. De ella la heredaron después algunos sistemas republicanos, especialmente aquellos que ponen el énfasis, ya sea en la autoridad del Estado, ya sea en la imposición de un determinado dogma ideológico. La segunda constituye la innovación, también republicana, introducida por el liberalismo que, o bien destronó a la monarquía y partió de un terreno aproximadamente virgen, o bien transformó a la monarquía en un sistema parlamentario en dónde el monarca reina pero ya no gobierna.

En cualquiera de los casos, el problema de la voluntad popular es de larga data y lo que en la actualidad se pierde de vista es que, en muchos aspectos, es un capítulo no del todo cerrado en materia de ciencias políticas.

El liberalismo francés como antecedente

En la historia moderna, la idea de que un sistema auténticamente democrático se basa en la soberanía popular proviene del Siglo XVIII y su máximo exponente es J.J.Rousseau. Lo curioso (y lo que muchos ignoran) es que Rousseau en su Contrato Social defendió la tesis de que esta soberanía es indelegable. Según su pensamiento, un pueblo que eligiese representantes ya no sería libre. La legitimidad de una ley, según la doctrina de Rousseau, debe depender de la aprobación expresa del pueblo reunido en Asamblea. La verdadera democracia sería así, plebiscitaria y no electoral. La verdadera voluntad del pueblo (volonté générale) que se condice con el bien común, se expresaría a través de un voto emitido directamente sobre la materia normativa y no para elegir personas encargadas de representar al pueblo en decisiones relativas a esa materia normativa.

Una de las curiosidades que presenta la doctrina de Rousseau es que le niega el derecho de existencia a la oposición. En su visión, las minorías simplemente están equivocadas. Según Rousseau, la "verdad" en cuanto a la "voluntad general" está en las mayorías y las votaciones deberían tender al logro de decisiones tomadas por unanimidad. Algo que, evidentemente, constituye una utopía y, a aun en el mejor de los casos, podría aplicarse solamente a organismos políticos de dimensiones reducidas tales como el cantón de Ginebra del cual Rousseau era oriundo.

A pesar de que las ideas del Contrato Social ejercieron una poderosa influencia sobre la doctrina liberal de la Revolución Francesa, su escasa aplicabilidad práctica condujo a que en la Asamblea Nacional, bajo la iniciativa del Abad Sieyès, se impusiera la idea de una democracia representativa. Luego, ante la progresiva radicalización de la revolución, Condorcet puso bajo severa crítica el monopolio legislativo de la Asamblea exigiendo que la legitimidad de las leyes sancionadas en el ámbito parlamentario se hiciese depender del veredicto popular, criterio que finalmente se incorporó a la Constitución francesa de 1793.

Tanto Napoleón I mediante el Art.5 de la Constitución de 1852, como Napoleón III mediante el Art.13 de la Constitución de 1870, emplearon la consulta popular directa para legitimar sus respectivos gobiernos. Después de la caída del Imperio, las consultas populares directas cayeron en descrédito en Francia, pero la excesiva hegemonía que adquirió el Parlamento y las críticas emergentes de ello, contribuyeron en un grado bastante importante a la caída de la Cuarta República en Mayo de 1958. La Constitución de la Quinta República, aprobada precisamente después del plebiscito de Septiembre de 1958, restituyó al menos en alguna medida la práctica de la democracia directa la cual se empleó luego en algunas de las cuestiones políticas más relevantes como, por ejemplo, la de Argelia. Más aun, apartándose del Art. 6 de la Constitución de 1958 que preveía la elección indirecta del Presidente de la República, a través del referéndum del 28 de Octubre de 1962 se instituyó la elección directa del titular del Poder Ejecutivo por medio del voto popular, lo cual le dio a De Gaulle la posibilidad de seguir ejerciendo el cargo más allá de su mandato original de siete años.

En la cuna misma de la democracia liberal hallamos así, una oscilación histórica entre procedimientos plebiscitarios y procedimientos electivos. Es que la volonté générale ha demostrado ser un pájaro bastante difícil de capturar.

Los sistemas electorales

La gran diferencia entre los sistemas plebiscitarios y los electivos es que en los primeros, como por ejemplo en el ya clásico ejemplo de los cantones suizos, los votantes deciden por mayoría sobre el asunto mismo a discusión mientras que en los segundos las mayorías determinan quienes serán las personas que deberán actuar y decidir en nombre del conjunto sobre los asuntos que involucran al organismo social. Pero, en ambos casos, la cuestión de fondo y el principio común a ambos sistemas, es que la validez de la decisión tomada está establecida por el principio mayoritario según el cual, expresa o tácitamente, se acepta la hipótesis de que las mayorías interpretan mejor o más adecuadamente a la "voluntad general" siendo que ésta es representativa del bien común.

Con todo, en la práctica, el planteo teórico choca contra muchas dificultades. Por un lado, la decisión plebiscitaria de todos los asuntos que hacen a una sociedad compleja y grande se vuelve una empresa impracticable. Si por cada norma dictada para la Capital Federal debiésemos reunir en Asamblea a los millones de habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, nos encontraríamos con que no tenemos ni siquiera el espacio físico para hacerlo. Y si por cada decisión política a nivel nacional tuviésemos que convocar un plebiscito, el país viviría en un estado plebiscitario permanente. Por el otro lado, si bien los sistemas representativos son más viables desde el punto de vista práctico, a poco andar queda claro que el concepto de "mayoría" no es tan simple de establecer como parece.

Para que el concepto de la voluntad popular pueda ser empleado prácticamente en política, resulta forzoso establecer al menos dos condiciones: la voluntad popular debe poder formarse y debe, además, poder interpretarse. En cuanto a lo primero cabe preguntarse: la voluntad popular ¿surge por generación espontánea?. ¿O está sujeta — al menos en algún grado — al manipuleo de todo un arsenal de herramientas de acción psicológica e ideológica?. ¿Existe realmente eso que se llama opinión pública? ¿O la mayor parte de la opinión pública, en estos tiempos de poderosos medios masivos de difusión, no resulta ser nada más que un reflejo o un resultado, de la acción mediática; es decir: de eso que se ha dado en llamar la "opinión publicada"? Y, aun en el caso de poder decirse que existe la opinión pública, ¿en qué medida la misma es realmente equivalente a la voluntad pública entendida en términos rousseaunianos de voluntad general representativa del bien común? En cuanto a lo segundo: ¿cómo haremos para determinar e interpretar la voluntad general? ¿Basta el simple criterio mayoritario de "la mitad más uno? ¿O debemos establecer gradaciones más finas para poder captar en forma más precisa todas las sutiles diferencias que pueden estar presentes en una voluntad colectiva?

El problema específico de la opinión pública, por su complejidad y extensión, escapa al marco del presente análisis y deberá ser tratado por separado en alguna otra oportunidad. Con todo, bien vale la pena apuntar que no deberíamos aceptar ciegamente el dogma de que opinión pública y voluntad popular son conceptos equivalentes; aunque más no sea por el fácilmente demostrable hecho de que muchísimas veces lo que las personas dicen es una cosa, lo que realmente desean puede ser otra cosa y lo que en realidad necesitan resulta ser una tercera cosa completamente diferente. Por añadidura, deberíamos poder demostrar también que voluntad popular y bien común son términos intercambiables; algo que se hace bastante difícil de hacer ni bien uno profundiza un poco en el tema. De modo que ya un análisis muy superficial nos lleva a sospechar con fundamento que la usualmente admitida equivalencia entre opinión pública y bien común constituye una simplificación harto cuestionable.

En lo que a la determinación e interpretación de la voluntad popular se refiere, los sistemas electorales se basan, o bien en criterios mayoritarios, o bien en criterios proporcionales.

Los sistemas mayoritarios

En los sistemas basados en criterios mayoritarios, gana la elección quien consigue la mayoría de los votos. Todos los que no consiguen esa mayoría, resultan descartados. Dentro de este sistema existen, sin embargo, variantes en cuanto al método empleado para calcular la mayoría y también en cuanto al método para tratar al menos las primeras minorías. Se pueden establecer sistemas por mayoría absoluta, en los cuales triunfa el candidato que obtiene por lo menos la mitad más uno de todos los votos válidos emitidos, y se pueden establecer sistemas de mayorías relativas donde el triunfo le es adjudicado al candidato más votado, irrespectivamente de si ha obtenido — o no — más de la mitad de los votos emitidos. Además, estos sistemas pueden aplicarse tanto a la designación de personas como a grupos de personas, en cuyo caso tenemos a las famosas listas de las que tanto se ha hablado en la Argentina actual.

Desde el punto de vista técnico, para poder llevar a cabo una elección dentro de este sistema, el organismo político debe ser subdividido en distritos electorales. Dentro de cada distrito, los electores podrán luego elegir ya sea a un representante o a varios. Sin embargo, para que se mantenga una equidad fundamental, los distintas distritos deberían ser al menos aproximadamente del mismo tamaño poblacional. Si en uno bastan 80.000 votos para designar a un representante mientras que en otro se necesitan 250.000, difícilmente se pueda hablar ya de una igualdad de oportunidades para todos los candidatos.

Además de ello, la delimitación geográfica de los distritos también es un factor importante. Una agrupación política regionalmente muy fuerte puede ser enormemente perjudicada si la regionalización política no coincide razonablemente con los distritos electorales. Por ejemplo: las zonas residenciales de población de alto poder adquisitivo suelen ser geográficamente bastante extendidas y poblacionalmente poco densas. En cambio, las áreas de viviendas de status económico mediano o bajo suelen tener una configuración inversa: no tanta extensión territorial y relativamente mucha mayor densidad poblacional. Si en estas condiciones un solo distrito electoral abarcase a ambas poblaciones, difícilmente un candidato de la alta burguesía tendría jamás una chance razonable de obtener una mayoría de votos.

En los sistemas que requieren una mayoría absoluta debe preverse también el caso de que la misma no se logre; algo muy frecuente y previsible cuando intervienen más de dos candidatos o agrupaciones políticas. En estos casos se prevé la reiteración de la elección, ya sea con solamente los dos candidatos más votados, ya sea con los tres más votados, ya sea con todos los candidatos originales. En el primer caso podríamos tener un empate solamente en el muy improbable evento de que el número de votantes fuese par y ambos candidatos obtuviesen exactamente la misma cantidad de votos. En los casos remanentes caben dos soluciones: o bien se repite la elección un número indefinido de veces hasta que alguno de los candidatos obtiene mayoría absoluta; o bien en la segunda vuelta la elección se decide por mayoría relativa.

Se comprende fácilmente que el procedimiento, en un universo político pluripartidario, puede llegar a resultar muy engorroso. Para paliar en algún modo esta dificultad, en algunos sistemas electorales se instituyó lo que se podría denominar "segunda vuelta anticipada". En estos sistemas, cada votante tiene derecho a emitir dos votos: uno "directo" por el candidato de su preferencia y otro "anticipado" mediante el cual puede designar a un segundo candidato para el caso de que el primero no obtenga la mayoría absoluta de votos. Si, una vez finalizado el recuento de sufragios, resultase ser que ninguno de los candidatos ha obtenido una mayoría absoluta, el candidatos menos votado resulta descartado, se cuentan los "votos anticipados" que ha generado y se adjudican estos votos a los candidatos designados en el voto anticipado. Si después de ello todavía ningún candidato obtiene la mayoría absoluta, el proceso se repite (es decir: se descarta al menos votado de los remanentes, se distribuyen nuevamente los votos anticipados, etc.) hasta que aparece un candidato con mayoría absoluta de votos.

Lo anterior se aplica básicamente a votaciones unipersonales como, por ejemplo, elecciones para cargos en el Poder Ejecutivo (presidente, gobernador de provincia, intendente) en dónde, por cada distrito electoral, región o provincia puede terminar siendo electa una sola persona; vale decir: un solo candidato. Para el caso en que la elección involucre la designación de varias personas, como es el caso de los puestos del Poder Legislativo (diputados, senadores, concejales) existen tres posibilidades básicas: A)- Elecciones de mayoría relativa por listas; B)- Elecciones de mayoría absoluta por listas y C)- Elecciones por mayorías con representación de minorías.

En el primer caso, cada partido político suministra una lista de tantos candidatos como puestos haya en disputa. Cada sufragante puede elegir solamente una lista completa y los ganadores serán los que figuran en la lista que obtiene la mayor cantidad de sufragios. El segundo caso es muy similar al primero, pero resulta ganadora la lista que obtiene la mayoría absoluta de todos los votos emitidos. El tercer caso es algo más complejo y admite algunas variantes. Una de las más conocidas consiste en eliminar las listas, hacer que se vote por personas, y darle al sufragante derecho a una cantidad menor de votos que la cantidad de puestos a cubrir. Por ejemplo: si en un cuerpo colegiado hay cuatro puestos electivos a cubrir, el sufragante tendrá derecho a solamente tres (o menos) votos. De este modo, aplicando un criterio de mayorías relativas al recuento de sufragios, también los partidos menos votados pueden, dado el caso, acceder a alguno de los puestos en disputa.

Los sistemas proporcionales

La idea general detrás de los sistemas proporcionales es que a cada agrupación o partido político se le terminen adjudicando los puestos electivos en la misma proporción en que cada partido ha conseguido captar los votos del electorado.

La forma de calcular esta proporcionalidad y, por consiguiente, establecer cuantos puestos le corresponden a cada fuerza política sigue criterios matemáticos, el más conocido de los cuales fue elaborado por el belga D'Hondt. El procedimiento consiste en dividir la cantidad de votos obtenida por cada partido político sucesivamente por 1, 2, 3, 4, etc. Al cociente más alto así obtenido por alguno de los partidos se le adjudica un puesto y el procedimiento se repite hasta haber adjudicado todos los puestos en disputa, teniendo en cuenta, además, que se establece también un cociente electoral mínimo. Este cociente se obtiene generalmente tomando el número de los ciudadanos con derecho a voto y dividiéndolo por la cantidad de puestos sometidos a elección. Representa la cantidad mínima de votos necesarios para acceder a un puesto.

El problema es que, aún a pesar de estos métodos matemáticos, un sistema proporcional arroja resultados bastante distintos entre circunscripciones electorales pequeñas, medianas o grandes. Cuando se trata de varios puestos que deben ser cubiertos también influye mucho la estructura de las listas. En algunos sistemas el sufragante solo puede elegir una lista fija completa; en otros puede cambiar el orden en el cual los candidatos figuran en la lista; en otros puede tachar candidatos; en algunos puede incluir candidatos que figuran en otras listas y hasta existe la posibilidad de que el sistema admita la inclusión por parte del sufragante de candidatos que no figuran en ninguna lista.

Si todo un país se constituye como un distrito electoral único y la cantidad de puestos a cubrir es relativamente alta, la matemática que hay detrás los sistemas proporcionales garantiza razonablemente que la mayor parte de los votos emitidos termina conquistando alguna representación ya que se descartarán muy probablemente sólo aquellos candidatos que no alcanzaron a reunir la cantidad mínima de votos establecida por el cociente electoral. Pero ya si los puestos a cubrir son pocos y la dispersión partidaria es relativamente grande, aumenta mucho la posibilidad de que los votos emitidos a favor de una lista no alcancen para adjudicar un puesto. Por ejemplo, en un distrito dónde sólo hay tres puestos para cubrir, es muy probable que únicamente los grandes partidos tendrán alguna chance real de obtener alguno. Por otra parte, también mientras más pequeños sean los distritos electorales, tanta menos probabilidad habrá de que los puestos se repartirán en una forma realmente proporcional a los votos obtenidos por cada lista.

En algunos casos, para paliar estos defectos, se admite que los votos que no fue posible tener en cuenta para elecciones municipales, se cuenten a los efectos de la adjudicación de puestos provinciales y nacionales. Los votos remanentes de los distritos pequeños sirven así para la adjudicación de mandatos adicionales en los distritos mayores con lo cual se restablece, al menos en cierta medida, el principio de proporcionalidad.

El sistema proporcional admite también algunas variantes. Existe, por ejemplo, el método proporcional sin listas, también conocido como Sistema Hare, mediante el cual se permite al sufragante establecer el órden correlativo en que deben ser votados los representantes. En este caso, resultan electos por de pronto quienes hayan superado el cociente electoral. Si después de ello aun quedan puestos por repartir, se consideran en primer lugar los votos remanentes de candidatos nominados en primeros lugares. Y, si éstos tampoco alcanzan, se consideran los votos asignados a candidatos nominados en el resto de la secuencia, repitiéndose el procedimiento hasta adjudicar todos los puestos a cubrir.

Otra posibilidad es la del sistema proporcional personalizado en el cual una parte de los candidatos es elegida en forma unipersonal por mayoría relativa. Paralelamente, sin embargo, se realiza otra votación por listas. Los votos emitidos en cada uno de los distritos electorales se suman luego y se establece cuantos puestos hubiera obtenido cada agrupación política según el método proporcional simple. De este número se sustraen los puestos ya adjudicados por la votación unipersonal y se dejan en las listas solamente tantos candidatos como resulte necesario para que cada partido se halle proporcionalmente representado en el cuerpo colegiado. Sin embargo, con este procedimiento puede ocurrir que algún partido obtenga, en alguno o varios distritos, más representantes de los que le hubieran correspondido de acuerdo a la regla proporcional estricta. En este caso, o bien se admite el hecho y se le otorgan esos mandatos "excedentes" al partido triunfador; o bien se los elimina; o bien se los mantiene pero se reestructuran proporcionalmente las listas de los demás partidos.

Un hombre, un voto

Un detalle que acaso valga la pena mencionar es que todos los sistemas electorales actuales se basan en el principio de "un hombre, un voto" considerándose iguales y equivalentes todos los sufragios emitidos. Esto no ha sido siempre así a lo largo de la Historia.

Antes de principios del Siglo XX, en realidad, el voto igualitario fue la excepción a la regla y muchos países se rigieron durante largos períodos por sistemas de voto calificado. Entre estos sistemas, pueden distinguirse por de pronto aquellos que le otorgan a cada ciudadano uno o más votos, de acuerdo con su actividad profesional, su posición económica, sus estudios cursados y su edad.

Por el otro lado está el sistema de voto por estamentos o clases sociales como, por ejemplo, el que rigió en Prusia entre 1850 y 1918. Según este sistema, el electorado se subdivide en tres categorías tomándose como base para la subdivisión el volumen de los impuestos directos recaudados por el Estado. De este modo, cada categoría representa a un tercio de la recaudación impositiva y cada categoría elige luego también a un tercio de los representantes.

Desde un punto de vista práctico el sistema prusiano es perfectamente viable aunque resulta obvio que la primera categoría, al concentrar el aporte proveniente de pocas personas (los muy ricos) se hallará proporcionalmente más representado que la tercera que concentra la misma suma pero proveniente de una cantidad mucho mayor de ciudadanos. A su vez, el voto calificado por estudios, profesión, edad etc. responde al criterio de que, muy probablemente, una persona con adecuada formación y capacitación será mejor juez de los asuntos políticos que un completo ignorante. Lo cual también es perfectamente admisible a condición de que no existan condiciones manifiestamente injustas para el acceso a la formación y a la capacitación. Aunque, incluso en ese caso, podría apuntarse que la finalidad de un sistema electoral, al fin y al cabo, no es la de remediar injusticias sociales sino la de posibilitar la formación de un gobierno eficaz siendo, en todo caso, la eliminación de la injusticia social misión de ese gobierno y no del sistema electoral que reglamenta el método del acceso al Poder.

¿Cuál es el mejor sistema?

Otra buena pregunta. Lo primero que debe decirse al respecto es que no existe, en absoluto, consenso sobre la respuesta, ni entre los teóricos de las ciencias políticas y, mucho menos, entre los políticos activos.

Por de pronto, desde el momento en que el sistema electoral es una de las herramientas que regula el acceso a los cargos del Estado, todos los interesados en esos cargos se hallan también más que interesados en estructurar el sistema de la forma en que más les conviene. Esto puede explicar por qué en muchos países — como por ejemplo en Alemania — el sistema electoral no está establecido en la Constitución, dejándose así la puerta abierta para una gran flexibilidad.

Los sistemas mayoritarios tienden a promover el surgimiento de grandes líderes y facilitan la posibilidad de construir cómodas mayorías parlamentarias, con lo que se favorece la estabilidad de los gobiernos. Por el otro lado, los sistemas proporcionales permiten construir cuerpos colegiados que reflejan mejor la composición política real del electorado.

A los sistemas mayoritarios se les critica que favorecen a los partidos grandes y aniquilan a los pequeños. A su vez, respecto del sistema proporcional puede argumentarse que la función de un sistema electoral no es necesariamente la de construir un cuadro representativo de las fuerzas políticas actuantes en la sociedad sino brindar un procedimiento adecuado para lograr instituciones en las cuales se puedan luego tomar decisiones políticas eficaces y construir gobiernos eficientes. De este modo, mientras desde un lado se puede argumentar en favor del grado de pluralismo político y de la capacidad de integración de muchas tendencias dentro un mismo marco institucional, desde la vereda de enfrente es posible argumentar en favor de la gobernabilidad, la eficacia y la eficiencia de las instituciones que se crean a partir de un sistema electoral.

Desde muchos puntos de vista, la controversia resulta quizás ociosa. Con demasiada frecuencia, estas polémicas terminan en un verdadero diálogo de sordos porque — como tantas veces ocurre en Política — lo que se termina discutiendo casi siempre son conveniencias concernientes a posiciones de Poder y no las bondades o defectos de ciertas propuestas que resultan sumamente abstractas, siendo que, para colmo, con frecuencia se ven envueltas en una bastante compleja maraña de cálculos matemáticos que conspiran mucho contra su transparencia.

La cuestión de fondo

Si se analizan detenidamente todas las alternativas brevemente enumeradas, se llega muy pronto a la conclusión de que la bondad o falencia de un sistema electoral depende fuertemente del entorno político al cual se aplica. Cantidad de votantes por distrito, cantidad de representantes a designar, cantidad de partidos políticos intervinientes, concentración regional de fuerzas políticas o dispersión geográfica de las mismas, geometría política de los distritos, etc. etc. son solamente algunos de los muchos factores que es preciso tener en cuenta para evaluar los méritos y los deméritos de cualquier sistema electoral.

Aparte de ello y antes de cualquier evaluación, subsiste además el problema de decidir el órden de prioridades al cual se deberá ajustar el sistema: ¿deseamos un sistema electoral que ofrezca un grado razonablemente alto de estabilidad, gobernabilidad y capacidad de decisión, o deseamos instituciones cuya composición refleje lo más perfectamente posible las distintas corrientes políticas presentes en el electorado? En el primer caso probablemente nos inclinemos hacia alguno de los sistemas mayoritarios; en el segundo, por alguna variante del sistema proporcional.

Pero difícilmente lleguemos con ello al verdadero meollo de la cuestión. Porque, con casi total certeza, la verdadera cuestión de fondo está en que, en realidad, el problema de todo sistema electoral nace como consecuencia de otro problema anterior: el de la sucesión política o la continuidad del Poder.

En este sentido, la democracia contemporánea puede ser definida como el sistema político en el cual la vacancia del Poder se produce — al menos teóricamente — en forma periódica, previsible, obligatoria y ajustada a previsiones establecidas por ley. Los representantes duran en sus cargos un tiempo determinado, establecido de antemano, luego del cual el transitorio ocupante del cargo debe obligatoriamente someter a votación su puesto, conforme a las normas jurídicas que prevé el sistema electoral vigente.

En muchos regímenes políticos anteriores esto no ha sido así. Los primeros monarcas surgían espontáneamente, muchas veces como líderes guerreros, triunfadores y conquistadores. En las dinastías fundadas por estos monarcas, la sucesión se garantizaba por filiación natural. Cuando el cargo no era hereditario, o bien el jefe de Estado designaba a su sucesor o bien el cargo se cubría por elección del nuevo soberano a través de un colegio aristocrático hereditario. Una variante muy interesante dentro de este contexto lo brinda el sistema adoptado con excelentes resultados por la Iglesia Católica en dónde el Papa es elegido por un consejo cuyos miembros el Papa anterior ha designado. Es obvio que este sistema, en su origen, nació impuesto por el celibato que impidió toda estructura hereditaria, pero el hecho de que se haya mantenido durante tantos siglos con resultados razonablemente aceptables merecería realmente un estudio en profundidad.

Todas estas consideraciones apuntan en el mismo sentido: en la materia que venimos tratando la cuestión esencial no está tanto en el mecanismo elegido para la continuidad del Poder sino justamente en la necesidad de garantizar esa continuidad. Por ello es que, en realidad y como lo demuestra la existencia de distintos sistemas electorales en diferentes países, cualquier sistema electoral razonable puede llegar a ser aceptable y viable, siempre y cuando a través del mismo se logre una continuidad del Poder con la menor cantidad posible de sobresaltos o "quiebres" institucionales. Estas agitaciones que interrumpen el normal proceso político ocasionan vacíos de Poder que son siempre de muy difícil transición porque representan momentos de alta tensión e intensas pugnas políticas.

Es muy fácil demostrar que nunca existen vacíos de Poder permanentes en Política ya que, de producirse alguno, inmediatamente se generan muy fuertes corrientes para ocuparlo. Igualmente fácil es demostrar que ello produce un ambiente de ebullición y conflictos internos que conspira en alto grado, tanto contra la gobernabilidad del organismo político como contra la buena y aceitada administración de los asuntos públicos. Cuando todo el mundo se está peleando por un puesto al timón, resulta muy difícil mantener a la nave sobre su rumbo. Y uno de los problemas básicos de muchas democracias es que en ellas todo el mundo está todo el tiempo peleando, o al menos especulando con pelear, por un puesto al timón. Este es el problema que luego se traslada al sistema electoral porque el mismo, al final de cuentas, no es nada más que la reglamentación de una manera más o menos civilizada de pelear por ese puesto.

El problema político con el que se enfrenta la Argentina tiene múltiples aspectos. Señalemos solamente seis de entre los más destacados:

  • Las personalidades que se postulan para conducir a la sociedad ya no resultan creíbles. En vista de los paupérrimos resultados obtenidos por las gestiones de los últimos años, y en vista de las reiteradas defraudaciones que ha sufrido un electorado que un día votó por una cosa y tuvo que aguantarse años de políticos haciendo casi exactamente lo contrario, la ciudadanía duda — y con fundamento — no sólo de la honestidad sino hasta de la capacidad de la clase política.

  • La política argentina actual carece de propuestas alternativas viables. Todos los "modelos" que circulan por el ambiente político se hallan inspirados en un pesimismo cultural que ha aceptado el "no se puede" dictado por los estrategas de la globalización. Se habla hasta por los codos de "un cambio de rumbo" sin especificar la orientación del implícito "nuevo rumbo", con lo cual el único rumbo vigente termina siendo el que le asignaron a la Argentina quienes, desde las centrales de Poder mundiales deciden las cuestiones de la geopolítica internacional. De este modo, es transparente que el único "nuevo rumbo" que consigue imaginar la clase política argentina es aquél que resulte de negociar alguna mejora episódica a la actual relación de Poder con los artífices del viejo rumbo. La política argentina es estéril: se agota en promesas demagógicas para apuntalar carreras personales o partidarias por el puesto al timón y no ha sido capaz de producir un proyecto estratégico que realmente fije un rumbo válido y posible para el barco. Con lo cual, podrán cambiar los timoneles, pero el rumbo continúa siendo fijado por quienes ni siquiera viajan en la nave.

  • En la Argentina no existen fuentes genuinas de financiamiento para la política. Una parte muy importante de la política se financia con dinero robado al Estado y, cuando ello no es así, el grueso de la financiación restante proviene de empresas transnacionales que, lógicamente, anteponen sus propios intereses al interés nacional. El Poder del empresariado nacional, por más prestigio local que pueda tener, no alcanza para influir decisivamente en la política del país. Podrá comprar una licitación y, quizás, hasta una ley; pero no alcanza para imponer un régimen político. En parte, porque ese Poder, comparado con el de las grandes corporaciones transnacionales, es realmente ínfimo medido en términos financieros y económicos. En parte porque el empresariado nacional — o lo que queda de él — ha sido, y sigue siendo, tradicionalmente cobarde en lo político y egoísta en lo económico. En parte, finalmente, porque la enorme mayoría de los empresarios nacionales también carece por completo de una visión estratégica coherente y prefiere la alianza temporal con un socio extranacional antes que el compromiso permanente de construir un Poder propio.

  • La Argentina carece de una verdadera cultura política. El ambiente político argentino durante muchas décadas se ha caracterizado por furibundas disquisiciones ideológicas, subterfugios de comité, demagogia pura, golpes de Estado, rebeliones, asonadas, estados de cuasi-guerra civil y promesas tanto incumplidas como incumplibles. No hay verdaderas continuidades históricas en la política argentina; sólo hay lineamientos cambiantes, más o menos bien fundamentados en argumentos oportunistas con algún barniz superficial de referencia histórica. Yrigoyen no reconocería a su partido de hoy; como que Perón tampoco reconocería el suyo y harían falta verdaderos malabarismos intelectuales para establecer una filiación entre el socialismo o hasta el anarquismo de principios del siglo XX y la izquierda atomizada de hoy. La política argentina se ha manejado con modas intelectuales y con tendencias ideológicas; no con cosmovisiones políticas capaces de generar un proyecto de Nación fundamentado en una misión histórica diferenciada y diferenciadora.

  • Como consecuencia de la falta de visión estratégica y la incapacidad de formular una misión diferenciadora, la política argentina tiene un pésimo criterio de selección. El reclutamiento en el ámbito político se reduce a una cooptación entre cómplices y a un reparto de connivencias. Más que ser alguien idóneo, aquí lo que importa es ser alguien de confianza. Por eso es que el nepotismo se halla tan extendido y abundan tanto los parientes, familiares y amigos. Cuesta horrores encontrar a una persona realmente capaz y honesta en la política argentina y, cuando se la encuentra, con demasiada frecuencia esta persona está, o bien atada de pies y manos con muy poco margen de maniobra a su disposición, o bien obligada a aullar con los lobos para sobrevivir en la selva de intereses creados, compromisos tácitos, complicidades contrapuestas y lealtades culposas. El resultado es que la enorme mayoría de los argentinos valiosos se halla al margen de la política y a lo que debería ser la clase dirigente se incorporan solo a aquellos que buscan en la actividad política una oportunidad de conseguir lo que no fueron capaces de obtener mediante una profesión productiva.

  • Por último, incluso la crítica al sistema está pésimamente planteada. En muchísimos casos la fuente de esta crítica es demasiado evidentemente la simple envidia. A juzgar por las voces críticas que se hacen oír, todo parecería reducirse a una cuestión de costos y gastos. Se subraya que los políticos ganan demasiado, que hay demasiados parásitos y que se gasta demasiado en cosas inútiles. Con total seguridad la crítica es certera pero, por los argumentos que se esgrimen, todo parecería estar centrado en una cuestión de dinero. La tesis implica que la política argentina se arreglaría simplemente haciendo que los políticos ganen menos y gasten menos. Casi nadie parece haberse dado cuenta de que la ecuación podría muy bien plantarse a la inversa y decirse que el problema no está en que los políticos ganan mucho y gastan mucho sino en que todos los argentinos ganan demasiado poco y ya no gastan casi nada. Porque, si, ganando los sueldos que se ganan, los políticos argentinos tienen la calidad que tienen, uno no quisiera ni imaginarse la calidad de gente que se reclutaría reduciendo esos sueldos a la mitad. A menos que se opte por la filosofía de que ya que son malos, por lo menos que sean baratos. Lo cual puede ser bastante racional desde el punto de vista económico pero difícilmente contribuya a la solución del verdadero problema político.

En resumen: la política argentina es ineficiente e ineficaz. Pero no perdamos una cosa de vista: todo el país, en realidad, lo es también. El problema que tenemos hoy es que la situación ha estallado y ya no se puede disimular. Si se expulsase del Estado a todo el personal que está sobrando — y que, en su enorme mayoría no tiene la culpa de estar sobrando — lo único que se conseguiría sería aumentar en unos cuantos dígitos la tasa de desocupación ya que el empresariado nacional tampoco tiene capacidad empleadora y en muchos casos, en lugar de pelear por tenerla, prefiere coquetear con la idea de mudar sus fábricas a Brasil. El hecho es que, en una muy importante cantidad de casos, sobre todo en varias provincias, el empleo público en la Argentina es un seguro de desempleo disfrazado. Y quienes lo han instituido, tanto a nivel provincial como nacional y hasta municipal, deberían al menos tener la decencia de hacerse responsables por las consecuencias que ahora ya resultan indisimulables.

El mensaje del "voto bronca"

Según una vieja tradición japonesa, cuando hay que despedir a un empleado, primero se procede a despedir al gerente que lo contrató. Porque si el empleado no servía para el puesto que ocupaba, nunca debió haber sido contratado para ese puesto en primer lugar. El "voto bronca" de las últimas elecciones significa que prácticamente la mitad de la ciudadanía se hartó de la situación y está más que dispuesta a despedir a los actuales gerentes.

Pero cuidado: por más que la casi totalidad de los medios se empecine en señalar que no se trató de un voto contra el sistema, una lectura cuidadosa de los resultados indica bastante claramente que la ciudadanía no solamente ya no les cree a los gerentes de la política sino que tampoco cree en el sistema que estos gerentes han instaurado. Hay mucho de desesperanza en esta votación. Demasiada para pasarla por alto.

Por eso es previsible que, en un futuro no tan lejano, se plantee el tema de la "reforma política" desde el ángulo de una posible reforma electoral con, previsiblemente, el caballito de batalla de la eliminación de las "listas sábana". Nuevamente: cuidado. Que nadie se engañe. Cualquier sistema electoral es perfectible pero ningún sistema electoral constituye, de por si y en si, un sistema político. Como creemos haberlo demostrado en todo lo que antecede, en materia de procedimientos electorales hay muchas opciones y varias alternativas. Puede discutirse cual de ellas es la que mejor se adecua a las particulares circunstancias que tiene la Argentina. Y quizás valga la pena discutirlo. Pero ni aún con el mejor de los sistemas electorales que se pueda imaginar, la Argentina tendrá necesariamente una política distinta o unos políticos distintos.

Hay que comprender y atreverse a plantear el problema de fondo. Y esto implica que:

  • Hay que establecer una verdadero plan estratégico para la Argentina, con metas, objetivos, cronogramas, presupuestos y responsables para poder dotar a la política de una visión de futuro integradora, basada en una misión válida, viable y creíble. En palabras menos complejas: la dirigencia debe estar en condiciones de hacerle una propuesta seria a la ciudadanía consistente en decirle A)- qué se quiere construir; B)- cuales son los pasos para lograrlo; C)- cuanto costará; D)- cuanto tiempo demandará; E)- quiénes lo harán. Y todo ello explicando además cómo y de qué modo quedará la Argentina posicionada en el contexto global antes, durante y después del proyecto.

  • Hay que dotar a la política argentina de coherencia interna y de solidez ejecutiva. Hay que revisar los postulados que fundamentan la división del Poder político y la alternancia cuasi-forzosa de las diferentes corrientes de opinión en ese Poder. Ni las instituciones están para competir entre si al punto de trabarse mutuamente, ni el Poder político es solamente una cuestión de opiniones para generar debates interminables, ni los cargos públicos son sillas vacías que deben estar a disposición de cualquiera por un tiempo limitado. Por encima de estas cuestiones dogmáticas hay 37 millones de seres humanos que necesitan ser bien gobernados y hay también mucho trabajo por hacer, con tiempos de ejecución que — debido, entre otras cosas, al atraso que llevamos — exceden, y por mucho, el período de los mandatos actuales.

  • Hay que definir concretamente el papel del Estado sobre la base de sus funciones esenciales e indelegables de síntesis, previsión y conducción. Más allá de ello, hay que reconocer también que en sociedades económicamente débiles como la Argentina, el Estado tiene obligaciones y responsabilidades en el área económica que van más allá del simple papel subsidiario. En un país en dónde el empresariado local carece de suficiente envergadura económica, poder financiero y capacidad técnica propia para hacerle frente con éxito a la competencia internacional, solamente una iniciativa estatal razonable y bien concebida puede equilibrar la balanza y establecer un marco de competitividad equitativa. En la Argentina el Estado no debe ponerse a la retaguardia de la economía. Debe ponerse al frente. No para producir aquello que la iniciativa privada puede hacer por si misma, sino para desarrollar aquello que el ámbito privado no está en condiciones de hacer y para ayudar a abrir las puertas de otros mercados, expandiendo el horizonte a los productos y servicios argentinos.

  • Para los cargos públicos, tanto ejecutivos como legislativos o judiciales, hay que exigir un mínimo de prueba de idoneidad. No es posible que el cargo de Presidente de la Nación se halle disponible para cualquier abogado fracasado o para cualquiera que solamente disponga del talento de hilvanar hermosos discursos. Quien nunca ha sido intendente, difícilmente se desempeñará bien en el cargo de gobernador y quien no fue al menos gobernador de una provincia, difícilmente sepa lo que necesita saber un buen Presidente. Por otra parte, quien se haya desempeñado como legislador no necesariamente ha adquirido con ello títulos suficientes como para aspirar a un cargo electivo en el Poder Ejecutivo. Hay que estructurar las carreras políticas sobre la base de la idoneidad demostrada en ámbitos específicos; habilitando los ámbitos mayores solo a quienes han transitado satisfactoriamente por los ámbitos menores. El pueblo no debe estar forzado a votar solo promesas. También debe tener la oportunidad de votar por trayectorias y para que las trayectorias sean comparables, deben haber transcurrido en ámbitos también equiparables.

  • El sistema de toma de decisiones debe ser revisado. La teoría de que las decisiones las toma el Legislativo y las ejecuta el Ejecutivo resulta incoherente e inconsistente con las características de un sistema presidencialista como el que tradicionalmente se ha dado el país. Cuando, como hoy sucede, el Presidente prácticamente no toma decisiones, la ciudadanía entera se lo reclama casi a los gritos. Y, cuando las toma, como ha sucedido en algunas ocasiones del pasado, todo el espectro político, a coro con los medios, pone el grito en el cielo por el hecho de que se está gobernando por decreto. Hay que terminar con esta esquizofrenia. Un sistema presidencialista requiere que el Presidente tenga la autoridad y la facultad para tomar decisiones, haciéndose personalmente responsable por las mismas. Construcciones abstractas que pretenden una hibridación de estructuras presidencialistas y parlamentaristas sólo contribuyen a fomentar la ingobernabilidad de todo el sistema al mezclar criterios incompatibles con la necesaria funcionalidad de las instituciones.

  • También en todos los demás ámbitos - especialmente en el Legislativo - hay que instituir el criterio de la responsabilidad personal por las decisiones tomadas. Por más que ciertas decisiones surjan de cuerpos colegiados por votación mayoritaria, en toda norma debería quedar meridianamente en claro quiénes y por qué la sancionaron. Dichas personas deberán luego hacerse personalmente responsables por las consecuencias que surjan de la aplicación de esa norma. Para que ello sea prácticamente factible y viable, los cuerpos colegiados deben tener un número reducido de integrantes, los mismos deben ser fácilmente identificables, el Estado debe garantizar la difusión pública del debate y debe instituirse el criterio de que todo cargo electivo pertenece a la persona que la ciudadanía eligió para ese cargo y no al partido al cual el candidato puede llegar a pertenecer.

  • Hay que eliminar las razones por las cuales la política se halla en una relación de dependencia del poder económico. La política requiere difusión y, en la actualidad, esa difusión requiere dinero. Al margen de las sumas que se gastan en comprar leyes o voluntades, completamente al margen de la corrupción real o supuesta que impregna a la política actual, la actividad política misma requiere de sumas siderales. Es posible reducir este gasto, sin caer en infantilismos románticos que apelan a la supuesta posibilidad de moralizar de la política y sin caer tampoco en delirios burocráticos que proponen controlarlo todo, investigarlo todo y denunciarlo todo. Para ello y en primer lugar, se puede comenzar con la simple medida de reducir drásticamente los cargos políticos. Por ejemplo: no hay ninguna razón valedera para que el Congreso de un país que tiene 37 millones de habitantes y 22 provincias más una Capital Federal necesariamente deba tener - entre diputados y senadores nacionales solamente - algo así como un legislador cada 112.000 habitantes. En otros países, no menos democráticos que la Argentina, hay tres y hasta cuatro veces más habitantes por legislador. Menos cargos políticos significan, desde ya, menos gasto anual en sueldos pero, sobre todo, significan menos dinero necesario para campañas, con lo cual quizás sería más viable romper las cadenas que atan la política a los intereses económicos.

Difícilmente haya en el país muchos políticos (si es que acaso hay alguno) que estarán de acuerdo con propuestas como las brevemente delineadas. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que el proyecto de una Nueva República, con todo lo opinable y debatible que seguramente tiene, es lo que la ciudadanía está empezando a exigir de una manera cada vez más clara y cada vez más enérgica.

Que no se equivoquen los políticos profesionales: el "voto bronca" ha sido mucho más que simple expresión de "bronca". En las últimas elecciones ya ha estado muy cerca de ser un voto desesperanzado y falta bastante poco para que se convierta en un voto de desprecio.

Octubre 2001

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