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DESPUÉS DEL ATENTADO ¿Y ahora qué...?
( 25 de Septiembre 2001)

 

La irracionalidad es imprevisible

Después del ataque sufrido por los Estados Unidos por parte de un grupo de comandos suicidas; después del derrumbe de ese cuasi símbolo del orgullo nacional que eran las torres gemelas de Nueva York; después de la vergüenza de tener que admitir que ni el Pentágono puede ya ser considerado como un lugar seguro; después de la masacre que segó más vidas en un par de minutos que todo un año de guerra localizada, el ego del Pueblo norteamericano — y, por qué no decirlo: especialmente el ego de su clase dirigente — han sufrido un serio shock.

Bastante menor, aunque considerable en todo caso, debe haber sido también el shock recibido por todos aquellos que, ante los casos de la Embajada de Israel y de la AMIA en Buenos Aires, no se cansaron de hablar pestes del sistema de seguridad argentino. Los casos son bastante distintos en principio, eso debe ser admitido. Pero si en los Estados Unidos, el país del Primer Mundo por excelencia, dotado de los ultimísimos adelantos en materia de protección electrónica y sistemas de seguridad sofisticados, se puede secuestrar un avión y estrellarlo contra nada menos que el edificio principal de las Fuerzas Armadas; entonces realmente no quedan muchos motivos para ponerse histérico con nuestros servicios de inteligencia si, hace ya un buen par de años atrás, fue posible colocar una considerable cantidad de explosivos en dos edificios civiles de la Capital Federal.

Sobre el atentado a las Torres Gemelas y al Pentágono se han gastado horas y más horas de transmisión. Se han estropeado toneladas de papel y hasta la Internet ha quedado inundada con los comentarios y las evaluaciones de los conspicuos "intelectuales" de siempre. En la mayoría de los casos, como ya es casi costumbre, la inteliguentsia burguesa de los medios le erra por completo al objetivo. Y le erra de una manera tan grosera que, si esa misma inteliguentsia es la que asesora a quienes deben tomar las decisiones políticas tanto en los Estados Unidos como aquí en la Argentina, entonces realmente estamos mal y el pronóstico no es nada alentador de cara al futuro.

Lo primero que casi todos parecen ignorar por completo es la "lógica" de este tipo de acontecimientos. Bush ha corrido a los micrófonos para anunciarle al mundo la "primer guerra del Siglo XXI". ¿Qué guerra?. Clausewitz jamás hubiera empleado el término "guerra" para describir lo que está sucediendo . El concepto de guerra tiene su propia "lógica" en Occidente. Consiste en un "te pego y, si no te destruyo inmediatamente, tu me respondes". Luego, viene "si resisto tu respuesta, evalúo mis posibilidades y te pego de nuevo". Luego viene otra vez tu respuesta. Y así sucesivamente, hasta que alguien puede decir "jaque mate". El macabro juego tiene sus variantes como, por ejemplo, el de una estrategia de destrucción mutuamente asegurada que fue la doctrina imperante durante la guerra fría. Pero en líneas generales, la partida se desarrolla esencialmente con la misma "lógica" que una partida de ajedrez: el final es incierto pero el transcurso del juego, en líneas generales, es bastante previsible. Con los rusos se podía jugar a ese juego porque, mal que bien, como buenos ajedrecistas que son, conocían y aceptaban las reglas. Pero el juego no se puede jugar con los chinos, los árabes, los mongoles, los tibetanos o los iraníes. Porque esos Pueblos, no conocen las reglas, y si las conocen, no las aceptan.

Desde que Mao Tse Tung publicara su libro acerca de la guerra de guerrillas (tanto como para marcar un hito muy arbitrario), la "lógica" bélica occidental tuvo que hacerle frente a otra "lógica" muy distinta. A la lógica del ajedrez se le opuso la lógica del Go; un juego que es algo así como una mezcla de ajedrez y de damas y que, según se dice, solía ser el pasatiempo favorito de Ho Chin Minh. Y la quintaesencia de esta lógica es algo inmanente a todo el pensamiento oriental que sencillamente desconoce ese principio de no contradicción que es el pilar fundamental de toda la racionalidad de Occidente. Cuando algo puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo las mismas circunstancias; es más: cuando todo constantemente es y no es en una simbiosis permanente de Yin y Yan; a la mente occidental se le hace difícil — por no decir imposible — seguir el hilo del pensamiento resultante. Justamente los norteamericanos deberían haber aprendido esa lección en Vietnam. Pero a todas luces, no lo hicieron.

En Occidente, esa "lógica" es percibida como irracionalidad y la irracionalidad es imprevisible. Es inaccesible tanto con nuestras herramientas de análisis como con nuestras capacidades de síntesis. Podemos "entender" que alguien saque un arma, mate a otra persona y huya. Sobre todo si tiene la huida razonablemente garantizada y existen "motivos" que consideramos "comprensibles" para "explicar" su comportamiento. Pero no entenderemos jamás el mecanismo mental de alguien que se ata diez kilos de dinamita a la cintura, se mete en un supermercado y enciende la mecha. Como que tampoco terminamos de entender el proceso psíquico de alguien que se rocía con nafta y después se prende fuego como acto de protesta.

Pretender explicar estas actitudes y estos comportamientos desde el atalaya del racionalismo occidental es plantear mal el problema tan solo para responderlo peor. La "lógica" subyacente a ese mecanismo mental se nos escapa. La pura verdad es que no la entendemos y, como no la entendemos, no podemos prever sus consecuencias. Y, cuando tratamos de imitarla, terminamos cometiendo estupideces. Como en esas "huelgas de hambre" que, con activistas occidentales, duran meses enteros.

La occidentoxicación

Otro aspecto que también se está pasando supinamente por alto es que el enfrentamiento desatado constituye una avenida de doble mano. Los norteamericanos se sienten agredidos. Tienen toda la razón del mundo: han sido agredidos y de una manera muy fea por cierto. Pero, ¿son los norteamericanos los únicos agredidos en este conflicto?

Difícilmente. Muchas sociedades en Oriente se sienten exactamente tan agredidas. Y las agresiones más sensitivas que el mundo oriental le enrostra a Occidente — y principalmente a los Estados Unidos — ni siquiera son de índole militar o económica sino cultural. Algo que tendemos estúpidamente a minimizar con el argumento idiota de que la cultura todavía no mató a nadie.

Los talibanes prohibieron la televisión en Afganistán. Todos los periodistas occidentales se han apresurado a anatematizar la decisión calificándola de un atentado a la sacrosanta libertad de prensa. Por todos los medios se nos insinúa que el fanatismo talibán le tiene miedo a la información que brinda nuestro aparato periodístico. Es ridículo: hasta el taliban más ignorante sabe que todo lo que se ve por CNN también se puede escuchar tranquilamente por la onda corta de la BBC. Y todo Afganistán escucha radio, de modo que la "información" llega igual.

El fundamentalismo islámico— ya sea en Afganistán como en varios otros lugares — ha prohibido la televisión, no para mantener fuera a la CNN sino para mantener fuera a Baywatch, tanto como para decirlo de algún modo. No son las noticias políticas y económicas las que generan el rechazo. Es la orgía de crimen, sexo, drogas y rock and roll que ha inundado nuestros medios masivos de difusión lo que Oriente quiere mantener fuera de sus fronteras en primer lugar.

En segundo lugar, lo que también quieren mantener fuera de su sociedad es la idolatría del consumo; la "cultura" del Mc Donald y la Coca Cola; la manía y la pasión por el "úselo y tírelo"; el culto al último modelo y el hipotecamiento de un futuro en cuotas. No les atrae en absoluto sufrir una invasión de dólares para terminar pagando deudas externas impagables mientras las empresas occidentales amasan fortunas en el proceso. No les interesa en lo más mínimo adoptar una cultura descartable en la cual no hay, ni héroes permanentes ni valores permanentes y en dónde los logros y los éxitos se miden exclusivamente en términos de saldos en cuenta corriente. Los bancos islámicos no cobran tasas de interés porque el Corán lo prohibe. (Dicho sea de paso: la Iglesia Católica también prohibió el préstamo a interés durante muchos siglos).

En tercer lugar, Oriente no quiere ver instaurado en sus países un duplicado del sistema político norteamericano. Muchos orientales no están dispuestos a convertir sus instituciones — varias veces centenarias en muchos casos — en una fotocopia de la Casa Blanca, el Capitolio y la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica. No les interesan nuestros partidos políticos, nuestro laicismo, nuestros shows electorales ni nuestra demagogia. No quieren el fariseismo democrático de una sociedad como la nuestra en la cual los electores tienen libertad para votar pero los elegidos no tienen ninguna obligación de cumplir. Más aun: para la población de la enorme mayoría de los países orientales la sola idea de que la autoridad es algo que se puede elegir y cambiar en forma periódica resulta un sinsentido imposible de comprender.

En una palabra: no nos quieren. Por más que buena parte de ellos viva en chozas de barro y cuide cabras, no les infundimos ningún respeto. Aun cuando nos miren con algo de admiración y, quizás, hasta con una buena dosis de envidia por nuestros automóviles, nuestros equipos de aire acondicionado, nuestros lavarropas, nuestros aviones y nuestros orgullosos edificios de más de 100 pisos. Aun cuando los deslumbremos por un tiempo con un viaje a la luna o con una bomba atómica, en el fondo, todos esos Pueblos no están para nada entusiasmados con nuestra forma de vida, con nuestra organización social, con nuestras leyes y con nuestras costumbres. Una parte de su dirigencia puede traficar con petróleo — o, dado el caso, con heroína que se consume en Occidente, o con armas que se fabrican en Occidente — y lavar el dinero en los bancos occidentales. Parte de su estrato profesional puede concurrir a Universidades occidentales. Pero los líderes espirituales y culturales no se apartan de su tradición. Aun cuando — como en el caso de China continental — se haya consentido un injerto ideológico inicial, en el largo plazo, el injerto ha terminado prendiendo en un tronco cuyas raíces se hunden en siglos y hasta en milenios de una tradición completamente diferente a la nuestra.

Hagámonos a la idea por más que no nos halague: no nos quieren. No están dispuestos a dejarse vender este modelo occidental que — seamos sinceros — tampoco a muchos de nosotros nos termina de satisfacer del todo, pero que a ellos, más que una "occidentalización" les parece una "occidentoxicación". Quieren seguir tratando a sus mujeres de una manera que a nosotros nos parece inhumana; quieren seguir cultivando una fe que a nosotros muchas veces nos parece un fanatismo colosal; quieren seguir practicando costumbres que a nosotros nos parecen prehistóricas; quieren seguir pensando el mundo desde una óptica que a nosotros nos parece irracional; están satisfechos con sus sociedades patriarcales que a nosotros nos parecen autoritarias. ¿Vamos a matarlos por eso? ¿Vamos a reeditar el viejo principio aquél de que "la fe a palos entra" y convertirlos a la Fe Democrática a los garrotazos?

Quizás haríamos mejor en repensar nuestros propios prejuicios y admitir que estábamos equivocados cuando sentamos el dogma de que todos los seres humanos son iguales. No lo son. En Asia Menor y en el Asia en general viven personas que ríen, lloran, aman y se enojan igual que nosotros. Pero no se ríen de las mismos chistes, ni lloran por las mismas desgracias, ni aman las mismas virtudes, ni se enojan por las mismas afrentas. Y, cuando se enojan, tampoco hacen las mismas cosas que hacemos nosotros.

Los enemigos de mis aliados

Los Estados Unidos, ese país que según Clemenceau tiene la rara virtud de haber ido de la barbarie a la civilización sin pasar por la necesaria etapa de la cultura, es probablemente el país de Occidente que menos entiende la complejidad de la situación. El establishment norteamericano, incluso con intelectuales como Huntington, todavía piensa en las mismas categorías de los padres peregrinos que bajaron del Mayflower. Hijos intelectuales de una secta religiosa perseguida, los norteamericanos han basado toda su política exterior sobre la insólita idea de que ellos son el Bien y todo aquel que se les oponga es un representante del Mal. En realidad, el conflicto que parece haber estallado es entre el fundamentalismo protestante anglosajón y el fundamentalismo islámico árabe. Aquí, como en tantos otros rubros, el conflicto cultural ha precedido al conflicto político.

Además, los Estados Unidos han elegido a sus aliados en Oriente Medio. Nadie ni nada los obligó a tener los aliados que tienen. Y la elección principal recayó en su momento en Israel, siendo que la propia diplomacia norteamericana ha afirmado en forma reiterada y explícita que Israel es el aliado más importante de los Estados Unidos en Medio Oriente. Uno de los principios elementales de la política más básica ya establece que a los aliados uno los elige con beneficio de inventario. Cuando se elige a un aliado, automáticamente se aceptan también a los enemigos de ese aliado. Los norteamericanos simplemente no tienen derecho a quejarse ahora por el hecho de que los enemigos de su principal aliado los han puesto en la mira también a ellos. Naturalmente, es muy cómodo pensar en términos de que el aliado resolverá sus conflictos localmente y todo se resumirá a darle apoyo material y financiero. Sucede, sin embargo que, por desgracia, también en estas esferas actúa el fenómeno de la globalización y, así como se globalizaron los mercados, también se pueden globalizar los conflictos. Hoy en día ya no es tan seguro que el enemigo de mi aliado se limitará siempre a atacar a mi aliado. En algún momento me puede llegar a atacar a mi. Y ésa es una lección que a la diplomacia norteamericana le está costando horrores digerir.

La Argentina también debería aprender esa misma lección. Los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA se presentan sistemáticamente como atentados contra toda la Argentina en un transparente intento de proteger a la colectividad judía local contra posibles acusaciones de culpabilidad. El caso de la embajada puede ponerse en una categoría aparte ya que una embajada, cualquier embajada, es un territorio que hasta jurídicamente le corresponde al país que representa. De modo que un ataque a una embajada es claramente un ataque al país que esa embajada personifica. Por consiguiente, y al menos en principio, puede ser blanco de un ataque por parte de los enemigos de ese país cualquier embajada en cualquier parte del mundo. No hay forma de equivocarse en esto.

Es muy cierto que este tipo de ataques no se condice con la práctica diplomática de Occidente. Las embajadas ubicadas en Estados neutrales tradicionalmente no han sido blanco de ataques. Cuando Estados Unidos y Gran Bretaña estaban en guerra con Alemania, ni a los británicos ni a los norteamericanos se les ocurrió enviar un comando a destruir la embajada alemana en Montevideo. Así como a los alemanes tampoco se les ocurrió hacer volar por los aires las embajadas británicas o norteamericanas en Lisboa o en Caracas. Pero aquí no estamos hablando de las prácticas diplomáticas impuestas por Occidente. Este conflicto se pelea con otras reglas y Occidente no tiene por qué ponerse histérico si otra cultura, que no comparte ni sus valores ni sus tradiciones, tampoco se muestra dispuesta a respetar sus reglas. En todo caso, quienes desataron el conflicto — o quienes no supieron detenerlo a tiempo — deberían asumir la responsabilidad, ya sea por no haber sabido evaluar las posibles consecuencias, ya sea por la decisión tomada de aceptar el desafío y pelear.

El caso de la AMIA es distinto desde el momento que se trató de la sede de una asociación civil privada que brindaba servicios a una importante colectividad de residentes argentinos, buena parte de los cuales tiene una doble nacionalidad. Aquí, para establecer contra quién iba dirigido el ataque, las preguntas que cabe formular son muy distintas y la respuesta no es tan clara. Por de pronto: ¿habría sido Buenos Aires escenario de un atentado como el que se produjo si la Argentina no albergara una de las colectividades judías más importantes del mundo? — Y, en segundo lugar: ¿se habría producido el ataque si la Argentina no hubiera cultivado "relaciones carnales" con los Estados Unidos?

Las respuestas a estas preguntas no pueden ser unívocas y necesariamente queda un gran margen de incertidumbre; aunque más no sea por el conocido principio de que una tesis negativa no puede ser demostrada. Resultaría imposible demostrar que los hechos no hubieran sucedido si no se hubieran dado las condiciones que se dieron. Pero, en todo caso, las preguntas a formular como hipótesis de conflicto son ésas y constituye un tremendo error el creer que la Argentina quedará eternamente a salvo de los enemigos de los aliados que su dirigencia política elige. Aun cuando sea hasta cierto punto debatible, lo más razonable sería pensar que la Argentina fue elegida como blanco, no precisamente por la permeabilidad de sus fronteras, ni por sus falencias en materia de inteligencia y seguridad, sino porque su dirigencia política se puso ostensiblemente del lado de uno de los bandos en pugna y con ello heredó automáticamente a los enemigos de ese bando. En política hay que aprender a soportar las consecuencias de las propias decisiones. Aún cuando esas consecuencias sean injustas y hasta crueles.

La política exterior norteamericana

Lo que nadie debería desconocer es que, los norteamericanos, en su cruzada por el Bien, le han hecho, demasiadas veces, demasiadas concesiones al Mal.

Nunca hubo un golpe militar en toda América Latina que no haya contado con la bendición del Departamento de Estado. Cuando, durante la guerra fría, el enemigo percibido por los EE.UU. en su "patio trasero" era la guerrilla marxista, el Departamento de Estado mandó todo su espíritu democrático al mismísimo demonio y no dudó un instante en apoyar a cuanta dictadura o "dictablanda" prometía una lucha frontal contra el marxismo. Las mismas "encarnaciones del Mal" que ahora se combaten, como Osama Bin Laden o Sadam Hussein, son, al menos en buena medida, creaciones de la propia política exterior norteamericana que los entrenó, los usó, los financió y los apoyó cuando quienes tenían problemas en Afganistán eran los soviéticos. Ahora que los soviéticos han desaparecido del escenario geopolítico, estos mismos aliados de ayer se han convertido en los monstruos otrora engendrados que ahora resulta difícil dominar. Nunca la política exterior norteamericana se destacó por su ética o por su coherencia.

Carlos Gabetta en uno de sus últimos artículos de "Le Monde Diplomatique" hace un resumen bastante interesante de esta política:

  • La intervención norteamericana en varias guerras se justificó en incidentes que produjeron muchas víctimas norteamericanas. Pueden citarse:
    A)
    - la voladura del buque "Maine" en el puerto de La Habana, en 1898, que dio comienzo a la guerra hispano-estadounidense;
    B)
    - el ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, que provocó el ingreso de EE.UU. a la Segunda Guerra Mundial;
    C)- los incidentes del golfo de Tonkín, en agosto de 1964, que suministraron la excusa para invadir Vietnam. Muchos historiadores afirman que todos estos incidentes, o bien fueron provocados por los norteamericanos mismos, o bien y como mínimo, habían sido previstos por sus servicios de inteligencia.
  • En América Latina los norteamericanos han cometido una buena cantidad de atropellos, aliándose con personajes de bastante dudosa reputación. Pueden mencionarse, entre otros:
    A)-
    el reconocimiento del filibustero William Walker como máxima autoridad de Nicaragua;
    B)-
    la anexión violenta de un tercio del territorio mexicano en el siglo XIX;
    C)-
    las invasiones a la República Dominicana, Cuba, Granada y Panamá en el Siglo XX;
    D)-
    el financiamiento las conspiraciones para la destitución de gobiernos como el de Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) o el de Salvador Allende en Chile (1973):
    E)-
    el llamado "Plan Colombia", que aunque está aprobado por el gobierno de ese país, supone la utilización de desfoliantes y herbicidas con el peligro de graves daños a la población civil.
  • En el resto del mundo, los EE.UU. han tenido actitudes muy poco democráticas. Pueden señalarse:
    A)-
    los reiterados bombardeos a Irak, después de la Guerra del Golfo, (el último el 12 de septiembre pasado) sin tomarse la molestia de informar a la ONU o a sus aliados de la OTAN con excepción de Gran Bretaña, que secunda a los EE.UU en prácticamente todo lo que hace;
    B)-
    el financiamiento, armamento y entrenamiento de los mismos talibanes por parte de la CIA en los tiempos de la Guerra Fría;
    C)-
    la negativa de los EE.UU a firmar el Tratado de abolición de las minas
    antipersonales, que causan miles de víctimas - principalmente niños- en varios países; D)- el retiro unilateral de los EE.UU. del Tratado de Anticontaminación Ambiental de Kyoto, firmado por centenares de otros países; E)- el retiro de los EE.UU. y de Israel de la cumbre contra la discriminación racial de Durban, en la cual se hicieron serias acusaciones a ambos países.
  • Las represalias norteamericanas han sido bastante indiscriminadas:
    A)-
    Luego de los atentados contra dos embajadas de los EE.UU. en África oriental, EE.UU. reaccionó bombardeando una fábrica de aspirinas en Sudán y regando de bombas un par de campos del páramo afgano, porque se suponía que allí velaba sus armas Osama Bin Laden;
    B)-
    En diciembre de 1989, durante la invasión a Panamá, para ahogar la resistencia de la Guardia Nacional panameña, EE. UU. no vaciló en bombardear el populoso barrio de El Chorrillo, donde habitan decenas de miles de civiles. Aún hoy no se sabe cuantos panameños murieron ni se ha difundido una sola foto de El Chorrillo devastado.

La lista es, por supuesto, muy incompleta. Pero ya este brevísimo resumen explica por qué Noam Chomsky, un destacado intelectual norteamericano, pudo llegar al extremo de decir de los Estados Unidos que ese país es "el terrorista mundial Número 1". Lo cual, naturalmente, es una tremenda exageración — aunque ilustra bastante bien el punto.

Alternativas para la Argentina

En medio de la situación creada, la Argentina debe meditar muy bien y muy cuidadosamente sus pasos en materia de política exterior. No cabe aquí el infantilismo de llevar las "relaciones carnales" al extremo de unirse alegremente a la Cruzada del Bien norteamericano contra las Oscuras Fuerzas del Mal, ambiguamente definidas en términos de: "quien no está con nosotros, está contra nosotros". Como que tampoco cabe la ingenuidad de creer que la Argentina puede encerrarse en un cascarón geopolítico y esperar pasivamente a que pase la tormenta. La disyuntiva es complicada.

Lo primero sería inaceptable porque la Argentina, poniéndose incondicionalmente del lado de los EE.UU. terminará automáticamente expuesta a un ataque por parte de los enemigos que los EE.UU. se están conquistando a raudales en todo el mundo. Y es muy dudoso — por decir lo menos — que los norteamericanos le proporcionen a la Argentina un "escudo de seguridad" contra esos posibles ataques. Todo lo contrario: lo más previsible es que, en un caso así, la Argentina quedaría librada a su suerte luego de haberse comprado unos enemigos contra los cuales no está adecuadamente preparada para luchar por sus propios medios.

Lo segundo también es inaceptable porque, al menos a nivel regional, implicaría ceder terreno e iniciativa a otras aspiraciones de Poder — por ejemplo, de parte de Brasil, que ya se ha movilizado muy rápidamente en esta materia — con lo que la Argentina, al final previsible del conflicto, saldría debilitada y mal posicionada. O, por lo menos, más debilitada y peor posicionada que antes del conflicto. En un mundo globalizado, cuando los países de primer orden deciden lanzarse a un ataque, los países de segundo y tercer orden no pueden darse el lujo de echarse a dormir la siesta. Si lo hacen, cuando se despierten, casi con total seguridad se encontrarán con la desagradable sorpresa de notar que han descendido al cuarto, al quinto o hasta al sexto orden en el escalonamiento de la distribución del Poder internacional. El ejemplo de Suiza es un mal ejemplo de neutralidad. Suiza ha podido ser neutral en el pasado y puede seguir siendo neutral hoy porque todo el mundo está de acuerdo en que sea neutral.

La cuestión central para el diseño de una estrategia de política exterior para la Argentina podría, quizás, resumirse en tres preguntas: 1)- ¿Qué tiene la Argentina para ofrecer en este conflicto? Y 2)- ¿Qué tiene la Argentina para ganar en este conflicto? Y 3)- ¿Qué tiene la Argentina para perder en este conflicto?

En cuanto a la primer pregunta, la respuesta es bastante obvia: dada la situación socioeconómica y política en que se encuentra — para no mencionar su real capacidad bélica — es meridianamente evidente que la Argentina es un país con más problemas que soluciones. Por lo tanto, tiene muy poco para ofrecer. Aparte de algunas facilidades para la obtención de datos de inteligencia, es muy difícil imaginar un aporte por parte de la Argentina que represente una contribución positiva para quienes están comprometidos en el conflicto. La situación puede, por supuesto, ir variando a medida en que el cuadro se desarrolle y habrá que monitorear las situaciones resultantes con cuidado. Pero, dadas las condiciones actuales, una participación de la Argentina difícilmente agregue o quite algo a la situación planteada, más allá de algún grado de satisfacción o de disgusto emocional en el Departamento de Estado. Que tampoco es un factor a minimizar del todo.

En cuanto a la segunda pregunta, en lo que no hay que caer es en la ingenuidad de creer que si la Argentina "se porta bien", los EE.UU. le otorgarán algo mucho más útil que una simple medalla a la aplicación y a la buena conducta. Ponerse "incondicionalmente" detrás de los EE.UU. difícilmente le reporte a la Argentina más que un par de palmaditas en el hombro. Como lo dijera alguna vez Bernard Baruch: "el corazón es el corazón y negocios son negocios". No confundamos una cosa con otra. Lo que la Argentina tendrá para ganar será lo que la Argentina sea capaz de negociar. Y en esto no hay reglas fijas: dependerá de lo que se ofrezca y de lo que los norteamericanos estén dispuestos a dar a cambio. Aquí la política exterior Argentina deberá deshacerse de prejuicios primero, proceder con pragmatismo después y — fundamentalmente — deberá demostrar capacidades para la creatividad política. Y no caben pudibundeces o timideces en este sentido: los norteamericanos fueron los primeros en instituir el criterio de que en esta vida no hay nada gratis y que, si alguien aspira a algo, todo tiene su precio. El secreto de la estrategia reside solamente en no aplicarla de una manera tan burda que resulte ofensiva o inaceptable.

En cuanto a la tercer pregunta, la respuesta es simple y directa: con una participación activa o directa, la Argentina se expone a ser blanco de un ataque. Y, en este escenario, previsiblemente ya no se tratará — como en los atentados anteriores —de un ataque al menos principalmente enfocado contra una colectividad albergada por la Argentina sino contra cualquier blanco que al terrorismo se le ocurra elegir, incluso de una manera irracional y, por lo tanto, imprevisible. La cuestión que la política exterior argentina deberá resolver aquí es la de si los beneficios esperados superan — o no — los costos previsibles. Y eso, a su vez, depende de la respuesta que se le pueda dar a la segunda pregunta.

En cualquiera de los casos, las autoridades argentinas harían bien en tener presente un simple principio básico: llevar a toda una Nación a la guerra por una heroica solidaridad del Bien en su milenaria lucha contra el Mal es una propuesta que Zarathustra seguramente hubiera aplaudido. Pero, no lo olvidemos: el verdadero Zarathustra (el histórico, no el de Nietzsche) terminó siendo el inspirador del maniqueísmo cristiano y, con ello, algo así como el padre de buena parte del fundamentalismo occidental.

Y no es de extrañar después de todo. Al fin y al cabo, Zarathustra era iraní.  

25-Septiembre-2001  

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