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HORA DE PROPUESTAS
( Septiembre 2001)

El atascamiento del sistema

Poco a poco se va estrechando en la Argentina el espacio para los análisis, los diagnósticos y las diferentes interpretaciones de la realidad. Lo que está sucediendo es que la realidad misma le está quitando margen de maniobra a los intérpretes de un sistema que durante décadas se ha negado a admitir la realidad, en beneficio de una u otra ideología de laboratorio.

En los últimos tiempos, es notorio como la enorme mayoría de los análisis y diagnósticos coinciden. Y coinciden porque la realidad ya es inocultable: no se puede negar la desocupación, no se puede barrer bajo la alfombra a la recesión, no se puede dejar de ver el escaso poder de decisión que le ha quedado al Estado; la quiebra financiera del país salta a la vista. Han pasado las épocas en las que se podían minimizar estos fenómenos tratando de taparlos con alguna promesa esperanzadora. El futuro de las promesas de ayer es la realidad de hoy; y hoy queda claro que, con esta versión de la democracia ni se come, ni se cura, ni se educa, así como que también han fallado los que nos pidieron que los sigamos — a pesar de su promesa electoral de no defraudarnos.

Desgraciadamente, en la Argentina parece que sigue siendo más importante encontrar a un culpable que hallar una solución. Hoy la enorme mayoría de la inteliguentsia política se agota en denuncias, contradenuncias y pleiteríos pseudojudiciales. Todo para "demostrar" que la culpa de lo que le sucede al país la tiene Fulano, Mengano, Perengano; tal facción o tal otra; tal partido o tal otro. Y por supuesto que, como decía Clemenceau, la culpa de todo la tienen siempre los otros. Cada político parece haberse colgado un enorme cartel con la leyenda "Yo no tengo la culpa" y algunos, los más agresivos, además de este cartel se han decidido a enarbolar una pancarta — obviamente apuntada a las próximas elecciones — con la leyenda de "La culpa la tienen todos los demás".

Así, en medio de una debacle socioeconómica sin precedentes, la política Argentina se dedica a una descabellada caza de brujas. El enemigo a perseguir ya no es, por supuesto, "la subversión marxista". Esos tiempos han pasado ya que, derechos humanos mediante y caída del muro de por medio, los otrora representantes de ese infantilismo revolucionario que Lenin consideraba la enfermedad congénita del socialismo se hallan ahora montados sobre el aparato mediático. Desde allí se dedican, con muy mal disimulado placer, a tirar piedras contra las vidrieras del capitalismo, parapetados detrás de las barricadas jurídicas de la llamada libertad de prensa que les permite realizar el operativo con mucho menos riesgo del que, en su momento, tuvieron que asumir sus militantes predecesores. Las brujas a cazar ahora se llaman "los corruptos"; cómodamente amplia definición ésta que permite englobar prácticamente a cualquier antipático; desde aquél que violando la ley ha mejorado su propia posición económica, pasando por quien simplemente hizo lo que hacía todo el mundo, hasta aquel que no ha hecho más que acogerse a los beneficios que le ofrecía una legislación diseñada, sancionada y reglamentada por los socios del mismo club.

Por supuesto que en la Argentina hubo — y hay — corrupción. De hecho la corrupción se halla instalada en este país desde la época del Virreinato. Pero el uso político que se le está dando al tema resulta, por decir lo menos, muy sospechoso. Y, en cierto sentido, hasta ridículo. La corrupción es el nuevo pararrayos que se ha inventado para desviar la irritación que produce el malfuncionamiento del sistema, callando cuidadosamente que ha sido el propio sistema el que ha — como mínimo — tolerado y consentido un buen montón de prácticas o comportamientos que hoy producen ese pudibundo horror en los supuestos promotores de una "transparencia" sospechosamente similar a aquella glasnost que tan corta vida y peor muerte tuviera hacia los últimos días del imperio soviético.

Admitiéndolo, o sin admitirlo, lo que la política argentina de los últimos tiempos ha terminado por comprar es la teoría de Luis Barrionuevo. A treinta y siete millones de argentinos se les quiere hacer creer que la Argentina saldrá adelante si, digamos, unos cien mil argentinos dejan de robar. Es innegable que cien mil ladrones pueden hacer — y de hecho hacen — un gran daño al país. Pero algo debe andar muy mal en un régimen que no es capaz de poner en caja a cien mil ladrones siendo que, del otro lado del mostrador, hay 36.900.000 personas honestas sufriendo las consecuencias. Si el peso político de 36.900.000 personas honradas no alcanza para desalojar de sus posiciones de privilegio a cien mil corruptos, uno no puede menos que preguntarse, entonces, de qué sirven realmente las mayorías y la voluntad popular en una democracia como la que tiene la Argentina.

La crisis moral

El otro gran problema que surge también es el de la hipocresía. Que en la Argentina (y no sólo en la Argentina) se vive una crisis moral es, casi podríamos decirlo así, del dominio público. Detectar el mal no sería, pues, el problema. El verdadero problema es dimensionarlo correctamente. Porque: ¿qué es un acto inmoral?. Cuando en una sociedad la enorme mayoría de las personas se comporta de determinada forma es relativamente sencillo concluir que son probablemente inmorales quienes se comportan de un modo diferente. Cuando la ley establece algo en forma clara, es relativamente simple establecer quienes son los criminales que violan la ley.

Pero, por desgracia, la realidad siempre supera a los abogados. Y la realidad en la Argentina es que los 36.900.000 que están del otro lado del mostrador tampoco son seres angelicales. ¿Qué pasa en una sociedad en la que el 90% de los contribuyentes evade impuestos? Y, sobre todo, ¿qué pasa cuando en la tasa de esos impuestos está directamente calculada la evasión? Porque todo el mundo está de acuerdo en que, si todos pagaran religiosamente sus contribuciones, la presión fiscal podría disminuir en forma significativa. Las tasas actuales no reflejan ni las reales necesidades de la administración pública ni las verdaderas posibilidades de los contribuyentes. Están calculadas para recaudar lo que la administración pública — bien o mal — necesita, habida cuenta de la evasión.

Además, ¿qué pasa cuando hasta el cumplimiento de una ley se percibe como inmoral? Las famosas "jubilaciones de privilegio", que tanta polvareda han levantado, no han sido asignadas en forma ilegal; por lo menos no en muchísimos casos. El ex-presidente Alfonsín — que tiene el honor de figurar en el primer puesto de la lista de los beneficiados con una asignación que ronda los $9.800 mensuales — no ha obtenido ese privilegio violando ninguna ley. Lo mismo sucede con los sueldos de muchos funcionarios que resultan exagerados en relación al ingreso de cualquier argentino promedio; aunque cabría preguntarse qué calidad de funcionarios públicos podríamos conseguir con el sueldo actual de ese argentino promedio. Porque si el gerente general de una multinacional privada, con 2.000 operarios a cargo, puede ganar $15.000 mensuales, difícilmente se podría justificar que un Ministro de la Nación, responsable por 37 millones de personas, gane $800 por mes tan sólo para satisfacer la envidia de quienes eternamente entienden a la igualdad como un proceso de nivelar hacia abajo ya que, en la enorme mayoría de los casos, serían incapaces de nivelarse a si mismos hacia arriba. La envidia nunca ha sido buena consejera de la moralidad.

La crisis sistémica

Si admitimos que vivimos en un régimen que establece normas jurídicas en las que, por un lado, ya está incluida una previsión a la violación de la norma y, por el otro, se establecen por ley normas que todo el mundo está de acuerdo en calificar de inmorales la gran pregunta que cabría hacerse es: ¿cómo demonios se pretende que la gente respete las normas? Y esto, que es solamente un ejemplo de entre los miles que podrían darse, revela una sola cosa: la crisis argentina es sistémica.

En la Argentina no están fallando aspectos parciales de un sistema aceptable. Lo que está fallando, lo que nació fallado de entrada, es el sistema mismo. Construido sobre quimeras que nunca fueron más que hermosas expresiones de deseos; alimentado por utopías infantiles cuya inviabilidad política ha quedado palmariamente demostrada tanto aquí como en todo el resto del mundo; sostenido por una cantidad increíble de hipocresía y eternamente dependiente de decisiones externas cuyo objetivo jamás coincidió con el interés nacional, el sistema sociopolítico argentino — o el "modelo" como alguien ha dado en llamarlo — es sencillamente insostenible.

¿Cómo resolver el problema? En primer lugar, lo que hay que tener en claro es que una crisis sistémica no representa un problema sencillo. La estructura de un organismo político nunca es sencilla; mucho menos la de uno tan complejo como lo es el de la Argentina en dónde diferentes corrientes inmigratorias y culturales han constituido una diversidad muy difícil de manejar. Si toda la estructura relacional de un organismo político complejo está mal planteada, no es cuestión de creer que el problema se solucionará soplando y haciendo botellas.

En segundo lugar, todo sistema — aún un sistema "abierto" como es el caso de cualquier sistema sociopolítico — se basa sobre una serie variada de interrelaciones y toda la naturaleza nos enseña que éstas, para ser orgánicas, necesariamente deben ser jerárquicas. En otras palabras: la construcción de un sistema político orgánico requiere una clara definición de prioridades en el orden práctico, acompañada de una firme escala de valores en el orden ético. Si queremos construir un buen sistema relacional, tenemos que conocer la diferencia entre lo urgente y lo importante; tenemos que saber qué debe hacerse primero y qué debe hacerse después; tenemos que saber qué está bien y qué está mal y, por último, también tenemos que saber por qué está bien lo que se acepta y por qué está mal lo que se rechaza.

¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar?

Habiendo dicho lo precedente, la pregunta inmediata es: ¿por dónde empezaríamos? ¿Cómo comenzaríamos a construir un nuevo "modelo", distinto del actual, con reales posibilidades de funcionar en forma satisfactoria? La enorme mayoría de la gente seguramente nos contestaría: "Hay que empezar por la economía."

Primer error: la economía es lo urgente. La política es lo importante. En la Argentina la economía anda mal porque la política anda peor. No es la política la que anda mal porque la economía es un desastre. La economía argentina no arranca porque no hay decisión política para hacer lo necesario a fin de que arranque o, mejor dicho, no hay ni suficiente Poder político ni suficiente voluntad política para tomar las medidas que la hagan arrancar y funcionar decentemente. Peor todavía: ni siquiera hay una estructura política institucional medianamente satisfactoria a través de la cual eventualmente podría canalizarse una voluntad política orientada a recuperar la capacidad económica del país.

La gente sabe esto — o, al menos, lo intuye — y el resultado es ese descreimiento generalizado que termina produciendo la falta de fe, la falta de confianza y hasta la falta de esperanza que al final hace creíble esa entelequia algebraica llamada "riesgo país". Como consecuencia, todo el mundo en la Argentina prefiere tener en la mano un papel con el retrato de George Washington y la leyenda "In God We Trust" antes que ese otro papel con el retrato de Bartolomé Mitre y el rótulo "República Argentina – en unión y libertad". Porque, aunque la confianza en Dios no tenga gran cosa que ver con el valor real del dólar norteamericano, eso de "en unión y libertad" directamente parece un chiste.

Consecuentemente, lo primero que la Argentina necesita es una estructura de Poder político correcta que permita tomar las medidas necesarias para restaurar a la economía. En otras palabras: la recuperación del Poder político es la condición necesaria que forzosamente debe preceder a la reconstrucción económica. De otro modo, las decisiones políticas tomadas carecerán de credibilidad; la falta de credibilidad inevitablemente se traducirá en falta de confianza y no hay economía en el mundo entero capaz de funcionar sobre la base de la desconfianza y la incertidumbre.

Desde el momento en que el órgano del Poder político por excelencia es el Estado, la primer propuesta tiene que ser, pues, la de restaurar al Estado. Y restaurarlo no significa ni desmantelarlo para tener un Estado ineficaz pero barato; ni significa tampoco inflarlo hasta dimensiones elefantiásicas para tener un Estado muy benefactor pero ineficiente y, por añadidura, carísimo. Lo que la Argentina necesita es un Estado correctamente dimensionado que cuente con:

  • El poder necesario para superar las divergencias internas y lograr una síntesis de las fuerzas y los intereses contrapuestos que desgarran a la sociedad.
  • La capacidad de planificar a largo plazo en función de un futuro positivo para el país, con planes estratégicos coherentes que no resulten tergiversados después a propósito de cada coyuntura electoral.
  • La autoridad moral y el prestigio necesarios para conducir a la Nación construyendo consensos alrededor de objetivos concretos y viables.

La restauración del Estado implica, así, tres grandes metas:

  1. Restaurar las estructuras del Poder político para que las decisiones necesarias se puedan tomar en tiempo y forma; y para que, una vez tomadas, se las pueda hacer cumplir de un modo efectivo y persistente.
  2. Realizar el planeamiento estratégico para establecer un nuevo Proyecto de Nación con metas, objetivos, cronogramas, recursos y responsabilidades.
  3. Poner la ejecución en manos de personas capaces y honestas, cuya personalidad, cuyo comportamiento y cuya idoneidad profesional generen la certidumbre necesaria para recuperar la confianza y la fe en el futuro.

Las condiciones previas

Pero para que esto sea posible; para que — en absoluto —el problema pueda plantearse en estos términos, hay que construir en la Argentina el consenso necesario alrededor de una nueva concepción de la política, consistente justamente en reconocer la prioridad de los problemas políticos y en plantear estos problemas en términos de poder de decisión; necesidad de planeamiento estratégico y autoridad moral con capacidad de conducción.

Mientras sigamos creyendo que la economía es lo que decide todo, la Argentina no tiene salida porque el problema económico argentino es el resultado de una pésima política que consiste en prometer cualquier cosa para que el electorado opte siempre y forzosamente por el menos malo de entre todos los candidatos que juntaron el dinero necesario para una campaña. En las actuales condiciones, trabajar sobre la economía implica operar sobre las consecuencias y no sobre las causas.

Y, en última instancia, tampoco perdamos de vista que, en el fondo, se trata de un problema esencialmente cultural que no atañe solamente a los políticos sino que nos incumbe a todos. La política, cualquier política, no es el resultado de una destilación efectuada en el laboratorio de la partidocracia. Toda política se basa sobre un sustrato cultural preexistente que es patrimonio de toda la sociedad.

Cualquier gran cambio político, en cualquier parte del mundo, en cualquier momento de la Historia se ha compuesto de dos elementos principales:

    A)- Un factor impulsor representado por un cuerpo cultural formado por ideas, opiniones, ideologías, filosofías, mística, dogma, tradiciones, — es decir: todo lo que podríamos incluir en el concepto algo genérico de "ambiente cultural" — y, además,

    B)- Un factor aglutinante representado por un conjunto organizado de seres humanos que abarcaría a líderes, agrupaciones, partidos, organizaciones, corporaciones, facciones, instituciones, — es decir: todo lo que podríamos incluir en ese otro concepto genérico de "movimiento sociopolítico".

El hecho concreto es que resulta perfectamente posible demostrar que nunca ha habido un gran líder sin un extendido ambiente cultural previo que le abone el camino y, viceversa, nunca han llegado al Poder aquellas iniciativas culturales que no terminaron siendo encarnadas por buenos líderes operativos con verdadera vocación y voluntad política de conquistar el Poder.

La proposición a considerar sería ver las cosas un poco a lo Gramsci pero con corolarios. La revolución cultural precede a la revolución política (hasta aquí Gramsci) pero, una vez dada la revolución cultural, la misma no se traducirá en revolución política si no la encarna un conjunto de seres humanos con capacidad y voluntad de llevarla al Poder.

Para ponerlo en ejemplos prácticos: Robespierre, Danton y Marat no hubieran jamás motorizado con éxito a la Revolución Francesa si Voltaire, Rousseau y D'Alembert no hubieran hecho la revolución cultural previa. Los nombres, por supuesto están solamente a título de ejemplo y referencia. Lo esencial es que el Liberalismo es impensable sin la Enciclopedia y el Iluminismo. Pero, por el otro lado, los Voltaire, Rousseau, D'Alembert et al no hubieran pasado jamás de ser unos filosofastros medio excéntricos si los Robespierre, los Danton y los Marat no hubieran decapitado a la monarquía en las guillotinas de París.

Lo mismo se aplica al marxismo. Sin un Lenin y un Trotzky, los Marx y los Engels no hubieran nunca sobrepasado el nivel de publicistas con ideas incendiarias. Pero, sin los Marx y los Engels, los Lenin y los Trotzky no hubieran sido más que bandoleros antizaristas, sin mas aura revolucionaria que la que podría adjudicársele a Robin Hood. Y la situación es exactamente la misma para cuanta revolución política se nos ocurra analizar. Todas las grandes transformaciones políticas se han basado en un sustrato cultural previo y todas han necesitado de un núcleo de seres humanos, capaces de transformar esa visión cultural en una misión para una voluntad de Poder organizada

El error que cometen muchos de los que sinceramente desean una transformación profunda para la Argentina es el de partir del supuesto que la revolución cultural ya está hecha. Pues, será lamentable, pero no lo está. La visión cultural actualmente imperante en la Argentina es una rara mezcla de liberalismo y socialismo; con una caótica yuxtaposición de racionalismo materialista en lo económico y sensiblería romántica en lo social. Sobre la base de esa visión cultural, la misión política resulta tan contradictoria que se vuelve inviable, irrealizable e impracticable. El resultado final, por supuesto, es que el materialismo racionalista domina las decisiones prácticas y la sensiblería romántica impulsa tan sólo una demagogia que se agota en promesas que jamás se cumplen porque, dentro del contexto en que están formuladas, resulta absolutamente imposible cumplirlas.

La política argentina carece de una base cultural sólida. No hay una revolución cultural preexistente sobre la cual fundamentar una revolución política y la única "cultura política" vigente en el país, nos guste o no nos guste, es la que — mal que bien — implantaron los liberales del Siglo XVIII. Creer que la revolución cultural ya está hecha es un error que ha cometido la enorme mayoría de los militantes políticos en la Argentina, excepción hecha, claro está, de los liberales mismos; tanto de los expresamente declarados (quienes, curiosamente, no han conseguido construir un partido político estable) como de los implícitos (que, no menos curiosamente, se hallan diseminados por el amplio espectro de casi todos los partidos políticos).

Cuando el revisionismo histórico terminó siendo aceptado — a regañadientes — por la sociedad, y Rosas dejó de ser el "tirano sangriento" para convertirse en un personaje "controvertido" de la Historia Argentina, todos los nacionalistas salieron corriendo a festejar, creyendo que había triunfado su revolución cultural. Cuando Perón dejó de ser "el tirano depuesto" y pasó a ser el "ex-presidente Perón", todos los peronistas salieron a proclamar con muchos bombos y algunos platillos que la doctrina peronista estaba definitivamente impuesta. Cuando se dijo que la Argentina es un país católico muchos creyeron que, con bajar del estante la colección de documentos que se entendía por doctrina social de la Iglesia y agregarle un par de kilos de mística revolucionaria ya se tenía todo lo necesario para hacer una revolución política. Y la izquierda, con el Ché a la cabeza, creyó siempre que el materialismo dialéctico, adornado con el revanchismo de un clasismo populista y pintado con el barniz de la "liberación nacional", alcanzaría para incendiar el país sobre cuyas cenizas ya se vería después cómo se las arreglarían los sobrevivientes para construir una revolución.

Ninguna de estas corrientes políticas consiguió arraigarse en la política argentina manteniendo la lealtad a los principios culturales proclamados. Los que accedieron circunstancialmente al Poder lo hicieron al precio de tergiversar y hasta traicionar sus principios. Y aquellos que no se avinieron a traicionar sus principios, nunca llegaron al Poder. El resultado fue que en la Argentina cambiaron muchos hombres, se reescribieron muchas leyes, desfilaron muchos personajes, hubo unos cuantos golpes de Estado y en varias ocasiones hasta se cambiaron las reglas formales del juego. Pero sólo muy rara vez se intentó siquiera cambiar a la política y, en el largo plazo, todos los intentos fracasaron permitiéndole a la vieja politiquería recuperar sus posiciones de privilegio. Por lo tanto, la primer propuesta de todas las propuestas debería ser la de no poner el carro delante de los caballos. Primero hay que hacer la revolución cultural. Después - y solamente si lo cultural tiene realmente éxito - se puede pensar en una revolución política para lo cual habrá que organizar, de entre todos los que adhirieron a la propuesta cultural, a los más capaces, a los más idóneos y a los más íntegros.

Los intelectuales y los intelectualosos

Además de eso, no deberíamos mezclar los tantos, o mejor dicho, los talentos. Los artífices de una revolución cultural difícilmente serán las mismas personas que llevarán adelante la revolución política. Los líderes políticos - por regla general - se reclutan de un rebaño distinto al de los líderes culturales. Stalin fue un pésimo intelectual y Marx hubiera hecho un pésimo estadista. A Trotzky, que era un hábil intelectual, Stalin lo superó por todos los ángulos y terminó borrándolo del mundo de los vivos. Voltaire escribía cosas muy divertidas e ingeniosas pero ni en sueños a Federico el Grande se le hubiera ocurrido nombrarlo Ministro. Napoleón, que culturalmente era casi tan bruto como un arado, supo llegar a Emperador en una Francia que había comenzado enamorándose de la república. Platón, cuyo intelecto aun hoy admiramos, resultó ser un desastre cuando se dedicó a la política práctica en Siracusa.

En la Argentina tenemos demasiados intelectuales con ambiciones políticas y demasiados políticos que hacen un ejercicio ilegal de la intelectualidad. Sería aconsejable que todos aprendiesen a no pretender un lugar que no les corresponde. Políticos e intelectuales se complementan pero no son intercambiables, simplemente porque hacen falta talentos distintos para cada tipo de trabajo. Directores de orquesta, violinistas y compositores son músicos todos ellos, pero difícilmente sonaría bien una orquesta en la cual los directores componen la música, los violinistas dirigen y los compositores tocan el violín. Sobre todo cuando, como en la Argentina, más de uno sólo toca de oído.

La relativización de los valores

Antes de pensar en profundos cambios políticos hay que pensar en la vigencia real que tienen ciertos valores culturales que resultan indispensables para una política coherente y viable. Nueve de cada diez argentinos tiene una concepción completamente diferente de un valor tan básico como el honor. El décimo probablemente ni sabría explicar el significado de la palabra. En un país en dónde todos se llenan la boca clamando por libertades y derechos, resulta realmente muy difícil proponer una política basada en responsabilidades y deberes. Y a más de un político profesional lo pondríamos en un serio aprieto si le pidiésemos que nos explique la diferencia entre autoridad, dictadura y tiranía. Además, de veinte políticos consultados obtendríamos sesenta definiciones completamente diferentes. Más aun: de un mismo político profesional podríamos llegar a obtener varias definiciones distintas, dependiendo de las circunstancias coyunturales y de las urgencias electorales del consultado.

El "ambiente cultural" que impera en el país — y, a decir verdad, en todo Occidente — es un ambiente de relativización de todas las verdades, con lo que ya no tenemos verdades porque la Verdad, tal como es interpretada por los seres humanos, podrá no ser absoluta, podrá ser parcial, pero ciertamente no es relativa. Porque, siendo relativa, ya no es verdad sino tan sólo una posibilidad probabilística. Algo que funciona aceptablemente bien en algunas ramas de las ciencias exactas pero que produce desastres cuando se lo aplica a las ciencias sociales.

El hecho es que hay un sinnúmero de valores que se declaman pero que no forman parte integral y sustancial de nuestras vidas. Hay un montón de valores de los cuales solamente hablamos, pero ni los practicamos ni los vivimos porque creemos que tenemos el derecho de hacerlos depender de las circunstancias. Consecuentemente, no tenemos autoridad moral para exigirlos. Porque la validez de las circunstancias siempre es, y será, una interpretación opinable.

Si todo es relativo y todo depende de la coyuntura, o del cristal con que se lo mire, entonces es realmente un juego de niños encontrar una buena excusa para casi cualquier comportamiento. Y si casi cualquier comportamiento es aceptable, entonces casi cualquier opción es aceptable porque nuestros comportamientos, en su enorme mayoría, no son sino el resultado de una o varias opciones. Pero, si casi cualquier opción es aceptable, entonces casi cualquier decisión resultará aceptable también, puesto que una opción no es nada más que una decisión llevada a la práctica. Y, si casi cualquier decisión es aceptable, entonces tendríamos que aceptar también casi cualquier práctica política porque la política práctica es una actividad basada en decisiones. Y, si en principio aceptamos casi cualquier praxis política, el resultado es que no podremos tener una política aceptable porque la enorme mayoría de las decisiones políticas, por desgracia, resulta que son excluyentes. Uno no puede ser señor y esclavo al mismo tiempo. Un país no puede ser soberano y, simultáneamente, colonia. Una sociedad no puede ser justa y corrupta en forma paralela. La teoría de la relatividad es muy atractiva pero, en política, la relatividad es como la Patria: tiene sus límites.

Tenemos que replantearnos nuestros valores. No en función de aquellos que nos gustaría tener sino en función de aquellos que hacen posible una convivencia digna en el marco de una comunidad bien organizada. Tampoco en función de lo que propone algún dogma preconcebido, sino en función de lo que necesitamos para desarrollarnos como seres humanos. De otro modo vamos a pasarnos siglos enteros discutiendo diversas propuestas y la discusión será interminable porque no es posible tomar decisiones si no se tienen en claro las prioridades. Y no es posible tener en claro las prioridades si no se posee una firme escala de valores de referencia. Si tenemos un presupuesto finito (y los presupuestos siempre son finitos, con o sin "déficit cero"), ¿con qué criterio adjudicaremos las partidas para salud, educación, seguridad y justicia? — tanto como para citar las áreas tan remanidamente mencionadas. Si no tenemos en claro las prioridades, la única forma de resolver el dilema es utilizando el expeditivo recurso de dividir por cuatro y adjudicarle un 25% a cada área. Y eso, con casi total certeza, será justamente lo peor que podríamos hacer.

Un consenso básico

La transformación que la Argentina necesita requiere un firme consenso básico alrededor de, por lo menos, una serie mínima de principios políticos fundamentales tales como los siguientes:

  • El Bien Común de la totalidad del organismo social tiene prioridad por sobre los egoísmos individuales y sectoriales que circunstancialmente operan dentro del organismo social.
  • Los factores que garantizan la vida y la perdurabilidad del organismo social tienen prioridad sobre los eventuales beneficios que el organismo social puede ofrecer. Puesto que la asociación aumenta las posibilidades del individuo, la comunidad aumenta las posibilidades de existencia y de supervivencia de todos los que pertenecen a ella. En consecuencia, los beneficios brindados por una sociedad constituyen bienes que dependen de la existencia y la subsistencia de dicha sociedad.
  • En política, el principio del honor obliga al dirigente a compartir el destino de las personas a las cuales conduce y, en forma recíproca, el principio de la lealtad obliga a quienes son conducidos a compartir el destino del dirigente.
  • Toda decisión política es personal y, por lo tanto, la correspondiente responsabilidad también es personal e indeclinable. La toma de decisiones colectivas (por ejemplo en una Asamblea o en un Gabinete) no diluye la responsabilidad entre todos los participantes sino, por el contrario, adjudica la misma responsabilidad a cada uno de los participantes en la decisión.
  • En toda comunidad organizada, cada integrante tiene el deber de aportar por lo menos el equivalente de lo que consume y la conducción de esa comunidad tiene el deber de garantizar que el aporte sea posible y se concrete realmente.
  • En todo organismo político, la soberanía reside en la instancia que posee el poder de tomar la decisión última e inapelable en todas las cuestiones que sean específicamente inherentes al ámbito político. Fuera de este ámbito, el poder político no debe tomar decisiones y, dentro del mismo, el poder político no debe tener reducida su capacidad soberana por la injerencia de otros factores de poder, sean éstos internos o externos.
  • La política es la ciencia y el arte de la conducción de las comunidades humanas. En tanto ciencia, requiere métodos efectivos de planeamiento estratégico. En cuanto arte, requiere personas con talento, idoneidad e integridad. La política ni es una simple cuestión de opiniones, ni admite improvisados. Es una actividad específica, que requiere metas y objetivos específicos, encomendados a personas profesional y moralmente habilitadas.

Una propuesta básica

Sobre este consenso mínimo, es posible pensar en el diseño de una propuesta política que podría incluir en forma concreta:

I) La restauración del Poder político mediante:

A)- La fundación de una Nueva República posibilitando la sanción de una nueva Constitución acorde con las necesidades y las condiciones del Siglo XXI.

B)- El redimensionamiento de los cargos políticos, dejando solamente aquellos que sean indispensables para una conducción funcional. Esto implica eliminar todos los cargos políticos que solamente poseen caracter administrativo. La conducción política y la administración pública deben ser complementarios pero constituyen categorías organizativas distintas en la estructura del Estado.

C)- La reorganización, el fortalecimiento y la capacitación intensiva de los funcionarios de carrera en la administración pública, con estabilidad en sus cargos más allá de los vaivenes electorales. El objetivo de esta medida es fortalecer y mejorar la capacidad de la administración pública a fin de contar con personal idóneo para la realización y para la continuidad de los planes a mediano y largo plazo.

D)- La introducción del principio de responsabilidad personal por las decisiones institucionales adoptadas. Cada miembro del Estado, en cualquiera de sus Poderes, debe hacerse personalmente responsable por las medidas que se adoptan y por las consecuencias de dichas medidas.

E)- La reconstitución de la unidad del Poder del Estado confiriéndole al Presidente de la Nación, bajo su responsabilidad personal, el derecho al pleno ejercicio de la soberanía política. Esto significa aumentar la capacidad de decisión del Presidente y liberarlo de la ridícula necesidad de imponer por medio de decretos de "necesidad y urgencia" aquellas decisiones que la partidocracia obliga a negociar para sacar ventajas sectoriales o corporativas.

F)- La introducción del "voto en disidencia" para que puedan expresar su voluntad, de un modo concreto y eficaz, aquellos ciudadanos que estén disconformes con todos los candidatos presentados a una elección. El triunfo de este voto, debe obligar al retiro de todos los candidatos presentados y a la convocatoria a una nueva elección con candidatos diferentes. Esto permite terminar con el actual dilema de la utilidad del voto en blanco o del voto impugnado y posibilita, también, un tratamiento más racional del derecho a la reelección.

G)- La instauración de un sistema de monitoreo y de auditoría de las finanzas de los partidos políticos a los efectos de establecer los montos y la procedencia del dinero utilizado en las campañas. Se necesita un sistema auditable que permita establecer fehacientemente quién recibe cuanto dinero, de quién y para qué.

H)- La obligación de cada candidato a cumplir el período de su mandato en el puesto para el cual fue elegido antes de postularse para otro puesto electivo. No se debe aceptar que un candidato, designado por el Pueblo para cumplir con una misión, se presente a otro cargo antes de haber cumplido con la gestión para la cual fue elegido.

II) - La realización del planeamiento estratégico y el diseño de un nuevo Proyecto Nacional mediante:

A)- La realización de un censo exhaustivo que capture datos cuantitativos y cualitativos tendientes a determinar fehacientemente la real situación y las verdaderas posibilidades del país con miras a establecer, en forma realista, las fuerzas y las debilidades de la Argentina actual.

B)- La recopilación de todos los datos referentes a — o relacionados con — compromisos vigentes de toda índole — públicos y secretos — asumidos por la actual República, a los efectos de establecer las oportunidades y las amenazas tanto en el plano nacional como en el internacional.

C)- La formulación de las estrategias esenciales para el logro de al menos 10 objetivos básicos: 1)- Recuperación de la moneda nacional; 2)- Política de máximo empleo, con utilización intensiva de recursos naturales y humanos, previendo un desarrollo sustentable desde el punto de vista ambiental; 3)- Política económica doméstica en función del aumento de la demanda interna y del nivel de vida de la población; 4)- Política exterior constructora de alianzas regionales, en función de una afirmación de la soberanía y un aumento de la capacidad exportadora de bienes y servicios; 5)- Incorporación de tecnología para el aumento de la eficiencia y la capacidad productiva, tanto para el abastecimiento del mercado interno como para posibilitar una agresiva política exportadora de bienes y servicios con valor agregado; 6)- Reestructuración del crédito, abriendo y/o creando nuevas modalidades de financiación, con especial orientación a los sectores exportadores y a los de mano de obra intensiva; 7)- Afectación de medios materiales y consolidación de normas jurídicas para garantizar la defensa nacional y regional en el ámbito externo y la seguridad de la población en el interno; 8)- Reestructuración jurídica para el logro de normas claras y un sistema procesal ágil con garantía del máximo de equidad; 9)- Política educativa pública y gratuita, orientada a la capacitación efectiva y a la excelencia; 10)- Política de salud orientada principalmente a la prevención y a la excelencia de las prestaciones en un marco de descomercialización del sistema de salud. Todos los objetivos deben ser formulados de manera concisa, clara y, cuando sea pertinente, cuantificada.

D)- Convocatoria de los sectores afectados por — o involucrados en — las estrategias enunciadas, para la elaboración de las metas que concurran al logro de los objetivos y el análisis de las mejores alternativas para lograrlos. Establecimiento de un Plan de Reconstrucción nacional estructurado en un Plan de Emergencia a tres años, un Plan de Consolidación a seis años y un Plan de Desarrollo a doce años.

E)- Establecimiento de planes de acción inmediatos, reestructuración del sistema monetario y afectación de recursos para el logro de los objetivos más urgentes del Plan de Emergencia. Nombramiento de los responsables idóneos encargados de desarrollar y ejecutar dicho Plan.

F)- Revisión y eventual renegociación de los compromisos contraídos por la actual República, incluyendo — pero no limitándose a — los compromisos relacionados con la deuda externa.

III)- El reclutamiento del personal idóneo mediante:

A)- Difusión del Plan de Reconstrucción Nacional estructurado sobre la base de lo arriba expuesto y convocatoria explícita a participar en su realización a todas aquellas personas que, no teniendo antecedentes inhabilitantes, demuestren su voluntad de realizar aportes y colaboraciones constructivas.

B)- Reingeniería de la Administración Pública, disponiendo instituciones y personal sobre la base de: 1)- Las funciones administrativas permanentes y 2)- Las funciones especiales requeridas por el Plan de Reconstrucción Nacional.

C)- Creación de un cuerpo consultivo permanente para el Legislativo, constituido por profesionales destacados del ámbito universitario, productivo, económico y social. Este cuerpo debe sustituir a los múltiples asesores actualmente nombrados por cada legislador y con la función de atender en forma integral los requerimientos de la legislación.

D)- Creación de una verdadera Carrera de Ciencias Políticas a nivel terciario y, después de un tiempo prudencial, priorizar a los egresados de la misma para el acceso a los cargos públicos.

E)- Acreditación de idoneidad profesional y experiencia, en todos los casos, tanto para puestos electivos como para los de carrera.

F)- Construcción de un amplio movimiento, sin exclusiones ni sectarismos, que aglutine en forma orgánica y coherente a todos aquellos argentinos honestos que estén dispuestos a contribuir, aun cuando sea desde distintas ópticas y con diferentes opiniones personales, a la realización del nuevo Proyecto Nacional.

¿Sería posible un proyecto de estas características? Con los criterios adecuados, sustentados por las personas adecuadas, no puede caber duda alguna de que es perfectamente viable. No sin dificultades. No sin, incluso, previsiblemente grandes dificultades. Pero viable al fin, porque en definitiva, la Argentina tiene todo lo que se necesita para realizarlo.

¿Es suficiente con lo dicho aquí? Con toda seguridad que no. Para que la propuesta sea realmente integral y abarcativa hacen falta, indiscutiblemente, muchos otros aportes.

Por ejemplo: el de Usted.

Septiembre 2001

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