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La Argentina quebrada y la Segunda República
(Febrero 2001)

 

El colapso final

Hay una cosa que todos debemos — al menos, deberíamos — tener en claro: la Argentina está en quiebra. Como se diría en esa jerga comercial que toma ciertos términos prestados al taller mecánico: está fundida. No es cuestión de ser apocalípticos pero, realmente: lo único que todavía falta es dar el paso formal de llamar a convocatoria de acreedores y bajar la persiana.

Con una deuda externa que a los momentos de escribir estas líneas ya debe estar sobrepasando los 200.000 millones y sobre la cual pesan unos intereses que garantizan su perpetuidad hasta la noche de los tiempos; con un Estado desmantelado, un aparato productivo destrozado, una partidocracia corrupta; con millones de personas en situación de pobreza y otros cuantos millones de personas debajo de la línea de miseria; con lo mejor de su material humano emigrando a un ritmo cada vez mayor y con lo peor de su material humano escalando posiciones de Poder casi al mismo ritmo; la Argentina que hemos conocido hasta ahora está definitivamente atascada.

Causas y Culpables

No nos hagamos demasiadas ilusiones: no hay gran cosa para hacer con esta Argentina que agoniza. Tampoco es cuestión de esquivar la responsabilidad que le toca a cada cual mediante el gastado recurso de buscar un culpable. Por supuesto: hay culpables. Lo que no hay es un culpable de todo. Hay muchos pequeños miserables responsables de muchas pequeñas, medianas y grandes canalladas. Seguramente hay unos cuantos grandes canallas, culpables hasta de traición a la Patria. Y por cierto que hay una cantidad de simples criminales, responsables por cosas que figuran en el Código Penal pero que están libres porque — como lo puede comprobar cualquiera que recorra los barrios — en la Argentina las personas honestas viven detrás de rejas mientras los ladrones pasean sueltos por la calle.

Pero, si no hay gran cosa que hacer con la Argentina actual, ¿significa eso que todo está perdido?. Hay que ser realistas: la Argentina perdió bastante. Y mucho, probablemente, de forma definitiva. Hay algunas cosas, como por ejemplo la inocencia o el honor, que, una vez perdidas, no se recuperan porque se las puede perder una sola vez. Y en esto, los países o las naciones no son algo demasiado diferente de las personas. Un país que pierde sus valores, que pierde su moral y que, por sobre todo, pierde su dignidad, difícilmente consiga recuperarse. Y si, de alguna manera, la gente de ese país lo logra a pesar de todo, lo más probable es que ya no estemos hablando del mismo país.

La crisis

Lo que sucede es que las personas reaccionan de muchas maneras diferentes ante una crisis. Por de pronto, están aquellos a los que no les importa y, en su egoismo irrecuperable, sólo tratan de pasarla lo mejor posible. Luego están los tan tontos que ni se enteran de que hay una crisis y mueren aplastados por ella sin enterarse jamás de dónde provino la catástrofe. Más allá están los resignados; aquellos que creen que la adversidad es obra de la Divina Providencia, la voluntad de Alá, el Karma, el Destino, la Fatalidad — o como demonios quieran llamarlo — y que las tragedias de los hombres son sólo para ser soportadas porque, en última instancia, resultan inevitables.

También están los histéricos; los que, ante la imposibilidad de hacer que las cosas resulten tal como en sus caprichosos delirios se las imaginaron, terminan enojados con la realidad y salen a romper todo lo que les parece mal sin tener ni la más remota experiencia concreta acerca de cómo se hace para que las cosas funcionen realmente bien. Son los famosos idealistas, dispuestos a salvar a la humanidad mediante el recurso de matar a todos los que se oponen.

Y, por último, están los constructores; aquellos que saben qué es una crisis y no tienen mayores problemas en asumirla; los que no se resignan pero tampoco viven haciéndose ilusiones infantiles; aquellos que, de alguna manera, toman a las catástrofes por lo que son pero también como algo que, bien evaluado, puede ser convertido en una oportunidad. Que es algo que los chinos descubrieron hace varios siglos y por eso es que, para simbolizar "crisis" y "oportunidad", utilizan el mismo ideograma.

La oportunidad

¿Dónde está la oportunidad para la Argentina en medio de esta crisis? Está en la posibilidad de empezar de nuevo. Está en la factibilidad del "borrón y cuenta nueva" que tantas veces se prometió — moratorias impositivas mediante — y que nunca se llevó a cabo porque la crisis, al menos para los miembros de la casta dirigente, fue, es y probablemente seguirá siendo por un corto tiempo más, una excelente oportunidad para hacer mucho dinero. Una cosa es cierta: cuando una concepción política se agota, el mundo no se acaba por ello. El fin de la politiquería actual no será el fin del mundo. Más aún: el fin de toda esta sociedad anónima financiera global en que ha devenido Occidente tampoco será el fin del mundo. Porque esto es también algo que hay que entender: no es sólo la Argentina actual la que está en crisis. Es todo el sistema.

Lo que está muriendo es toda la telaraña de intereses escondidos detrás de la fachada de varias versiones del mismo dogma ideológico. La crisis ha desembocado en el dogma de un universalismo globalizador imposible de sostener — y menos aún de construir — para que un millar, o menos, de grandes emporios financieros pueda seguir aumentando su Poder. Por eso, así como la Argentina actual no tiene capacidad de vida, el sistema internacional no la tiene tampoco. Un sistema en el cual los activos financieros son diez veces superiores a la producción real no es un sistema sostenible. Un sistema en dónde las deudas se hacen impagables no es un sistema sostenible. Un sistema en dónde todos quieren tener derechos pero nadie quiere tener obligaciones no es un sistema sostenible. Un mundo en dónde todos quieren gozar pero nadie está dispuesto a servir, es un mundo imposible de construir porque no hay edificio que se pueda levantar con capataces sin albañiles; no hay fábrica que funcione con supervisores sin empleados. Nuestro mundo actual es, en esencia, un mundo de parásitos. Con el agravante de que cada vez hay menos para parasitar.

Las condiciones

¿Qué necesita la Argentina para poder aprovechar las oportunidades implícitas en la crisis? Pues, en primer lugar, necesita liderazgo. Necesita una buena conducción. La solución a los problemas de la Argentina no provendrá de las instituciones sino de las personas. Desde el principio de su Historia los argentinos no han servido a las instituciones que han creado. Más bien se han servido de ellas. Los argentinos no siguen a instituciones; siguen a personas. En la Argentina jamás existió un "Servicio Público" al estilo del Public Service británico; como que tampoco existió algo similar a la burguesía administrativa francesa, ni algo parecido al Staatsbeamtenschaf alemán o austríaco. En realidad, en toda América Latina se haría difícil hallar servicios públicos similares y en esto sólo Itamaraty podría ser, quizás, una especie de excepción a la regla.

La historia argentina no está hecha por grandes instituciones sino por grandes personas. Por grandes caudillos, grandes conductores y grandes consensos generadores de grandes entusiasmos. Pretender que la Argentina se salve mediante un proceso de "institucionalización" — ese trabasesos que tan patéticamente le enredaba la lengua al General Lanusse — es pretender que la Argentina triunfe quitándole lo mejor que tiene: su gente. Y no hay que ser demagógicos con esto. Hay que tener perfectamente en claro que los argentinos no son seres angelicales y, dado el caso, pueden muy fácilmente convertirse en eso que el vulgo llama, con bastante poco academicismo aunque no menor propiedad, "tipos jodidos". Pero, en la enorme mayoría de los casos, los argentinos no son malas personas. En muchos casos son buenas personas que hacen las cosas mal. Y en varios otros casos son personas razonablemente buenas que hacen cosas malas porque nadie quiere ser el único idiota que se perjudica por no hacerlas.

De modo que la primer base para la recuperación de la Argentina es su gente. Esto implica también que, por supuesto, la Argentina necesita un buen conductor, un buen líder. Por desgracia, sin embargo, los grandes líderes son un regalo de los Dioses y éstos suelen ser bastante caprichosos con sus regalos. Sentarse a esperar que aparezca un gran líder caído del cielo es poco menos que equivalente a adoptar la actitud de los resignados. Pero que una pasividad fatalista sea inaceptable no quita la verdad histórica: los argentinos fueron grandes e hicieron grandes cosas solamente cuando estuvieron conducidos por grandes líderes.

Tampoco hay que volverse demasiado pesimistas por esto: a muchos pueblos les ha pasado — y aún les pasa — lo mismo. Francia no sería Francia sin un Napoleón, así como Alemania no sería Alemania si no hubiera tenido un Bismarck y el territorio de los actuales Estados Unidos probablemente estaría ocupado por dos países diferentes si no hubiera vivido un Abraham Lincoln. Pretender una política desvinculada de grandes personalidades es una tontería que heredamos de esos griegos que tanto admiramos por su democracia pero que no sólo mandaron al ostracismo a muchos de sus grandes hombres sino que hasta le hicieron beber la cicuta a Sócrates.

Los argentinos no deberían sentir una vergüenza exagerada por no haber sido en esto demasiado distintos de los antiguos griegos. En la Argentina, un San Martín tuvo que morir en Francia y un Rosas en Inglaterra. Perón por muy poco no murió en España, mientras que un Favaloro terminó pegándose un tiro, cansado de luchar contra la mezquindad y la estupidez.

Con todo, un buen conductor es algo necesario. Incluso podría llegar a demostrarse que es imprescindible, al menos para crear un estilo y fundar una escuela de pensamiento. Pero, cuando no lo tienen, los pueblos no pueden darse el lujo de quedarse sentados esperando su aparición. Deben encontrar, con las personas adecuadas, la forma de organizar ese único sustituto razonablemente aceptable que hemos conseguido inventar para paliar de algún modo la ausencia de una gran personalidad y que es el trabajo en equipo.

No se crea, sin embargo, que hemos dado un gran rodeo para terminar parando nuevamente en el terreno de las instituciones. Equipos e instituciones no son equivalentes; sobre todo no son políticamente equiparables, por la misma razón por la cual un Movimiento político no es lo mismo que un Partido político. Una institución está formada por estructuras. Un equipo, un cuerpo, está formado por personas. Con el agregado de que los cuerpos orgánicos están primero y las instituciones vienen después. En realidad, las instituciones no son sino una expresión formal de las relaciones que se establecen en los cuerpos orgánicos constituidos por personas que se dedican mancomunadamente a una misma función.

El fin de la impunidad.

Precisamente porque las personas son lo más importante, lo primero que debe ser restaurado en la Argentina es el principio de la responsabilidad personal por las decisiones políticas. Las decisiones tomadas en el marco de un cuerpo colegiado no pueden ser anónimas, ni pueden tampoco eximir de responsabilidad a quienes las han tomado. No es posible que sigamos aceptando que las leyes las dicta una entelequia anónima denominada Poder Legislativo. Este Poder no existe sino en función de las personas que lo constituyen y son estas personas de carne y hueso, perfectamente idividualizables, las que dictan las leyes. Del mismo modo, el Ejecutivo tiene un Presidente — que es quien designa a los ministros y firma los decretos — y el Poder Judicial tiene jueces con nombre y apellido que aplican la ley y dictan las sentencias.

Tampoco podemos seguir aceptando que estas tres instituciones pretendan funcionar como compartimentos estancos para satisfacer el prurito dogmático de la segmentación del Poder ideada por Montesquieu. Una Nación no tiene tres poderes, tiene solamente uno: el Poder del Estado. La experiencia unánime en todos los países del mundo indica que el Poder político tiende siempre a reconstituirse, por más que se lo quiera segmentar, y cuando no encuentra vías razonables y coherentes para hacerlo lo hace por vías informales, discretas y a veces hasta inconfesables. Gran parte de la corrupción de la que tanto se queja todo el mundo proviene sencillamente del anonimato garantizado que brindan instituciones despersonalizadas y gran parte de la ineficiencia e ineficacia de la que tanto se quejan todos proviene de una compartimentación artificial que permite a los miembros de cada compartimento echarle eternamente la culpa al otro por todo lo que sale mal.

Así, frente a la falta de seguridad en las calles, los políticos le echan la culpa a las leyes, los legisladores y los periodistas le echan la culpa a la policía, la policía le echa la culpa a los jueces y los jueces le vuelven a echar la culpa a las leyes, constituyéndose el círculo vicioso de la irresponsabilidad general en la cual, en lugar de buscarle la solución a la inoperancia, pareciera ser que lo único importante es encontrar a algún chivo expiatorio que cargue con la culpa de esa inoperancia.

En una Argentina quebrada, hallar soluciones adecuadas es más importante que hallar culpables. Esto, por supuesto, no quiere decir que se debe renunciar a la individualización de los responsables por la situación actual del país. Pero, en última instancia: ¿de qué sirve hallar al culpable del problema si no se halla también la solución al problema? ¿De qué sirve crucificar mediáticamente — o, incluso, jurídicamente — al grupo de personas que arruinó la economía argentina si no se hallan el modo y los medios para restaurar y reconstruir esa economía? Caer en el infantilismo de suponer que se puede solucionar el problema económico del país desposeyendo a los estafadores, rematando sus bienes y quitándoles lo que han robado, es cometer la puerilidad en la que tantas veces ha caído la izquierda que en tantos casos ha confundido justicia con venganza sin darse cuenta de que, en la enorme mayoría de los casos, la venganza sencillamente no sirve para hacer justicia. ¿A quién en este bendito país le podríamos expropiar los 200.000 millones de dólares de nuestra deuda externa? Rematando los bienes íntegros de todos los involucrados en maniobras financieras dolosas no llegaríamos ni al 20% de esa cifra.

La vieja propuesta de "expropiar a los expropiadores", heredada del anarquismo, pierde de vista que, en Política, el mayor daño generalmente no se produce con lo que se hace sino con lo que se deja de hacer y con lo que se impide hacer. Medido en términos de daño material directo (aunque no en términos de daño moral), a la Argentina no le ha hecho tanto daño el peculado, el soborno y hasta el robo descarado. A la Argentina le ha hecho mucho más daño la fenomenal máquina de impedir que ha ahogado y asesinado a todos los proyectos razonables que hubieran fortalecido al país, y que ha fomentado, simultáneamente, a todos los demás proyectos que lo han conducido a su quiebra actual.

Como lo sabe cualquier buen policía, lo que mira el criminal no es tanto el grado de severidad de la pena sino el grado de impunidad existente para cometer el delito. Amenazar con juicios, demandas, penas de cárcel y hasta expropiaciones no tendrá nunca mayor eficacia. Incluso, en última instancia, más de uno especulará con que un par de años en la cárcel es un precio aceptable por alzarse con un buen montón de millones de dólares. Si en la vida política argentina se logra que los dirigentes sean personalmente responsables por sus decisiones, lo que se habrá acabado es la impunidad. Y, en ese caso, expurgando algunas aberraciones manifiestas del sistema penal, hasta se podría dejar, quizás, casi todo el resto sin modificar demasiado.

Borrón y cuenta nueva

Una vez instituido el principio de la responsabilidad personal por las decisiones políticas, lo segundo que la Argentina necesita es un buen punto de partida que permita tirar el lastre que ha ido juntando durante por lo menos los últimos cincuenta años.

La Argentina actual es un país en quiebra. Hay que reconocerlo. Hay que mirar el hecho de frente y aceptarlo. Ya no hay recurso alguno que permita seguir tratando de disimular la situación. A la quiebra es inútil tratar de "blindarla". Cuando el interior de una estructura está descompuesto, cualquier blindaje externo es pura cosmética. Sencillamente es una ilusión pretender sanear deuda asumiendo más deuda; especialmente si las condiciones están dadas de manera tal que los intereses se encargan de eternizar esa deuda. El esquema económico en el que se ha metido el país es el clásico caso del que trata de apagar un incendio echándole nafta al fuego.

Para escapar de este callejón sin salida se necesita una decisión política trascendental: hay que poner a la Argentina sobre nuevas bases. La Argentina necesita romper con un pasado ignominioso porque, de no hacerlo, ese pasado terminará aplastando lo poco que le queda. Y esto no sólo en el orden económico.

La Argentina necesita…

La Argentina necesita replantar a fondo la estrategia de su política exterior. Dentro de marcos razonables y factibles, dada la distribución del Poder sobre el planeta, la Argentina tiene que encontrar un lugar y un área de actividades que le permitan un desarrollo viable y sostenible; preferentemente evitando al mismo tiempo las trampas en las que han caído otros países de gran desarrollo industrial, como lo es, por ejemplo, la contaminación del medioambiente, o el excesivo vuelco al sector de servicios con el consiguiente descuido del sector productivo.

La Argentina necesita replantear sus normas de convivencia política interna. Por un lado, sencillamente no es posible y hasta resulta casi increíble que muchos no hayan conseguido superar los enfrentamientos de la década del ’70. Por el otro lado, es hora de terminar con esa idolatría juridicista petrificada en dogmatismos como el garantismo que cuida a los delincuentes y descuida a las personas honradas, o como el constitucionalismo liberal que insiste en mantener estructuras políticas inventadas en los laboratorios intelectuales del Sigo XVIII para tratar de gobernar una sociedad del Siglo XXI. La ley es simplemente la expresión formal de una decisión política y, parafraseando a Clemenceau, la Política es una cosa demasiado importante como para dejársela a los abogados. Ya sería hora de entenderlo.

La Argentina necesita replantar sus pautas culturales y sus valores morales. No es posible construir una sociedad con personas que constantemente claman por sus derechos y desaparecen a la hora de las obligaciones. No es posible estructurar una sólida escala de valores — presupuesto necesario e insustituible para un buen sistema de premios y castigos — cuando la verdad se relativiza en forma constante, rebajándola a la categoría de mera opinión personal, con lo que hasta la estupidez adquiere jerarquía de concepto respetable. No es posible estructurar un sistema educativo eficaz basado en el facilismo y el permisivismo, sin disciplina, sin constancia, sin sacrificio y — sobre todo — sin esfuerzo. No es posible crear verdadero arte y cultura sobre la base demagógica de un hedonismo masivo cuya chabacanería y decadencia se parece cada vez más al panem et circensem de los últimos días del Imperio Romano.

La Argentina necesita replantear la forma y el modo en que cuidará de su población. No se puede admitir que no haya trabajo en un país que tiene de todo y en el cual casi todo está aún por hacerse. No se puede aceptar la tesis demencial de que los argentinos tienen que arrodillarse ante cuanto financista internacional ande suelto por ahí, prometer solemnemente que se portarán de acuerdo a sus más extravagantes caprichos, y sentarse a esperar a que estos míticos y supuestamente todopoderosos inversores extranjeros se dignen arriesgar algún dinerillo para que en el país haya algo de trabajo. La población de todo un país no puede estar sujeta a los caprichos y a las pretensiones de lucro de un par de bancos. Del mismo modo que la salud de todo un país no puede estar en manos de los fabricantes de medicinas y de los mercaderes de los servicios médicos. No es admisible que en las rutas de la República Argentina se gaste más dinero en peajes que en combustible. No es admisible que el que quiere tener una seguridad razonablemente aceptable tenga que pagar seguridad privada, a veces hasta a los mismos que deberían brindarla en forma gratuita. No se puede seguir tolerando la debilidad, la indefensión y la catastrófica falta de recursos que afecta a toda la defensa nacional, al punto que la Argentina no sólo no soportaría ya una agresión ni aún del más débil de sus potenciales enemigos sino que no puede custodiar adecuadamente ni siquiera sus propias fronteras. Nadie ha respetado jamás a un país débil y no es precisamente una virtud el estar condenado a aceptar una paz humillante por la imposibilidad de hacerle frente a cualquier agresión externa.

Pero, para que todo lo anterior sea posible, la Argentina necesita recuperar su Estado. No para convertirlo en esa pirámide al revés que fue el capitalismo de estado marxista en dónde las grandes mayorías productivas terminaron ahogadas por una minoría partidaria que las aplastaba con su burocracia, sino para salir de esta otra pirámide al revés en la cual la enorme mayoría de las personas capaces viven bajo la presión de una minoría financiera que las explota, las usa y las descarta a su antojo. La Argentina necesita un Estado que no aniquile la iniciativa privada pero que tampoco dependa bovinamente de esa iniciativa. No es cuestión de prohibir. No es cuestión de cerrar las medicinas prepagas, los laboratorios medicinales, las escuelas privadas o los servicios de seguridad privados. La cuestión es construir un Estado que funcione. La cuestión es montar y mantener un hospital público tan eficaz y tan bueno que la medicina privada sea simplemente una opción más para aquellos que quieran y puedan pagarla. La cuestión es construir y mantener una escuela pública tan eficaz que las escuelas privadas tengan que hacer un verdadero esfuerzo para tratar de superarla. La cuestión es organizar y desplegar una seguridad pública tan eficiente que los servicios de seguridad privada sean usados solamente por aquellos que, por paranoia o esnobismo, quieran tener a toda costa un guardia adicional parado frente a la entrada del country.

La viabilidad de una Segunda República

La Argentina necesita poner punto final a esta república agonizante. Los argentinos deben decidirse a fundar una Segunda República. Desde el punto de vista jurídico, el proyecto es perfectamente factible y, para aquellos que viven mirando hacia afuera y que necesitan un antecedente externo para todo, la prueba de viabilidad la ofrece Francia. También los ex-países de la órbita comunista comenzaron de nuevo luego del colapso de la Unión Soviética.

Desde el punto de vista político, la viabilidad del proyecto depende exclusivamente de las personas que se comprometan a llevarlo a cabo. Del coraje, la creatividad, la inteligencia y el compromiso de estas personas.

Desde el punto de vista económico — que es el que, por regla, más preocupa a los miedosos — la propia realidad actual es la mejor aliada para proponer y llevar adelante el proyecto. La Argentina actual está acabada. Más allá de ello, todo el sistema financiero internacional está en la antesala de una crisis colosal. Méjico, Brasil, Rusia, el sudeste asiático y ahora Turquía, son todos hitos y señales que apuntan en el mismo sentido. El sistema es insostenible. De hecho, sus actuales administradores lo saben: no por nada están haciendo febrilmente modelajes y juegos de guerra para prever eso que ellos mismos llaman "el colapso controlado del sistema financiero internacional". No nos engañemos: proponiendo nuevas reglas de juego y nuevas formas de organización política los argentinos, en realidad, no sorprenderán a nadie, en ninguna parte del mundo.

La sorpresa, en todo caso, la producirán si consiguen montar un Estado que funcione; y que funcione bien. La gran oportunidad está en que existen las condiciones para lograrlo. La crisis, es oportunidad. Hay que tener el coraje de no dejarla pasar de largo.

Febrero 2001

 

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