Pedro Urbano
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Extractos del libro (por así llamarlo).
Junio, 2003 |
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El seminario
Aún no empezaba. Yo estaba sentado ni muy adelante,
por si a algún expositor se le ocurre sacar a alguien a hablar,
ni muy atrás para poder escuchar y ver lo que se exponga.
Aún falataba un par de minutos para que comenzase el seminario. Cuando el presentador aún se encontraba haciendo pruebas entre el proyector y su portátil, cuando las promotoras seguían repartiendo dulces, bolsas llenas de folletos y lápices, y un poco antes que se apagaran las luces, una tras otra, las cabezas de todos los asistentes al evento comenzaron a darse vuelta hacia mí. No les veía las caras, pero no parecían decir nada especial. Completamente perturbado, mirándolos a todos y a ninguno, finalmente las luces se apagaron, dejando ligeramente iluminado sólo el estrado de los expositores. Se me había olvidado que hoy era día de vacas, el jueves es feriado y el viernes obviamente se lo va a tomar la mayoría. Probablemente esta madrugada haya vacas corriendo por la calle. Dios mío, no puedo creer que eso haya sido. Lentamente las cabezas comenzaron a retornar a su posición original, hacia adelante. Un gran silencio inunda la sala en penumbras. Es extraño porque veo al expositor mover su boca y sus brazos, sin embargo ningún sonido llega a mí. Las imágenes pasan una tras otra en medio del más increíble silencio. Chasqueo mis dedos para sentir si realmente estoy sordo, pero los oigo perfectamente, así mismo el roce de mis pantalones al cruzar las piernas (cosa que por lo demás uno nunca oye). Oigo una tos forzada que entrego al silencio. Un par de cabezas giran odiosas hacia mí y se devuelven (eso es más normal). La tos la escuché. No lo que pasa fuera de mí. Cuando estaba comenzando a preocuparme, oigo repentinamente un golpe de tacos en el piso de madera. Despacio, limpio, casi sordo. Otro golpe lo siguió y otro más a éste, cada vez más fuerte y claro, una mujer se acercaba. En medio del silencio espantoso y las cabezas homogéneas, se dirigía firme, hacia el estrado. Podía escuchar perfectamente sus pisadas pausadas y seguras, el roce de sus piernas al cruzarse en cada paso. Siento incluso el roce de sus pechos que suben y bajan bajo ese largo vestido burdeo. No sé lo que me pasa, no entiendo nada, ella no me ve, pero es lo único que oigo, incluso más allá de lo que cualquiera podría y debiera oír. Llega adelante, justo para que el relator le pase el turno y comience ella la segunda exposición del evento. Un aplauso educado despide al anterior y la recibe a ella. De sus labios comienza a salir un maravilloso sonido. Una suave melodía comienza a envolver toda la sala. Una voz que avanza tranquila llenando todos los espacios disponibles. Una nube sensual que comienza a tragarse a cada asistente. Una nube que crece cada vez más, una nube transparente que se vuelve cada vez más opaca y espesa, comiéndose todas las cabezas presentes. Todas, salvo la mía. Nadie se mueve, nadie parece darse cuenta que están siendo tragados por esta voz. Sólo yo creo verlo, sólo yo y no puedo gritar ni moverme. Nada más que observar este espectáculo. Una vez más se me aparece la cabeza de los tigres sonriéndome. Qué mierda significa eso? Ya no veo nada, la nube lo ha cubierto todo. Sigo oyendo, hipnotizado, esa voz hambrienta, y esa mujer con traje burdeo. Oyendo sus pechos rozándolo a cada paso que da hacia el telón para explicar algún concepto que no me interesa (sólo ella) y que nadie puede atender estando bajo esa gruesa nube de voz. Siento como esa especie de pasta me cubre los ojos, me tapa la nariz y se mete por mi boca. Los demás ya están todos ahogados, siento la voz quemarme por dentro, invadir mis entrañas y recorrer mis venas cabalgando sobre los glóbulos nerviosos. No puedo ni quiero resistirme. Es delicioso. Me mata, pero me hace gozar como nunca antes. Me siento muy relajado, muy liviano, como si mi cuerpo quisiera despegarse
del asiento y mis pies del suelo. Mis ojos se cierran y efectivamente
siento que me elevo. Una tremenda tranquilidad me ha llenado y al abrirlos
siento como si el volar fuese lo más natural del mundo. Esa voz,
esa voz es la que de alguna forma me levanta de mi asiento, pudiendo
ahora ver a todos los demás, como muertos sobre sus asientos.
Me elevo sobre mi silla y comienza un extraño vuelo hacia adelante,
hacia ella, hacia la voz, el vestido, los pechos. Creo que soy invisible
o la nube les cubre a todos la vista pues nadie parece verme, ni ella.
Quedo a dos pasos de su cuerpo. Primera batalla
Sentada frente a mí por algún benévolo designio, observo intranquilo y clandestino cada detalle de esa hermosa cara morena. La banal conversación entre los cinco no puede evitar que mis ojos entren en los suyos cada vez que ella levanta su dulce voz. La exquisita forma en que juega con sus labios en cada pausa no puede ser para otro que para mí. Por otro lado siento que imbécilmente mi ojo derecho le responde con un suave guiño cada vez que es necesario corroborar una afirmación, mientras que mis labios se confabulan en una mueca que es entre sonrisa y beso. Siento que mi cara decide por sí misma entablar una propia conversación con la suya. Desde afuera las veo a ambas completamente aisladas de la conversación de fondo. Su cabeza se une al complot inclinándose hacia adelante y ligeramente a la derecha, ocultando los ojos tras un par de sugerentes cejas enmarcadas por la matadora sonrisa oblicua que tan bien sabe relucir. Me siento destruido. No llevamos ni dos horas de conocernos y ya me siento con el derecho a besarla. No sé qué crueles pensamientos cruzarán su mente, barajando miles de posibilidades, evaluando centenas de respuestas, tratando inútilmente de dominar los transparentes músculos de esta acusadora cara. La conversación continúa, además de la otra, llevando su propio curso. Comienzan a salir las palabras “irnos”, “vamos”, ante lo cual las caras se coordinan para inventar excusas que posterguen ese momento finalmente inevitable. La clave será la despedida. El objeto de nuestros labios y la forma en que éstos entren en contacto con la cara indicará el devenir de los cuerpos subyugados a la clandestina reunión que acaba de terminar. Temerosos de ese momento, y cómplices, los cuerpos se las arreglan para ser los últimos en despedirse. Brazos tiernos y manos cariñosas preparan el marco de la acción por venir. Las caras se acercan sonrientes, ofreciendo cada una su mejilla derecha, la que es besada tímida y rápidamente por culpables labios. Los ojos se despiden burlones ante una nueva victoria sobre estas ingenuas almas. Lluvia de mierda
Caminaba esa tarde Pedro por las pequeñas calles que construían su barrio. Llovía abundantemente, de hecho había estado lloviendo todo el día. El agua que caía era amarilla, así suele ser la lluvia los días de vacas. El agua tibia recorría su cara y la de los pocos caminantes que quedaban aún sin refugio. Un ligero granizo amenizaba el agua. Pequeñas bolitas color café o beige se deshacían sobre los desprevenidos cuerpos que encontraban a su paso. Más que granizo, parecían copos de nieve, paseándose coquetamente por el aire, esquivando el agua suave que los acompañaba. Caminaba esa tarde Pedro, soñoliento como siempre, pensando en Alejandra mientras el granizo se estrellaba contra su sombrero mezclándose luego con el cemento verde bajo sus pies. Iba recordando el último día de vacas. Estaba con ella, nadando en el río amarillo, viendo las vacas correr hacia el amanecer. Tan densa era el agua que no les costaba nada flotar. Tomados de la mano se dejaban llevar por la corriente gentil. Luego de dar varias vueltas por oscuras calles mojadas, ligeramente mareado por el olor del agua y el granizo deshecho en el suelo, Pedro se detiene sobre una redonda tapa de alcantarillado. Espera allí, inmóvil, bajo la lluvia que no cesa de bañarlo, hasta que siente sus pies hundirse lentamente sobre una especie de masa cada vez más blanda. La tapa del alcantarillado comienza lentamente a absorber a Pedro hasta tragárselo entero. Abajo le dan la bienvenida sus viejos amigos, chapoteando felices en el agua café, aún tibia, celebrando la noche de las vacas. La noche de muerte. |
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