Historias del Cerro
 
Extractos del libro (por así llamarlo).
Marzo, 2003
 
 
Pedro Sube y Baja Cerros

Pedro sube y baja cerros. No lo hace muy seguido pero sí cuando la vida se lo permite. La última vez que lo hizo se quedó arriba. No fue por propia voluntad, simplemente se enamoró y sintió que ese era su lugar.
No era un cerro grande pero sí de respetable altura. Era hermoso, vestido de un verde y antiguo bosque, desde su falda amplia hasta la cima. Los árboles crecían juntos pero dejando espacio para que el sol riegue el suelo cubierto de hojas y vida.
Mariposas, lagartijas y saltamontes lo acompañaban en su ascensión. Un potente río corría abajo del acantilado llamando a nadar a todos los ruidos del bosque. El sendero de tierra zigzagueaba entre troncos gruesos y delgados. Algunos rectos, cuales vigías impertérritos, otros encorvados, mostrando su cansancio milenario.
El aire, ese aire con olor a naturaleza, ese aire que trataba de tragar entero cada vez que respiraba. Podía sentir cómo todo ese oxígeno fresco entraba a presión por su nariz y bajaba hasta los pulmones para mezclarse y limpiar sus venas.
Ese aire azul lo llenaba completamente, el pecho se le hacía chico, necesitaba aspirarlo todo, era una urgencia de vida.
Cuando se hubo ya acostumbrado a ese nuevo aire, podía concentrarse en otras cosas y se le vinieron a la mente los cuentos del gnomo Putzlerlín que su tío Anselmo le contaba. Se imaginaba en medio de la selva negra escapando de un ejército de Gormes. Entonces corría, corría hasta quedar agotado, pero seguía subiendo ese cerro mágico. Mientras más corría, más se cansaba, sin embargo más liviano se sentía, y más aire podía tragar, lo que lo impulsaba a seguir corriendo. Mientras más corría, más unido al cerro estaba.
El río estaba cada vez más lejos, su rugido era ya sólo un esbozo y al fin podía escuchar y sentir la respiración del bosque. Una respiración agitada como la suya, pero excitada a la vez.
Sentía cómo el bosque lo besaba y acariciaba con sus ramas, sentía sus susurros eróticos en boca de los grillos. Todo este entorno y la actitud coqueta de las hojas tenían a Pedro ya increíblemente excitado. Se quitó la camisa para sentir las caricias directamente sobre su piel. Estaba asustado. Pero encantado también. Esto era todo nuevo para él. Sentía que estaba probando una droga, haciendo algo prohibido, mas no estaba haciendo daño a nadie. ¿Qué tan malo podría ser esto? No podía dejar de sentirse culpable, desear que nadie lo viese así. Ni que nadie supiera nunca de esta pasión con el bosque.
Siempre lo había mirado desde lejos, desde abajo, siempre sintió esa extraña atracción por él, pero nunca imaginó que fuese mutua, menos aún poder transformarla en algo tan extrañamente real.
La cima aún estaba lejos, pero no importaba. El camino a ella era hasta ahora lo mejor que le había tocado vivir jamás.
Pedro se abrazaba a cada rama que el bosque le tendía, sentía su vida tibia correr por la espalda caliente y sus brazos rasguñados por uñas de pasión.
Se quita el resto de la ropa que le queda y desnudo va atravesando los bambúes y espinos que coronan los últimos metros del cerro. La sensación es máxima, su cuerpo entero es testigo de las caricias del bosque.
Ya no hay río. Su embriaguez es tal, su felicidad es tanta que no se detiene ni un segundo, por el contrario corre más y más rápido, vuelto loco en este mar de sensaciones, en este amor de pasión, en esta pasión sexual.
El bosque comienza a cubrirle los ojos. Siente correr su sangre que va compartiendo con cada rama que lo acaricia, va de a poco entregando su respiración para no contaminar ese exquisito oxigeno azul que las hojas de alerce entregan.
En una meseta de largos pastos de oro se recuesta, termina de hacerle el amor y se duerme en sus brazos ya sin vergüenza, sin temor ni arrepentimiento.



 


Los tigres

Se acercan dos tigres. Caminan tranquilamente hacia mí, como si estuviesen comentando cualquier trivialidad. Se ven tan hermosos que no puedo sino quedarme quieto mirándolos. No sé por qué no paniqué, tal vez porque siento que ellos no me ven, como si fuese yo un ser invisible transformándose en un voyerista de primera fila. Llegan despreocupados junto a mí, detienen su marcha y se recuestan a mis pies. No pienso nada, sólo impactado por la belleza con que esos trazos negros cubren ese anaranjado pelaje. Tener dos tigres salvajes de este tamaño a mis pies no es una experiencia que uno pueda vivir muy seguido. No puedo evitar extender mis brazos sobre ellos. Mis manos hierven. Siento que en ese momento una inmensa energía me llena. Tal vez sea de ellos, tal vez del bosque. No logro tocarlos pero sí los siento bajo mis manos que recorren sus cabezas. No me atrevo a tocarlos. Sin embargo la energía que hemos intercambiado va mucho más allá de un contacto físico. Se miran cariñosamente, como si ellos mismos estuviesen acariciándose y se estuvieran agradeciendo por ello. Recuerdo mi subida al cerro, recuerdo mi cuerpo corriendo entre las ramas que arañaban mis espaldas desnudas. Recuerdo los Gormes persiguiéndome y lanzando hechizos a los árboles para que me impidan el paso. Me recuerdo haciendo el amor. Me recuerdo recostado sobre un montón de pasto seco. Me recuerdo cubierto de sangre. Pero no recuerdo a nadie. Sólo los alerces, los espinos y los Gormes. No siento temor, sólo un inmenso amor que no puedo describir. Los tigres siguen a mis pies y han comenzado a besarse, besos que lentamente se convierten en mordiscos. Amorosamente se mordisquean la cara, las patas, el cuerpo entero. Esto es precioso. Sin saber por qué, sin motivo aparente, los mordiscos amorosos, casi eróticos, se vuelven feroces, las fieras comienzan a romperse la piel, a arrancarse las carnes. En silencio comienzan a comerse entre ellos. No entiendo nada y ahora sí comienzo a sentir pánico. El amoroso jugueteo sexual se ha convertido en una espantosa escena canibalesca. Ambos tienen sus entrañas abiertas y el naranjo color de sus pelajes ha dado paso al rojo espantoso de la furia que los embargó. Mi cuerpo aún sigue sin moverse, tampoco puedo cerrar los ojos para al menos abstraerme de este horrible espectáculo. Luego de casi una hora de carnicería sólo quedan las cabezas de los tigres, dos cabezas con la misma sonrisa tierna que tenían inicialmente pero ahora mirándome, como diciendo "esto es por ti". Cierro los ojos y al fin puedo moverme. Entonces comienzo a correr. Corro sin destino, sólo hacia adelante, apartando ramas, saltando raíces, siguiendo el sendero bajo mis pies.


 


La laguna

No es posible que esto sea real. Llego a una pequeña meseta formada por una impresionante laguna casi transparente. Si no fuese por el reflejo de los árboles en su superficie hubiese caído dentro de ella. El cuadro es bellísimo, sumado al sol del crepúsculo y la brisa que baja por las laderas del cerro, es realmente algo increíble. Llego ensimismado al borde de la laguna y veo figuras de hadas bailando dentro del agua. Pequeñitas, diminutas y delgadas mujercitas cubiertas de un velo blanco que cuando no se pega a su hermosa figura, flota junto a cada una de ellas buscando acariciar aquella piel mágica.
Aún impresionado me siento en la orilla. No sé si me han visto pues siguen jugueteando como si yo no estuviese allí, no puedo despegarme de tan hermoso espectáculo.
Una de ellas sale del agua. Es hermosa, es hermosísima. Siento su energía contactarse a la mía que ya se encuentra enlazada con la del cerro. Una sola gran aura nos une ahora. El cerro, el hada y yo.
En seguida sale otra, luego una tercera. Una a una van saliendo cada una de las hadas. No sé cuántas son, no puedo contar, me siento como un idiota mirando y sintiendo todo lo que está pasando alrededor mío. Trato de pararme pero mis piernas no me hacen caso, como si éstas quisieran seguir disfrutando del espectáculo. Las hadas forman una ronda alrededor mío y comienzan a dar vueltas. Sus cuerpos se han vuelto transparentes. Comienzo a sentirme mareado, no sé si es la impresión o aquel dulce olor que ellas expiran.
No comprendo nada. Comienzo a ponerme nervioso, siento que el vínculo energético que me unía al cerro se desvanece, como si ellas lo estuviesen cortando, como si me quisieran absorber totalmente. Me sentí solo y helado. Comienzo a sentir mi corazón latir dentro de mí. La sangre en mis venas se vuelve gruesa y ruidosa. Mi cerebro intranquilo trae a mí las cabezas de los tigres sonriéndome y aquél viejo desconocido escudriñando mi mente a su lado.
Una de ellas se sale de la ronda, avanzando unos metros para quedar junto a mí. La ronda vuelve a armarse detrás de nosotros dos. En ese preciso momento algo me sucede, aún mareado y con la visión ya más despejada, veo a las hadas bailando, pero ya no son chiquitas ni delgadas. Son inmensas, son gordas y son pesadas. Voluptuosamente como puede serlo una mujer de su tamaño, el hada se acerca a mí y me besa desenfrenadamente. Me besa como si fuese mi novia y fuese éste nuestro re-encuentro luego de años de separación. Me besa como si me hubiese conocido desde siempre y con una pasión que me asusta, mientras las demás siguen dando vueltas en torno nuestro.
Su velo transparente se ha secado y danza alrededor suyo dejando ver un cuerpo deformado por la obesidad y brillante por el sudor que el ejercicio le ha cobrado. Sus pechos, grandes y lacios son dos colgajos gruesos cuyo peso sólo es soportado por la descomunal barriga que nace bajo ellos. La pelvis ha desaparecido completamente entre los gruesos glúteos y un ombligo que asemeja una boca furiosa y hambrienta. Me sigue besando y baboseando entero. La boca, la cara, las orejas. Algo me impide resistirme, mis brazos la abrazan y mi lengua juega con la suya. Es espantoso y a la vez excitante. Siento que la noche ha llegado repentinamente y mi cara se encuentra cubierta de una saliva viscosa. De un beso se ha tragado mi cabeza y siento como mi cuerpo es llevado, completo, hacia su interior. Primero por el esófago que, rítmicamente me va transportando por un oscuro túnel que trato de tantear con las manos. Apenas quepo en él, siento sus paredes que aprietan mi cuerpo, mi cara es refregada contra esa superficie lisa y suave pero cruda y roja de venas. El olor es espantoso, no puedo evitar los vómitos, los que caen sobre mí mismo. Bañado en mi propio vómito, rodeado de restos de comidas soy llevado hacia lo que creo debe ser el estómago. Al fin un espacio donde pueda estirarme un poco. Trato de no tocar nada. El asco y las arcadas se vuelven a apoderan de mí. El estómago me comienza a apretar convulsionadamente y siento esas paredes mojadas y gruesas. Mi piel comienza a supurar, a deshacerse entre los ácidos que caen sobre mí. No me duele. No sé porqué no siento el dolor, pero veo angustiado como mi carne y mis huesos comienzan a aparecer lentamente frente a mí. La gorda debe estar bailando pues me sacudo por todos lados. Cierro los ojos para despertar de esto o tal vez perder la conciencia y esperar que todo pase. Pero eso no sucede. Mis ojos ya no se pueden cerrar pues ya no tengo párpados. Siento que algo me empuja por un agujero que veo demasiado pequeño para que mi ya entregado y deshecho cuerpo pueda caber. Estoy todo resbaloso, finalmente entro a lo que imagino son los intestinos.
Escucho el hada gritar, pero gritar de euforia, afuera es la fiesta y esto parece ser una gran orgía en la cual yo soy el plato principal.
Me besó, me tragó, digirió y ahora la puta me va a cagar. Me encuentro ahora cubierto de mierda, de bilis, de pastos, grasa y con todo eso me siento siendo defecado. Al fin veo una luz al final del ano.
Con la idea de los ojos cerrados me siento caer en algo que imagino es tierra. Sólo escucho los últimos quejidos del mayor orgasmo que haya podido jamás presenciar. Luego, el silencio. Una paz increíble, el despeje. No más olores, sabores ni tactos asquerosos. Sólo la nada.
Al abrir los ojos no veo a nadie, sólo la laguna tranquila, que ya no es transparente sino roja. Un rojo oscuro la ha pintado. Me miro y me veo entero, limpio, sin ningún resto del espantoso paseo que acabo de dar. Sólo una pequeña herida en un brazo de la cual corre un hilito de sangre que se dirige hacia la laguna.



 
     
 
 
 
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