REPENSANDO LA SOCIEDAD CIVIL.
Sebastián
Jans
Uno
de los problemas de nuestro tiempo, los hemos dicho en más de una oportunidad,
es la corrupción lingüística que ocurre con el uso indiscriminado de los conceptos,
producto de la impronta vulgar de las comunicaciones, en que las acepciones se usan
de un modo tan generalizado, que se pierde el rigor conceptual mínimo para entender
con precisión de lo que se está hablando.
Al
respecto, quien dirigiera uno de los coloquios más importantes en torno a este
tema, en América Latina, Alberto Olvera[1]
opinaba que el concepto de sociedad civil se convirtió en la década de los 1990,
en un referente universal, tanto para los actores sociales como para los analistas.
Y los políticos, los comunicadores sociales, los líderes de movimientos
ciudadanos, etc. han venido usado la acepción para hablar indistintamente de cualquier
grupo organizado de personas, llevándola abusivamente a una polivalencia y a
“una creciente irrelevancia simbólica y analítica”.
De
allí que no está demás volver a reconsiderar el concepto, antes de
repensarlo, a fin de tener la certeza de que estamos hablando de una definición
que nos pueda ser común para todos. Una de ellas, es la que se ha manejado en algunas
instituciones, que señala a la sociedad civil como el espacio en los confines
de la familia, el Estado y el mercado, donde las personas se asocian
voluntariamente sobre la base de intereses comunes.
Para
el académico Edgardo Langer[2],
que ha escrito prolíficamente sobre el tema, la sociedad civil es el conjunto de
organizaciones voluntarias, creadas para defender, alcanzar o expresar
intereses, objetivos, creencias u opiniones comunes.
Una
definición más extensa es la que nos propone el Banco Mundial, que utiliza la
acepción para referirse a una amplia gama de organizaciones no gubernamentales
y sin fines de lucro, que están presentes en la vida pública, que expresan
intereses y valores de sus miembros, según consideraciones éticas, culturales,
políticas, científicas, religiosas o filantrópicas. En virtud de lo cual, las
organizaciones de la sociedad civil abarcan una amplia gama de grupos: comunidades,
ONGs (organizaciones no gubernamentales), sindicatos, grupos indígenas, organizaciones
de caridad, grupos religiosos, asociaciones gremiales, fundaciones de diversa índole.
La
mayor parte de las ONGs, en tanto, desde los años 1980, han comprendido en el concepto
de sociedad civil es el espacio público donde se expresa la acción colectiva y
democrática, y donde se manifiestan los intereses, las preferencias y las ideas
de los diversos grupos de interés específico.
Ciertos
organismos de gobiernos democráticos de América Latina, tienden a aceptar la
idea de que la sociedad civil engloba a los ciudadanos en general, representando
una esfera social que no es parte del Estado ni del poder económico, por lo
cual, aquella parte “civil” de la sociedad vendría a aportar el poder
social generado en las redes de ciudadanos. Es decir, es un ámbito en el que
los ciudadanos se unen para defender sus intereses colectivos, promoviendo
actividades que repercuten en la esfera pública.
De
ello, se derivaría una contradicción, pues, siendo la sociedad civil aquel segmento
de la estructura social que reúne a las organizaciones no estatales, sin fines
de lucro y de carácter voluntario, por aquellos integrantes del colectivo social
que se preocupan de los problemas sociales, excluiría a toda organización reivindicativa
que se relacione con un fin lucroso: sindicatos de trabajadores, patronales, agrupaciones
de propietarios, asociaciones de consumidores, fin.
Si
vamos a la raíz etimológica, lo civil
viene del civis, del civitas, de origen
griego, que se relaciona con el ejercicio de derechos y deberes en el espacio de
la polis o ciudad, es decir, la referencia
simbólica y filosófica que determina el concepto tradicional liberal de estructuración
democrática. Así, lo civil viene a ser básicamente lo ciudadano, lo que corresponde
a los intereses, preocupaciones y actos de las personas, expresadas grupalmente
– por convergencia de propósitos - en el contexto de las inter-relaciones sociales.
El origen del concepto.
El
término tiene su origen a finales del siglo XVII, en contraposición a la
“sociedad política”, donde lo civil vino a contraponerse al poder político-militar
que imperaba, producto de la naturaleza absolutista de los sistemas políticos predominantes.
De este modo, quien primero aparece usándolo es Giovanni Vicenzo Gravina (1664-1718),
en su libro “De iure naturale gentium”.
Medio siglo después, Montesquiu lo retoma en “El
espíritu de las leyes”.
Una
interesante definición del concepto de aquella época, la aporta el Barón Jacob
Bielfeld[3],
cuando señala: “El hombre nace con un deseo
insuperable de mejorar su condición. Este principio incontestable y fecundo, origen
de todas las acciones humanas, es el que obligó a los hombres a formar tácitamente
sociedades, para procurarse más conveniencias, comodidad y seguridad, que no tendrían
si hubiesen vivido dispersos”. Y luego, agrega: “La
razón dicta y
“Una
sociedad civil (…) – prosigue Bielfeld más adelante - , exige
no solo la reunión de todos sus miembros, sino también la de sus voluntades,
de suerte que la voluntad de un Jefe de esta sociedad, en lo concerniente a la
utilidad común, sea tenida por voluntad positiva de todos en general, y de cada
uno en particular”
El primero, sin embargo, en
distinguir filosóficamente entre el Estado y la sociedad civil fue Hegel, filósofo
que, tanto en la “Enciclopedia de las ciencias filosóficas” como
en sus “Principios de filosofía del derecho”, procuró hacer
justicia a la diversidad de vínculos e instituciones sociales. Para
Hegel y los hegelianos del siglo XIX - entre ellos Marx -, la visión hegeliana
de la Sociedad Civil indica que se trata del espacio en el que se plantea el
conjunto de conflictos de interés y necesidades, y de los vínculos pre-políticos
de solidaridad particular (corporaciones) y pública (policía).
Hegel recalca el status de
la sociedad civil como aquella esfera en la que los individuos operan con sus
capacidades privadas. Podría pensarse que el ámbito de la sociedad civil,
visto desde la óptica hegeliana, se reduciría a la institucionalidad
corporativa exclusivamente económica. Sin embargo, el espacio queda abierto
para incluir dentro de él otras estructuras organizativas, cuyos fines no serían
ni exclusiva ni primordialmente económicos, cuando Hegel afirma que la sociedad
civil aparece, "organizada en sus asociaciones, comunidades y corporaciones
constituidas, las cuales de este modo mantienen una conexión política".
Quien
hace una reflexión en torno a esos orígenes es John A. Hall[4],
señalando que la sociedad civil es un complejo balance entre el consenso y el
conflicto, construido de manera penosa a lo largo de los siglos XVII y XVIII en
Europa. Así, la sociedad civil viene a ser el resultado de la separación entre
el poder ideológico y el poder político, producido por la separación entre
También,
de lo que Gellner[5]
llama la derrota de las pretensiones moral-imperialistas
de la Iglesia Católica y el surgimiento de espacios de tolerancia religiosa,
donde la crítica a la religión dominante creó la tradición cultural de la
reflexividad y la valoración de la autonomía y la capacidad individual, en
contraposición a la conformidad pasiva a las reglas político-religiosas.
El retorno a la vigencia del
concepto.
A
inicios del siglo XX, el concepto de sociedad civil fue desapareciendo de todo
debate político, producto de las tendencias que marcaban fuertemente el rol del
Estado en la sociedad, desde los distintos ámbitos del espectro ideológico.
Influyó fuertemente en ello la potenciación del Estado-Nación, como mecanismo
de proyección de las políticas coloniales, en los países con mayor desarrollo
industrial. Donde no existía ese estímulo, la justificación tuvo razones
simplemente locales: reprimir el movimiento social, donde los regímenes
conservadores propiciaban un Estado fuerte, capaz de detener los explosivos
movimientos reivindicativos y la insurgencia proletaria. Con ese propósito, el
advenimiento del militarismo se situó en muchos países de Europa, como la opción
más sólida para protegerse de todo riesgo revolucionario y para establecer la
fortaleza nacional y estatal.
Dentro
de esa concepción subordinada a la conducción política, el movimiento
anti-capitalista también optó por alternativas de subordinación a la
estructura política, siendo su expresión más patente el leninismo. Del
leninismo derivaron opciones que podemos llamar de “militarismo de
izquierda”, como lo fueron el stalinismo, el maoísmo y el guevarismo, siendo
este último el que más influyó en los países subdesarrollados. Los
movimientos de liberación nacional que tuvieron un significativo desarrollo en
África, y una expresión más maniquea en América Latina, nunca consideraron
un espacio de desarrollo en el ámbito de la sociedad civil, sino que hicieron
primar siempre el concepto de Estado Mayor político-militar como método de
vanguardizar las luchas y concebir la acción. Los paradigmas son la lucha
independentista argelina y la revolución cubana.
En
el ámbito europeo, específicamente, así como las burguesías liberales
prefirieron un Estado poderoso y se subordinaron a su conducción, por
conveniencias políticas o económicas, lo propio ocurre con el movimiento
socialista no revolucionario, que desarrolla la idea del Estado de bienestar,
que terminó subordinando a su conducción al movimiento social legal, en tanto
la estructura estatal venía a ser el medio de reasignación de la riqueza y
promotor de la movilidad social. En la base social, la presencia del concepto militante,
ya fuera en la organización política o en las organizaciones reivindicativas,
señaló la subordinación de todo el movimiento social a las estructuras políticas.
En el ámbito latino-americano, el monopolio moral y cultural de
Así,
solo se trató de imitar las instituciones liberal-democráticas de Europa y de
EE.UU., una simulación que ocultó la persistencia de modos de dominación
tradicionales y la precariedad de los regímenes políticos en la región.
Fernando Escalante[6],
analizando el referencial proceso post-independentista mexicano, habla
derechamente de una ciudadanía imaginaria,
en tanto no existían derechos individuales.
El
cambio del sistema y de la concepción colonial en América Latina, vino solo a
finales del siglo XIX o principios del siglo XX, en unos antes que en otros, y
en gran medida por la efervescencia social, y contra ella o partir de ella, se
construyeron modelos de Estado de Bienestar, cuando no concepciones de Estado
del tipo prevaleciente en Europa, con fortalezas y preeminencias adecuadas para
combatir el desorden social. De allí, al proteccionismo y a una sociedad política
siempre hegemonizando la estructura social.
Hacia
mediados de la segunda parte del siglo XX, en medio de las luchas contra los regímenes
dictatoriales de los “socialismos reales” de Europa del Este y contra las
dictaduras militares derechistas de América Latina, caracterizadas por
estructuraciones políticas que no solo rigían, sino que dominaban todo el
sistema social, es que comienza un debate que retoma el concepto de sociedad
civil, primero, como espacio en el cual desarrollar niveles de participación y
de ejercicio ciudadano bajo sistemas autoritarios, y luego, como una propuesta
que permitiera una estructuración más participativa y de validación de
estructuras sociales realmente democráticas.
Al
respecto, Olvera[7]
señala que “la recuperación contemporánea
del concepto de sociedad civil no se limita a un recurso simbólico y polémico
de un conjunto de movimientos sociales democratizantes, sino que tiende a
convertirse en uno de los ejes articuladores de una nueva contribución a la
teoría democrática”. En esa recuperación señala dos frentes de
inspiración significativos: la indagación teórica del neomarxismo crítico de
los socialismos autoritarios del Este, y en la afirmación de identidad de los
movimientos sociales contemporáneos de naturaleza antiautoritaria.
A
mediados de los 1970, algunos teóricos políticos trataron de retomar las ideas
del joven Marx para atacar el estructuralismo doctrinario, que predominaba en el
pensamiento de izquierda, y se afirmaron en Gramschi, intentando encontrar una
justificación teórica que diferenciara el Estado, el mercado y la sociedad
civil. Esto sobre la base de que había dos conceptos que presionaban sobre ese
intento: por un lado, la concepción estructural de la tradición leninista y la
concepción tradicional liberal que señalaba que la instancia fundamental de la
sociedad civil era el mercado.
En
Europa central, los aportes a esa reflexión vinieron fundamentalmente de
Norberto Bobbio, Claude Leffort y Pierre Rosanvallon. En tanto, en Europa del
Este, sobresalen los esfuerzos de Lezek Kolokowski, y los teóricos del
movimiento Solidaridad de Polonia, Adam Michnik y Andrezej Vajda. En América
Latina, tal vez el aporte más sobresaliente fue el desarrollado por Fernando
Enrique Cardoso y por varios teóricos de FLACSO, que
compartían la idea de reconstruir la vida pública a partir de la autonomía de
la sociedad respecto del Estado y del sistema económico. Este significativo
esfuerzo intelectual, se asentaba en el rescate de algunas de las dimensiones clásicas
del liberalismo, tales como las nociones de derechos, de asociativismo
voluntario, de participación pública, en fin, la construcción de lazos
sociales fuera del Estado y de las estructuras esencialmente políticas y económicas.
También
incidió en ese esfuerzo teórico, la crisis del Estado de Bienestar, que
obligaba a buscar nuevas formas de libertad y participación democrática, en un
mundo que pasa a ser crecientemente dominado por el poder de las corporaciones,
y por la red que ellas generan a partir de la hegemonía económica. Así, los
procesos de transición a la democracia, que se viven entre los 1980 y los 1990,
no solo ocurren como espacios de superación autoritaria y establecimiento de
reorganizaciones democráticas desde parámetros clásicos, sino que también
como oportunidades que permitieron problematizar el elitismo político, y
generaron olas sucesivas de democratización.
Un paradigma en la acepción.
Bajo
cualquier consideración, todo modelo humano de construcción de las capacidades
asociativas, que hacen del hombre un ser social, y que le potencian como un ser
racional que es capaz de discurrir conceptos y elaborar alternativas en el medio
en que vive y convive, tendrá condición de paradigma.
Si
analizamos las distintas definiciones que puedan darse en torno al concepto de
sociedad civil, algunas con más énfasis en un sentido, otras con énfasis en
sentido contrario, lo cierto es que haciendo un balance equilibrado de las
opciones concurrentes en el ejercicio social, estas definen
un paradigma de construcción de la participación social que se puede graficar
en un triángulo equilátero.
Una
sociedad perfectamente equilibrada, y por lo tanto auténticamente democrática,
constaría de tres medios de participación y concurso: la sociedad civil, la
sociedad mercantil o económica y la sociedad política. La sociedad civil - que
estamos reflexionando -, es donde se expresan los intereses y la participación voluntaria de las personas, en torno a las problemáticas no políticas
ni económicas de la sociedad; la sociedad mercantil o económica, donde se
expresan los intereses y la participación necesaria de las personas, sobre la base de la oferta y demanda de
productos, que las personas buscan para establecer los medios materiales de
vida; y la sociedad política, donde se expresan los intereses y la participación
esperable de las personas, para
ordenar la vida colectiva sobre la base de los distintos intereses que concurren
en el hecho social.
Así,
en los gráficos mostrados, podemos especular sobre el paradigma, diciendo en
torno al primer triángulo equilátero, que si hay una base social equilibrada
en términos de participación en la sociedad civil y en la sociedad mercantil,
ello posibilita una equilibrada sociedad política. En el segundo gráfico,
estamos diciendo lo mismo, pero, a la vez sosteniendo que la sociedad política
puede equilibrar la sociedad, en la medida que la sociedad civil y la sociedad
mercantil sean factores concurrentes a ese equilibrio.
Sin
embargo, ello se da en un plano de idealidad, ya que los hechos concretos
indican que, generalmente, la sociedad civil se ve menoscabada por la presión
que generan la política y la economía sobre la cotidianidad civil. Ello
provoca el atrofiamiento de la praxis civil. Así toda pretensión de idealidad
se elimina, porque las naturalezas y especificidades de un ámbito buscan
penetrar y predominar en las naturalezas y especificidades de los otros.
Una
mezcla de las naturalezas y especificidades de cada ámbito, es una indicación
de equilibrio aceptable, y que este se pierde como consecuencia de la penetración
hegemónica de uno de los ámbitos hacia los otros. Pero, no se puede pretender
que los equilibrios se mantengan solo por efecto de la buena voluntad de los
actores sociales, sino que ello debe ser consecuencia de una intencionada
distribución del poder, en cada uno de los espacios que le son propios.
La
experiencia histórica nos muestra que, desde la singular e imperfecta
democracia griega hasta nuestros días, el poder político y el poder económico,
tienden a copar la vida civil. Gobernantes y mercaderes en el pasado, el Estado
y los empresarios de los tiempos modernos y post-modernos, han buscado que sus
reglas sean las prevalecientes, y más aún cuando estos se han integrado,
producto de experiencias históricas, en que uno de los espacios es hegemonizado
por el otro: ergo, cuando un Estado convierte al mercado en su instrumento, o
viceversa.
El
otro riesgo que impide o relativiza las prácticas y los espacios de poder
civil, es cuando entes, organizaciones o grupos de intereses propios de la
sociedad civil, pretenden instrumentalizarla y para ello se proyectan como
instancias de poder desde dentro de la civilidad y buscan hegemonizar el mercado
o el poder del Estado. Al poco tiempo, dejan de ser instancias efectivas de lo
civil, para ser parte del poder político o del poder económico.
Es
lo que ocurre corrientemente con aquellos entes que se manejan en los lindes del
ámbito civil, en cuanto instancias efectivamente civiles. Por ejemplo, los
medios de comunicación, que están entre el interés civil y el interés económico,
o el interés político. Lo propio ocurre con las religiones, que tienen la
marcada tendencia a vincularse estrechamente con alguno de los poderes no
civiles.
Tal
vez, lo civil se perfile se consolide y se retroalimente, en la posibilidad del
conflicto con el poder político o el poder económico, o con ambos. Su mejor
posibilidad siempre se encontrará en la desobediencia frente al poder
instituido, sobre todo cuando este poder constituido adquiere una hegemonía
social, de la misma forma que cuando lo civil se enfrenta a condiciones de
mercado que no consideran el valor de satisfacción de los consumidores, los que
se sienten avasallados por las prácticas salvajes que tiende a imponer el interés
económico, a partir de una pretensión hegemonía.
Entonces,
frente a la necesidad de equilibrio en el espacio social, entre las naturalezas
del poder que hacen posible los ámbitos de desarrollo de la participación de
las personas, en una sociedad institucionalmente estructurada, es fundamental la
aplicación de los conceptos de: autonomía, en el desarrollo de los tres ámbitos;
así como mecanismos de auto-regulación; pero, fundamentalmente, es la
capacidad institucional de propender hacia la preservación de los espacios
naturales que hacen posible una convivencia sana, equilibrada y auténticamente
democrática.
Repensando el concepto.
Nuestra
actual reflexión tiene que asentarse firmemente en la contribución que se debe
hacer en torno a la teoría democrática, entendiendo que la importancia de una
teoría está en la capacidad de explicar o interpretar los fenómenos
relevantes de la realidad social, que dicen relación con su estructuración y
funcionamiento.
Al
respecto, la realidad que hizo posible la revalidación del concepto ha sido
superada, aún cuando las causas que en ello incidieron pueden ser recurrentes
en las sociedades que caen bajo la seducción del autoritarismo. Los analistas
de las transiciones democráticas han reconocido que la revitalización de la
sociedad civil ha sido un prerrequisito de toda transición democrática, y a
través de los espacios de libre asociación que la sociedad va ganándole al
autoritarismo. Muchas de las teorías transicionales han asumido que la sociedad
civil como expresión objetiva, tienen un carácter más bien efímero, y que el
derrumbe de los autoritarismos termina por consolidar un elite democrática, que
reproduce bajo otros parámetros la tuición de la sociedad política sobre el
resto de la sociedad. Es decir, toda manifestación de la sociedad civil,
termina por generar una tuición política.
Si
los escenarios que revalidaron el concepto de sociedad civil en el reciente
pasado, ya no tienen latencia en la estructura social, la necesidad de repensar
el concepto es un desafío más que necesario. En esa perspectiva, en las
organizaciones y centros de reflexión contemporánea, hay cierta tendencia a
entender como organizaciones de la
sociedad civil a aquellas que no son estatales, que no tienen fines de
lucro, que tienen afiliación voluntaria, y que se preocupan de los problemas
sectoriales en la sociedad, es decir, un amplio espacio de voluntariedad y
voluntarismo, de libertad y concurso, donde se genera la problematización de
las necesidades y aspiraciones sociales.
En
la concepción más reciente, se piensa que la sociedad civil existe solo en
donde hay una garantía jurídica de la reproducción de las varias esferas en
la forma de conjuntos de derechos[8].
Dentro de América Latina, una de las reflexiones más respetadas en torno al
tema, es la de Fernando Henrique Cardoso, quien ha sostenido que la legitimidad
de las organizaciones de la sociedad civil emana de lo que hacen y no de quienes
representan, ni de ningún tipo de mandato externo a ella. Son lo que hacen,
porque son el escenario natural de los ciudadanos para discutir, proponer,
rechazar, denunciar, experimentar, servir de ejemplo. De allí que es un poder
difuso, poco estructurado, no es un poder de decisión, sino de problematización,
donde la divergencia constituye su esencia fundamental. Su vigencia y
potencialidad descansaría en renovarse y revitalizarse permanentemente a través
del debate público.
En
América Latina, en las décadas recientes, después de la superación del
autoritarismo cuartelero, la sociedad civil ha seguido siendo invocada como un
espacio de defensa del tejido social ante el neoliberalismo, es decir, tiene un
efecto defensivo frente a la hegemonía social que está ejerciendo el mercado.
En cierto modo, se propone un asociativismo cívico que coadyuve a crear
espacios públicos, para asegurar la democratización, sobre todo cuando la
democracia se ha desprestigiado ante las insuficiencias de los gobiernos
constitucionales por resolver los problemas más acuciantes que afectan a las
mayorías sociales.
Para
autores como Touraine[9],
los nuevos movimientos sociales expresan retos simbólicos al nuevo orden
capitalista, en la medida que cuestionan su lógica, respondiendo a la
historicidad de los movimientos sociales, que posibilitan la crítica
al núcleo cultural civilizatorio del actual orden, aportando un
paradigma diferente.
Un
ejemplo de esta afirmación puede ser lo que se manifiesta en Bolivia, cuando se
inicia la crisis que produce la caída de Sánchez de Losada, donde el sentir
social desemboca en la desobediencia civil, y se generan propuestas que resumen
o pluralizan la opinión colectiva, frente a un poder político que se vuelve
autoritario aún dentro de formas democráticas, y
a un poder económico que produce rechazo social, producto de aquello que
la intelectual Avishai Margalit, llama una conducta
social indecente. La situación boliviana es comparable con la esencia y el
sentido del movimiento piquetero que
termina provocando la caída del gobierno de De
De
las experiencias que hemos citado, hay dos cuestiones a considerar como
gravitantes, en tanto expresiones de desobediencia civil en democracia, y que
reponen las ideas fundamentales del rol de la sociedad civil: por un lado, la
pretensión del poder político de reinstalarse como estructura hegemónica en
la composición social, a pesar de que el Estado ha dejado ya de ser visto como
eje de toda acción modernizante, para tornarlo en un sistema que debe ser
controlado, acotado y perneado por iniciativas de la sociedad[10],
y por otro, la pretensión del poder económico de imponer condiciones que hacen
insostenible la vida de las personas que son marginadas del consumo y del acceso
al trabajo, expulsadas de este modo de las estructuras de participación en el
mercado.
Así,
la desobediencia civil no viene a ser sino la expresión de ciudadanos que
quieren participación, ante la acción marginadora que introducen el poder político
y el poder económico. Habermas, en ese contexto, interpretaba los nuevos
movimientos como una reacción particularista y defensiva, a la penetración en
la vida social del Estado o del mercado. Obviamente, una penetración que induce
a la marginación de los que tienen menos poder. Por lo mismo, una sociedad
civil capaz de influir en el Estado y en el mercado, deberá necesariamente
consolidar derechos que permiten su propia existencia.
Vista
la sociedad como un gran sistema, el horizonte utópico de la sociedad civil
consistirá, entonces, en la conservación de las fronteras entre los diferentes
sistemas de estructuración social. Los contextos de la vida, liberados estos de
los imperativos de los sistemas o estructuras formales, para ser racionalizados
a través de formas de hacer y ser, es decir, a través de la cultura. Así, el
modelo esperable traería consigo la completa racionalización de todas las
instituciones implicadas en la reproducción de la cultura (conducta social,
formas asociativas, estética, moralidad, lazos afectivos, etc.). Esto sobre dos
principios que deben estar presente en las organizaciones estructuradoras de la
sociedad: la autonomía, que permite
la legitimidad de la autoconciencia, y la autolimitación,
que es el eje de la convivencia colectiva, mediante el abandono de todo propósito
hegemonizante.
Sociedad civil y Estado:
Uno
de los desafíos que se debe enfrentar en el ámbito de la teoría democrática,
en el esfuerzo de replantear el concepto de sociedad civil, es como ésta se
relaciona con un Estado que se guía bajo parámetros efectivamente democráticos,
y que, aún así, presenta condiciones de hegemonía sobre la sociedad, aún con
toda la relatividad que pueda evidenciarse en la realidad del mundo de hoy. Así,
en el escenario actual del debate democrático, es importante comprobar como se
ejecuta el poder político, y como este propone sus relaciones con la sociedad.
En
ese sentido, adquiere mucha importancia la forma en que se manifiesta la
gobernabilidad, y como esta produce la gobernanza. Sobre ambas acepciones, se
requiere por cierto, una claridad conceptual, que queremos abordar.
La
gobernabilidad, según lo entendemos, es la cualidad propia de una comunidad política
para hacerse gobernable, en el contexto de un espacio determinado por los
actores políticos, que legitiman el ejercicio del poder y la institucionalidad,
componentes necesarios para hacer posible la obediencia cívica del pueblo. Así,
gobernabilidad, vendría a ser el conjunto de atributos que permiten dar
gobierno a una sociedad, mediante un consenso social que hace posible la soberanía
del gobierno, la acción de los poderes públicos, la institucionalidad, y el
equilibrio entre los intereses concurrentes.
La
gobernabilidad, por lo tanto, la dan los actores políticos y sociales, en la
forma como contribuyen a hacer sostenible un determinado sistema de gobierno,
sobre la base del concurso de esos actores en la viabilidad y perdurabilidad del
sistema.
El
concepto de la gobernanza, cuyo origen se encuentra en la conceptualización
inglesa governance, viene a determinarse en torno a las cualidades
procedimentales del gobernar. La gobernanza se expresa en torno a la idea de un
nuevo estilo de gobierno, y que, se basa en una mayor cooperación, y en la
interacción de actores estatales y no estatales; y segundo, indica una
coordinación de acciones que dan cuenta de la existencia de diversas formas
asociativas o redes, que inducen a formas de coordinación distintas a las jerárquicas.
El
primer paradigma de la gobernanza, desde su aparición conceptual en la teoría
política, tuvo relación con los temas del desarrollo e implementación de políticas
públicas, es decir, se concentró en el gobierno, y su capacidad de guiar los
procesos sociales y económicos. Sin embargo, el neoliberalismo, insuflado por
el reagan-tatcherismo y el fin de los
socialismos reales, exacerbaron la creencia en el poder coordinador del mercado.
Estos dos paradigmas son los que referencian el debate de las últimas dos décadas,
que apuntan hacia una nueva definición de la gobernanza.
Existe
cierto consenso entre los teóricos de la ciencia política en cuanto a que la
gobernanza se asienta en los principios de transparencia, participación y
responsabilidad. Se trata de un nuevo estilo que difiere de toda forma
tradicional de control jerárquico, y que valora y previlegia la relación, la
cooperación y la interacción entre los poderes del Estado y los actores no
estatales, en el interior de las redes decisionales mixtas entre lo público y
lo privado.
Se
entiende que debe haber un sistema de reglas y prácticas que caracterizan la
forma como los poderes son ejercidos. Por lo cual, se trataría de un conjunto
de valores, principios y normas que definen a los actores, los procesos, los
procedimientos y los medios de una acción colectiva.
Sobre
esa consideración, la gobernanza viene a ser la sensación o percepción de los
gobernados de que la acción del gobierno tiene como objetivo el bien social, y
donde los diversos actores de la organización social producen un adecuado
equilibrio entre los objetivos que persigue la sociedad civil, el Estado y el
mercado. Hay gobernanza cuando existe la sensación o percepción del buen
gobierno, independientemente de la alternancia en el poder.
En
un sentido práctico, la gobernanza es posible con el concurso real y manifiesto
de la sociedad civil, en un espacio de predisposiciones que hacen posible diálogos
recurrentes y múltiples con el poder político, en un arreglo verdaderamente
democrático. Ello hace al poder político – en un plano teórico – más
funcional al ejercicio de la ciudadanía, legitimando la acción política y
nutriendo la praxis de una concepción cívica activa.
Sociedad civil y mercado: El
consumo como hecho social.
La
sociedad civil, como categoría en la estructura social, surge como concepto muy
ligado al mercado, producto de la emergencia del liberalismo, frente a las
condiciones del absolutismo, en el siglo XVII, cuando la naciente burguesía
buscaba abrirse espacio frente al poder político del Estado-Nación. En ese
momento, la liberalización económica que impone el dejar
hacer, pasa a ser el factor que une lo civil con lo mercantil, para
modificar sustancialmente las relaciones entre los poderes expresados en las
sociedades europeas. De un modo contrario, pareciera que la realidad que impone
el neo-liberalismo en el mundo de hoy, determina una decisiva alianza entre lo
civil y lo político, para poner coto al poder mercantil o económico.
Es
un hecho, que la realidad de las sociedades enfrentadas a las condiciones
salvajes de la globalización, requiere de una vital construcción de redes
ciudadanas, capaces de presionar, problematizar, discutir y corregir, las
condiciones de un mercado cada vez más inmanejable por el Estado, y por lo
tanto, que impone condiciones progresivamente avasalladoras sobre las personas.
El mercado, por cierto, es el que da trabajo y el que pone a disposición los
bienes y servicios que las personas requieren, imponiendo las reglas de
intercambio, de un modo cada vez más determinante.
Pero,
bajo la impronta globalizadota, no se trata de un mercado en que los actores son
múltiples y plurales, donde hay una concurrencia de muchos actores. Por el
contrario, el mercado viene siendo cada vez más expresivo de
macro-corporaciones, de giga-empresas con poder de concentración económica,
las que imponen condiciones de naturaleza abiertamente autoritarias, para
regular el mercado y determinar las condiciones de la sociedad toda.
Sin
embargo, es un hecho que la sociedad mercantil tiene hoy un gran dinamismo que
incita a su potenciamiento a través de la apertura al consumo. Una seducción a
través de la cual establece una alta participación social, aún cuando, muchas
veces, ella tenga solo una expresión simbólica: las millones de personas que
concurren a los centros comerciales o a los malls,
en un gran porcentaje, ejecutan el ritual de concurrencia ante las vidrieras
luminosas, más como un acto social que como un acto de consumo.
En una aproximación descriptiva de las percepciones que han existido hasta ahora, diremos que, por una parte, hay quienes ven al mercado como mal necesario, es decir, como algo de lo que no se puede prescindir, pero que sigue siendo igualmente un mal, ya que el mercado es el lugar donde ocurre la explotación, la corrupción y todas las distorsiones que vemos a nuestro alrededor. Esta concepción, tiene su expresión en la teoría marxista. Para el marxismo clásico el mercado es el lugar de la condenación alienadora del hombre y su sociedad, y mientras haya mercado los hombres no podrán tener relaciones sociales dignas, porque habrá siempre explotadores y explotados. Hoy ya nadie reclama esa clásica afirmación de la teoría marxista, aunque ha quedado la idea en el pensamiento emancipatorio, de que, a pesar que del mercado no se puede prescindir, sigue siendo, de cualquier manera, un mal que debe ser controlado o corregido para hacerlo más humano.
Opuestamente,
para la posición neoliberal, el mercado es el instrumento para resolver el
problema político y civil, por lo que no sólo debemos adoptar la hegemonía
del modelo de mercado, sino que éste se debe extender también a la política y
debe ser determinante en la sociedad civil. Concretamente la cultura del mercado
y sus métodos tienen que entrar en la política, en la familia, en las
relaciones sociales de distinta naturaleza, etc. La ideología neoliberal no sólo
quiere hacer funcionar al mercado por sí mismo, sino que sus reglas tienen que
gobernar la vida entera, individual y asociada.
Frente a esa posición, una perspectiva que libere a la sociedad civil del tutelaje del mercado, debiera considerar al menos tres requisitos. En primer lugar, se debe imponer el concepto de redistribución, donde los mecanismos de producción de renta y de riqueza deben ir a la par de los mecanismos de la redistribución, a fin de establecer condiciones de integración económica, antes que de segregación. El segundo requisito es pensar al mercado como el lugar en el cual pueden encontrar espacio empresas que no solo tengan un propósito de lucro, sino también aquellas que podríamos llamar empresas sociales; en otras palabras, empresas que tienen como objetivo el principio de reciprocidad. Si las empresas privadas tienen como principio base el del beneficio, la ganancia o el lucro, las empresas sociales tienen el principio de reciprocidad, es decir, el permitir que consumidores marginados por mercado, encuentren fórmulas alternativas de satisfacción de sus necesidades. En tercer lugar para hacer del mercado un instrumento de civilización y de humanización, el consumidor debe ser un ciudadano, es decir, un individuo con derechos activos de participación en la reglamentación de las condiciones que hacen posible el intercambio de bienes y servicios.
Este es el desafío tal vez más trascendente, porque permite establecer relaciones decentes entre los actores del mercado, facultando ponderar a quienes obtienen el beneficio lucroso, y donde los productos y servicios que se tranzan tienen una generación transparente; es decir, se obtienen mediante el pago de sueldos apropiados, su actividad productiva está de acuerdo a estándares universalmente aceptados, no es contaminante ni agresiva con el medio ambiente, hay una permanente observancia de la ley, etc. De tal modo que, una relación con los consumidores, basada en una concepción mercantil civil, potencia el consumo como un hecho social y entiende que el ejercicio ciudadano es determinante en el hacer mercado.
La realidad en Chile.
La
realidad chilena ha mostrado una histórica incapacidad de consolidar una
sociedad civil poderosa, a pesar que hay episodios en que se tiende hacia su
potenciamiento y un protagonismo significativo. En su vida republicana, se
pueden advertir varios periodos, en que la civilidad ha sido determinante para
producir cambios sustanciales en la institucionalidad, pero, haciendo un análisis
en perspectiva se puede colegir que el poder político y el poder económico han
sido claramente hegemónicos, y que la confrontación principal siempre ha
estado determinada por estos últimos.
Tal
vez, en el plano de las capacidades organizativas, aquellas organizaciones con
capacidad reivindicativa que han enfrentado situaciones de desigualdad, han sido
las que han construido la parte más significativa de la trayectoria civil:
estudiantes, organizaciones reivindicativas del proletariado, las luchas por la
igualdad de géneros, los gremios de la clase media, la desobediencia civil ante
escenarios autoritarios o ante la inestabilidad política, y, en los tiempos más
recientes, incipientes reivindicaciones de los consumidores, organizaciones
ecologistas, grupos de interés locales, etc.
Hay
una tradición significativa de cesión de poder, de parte de la civilidad al
Estado, que responde a la asignación histórica del rol de liderazgo social que
la cultura mesocrática impulsó desde los años 1930. Las tradiciones del
estatismo chileno surgieron desde distintas fuentes: del militarismo, desde la
mesocracia, desde el movimiento obrero bajo influencia de las concepciones soviéticas,
y por la no menor presencia del pensamiento keynesiano en la ciencia económica
chilena de los años 1940. Ello confluyó en el modelo chileno de Estado
de Bienestar, de impulso mesocrático, y a pesar de la enorme ofensiva ideológica
del neoliberalismo, a nivel de los sectores medios y proletarios, el rol del
Estado sigue siendo percibida como una necesidad correctora de los desbordes del
mercado y una barrera frente a la inequidad.
También
existe una realidad histórica que deviene de la influencia de las tendencias
del liberalismo económico del siglo XIX y del neoliberalismo del siglo XX, que
arrogan excesiva libertad y un rol pre-eminente al poder del mercado. La
avasalladora acción del neoliberalismo, en los últimos 30 años, ha buscado,
por todos los medios, el control de la sociedad civil y la neutralización de la
sociedad política, sobre la base de un modelo dogmático, que no ha sido
debidamente contrarrestado por un protagonismo ciudadano.
Se
puede decir que, frente a los acontecimientos de los últimos años, luego de
recuperada la democracia, la urdimbre adecuada y necesaria para equilibrar la
triada “poder político-poder económico-sociedad civil” se encuentra aún
desequilibrada.
Debe
reconocérselo a la clase política que ha conducido la democratización
post-pinochetista, sin embargo, el esfuerzo por conducir al modelo chileno de
mercado, hacia condiciones de regulación creciente y a la corrección de sus
desequilibrios, es decir, se ha avanzado hacia lo que yo he llamado un modelo
de mercado socialmente corregido. Sin embargo, para la acentuación de esa
corrección y su efectividad, es fundamental un más activo protagonismo de la
civilidad.
Frente
a la realidad que percibimos, lo que proponemos en este repensar la sociedad
civil, es afianzar las estructuras civiles, neutralizando las crecientes
tendencias oligarquizantes, y problematizando radicalmente las modalidades del
mercado, a través del hacer organización social, del promover las distintas
variables de participación, involucrando a la ciudadanía no solo en la discusión
política y/o económica, sino también en lo propiamente civil.
Sociedad civil y globalización.
La
globalización, bien sabemos, está mutando las relaciones humanas y el orden
mundial. No solo es un amplio espacio que se reconstruye y un vasto proceso de
mutaciones, sino que es un estadio de divergencias, de contradicciones. Cada día
hay nuevos desafíos para la interpretación de la teoría política, de la teoría
económica, de la teoría social.
Las
amenazas globales, como se detectan en la reflexión democrática del día a día,
son crecientes y variadas: la volatilidad financiera, la enorme desigualdad, la
acentuada marginalidad de quienes se van quedando rezagados en su participación
en el mundo global, el terrorismo, los desastres ambientales, el tráfico de
drogas, los riesgos pandémicos, la confrontación civilizacional de raigambre
religiosa. Los procesos corporativos de los grandes capitales tejen redes por
todo el mundo, hacia la consolidación de monopolios mundiales, crecientemente
concentrativos, destruyendo el emprendimiento alternativo local.
Pero,
también hay un creciente y sostenido intercambio de valores, de información,
de ideas, de componentes simbólicos, entre personas que no pertenecen al poder
político ni al poder económico. Cada día se construyen redes de cooperación
y de participación, de reciprocidad entre actores comunes, dispersos por el
mundo. Ello potenciaría una sociedad civil global, participativa, informada y más
influyente en los procesos políticos y económicos.
Al
decir de Fernando Henrique Cardoso[11],
el orden del mundo de hoy es, cada vez más, el resultado de múltiples
interacciones recíprocas forjadas por agentes múltiples y diversos, donde
existe un déficit innegable de regulación política y gobernanza, donde impera
una fuerte discrepancia entre la economía y la política. Hay una determinante
dificultad para democratizar y controlar la globalización, e impedir su expresión
más salvaje. El unilateralismo del más poderoso, viene a imponer sus reglas,
sea en un plano económico como político.
En
ese contexto, lo multilateral viene a ser la opción para enfrentar el imperio
de las posiciones hegemónicas, es decir, un multilateralismo que no tiene solo
una expresión política, sino también económica y cultural. Allí descansa la
opción de pluralizar las participaciones y producir integración. En ello se da
cabida a una sociedad civil global, donde las capacidades que ella tengan,
permitirán contrapesar el unilaterilismo político y la concentración económica
global, así como también la acción anti-civil que plantean el terrorismo, el
tráfico de drogas, las mafias internacionales, el desastre ecológico, las
amenazas sanitarias pandémicas, el enfrentamiento civilizacional que tiene su
raíz en los credos, etc.
Septiembre 2006.
[1] “La sociedad civil: de la teoría a la realidad”. Varios autores. Coordinador: Alberto J. Olvera. El Colegio de México, 1999.
[2] “Neoliberalismo, sociedad civil y democracia. Ensayos sobre América Latina y Venezuela”. Edgardo Langer. Universidad Central de Venezuela, 1998.
[3]
“Instituciones
Políticas”. Barón de Bielfeld. Traducción
de Domingo de
[4]
“Civil Society: Theory, History, Comparison”.
John A. Hall, Polity Press,
[5]
“The importante of Being Modular”. Ernest Gellner. En
“Civil
Society: Theory, History, Comparison”. John A. Hall,
Polity Press,
[6] “Ciudadanos imaginarios”. Fernando Escalante. El Colegio de México,1992.
[7] En el prólogo de “La sociedad civil: de la teoría a la realidad”.
[8] Arato y Cohen. “La sociedad civil: de la teoría a la realidad”.
[9]
Touraine, Alain. “¿Que es
[10] Olvera. “La sociedad civil: de la teoría a la realidad”.
[11] “La sociedad civil y la gobernanza mundial”. F.Enrique Cardoso.www.un.org/spanish/civil_society/sc_gm.html