“Las religiones en el advenimiento de la Modernidad”

 

Sebastián Jans

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INTRODUCCIÓN.

 

Podemos decir que, en los siglos que caracterizan la emergencia y consolidación de la Modernidad, hubo dos grandes constantes: la primera, que el pensamiento filosófico y la investigación científica fueron determinantes en la nueva visión sobre la Humanidad, y la segunda, que las religiones estuvieron obligadas a cambiar sus referencias y afirmaciones, en la medida que la constatación científica dejaba a los dogmas de la fe en el ámbito del oscurantismo.

El conocimiento científico, del desarrollo de tecnologías revolucionarias, las nuevas concepciones filosóficas, atacaron las bases de las instituciones religiosas más tradicionales, y estas se vieron obligadas a replantearse en muchos aspectos que solo podían sostenerse sobre la base de la ignorancia y el dogma irracional e irreflexivo.

La Modernidad trajo contradicciones profundas entre los creyentes, y especialmente entre aquellos que administraban la fe, lo cual provocó procesos de reforma sustanciales. Pero, más allá de poner el tela de juicio el concepto central sobre la idea de Dios – que si provocaron la filosofía y la ciencia -, la teología se vio obligada a replantearse la forma como relacionarse con Dios, y como hacer viable y sostenible una línea argumental sobre como debía administrarse la fe en el contexto de las instituciones religiosas.

Las discrepancias en este último aspecto, serán decisivas para la aparición de nuevos movimientos religiosos, y fuente de profundas discrepancias, muchas de las cuales se resolvieron más allá del ámbito de los templos religiosos, incursionando decididamente en el conflicto político y social.

 

EL PRELUDIO DEL “SIGLO DE LAS LUCES”.

 

Cuando se analiza el siglo XVII, es imposible no considerar los hechos que marcan su trascendencia extraordinaria en la historia humana, y que señalan de manera importante, la actitud del hombre frente a sus ideas sobre Dios. Por cierto, no puede escapar a nuestra visión del preludio del Siglo de las Luces, que en el siglo XVII, fue aquel en que Galileo irrumpe con su teoría astronómica, y en el que debió retractarse para salvar la vida;  en que producto de la liberación del espíritu religioso, el hombre emprende hacia grandes empresas civilizadoras, como las Compañías Holandesa e Inglesa de la Indias Orientales; en que se inicia la colonización de América; en que se realiza la primera cesárea, se descubre la circulación de la sangre y se efectúa la primera transfusión; en que diversos descubrimientos e invenciones matemáticas sobrevienen como resultado de la posibilidad de pensar más allá del determinismo religioso;  en que pensadores y científicos comenzaron a desvelar algunos de los más importantes secretos de la naturaleza.

Es el tiempo de Kepler, el momento en que irrumpe Newton, que consolida una nueva concepción del Universo;  en que la Ilustración se impone en Europa, aplicando nuevos métodos de observación guiados por la razón, y donde muchos intelectuales afirmaron que todo puede ser desentrañado por la mente humana si ésta utiliza la razón y el método de la ciencia. En Oriente, dominan los mogoles y la dinastía Ming,  que luego es sustituida por los Quing, a partir de la segunda parte de la centuria. Es el gran momento de la navegación holandesa y de sus cartógrafos que registran la topografía del mundo, mientras Inglaterra era azotada por profundos conflictos políticos, donde católicos y protestantes se atacaron sin piedad.

Es el momento de consolidación de los Estados Nacionales europeos, que se habían instituido en el siglo XVI, y tras los cuales el componente religioso será determinante. Bajo el concepto del derecho divino de los reyes europeos, expresado en el principio absolutista francés “un roi, une foie, une loi”, se impone la unidad de la religión con el poder político y la nación, y la figura del soberano no responde sino a la ley divina de donde devienen los derechos del gobierno absoluto. En torno al rey se une una nación que debe reconocer una religión exclusiva, que obliga a sus súbditos a respetar y obedecer. El proselitismo religioso no oficial adquiere condición de delito contra el Estado y contra el soberano.

Analizados los acontecimientos religiosos que tendrán un efecto radical en Europa,  podemos constatar que el siglo XVII es el tiempo de la Guerra de los 30 Años (1618-1648), el tiempo en que los conflictos amparados en cuestiones religiosas se pasearon por todo el continente, en que al amparo de la fe se escondió el afán insaciable de conquista de Centro y Sud América, en que el argumento de la sangre determinó la conducta del poder político y militar, en claro fundamento religioso, como consecuencia de la Reforma Protestante y la Contrarreforma, cuyos efectos venían produciéndose traumáticamente desde el siglo anterior, como resultado de las Tesis de Lucero y del Concilio de Trento.

Paralelamente, en otras partes del mundo, suceden eventos que tienen que ver con las concepciones religiosas. En India, vive el notable poeta Tulsi Das, radicado en Benarés, quien escribiría el célebre poema Ramcaritmanas, poema que tuvo una profunda influencia en las tradiciones religiosas del hinduismo, sustituyendo el culto de Krishna por el de Rama. El poema se inspira en la epopeya del Ramayana, y privilegia el culto a Rama como medio de salvación, describiendo los dogmas menores, los rituales de la religión y la mitología del hinduismo.  

En la diáspora de Turquía, surge el mesianismo de Shabtai Tzví, falso Mesías hebreo que inspiró el movimiento más grande e importante de la historia judía. Nacido en Esmirna, estudió la Cábala y el Talmud, y después de haber sido ordenado hakam (sabio), el carismático Nathan de Gaza le daría la categoría de Mesías, produciendo un gran impacto en Palestina y la diáspora, perdurando sus efectos por tres siglos.

 

Un hecho determinante.

 

Sin duda, el acontecimiento con implicancias religiosas más determinante en el siglo que nos ocupa, es la Guerra de los Treinta Años, la primera guerra europea según los conceptos modernos, y que sintetiza de un modo dramático las lucha entre católicos y protestantes. Sin embargo, para algunos historiadores europeos, es el conflicto que determina el proceso de inflexión entre el predominio socio-estructural de la religión, que pasa a ser sustituido por la política, y donde los protestantes adquieren su derecho a existir pacíficamente en el escenario europeo.

Los inicios de la guerra, en 1616, estuvieron en el enfrentamiento entre los príncipes y regentes de los pequeños estados alemanes, agrupados según su adhesión religiosa en la Unión Evangélica y la Liga Católica, en el seno del Sacro Imperio Romano Germánico, que se encontraba en sus últimos estertores. La sublevación de los protestantes de Bohemia, lleva al emperador católico a ordenar la “recatolización” de Bohemia y el Palatinado (partes de Renania y Baviera), quemando o demoliendo los templos protestantes. Cuatro años después, cerca de Praga, las tropas protestantes son derrotadas, poniendo fin a la primera fase de la guerra.

Acudiendo a la solicitud de los derrotados, el rey Cristián IV de Dinamarca y Noruega, acudió en ayuda de los protestantes alemanes movido derechamente por consideraciones no religiosas, pues, deseaba ocupar nuevos territorios en el noroeste de Europa y acabar con el control que la Casa de Habsburgo ejercía sobre el ducado danés de Holstein. Entre 1625 y 1629 se sucedieron diversos episodios militares, desde la invasión danesa a Sajonia hasta la paz de Lübeck, que determinó el fracaso de la intervención a favor de los protestantes.

Este nuevo triunfo del imperio de los Habsburgo, llevó a la intervención de la protestante Suecia con el beneplácito de Francia, a través de su Primer Ministro Armand Jean du Plessis, más conocido como el Cardenal Richeliu, hábil político católico ligado estrechamente al absolutismo, quien sentó las bases para el esplendor francés del siglo XVII. Por espacio de 5 años, la intervención sueca en la guerra, produjo sangrientas escaramuzas que devastaron a Alemania, hasta la paz de Praga en 1635.

Por cierto, hasta aquellas alturas, el conflicto religioso que había generado la guerra, ya había dejado de ser el determinante en los acontecimientos, y obedecía más bien a los intereses geopolíticos de los estados europeos, lo que se hará más patente con la entrada de Francia a la guerra. El ataque de tropas suecas por el norte y francesas por el oeste debilitó profundamente al imperio de los Absburgo. La intervención de los españoles, de la mano del gobernador de los Países Bajos, Francisco de Melo, terminó a favor de Francia en la batalla de Rocroi. Todo ello consolidó la hegemonía centro-europea de Francia, que terminó por imponer sus términos en Westfalia, al Sacro Imperio y a sus propios aliados, y por último a los españoles algunos años después.

El resultado de aquella guerra para quienes la sufrieron más intensamente  - los alemanes -, fue el caos, el miedo, la incertidumbre, la brutalidad desmedida, que determinaron la vida diaria en un conflicto que destruyó a toda una generación, y que señalan en sinsentido de los enfrentamientos religiosos, que terminan en definitiva en consecuencias tremendamente destructivas y en beneficio de quienes buscan consolidar su poder, a pesar de todo.

Sin embargo, como todo momento de inflexión tuvo las dos caras de la moneda: una, la negativa, la guerra misma y su desolador efecto en Alemania; la otra, la positiva, que la paz pactada, garantizó la diversidad religiosa entre los contendientes, que reconocieron el derecho de los protestantes a ser reconocidos, lo que traerá enormes consecuencias culturales para Europa y la Humanidad. Gracias a ello, Europa evolucionó en todos los aspectos, y la Modernidad entró derechamente para bien del pensamiento, de la ciencia, de las artes, y una nueva concepción del mundo y de la realidad fue posible, algo que bajo el atávico predominio católico no habría sido posible.

 

La teología y la idea del Dios.

 

Si hay elementos determinantes en la teología del siglo XVII, ella está determinada por los profundos efectos de la Reforma y la Contrarreforma, cuyos efectos siguieron expresándose intensamente como en el siglo anterior. Lo trascendente de ello no estaba en una definición nueva respecto a la idea misma de Dios, que siguió estando determinada por la concepción cristiana, sino en como los hombres y el poder se relacionaban con esa idea.

No está demás tener presente lo que en síntesis expresaron ambos movimientos religiosos. Es obvio que la Reforma no solo es producto de la discrepancia respecto de las indulgencias papales, sino que obedece a las consecuencias inevitables del Renacimiento, que puso en entredicho el valor de las autoridades tradicionales, incluyendo también las jerarquías católicas. Sin embargo, el núcleo de la cuestión teológica estaba para la Reforma en la doctrina de la salvación,  proponiendo que esta se alcanzaba solo por la fe, una fe verdadera que lleva a Dios sin la mediación de la iglesia. El protestantismo luterano, no se inclinaba ante la autoridad del Papa, pero se inclinaba ante la autoridad del Estado, que consideraba instituido por Dios, lo que indujo a la formación de las iglesias nacionales protestantes, que serán un poderoso punto de apoyo para la consolidación de los Estados Nacionales. Los suizos Zuinglio y Calvino, en tanto, censurando la magnificencia del Papa y la riqueza de la jerarquía Iglesia Católica, preconizaron una severa disciplina religiosa, basada en la sola observancia de la Biblia.

La Contrarreforma que se desencadena a partir del Concilio de Trento, que se prolongó por casi 20 años, será el resultado de las críticas y denuncias que habían efectuado los protestantes, y que provocan entre los católicos una profunda revisión de conciencia, desencadenando un movimiento de renovación espiritual de grandes alcances. Un nuevo misticismo insufló las prácticas religiosas, proponiendo una observancia más rigurosa de la doctrina cristiana, donde aparecen contribuciones importantes, como la “Introducción a la Vida Devota” de Francisco de Sales y se expresa también en el activismo misticista de los españoles Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Figura estelar de la Contrarreforma será Ignacio de Loyola, quien funda la Compañía de Jesús, constituida por una elite de hombres instruidos, dedicados a renovar la piedad a través de la predicación, la instrucción catecumenal (es decir, preparatoria para el conocimiento de la fe) y el uso de los ejercicios espirituales para profundizar en la meditación personal.

En ese contexto surgen dos movimientos que aportan una comprensión sobre Dios y una forma de observar la relación con la fe: el jansenismo y el quietismo, que sin embargo terminaron siendo sancionados por Roma. Entre algunos tratadistas se menciona también el galicanismo, es decir, el francesismo que surge en torno al Rey Luis XIV, sustentado en la Declaración de los cuatro artículos galicanos (1682), elaborada por el obispo Jacques Bénigne Bossuet, la que fue aprobada por el episcopado francés, sancionada por el parlamento y promulgada como ley del Estado. Sin embargo, el galicanismo solo tiene alcances esencialmente políticos, y no puede interpretarse como una apuesta teológica en relación con la fe, como ocurre con los otros dos.

El más significativo fue el Jansenismo, movimiento de reforma que se dio dentro de la Iglesia Católica, durante los siglos XVII y XVIII, producto de que el Concilio de Trento (1545-1563) no había logrado dar una respuesta satisfactoria al problema de la relación entre la libertad humana y la Gracia Divina, controversia que tuvo como oponentes formidables a dominicos y jesuitas. Producto de esa pugna, el Papa crea una comisión (“Congregatio de auxiliis”), que realiza 85 reuniones entre 1599 y 1607, pero que no logró dar una respuesta satisfactoria a la controversia. Finalmente la jerarquía romana establece que cada uno podía enseñar su posición evitando las mutuas agresiones. 

En el fondo el gran tema de discusión tenía que ver con las conductas observadas en las cortes de los reyes católicos de Europa, y que poco tenía que ver con el pueblo, es decir, el campesinado que componía la mayor parte de la población europea, o con los proletarios y artesanos pobres de las ciudades. En las cortes y los teólogos se imponía el llamado laxismo teórico, un probabilismo, teoría que sostenía que no se puede imponer una obligación sobre algo de lo que no se esté seguro. Una interpretación del probabilismo llevó a la casuística, que fuera tratada por San Agustín, que defendía algunas situaciones consideradas moralmente reprobables desde el punto de vista de la fe o la moral, sobre la base de la buena intención.

En ese contexto surge la figura del flamenco Cornelio Jansen (1585-1638), Jansenio en latín, teólogo y profesor de la Universidad de Lovaina, obispo de Ypres a partir de 1635, quien escribe el libro Augustinus, publicado dos años después de su muerte, tratado teológico inspirado en la estricta interpretación del pensamiento de San Agustín y la doctrina de la predestinación absoluta. Otra de sus fuentes de inspiración estuvo en el pensamiento de Miguel Bayo, teólogo de Lovaina del siglo XVI. Sostenía Jansenio que todos los individuos son incapaces de hacer el bien sin la ayuda de la Gracia Divina y que, por ende, están destinados por Dios para ser salvados o condenados, y que sólo unos pocos serían los elegidos.

A comienzos de 1640, el convento de Port-Royal-des-Champs, cerca de París, conocido su tratado, se convirtió en el centro espiritual jansenista más importante, a donde concurrían muchos nobles, jueces de la capital e intelectuales simpatizantes con el movimiento, a hacer retiros religiosos, lo que posteriormente tendría un gran impacto político.  El continuador del pensamiento de Jansenio fue Jean Duvergier, abad de Saint Cyran, quien se encargó de publicar el Augustinus. Este abad, que fue encarcelado por Richeliu, proponía una forma muy austera de piedad y una moral estricta, atacando las prácticas éticas más tolerantes y de las pomposas ceremonias religiosas, fomentadas por grupos que, en aquella época eran los más influyentes dentro de la Iglesia católica, como los jesuitas, que le declararon su hostilidad; así también el gobierno francés, que asociaba a sus seguidores con diferentes movimientos políticos de oposición.

No tardó en vincularse la doctrina del jansenismo a la del calvinismo, y fueron acusados de ser protestantes disfrazados. Sin embargo, los jansenistas siempre se declararon católicos, y proclamaban que no era posible la salvación fuera de la Iglesia Católica.

En 1653, el Papa condenó cinco tesis relacionadas con la predestinación, dentro del terreno hipotético, defendidas en los escritos de Jansenio, señalando que: 1) hay mandamientos de Dios que, por la falta de la Gracia necesaria, ni siquiera los justos pueden cumplir; 2) el hombre, después del pecado original no puede resistir la Gracia interior; 3) el mérito y la culpa sólo presuponen la “libertad de coerción física”, no la libertad interna; 4) los semipelagianos yerran al sostener que la voluntad humana puede resistir a la Gracia o secundarla; y 5) es un error semipelagiano sostener que Cristo ha muerto por todos los hombres. 

Los jansenistas, liderados por el teólogo y filósofo Antoine Arnauld, quien escribió cuarenta libros teológicos, entre lo que destaca su tratado De la fréquente comunión, con el cual pretende retornar a la praxis sacramental de la primera comunidad cristiana, en que no se daba la comunión a los pecadores, sino después de una manifiesta penitencia, apoyado por Blaise Pascal, se defendieron con fuerzas, declarando que las cinco tesis no provenían de los tratados de Jansenio, y establece la distinción entre la “quaestio juris et quaestio facti”, proponiendo la primera la tesis de que el Papa es infalible cuando condena una doctrina; y la segunda, que el Papa no es infalible cuando interpreta el contenido de un texto, pues se puede equivocar, en cuyo caso corresponde a los católicos un “obsequiosum silentium”.

El rey Luis XIV, decidido enemigo del jansenismo, clausuró el convento Port-Royal-des-Champs y ordenó arrasarlo en 1709, pero ello no terminó el movimiento. Entonces, el Rey Sol presionó al Papa para una nueva condena, que se vino a materializar en la Bula Unigenitus, la que condenó otras 101 tesis del jansenismo, que fueron encontradas en los tratados de Pasquier Quesnel. Cuando el jansenismo se había arraigado en el clero bajo de las parroquias francesas.

Frente a ello, muchos clérigos se negaron a aceptar la bula papal, haciendo un llamamiento para convocar un concilio nacional eclesiástico que estudiara el tema, independientemente de la influencia papal, mientras movimiento teológico seguía expandiéndose por diversos países de Europa y confrontándose con los jesuitas, sus más enconados enemigos.

Los tribunales civiles franceses dieron la razón a los jansenistas cuando algunos obispos, apoyados por el gobierno del rey, trataron de negarles los últimos sacramentos, de modo que el debate teológico derivó en un intenso enfrentamiento político entre los tribunales y el Gobierno durante la década de 1750. Ello indujo al mayor éxito político de los jansenistas, cuando, en la década de 1760, los tribunales forzaron la expulsión de los jesuitas de Francia. A partir de entonces comienza la decadencia del movimiento, en la medida que la sociedad francesa, especialmente, tiende hacia la secularización como consecuencia de los eventos de la Revolución Francesa y los posteriores eventos del siglo XIX.

El otro movimiento teológico relevante, en el ámbito occidental, en el Siglo XVII, fue el Quietismo, (del latín quietūdo, quietud) que surge por las mismas motivaciones que incentivaron el jansenismo, es decir, la falta de claridad acerca de la relación entre la Gracia Divina y la libertad humana, y la reacción teologal  frente a la exagerada acentuación de la voluntad humana en el proceso de salvación. Se desarrolla el quietismo como una corriente mística, que propone la comunión más perfecta con Dios cuando el alma se encuentra en un estado de paz. Propone entonces una completa pasividad en la entrega a Dios, dejando de razonar y de ejercitar cualquiera de las facultades humanas, siendo la única actitud posible aceptar de un modo pasivo el compañerismo que Dios está siempre dispuesto a conceder.

Su promotor fue el sacerdote español Miguel de Molinos (1628-1696), para quien la perfección cristiana consistía en la entrega absoluta a Dios y en la completa pasividad del alma frente a Dios, descartando la oración de petición, todo esfuerzo de carácter moral y todo acto personal, que rompiera el “estado de receptividad”, que se producía en ese tipo de relación con Dios. Alternativamente se valida la oratio quietis” (oración de quietud) y la “quies mentis” (quietud del espíritu).

Los seguidores del quietismo, renunciaron a las prácticas habituales de la Iglesia. A modo de ejemplo, una de la monjas más destacadas del movimiento, Sor María Roseta escribiría: “Mi deseo es no desear nada... mi voluntad es no querer nada. Pero no deseo ni siquiera el querer no querer, porque me parece que esto es ya un deseo”. El efecto que ello podía producir en la estructura de la Iglesia llevó al Papa Inocencio XI a condenar las proposiciones quietistas, en 1687, en tanto, el místico Molinos fue juzgado y condenado a la cárcel, donde fallece cuando llevaba nueve años de prisión (1796).

En Francia, el quietismo se expresaría a través de la célebre mística Madame Guyon (Jeanne Marie Bouvier de la Mothe) y Fenelón (François de Salignac de la Mothe Fénelon), quien llegaría a obispo de Cambrai, y quien sostuvo una intensa polémica con el obispo de Meaux, Jacques Bénigne Bossuet, que terminaría en una apelación de ambos ante el Papa, para conocer la opinión de la curia eclesiástica.  Algunas partes del libro de Fenelón, “Explicación de las máximas de los santos”, que contenía sus opiniones quietistas, fueron condenadas por el papa Inocencio XII en 1699, anticipo de la condena al exilio en su propia diócesis por parte del rey Luis XIV.

Para quienes han analizado teológicamente el quietismo, su aporte más importante fue que hizo tomar conciencia acerca de algunos problemas de la vida espiritual, pero el clima polémico que lo rodeó no ayudó a una vida espiritual más profunda, y la condena papal a sus planteamientos terminó por favorecer la decadencia de la mística. 

 

 

EL SIGLO DE LA ILUSTRACIÓN.

 

El siglo XVIII, como bien lo sabemos, es llamado el siglo de las luces. Es el siglo de la Ilustración, en que el Absolutismo adquiere su máximo esplendor para luego caer en una profunda crisis, en que se produce la revolución francesa, en que el hombre toma una mirada centrada en el hombre, y en que emerge la Masonería como movimiento espiritual. Es el periodo de la emergencia de los grandes pensadores, formados en el cristianismo, que abandonan la mirada de la creencia irreflexiva y deciden mirar los problemas y posibilidades del hombre societario a partir de la razón. Es el siglo de Voltiere, Montesquiu, Rousseau y Kant, Newton, Franklin y los enciclopedistas, y en el que se insinúa la figura de Hegel. Es el momento de grandes descubrimientos que tendrán un profundo impacto en la forma como el ser humano puede ver la realidad.

La Ilustración, de manera significativa, será la recuperación de los basamentos del Renacimiento, en el sentido de liberar la vida y las actuaciones humanas de las autoridades confesionales, dejando los temas de la fe en el ámbito reflexivo de un hombre que se emancipa de la intervención en la vida individual y social por parte de la Iglesia. En este sentido, la Ilustración es el momento de emergencia del laicismo. El orden sobrenatural deja de ser relevante en las cuestiones cotidianas,  y el pensamiento ilustrado pretende someter la realidad a la reflexión y al esclarecimiento: nace así el librepensamiento.

La realidad es lo que se puede demostrar con la razón, pues la razón es la única que puede conocer e interpretar la realidad. Los dogmas son sometidos al libre examen, y la mirada en torno a Dios se da en la libertad de cada individuo, al margen del rol de las religiones. A esta concepción de la relación con Dios se llamará deísmo, una religión natural conforme a la razón y que excluye toda revelación, donde cada hombre puede dar culto a Dios en la forma que lo considerara conveniente.

En el siglo XVIII se consolidan las nacionalidades, y el Estado pasa a constituir la fuente de todo derecho, y en que impone el llamado regalismo, doctrina que alcanzará su expresión más referencial, en la obra de Febronio (Juan Nicolás Honthein), obispo coadjutor de Tréveris,  publicado en 1763, titulado “De Statu Ecclesiae”,  que sostendrá que la autoridad original de la Iglesia reside en los fieles y que el Papado no tenía jurisdicción sobre la Iglesia, sino en tanto “primado honorífico”, y que los obispos eran delegados de la comunidad, poseyendo sólo el uso y el usufructo del poder en la Iglesia. Para Febronio, Jesucristo entrega las llaves a todos los fieles y que éstos lo delegan en el Papa y en los obispos. En consecuencia, el Papa es superior a cada uno de los obispos, pero no a todos los obispos conjuntamente; más su primado no es de jurisdicción, lo que no obliga a la obediencia.

Como consecuencia de esa doctrina, el Emperador de Austria, José II, intervino en la iglesia y sometió a los obispos al Estado, y éstos quedaron impedidos de publicar documentos sin su autorización, suprimió algunas órdenes religiosas, entre ellas la Compañía de Jesús; asimismo, estableció cuales eran los libros de texto para la teología, derecho e historia eclesiástica. En España, Carlos III, también puso fuertes cortapisas a la acción de la jerarquía papal y expulsó a los jesuitas. En su corte, sus ministros y colaboradores, estaban influidos por las ideas enciclopedistas y regalistas.

El papado intenta defenderse contra los ataques con los medios tradicionales: excomunión, privación de sacramentos, recurso al brazo secular, censura de malos libros, peticiones para que intervengan los poderes públicos, obras apologéticas. Como resultado de esa conducta Clemente XII, en 1738, y Benedicto XIV, en 1751, execraron y condenaron a la Masonería, a la que consideraron anticristiana y enemiga de la Iglesia.

Pero, también se comienza a cultivar la apologética, la pastoral, la catequesis, la patrología, la historia eclesiástica, la liturgia y el derecho canónico, y se acentúa la romanidad, es decir, el sentido de unidad con el Papa, como cabeza de la fe. Se elaboraron catecismos que pudieron utilizar tanto los protestantes como los católicos y se difunde la devoción al Sagrado Corazón, las cofradías religiosas y las misiones populares, impulsadas en Francia, España, Italia, Alemania, Austria, Bélgica. Emergen tres nuevas órdenes sacerdotales: la Congregación de Hermanos de las Escuelas Cristianas, fundada por Juan Bautista de la Salle; los Pasionistas, creada por el italiano Pablo de la Cruz, y los Redentoristas, fundada por obispo Alfonso María de Ligorio, a quien Pío IX declaró doctor de la iglesia en 1871.

En el ámbito del protestantismo, surgen dos nuevas ramas: los cuáqueros, caracterizados por su exaltación religiosa, su sencillez y su austeridad de costumbres. Planteaban que Cristo iluminaba directamente el alma y le proporcionaba el conocimiento de las verdades religiosas, por lo cual los sacramentos resultaban inútiles;   y el metodismo, que se separó del anglicanismo, insistiendo en la libertad del ser humano, en el carácter universal de la redención y en la llamada a todos a la perfección de la caridad.

 

Grandes sucesos religiosos más allá del cristianismo.

 

Mientras en Europa se producía la consolidación de una línea de pensamiento que superaba y erradicaba la omnipresencia religiosa, y un gran cuestionamiento sellaba la reacción frente a los excesos del poder religioso, en las cercanías de Europa Central se producían dos grandes movimientos religiosos de vastos alcances, en forma casi simultánea.

Tomando como precedencia el año de nacimiento de sus fundadores, diremos que el primero de ellos fue el hasidismo, del cual se dice que, desde la época rabínica en Babilonia y Judea, ninguna corriente religiosa tuvo mayor impacto en el judaísmo. El hasidismo, es un movimiento con intensas raíces místicas y piadosas que destaca la virtud de “servir a Dios”, oponiéndose al formalismo de las prácticas religiosas judías y al hecho de que la comunidad judía estuviera dirigida por los más adinerados y por rabinos entregados al poder del dinero. Nace en las comunidades judías pobres de Polonia y Rusia, no solo como una reafirmación de los dogmas de fe o una reforma en las prácticas religiosas, sino como algo mucho más trascendental: la perfección del alma. El hasidismo propuso con vigor la confianza en Dios y la dedicación gozosa a su adoración, y sus comunidades de fieles observarán estrictos códigos de ética y comportamiento, que se expresará incluso en su indumentaria y forma de vestir.

El Hasidismo proviene de la acepción hebrea hasidim, que significa piadoso, y su fundador del hasidismo fue Israel ben Eliezer (1700-1760), llamado el Baal Shem Tov (Maestro del Buen Nombre), quien no tuvo preparación rabínica, por lo que estableció una doctrina muy sencilla basada en el amor a Dios, sosteniendo que la oración, los estudios, la contemplación y las buenas acciones ayudan a tener un mejor entendimiento de la divinidad. Las acciones de los hasídicos deberían llegar más allá del amor a Dios y a la humanidad, y debían orar por toda la creación. De ese modo, se caracterizaron por sus entusiastas servicios de oración y por una piedad muy emotiva, en oposición al estudio muy disciplinado y a los rituales.

La oración formal dio paso a la súplica del corazón donde su significado no estaba en los contenidos formales de las plegarias, sino en las intenciones y aspiraciones del alma que pueden expresarse en simples actos de bondad y amor hacia nuestros semejantes. Lo que hace la oración es establecer un puente de unión entre el hombre y su Creador. Celebraban comidas sagradas, que acompañaban con cantos y danzas en círculos, estimulando el sentido comunitario de su credo.

Desde su punto de vista la presencia de Dios llena el universo (inmanencia) y está presente en todas partes (omnipresencia). Así, el hombre común puede encontrar a Dios, ya que la Deidad se encuentra difusa en toda la creación. Para conocer a Dios, el hombre debe reconocer su grandeza y su esplendor con ánimo amplio y con un corazón receptivo. De tal modo que el ser humano debe tratar de sobrepasar las limitaciones de su finitud, para percibir la luz divina que lo contiene a él y al cosmos. Cada acción humana impone un efecto en el mundo espiritual, y todos los hombres sirven a Dios, aunque no todos alcancen el mismo grado de comunión con la divinidad.

El hasidismo se opuso al ascetismo que imponía la religión bajo la dirección de los rabinos y eleva la más ínfima actividad y necesidad humanas al rango de culto religioso, el cual debía realizarse con alegría y entusiasmo, porque un espíritu alegre y un corazón lleno de fe y esperanza es lo que Dios exige del hombre, quien debe regocijarse por haber sido llamado a servir a la divinidad, y de este modo, la alegría y las bendiciones fluirán por toda la creación.

A la  muerte de Baal Shem Tov, un amplio círculo de discípulos tomó el liderazgo del movimiento, propagándose y creciendo por Europa del Este, a pesar de la oposición por parte de los judíos tradicionalistas quienes lo consideraban herético e inmoral. El rabino Elía ben Solomon, de la ciudad de Vilna, incluso recurrió a la excomunión en su contra en 1772, lo que no impidió el crecimiento acelerado del movimiento religioso.

A inicios del siglo XIX el hasidismo era ya un movimiento consolidado, transformándose en la primera corriente religiosa, desde los días del Segundo Templo, que contaba con autonomía y un ritual legítimo aceptado por la ortodoxia, a pesar de las divergencias que los discípulos de Baal Shem Tov  mantenían con ella.

Mientras ello se desarrollaba en el Este europeo, al otro lado del Mediterráneo, irrumpía el wahhabismo en los ámbitos del islamismo. La acepción wahhabismo  es considerada ofensiva por los creyentes de este movimiento, los cuales prefieren ser conocidos como un movimiento salafí, es decir, basado en los predecesores. El movimiento wahhabí, de raíz sunní, tiene un carácter fundamentalista y es en la actualidad el credo oficial de Arabia Saudí. Fue fundado por el reformador religioso Muhammad  Ibn Abd al-Wahhab (1703-1792), descendiente de una rama de eruditos religiosos sunníes, quien se formó en el estudio de hambalismo, una de las escuelas del Islam más duras y exigentes, de allí que propusiera lo que llamo “la forma correcta de actuar en función a las enseñanzas de píos predecesores”.

Su acento doctrinario está en el rigor en la aplicación de las leyes islámicas y por un constante deseo de expansión de la fe, por lo que puede definirse como una corriente ortodoxa, donde el Corán y las tradiciones relacionadas con las enseñanzas y los actos del profeta Mahoma y sus discípulos (Hadith), son los textos básicos del Islam. En ese sentido afirman que interpretan directamente las palabras del profeta Mahoma.

Su teología tiene un carácter puritano y marcadamente legalista en lo referente a sus prácticas religiosas, proponiendo un Estado teocrático. Se proclaman defensores del Islam y se proponen restaurar la pureza de la religión islámica contaminada por innovaciones, supersticiones, desviaciones, herejías e idolatría. Sostenían que nada de lo que había surgido después de la generación del Profeta era innovador y que solo corrompía la fe. En atención a ello rechazó el dogma central sunní del consenso (ijma) como una fuente legal importante, por lo cual su jurisprudencia se diferenciará significativamente de los sunnitas y chiítas. Las ideas de que la visita a las tumbas de los santos proporcionaba bendición o pedir la intercesión del profeta o de los santos fueron denunciadas como idólatras, ya que solo se debía invocar el nombre de Dios..

Los planteamientos de Muhammad  Ibn Abd al-Wahhab fueron repudiados por los clérigos que habían influido en su formación, entre ellos su padre, por lo que abandonó su ciudad natal, trasladándose a los dominios del emir Muhammad bin Saud, iniciador de la Casa de Saud, quien declaró el credo wahhabí como la religión oficial del Estado, lo cual se mantiene hasta nuestros días en la Arabia Saudí. Las conquistas del emir y sus descendientes de los territorios circundantes, incluidas las ciudades santas de  La Makka y Medina, ampliaron el emirato hasta convertirlo en un reino, así como el número de creyentes wahhabíes.

 

EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL.

 

El siglo decimonónico está determinado por grandes procesos de orden mundial. Es el momento del desarrollo del capitalismo a escala mundial, a caballo de la industrialización, avanzando hacia su etapa financiera y monopólica. Es el momento en que se conciben los imperialismos europeos que tratan de repartirse en mundo en zonas de influencia, cuando no derechamente en colonias, como ocurre especialmente en África y Asia.  El siglo nace bajo la presencia determinante en Europa de Napoleón, quien intervendrá incluso en el ámbito religioso de un modo decidido, llegando a apresar al Papa, producto de las discrepancias político-religiosas que los confrontó radicalmente. A pesar de las pretensiones imperiales de Napoleón, lo relevante es que en sus avances militares llevan los valores de la Revolución Francesa a toda Europa. Frente a las cuestiones religiosas, más allá del concordato con el Papa, lo importante es que Francia consagra la libertad de culto, siempre que ella se enmarque dentro de la ley.

Durante el siglo XIX, nuevas visiones filosóficas se consolidan, y hacia mediados del siglo, emerge con fuerza el positivismo, basado en la experiencia y en el conocimiento empírico de los fenómenos naturales, lo que significará un profundo cuestionamiento a los fundamentos religiosos.

Bien sabemos que también en este siglo se producen grandes avances en la investigación científica, así como en el desarrollo de tecnologías que cambiarán sustancialmente la cultura occidental, primero, y luego a gran parte del orbe, a través de la industrialización. John Dalton desarrolla la teoría atómica, piedra angular de la ciencia física moderna; Gauss, Lobachevski y Bolyai desarrollan la geometría no euclídeana; Von Mayer establece la primera ley o primer principio de la termodinámica; el descubrimiento de las bacterias crea los procesos de pasterurización y antisépticos; Maxwell analiza matemáticamente la teoría de los campos electromagnéticos y afirma que la luz visible es una onda electromagnética; surge el aprovechamiento de la electricidad en las más diversas aplicaciones, así como el vapor produce cambios radicales en la conectividad geográfica a escala mundial, además de desencadenar la industrialización a gran escala, etc.

Entre 1830 y 1842, Auguste Comte publica los seis volúmenes del “Curso de filosofía positiva”, obra fundamental del positivismo. Lo propio ocurre con el desarrollo del pensamiento materialista, que tendrá grandes exponentes en Francia y Alemania, irrumpiendo de manera ampliamente crítica sobre las concepciones religiosas. Sus raíces se encuentran en los filósofos franceses del siglo XVIII Denis Diderot y Paul Henri d'Holbach, de manera prominente, así como en los alemanes Ludwing Feuerbach y Karl Marx. El materialismo nace de la crítica hacia los dogmas teológicos de la religión organizada, siendo muy influido por la doctrina de la evolución de Darwin y por la concepción de que los procesos naturales son los que determinan la vida, en oposición a la creencia en el determinismo de los fenómenos sobrenaturales.

Gran parte del pensamiento filosófico europeo será seducido por los fundamentos políticos, sociales y éticos, implícitos en la Revolución Francesa, y muchos de ellos se radicalizarán a partir de la emergencia del proletariado como actor de los procesos históricos que vive el mundo industrializado. El liberalismo expresa no solo una propuesta política, sino que también tiene alcances éticos que irrumpen contra la dominación religiosa de las conciencias. De una u otra forma, podemos decir que el siglo XIX es un periodo de grandes cambios en la mente del hombre, y por supuesto un gran escenario de confrontación entre la modernidad y los resabios del medioevo, donde quienes representaban a una u otra visión, no se dieron tregua.

Así, en el mundo de las ideas, las distintas corrientes filosóficas y políticas que emergen o se consolidan durante el siglo XIX, estarán fuertemente influenciadas por una visión irreligiosa o ateológica. En ello influirá la restauración post-napoleónica, que estuvo marcada por tres manifestaciones fundamentales: la restauración de la monarquía absoluta; la restauración de los privilegios de la nobleza; y la restauración de los derechos y privilegios de la Iglesia Católica, es decir, los tres factotum del estado de cosas anterior a la Revolución Francesa.

En América Latina, en tanto, producto de la influencia de la independencia de las 13 colonias inglesas de América del Norte, que forman Estados Unidos, y de la Revolución Francesa, se producen dos procesos que inducen al cambio de las estructuras coloniales: la independencia de los países desde México al sur, y la formación de un movimiento liberal, que se enfrentará contra las estructuras culturales, económicas e ideológicas del colonialismo español, que será decisivo en la formación de las nuevas repúblicas. Enemigo enconado del liberalismo y de la Independencia será la Iglesia Católica, uno de los pilares del colonialismo español, por lo cual conspiró abiertamente contra la consolidación emancipacionista.

 

La restauración católica y la emergencia de nuevos credos.

 

En el ámbito del catolicismo, la restauración postnapoleónica tuvo diversos efectos teológicos de relevancia, donde el pontificado de Pío Nono (1846-1878) será determinante, llegando personalizar el punto más alto de restauración en la máxima jerarquía religiosa. Previamente, el Papa Gregorio XVI se había enfrentado al liberalismo que se expandía en Europa, promoviendo los valores religiosos estrechamente ligados al conservadurismo, representado en la monarquía y la nobleza, de modo prominente. Este Papa, que ejerció entre 1831-1848, condenó duramente el catolicismo liberal de Lamennais, por su indiferencia frente a las cuestiones de fondo que defendía el papado, así como condenó la libertad de prensa, de culto y de conciencia. Su pensamiento quedó plasmado por su encíclica Mirari Vos del 15 de agosto de 1832, en la cual, entre otras cosas afirma: “De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión”[1].

Pío Nono, en tanto, plasmará su pensamiento en dos encíclicas dadas a conocer en 1864: Syllabus y Quanta Cura, las que condenaban nuevamente la libertad de conciencia y todas las libertades defendidas por el liberalismo, así como la separación de la Iglesia y el Estado. Desde luego, quienes vieron estos documentos desde la perspectiva conciliadora entre ciertos valores del liberalismo y del catolicismo, entre el mundo moderno y la Iglesia, quedaron seriamente postergados. Aún así, hubo algunos obispos como Rauscher (Viena) y Darboy (París), que propusieron que la encíclica Syllabus no condenaba las libertades modernas en sí mismas, sino el contexto histórico-filosófico que las concebía, y que anulaba el orden sobrenatural.

Ante las graves confrontaciones que comenzaban a incubarse dentro de la Iglesia, el Papa convocó a un concilio en El Vaticano (1869-1870), el cual será conocido posteriormente como el Concilio Vaticano I.  Después de trescientos años, se efectuaba un Concilio para tratar temas fundamentales de la Iglesia Romana, la que estaba afrontando problemas de índole diversa: políticos, territoriales, un creciente agnosticismo y el incremento de organizaciones que atacaban los fundamentos de la acción de la Iglesia Católica. Por lo demás, dentro de la Iglesia era necesario buscar elementos de concordia entre las dos tendencias que se estaban enfrentando de modo creciente: la liberal y la conservadora.

Frente a la adopción del galicanismo por diversos obispos y comunidades católicas, que desde el siglo anterior venían poniendo en cuestión la autoridad papal en temas terrenales o temporales, desde luego, el tema central del Concilio estuvo centrado en la cuestión de la infalibilidad papal, aunque se esperaban definiciones sobre Dios Creador, sobre la Revelación Divina, sobre la Fe en relación con la razón, sobre la Iglesia y las grandes misiones católicas de la época. Terminado abruptamente en 1870, por decisión papal, luego de vapulear a la minoría liberal, el concilio generó dos constituciones, que fueron consideradas demasiado breves para las expectativas de las dos tendencias que se enfrentaron: la Constitutio dogmatica de fide católica y la Constitutio dogmatica prima de ecclesia Christi.

La primera defiende los principios fundamentales del cristianismo contra los cuestionamientos del racionalismo, el materialismo y el ateísmo. En ella se plantea que los misterios de la fe no pueden ser plenamente entendidos por medio del razonamiento natural, pero la verdad revelada nunca puede contradecir los resultados positivos de la investigación de la razón, de tal modo que la fe y el conocimiento verdadero no son oponentes hostiles sino que se apoyan mutuamente. Pero, la fe no es lo mismo que un sistema filosófico de enseñanza – sostiene la constitución -, sino que ha sido confiada a la Iglesia como depósito divino para protección e interpretación infalible. Por lo tanto, cuando la Iglesia explica el significado de un dogma, esta interpretación debe ser mantenida en todo tiempo futuro y nunca se debe desviar de ella bajo pretexto de una investigación más profunda. Así, sobre esas referencias se construyó la percepción religiosa católica de que toda la filosofía moderna era un ataque a la verdad revelada, así como la ciencia será asumida como un ataque a la fe.

La segunda constitución reconocerá que únicamente a Pedro se prometió y confirió de modo directo el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia y su autoridad no deriva precisamente de la Iglesia, y que “la Iglesia Romana posee por derecho divino, la primacía de potestad ordinaria sobre todas las demás iglesias. La jurisdicción del pontífice es verdaderamente episcopal e inmediata. La Iglesia es, pues, monarquía de derecho divino, y el Papa recibe plena potestad directamente de Dios”.

Por esto, adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida de los inicios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro salvador, exaltación de la religión católica y salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado que: El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables”.

Sin embargo, no son esos los únicos sucesos conceptuales que tienen que ver con los dogmas de la fe, que se producen bajo el papado de Pío Nono. Antes de los sucesos que hemos destacado, se producirá un evento dogmático de gran alcance, que marcará una diferencia sustancial con el protestantismo, factor que sigue caracterizando diferencias dogmáticas significativas entre la Iglesia romana y el resto del cristianismo. En 1854, el Papa proclama, a través de la bula “Ineffabilis Deus”, el dogma de la Inmaculada Concepción de María, madre de Jesús. Para el efecto, dos años antes, el pontífice nombró a una comisión de teólogos, para que examinaran los antecedentes necesarios, los que serían luego consultados a todos los obispos de la Iglesia.

La Inmaculada Concepción de María es el dogma de fe que declara que, por una gracia especial de Dios, la madre de Jesucristo fue preservada de todo pecado desde su concepción, siendo concebida sin pecado original, sin mancha. El dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, al decir: “Declaramos, pronunciamos y definimos la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María en el primer instante de su concepción fue, por gracia singular y por privilegio, en vista a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original; que esto ha sido revelado por Dios y que así debe ser creído firmemente y constantemente por todos los fieles”.

Este dogma buscará su afirmación en las apariciones en la gruta de Massabielle, de Lourdes, donde la niña Bernardita Soubirous, de 14 años, sostendrá en 18 oportunidades haber visto la Virgen María y haber dialogado con ella, transformando ese lugar en uno de los sitios de peregrinación y culto más importantes del catolicismo, incluso de mayor significación que los lugares santos del Levante, inaccesibles por efectos de la dominación turca. De la misma forma, este dogma mariano se reiterará en Fátima, en 1917, cuando tres niños sostendrán ver a la Virgen, generando un segundo lugar de peregrinación. Ambos sitios han sido determinantes en la consolidación dogmática de la Inmaculada Concepción, que los cristianos no católicos consideran de una naturaleza blasfémica y no bíblica.

 Pero, no solo en los ámbitos del catolicismo romano se produjo un proceso contrario al despertar del esclarecimiento y la Ilustración. De hecho, en la primera mitad del siglo XIX, se advierte una importante corriente que se opone a los filósofos sociales de la Ilustración y a las lecturas científicas de la realidad,  donde juega un rol importante el pietismo. Eclipsado por la Ilustración, el pietismo reapareció con fuerza en el escenario centro-europeo en el siglo XIX, para convertirse en un movimiento importante en el pensamiento religioso cristiano. Los pietistas subrayaban el espíritu ecuménico, y la realización del “reino de Dios”, en la historia, la ética y la experiencia personal del cristiano. Ello nos permite comprobar que no solo el catolicismo ha expresado dentro del cristianismo una actitud negativa al esclarecimiento y a la reflexivilidad no religiosa.

La reacción teológica a los efectos de la Ilustración, produce el surgimiento de corrientes teológicas anticientíficas que dan una interpretación teológica de la historia, siendo referentes de ese pensamiento Joseph de Maestre y Louis de Bonald, Su reflexión expresa que el lenguaje, las costumbres y las leyes se hallan bajo la Providencia divina. Todos estos pensadores eran conservadores, ya que querían una visión del mundo impuesta con rigor, similar al modelo medieval, y convocan a la lucha contra la decadencia histórica a donde supuestamente se dirigía la humanidad, producto de racionalismo y el positivismo, y buscan abrogar los fundamentos que impulsan el esclarecimiento y la confianza en el protagonismo humano.

En Estados Unidos, es tanto, de las raíces del protestantismo surgirán nuevos movimientos religiosos, con miradas distintas sobre la concepción de Dios. Uno de ellos es el “mormonismo, que sigue las enseñanzas y revelaciones de Joseph Smith, fundador del movimiento y quien publicara el “Libro de Mormón” en 1830. El movimiento es calificado como restauracionista, al pretender trascender la denominación protestante, y pretendiendo restaurar una forma de cristianismo más apegado al Nuevo Testamento.

En 1872, en tanto, Charles Taze Russell organiza en Pittsburgh (Pensilvania), el grupo religioso conocido como “Estudiantes de la Biblia” que terminaría por convertirse en los “Testigos de Jehová”, quienes promoverán la práctica de un cristianismo entendido por sus adherentes como una restauración del modo de vida e ideas originales de los primeros cristianos del siglo I. Propondrán la adoración a un Dios único – Jehová -, y se identificarán como seguidores de Jesucristo, que vindica el derecho de Jehová a gobernar sobre toda la Creación.

 

CONCLUSIÓN.

 

Como hemos podido ver, los siglos que abandonaron y superaron el escenario occidental del Medioevo, y dieron paso a la Modernidad, estuvieron marcados por momentos particularmente dolorosos para la Humanidad. Sin embargo, también fueron momentos en que los hombres estuvieron conminados a revisar profundamente sus convicciones más profundas, y una de aquellas, por supuesto, fue la idea que tenían sobre Dios, sobre como vincularse con él y cual era el rol de las instituciones que administraban la fe.

Estas últimas sufrieron crisis devastadoras, muchas de las cuales se reflejaron en los ámbitos del poder político, desencadenando guerras sangrientas, donde lo temporal y lo trascendente se mezclaron con los diversos intereses políticos y económicos, tanto a escala local como nacional e internacional.

Las fracturas que se produjeron entre los actores religiosos, no tuvieron pudor para justificar la violencia y la guerra, como mecanismos de resolución de conflictos, y muchos de los creyentes buscaron refugio en el integrismo monacal, abandonando el secularismo de sus líderes y las consecuencias terrenales de sus actos.

Las corrientes espirituales que emergieron contra la vinculación política que caracterizaba el rol de los jerarcas religiosos, buscaron su afirmación en la introversión, en gran medida, en tanto aquellos buscaban la imposición violenta de sus opciones, escribieron una dolorosa historia que las instituciones prefieren dejar en el olvido, aún cuando la historia sigue acusándolos en toda su crudeza.

Sin embargo, como siempre ocurre, aquellos que se refugiaron en su concha, como el caracol, terminaron aplastados por el poder que nace de la concomitancia histórica entre los administradores del credo y los artífices de la política conservadora, por lo cual, las grandes ideas que se dieron en la reformulación de la relación entre el hombre de fe y sus pastores, terminaron avasalladas por el poder jerárquico, y las constantes institucionales terminaron por imponerse a las más sinceras alternativas de cambio. En definitiva, todo fue un conflicto temporal, en todo el rigor de la acepción.

Aquellos que surgieron para aggiornar, para retocar, para remozar el edificio de la fe, al final terminaron comprobando que toda pintura termina por decolorarse, que todo estuco se resquebraja, que todo barniz es perecedero, y que al final solo perdura la vetustez y la estructura de la construcción, en la medida que sus bases no sean horadadas y socavadas provocando el derrumbe, que permita hacer una nueva construcción.

 

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[1] http://ar.geocities.com/magisterio_iglesia/gre_16/mirari_vos.htm

 

 

 

 

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