IGLESIA Y MASONERÍA EN
EL SIGLO XIX EN CHILE.
Sebastián Jans
Ponencia presentada en el Primer Simposio Internacional de Historia de la Masonería Americana y su Influencia en el Desarrollo Económico, Social, Político y Cultural de América Latina hasta 1900.
Resumen.
Esta
ponencia realiza un análisis de las controversias entre la Iglesia Católica y
la Masonería, en Chile, durante el siglo XIX. El protagonismo de ambas
instituciones se establece sobre las base de divergencias y contradicciones éticas
y morales, debido a su distinta naturaleza y objetivos. El enfoque de esas
contradicciones se inicia con el periodo post-independentista y se prolonga
hasta la guerra civil de 1891. Se enfocan los eventos sociales y políticos en
que ambas instituciones influyen, y donde se produce un desplazamiento de las
condiciones espirituales predominantes, desde un tiempo marcado por el espíritu
colonial a un tiempo en que se imponen las ideas liberales y el
librepensamiento. Los eventos políticos y sociales estudiados permiten
establecer los momentos en que, una u otra, adquieren su mayor o menor
influencia.
Introducción.
La
Iglesia Católica y la Masonería mantuvieron durante el siglo XIX, una dura
disputa por la influencia ética y moral en la sociedad chilena. Esa disputa
produjo significativos efectos, provocando un cambio en la condición espiritual
de los chilenos. Por lo mismo, el análisis que efectuaremos, lo focalizamos en
el campo en que se producen esas divergencias y contradicciones: el escenario
político-social.
Como
sabemos, se trata de dos instituciones que tienen un propósito ético, que
buscan determinar la realidad moral de su tiempo, y que, por efectos de su
influencia espiritual, producen dentro de la sociedad y sus instituciones, una
tendencia o una proclividad, que marca la condición espiritual de un tiempo
determinado, y que se traduce en definitiva en concepciones morales
predominantes. No se trata de una confrontación directa, sino que se manifiesta
indirectamente, a través de las distintas expresiones del hacer societal, en
torno a dos conductas públicas: el clericalismo y el laicismo.
Para
detectar los alcances y rasgos de las controversias que animaron la Iglesia y la
Masonería, en el siglo XIX, se requiere indagar en los hechos políticos y
sociales que marcan el carácter de esa época.
La
acción de la Iglesia, fue ciertamente más abierta y evidente, en sus señales
públicas. Por el contrario, la acción masónica, en gran parte del siglo XIX,
tuvo un carácter marcadamente indirecto, debido a los riesgos persecutorios que
significaba ponerse en evidencia, en un medio reactivamente hostil por el
prejuicio religioso predominante, en una sociedad predominante conservadora,
tradicionalista y confesional.
Presencia masónica a
inicios del siglo XIX.
La
primera afirmación que someto a vuestra consideración, es que la
controversia entre la Iglesia Católica y la Masonería se inicia con los
albores mismos de la República, apenas el país consolida su proceso de
independencia en los campos de batalla.
Sobre
la existencia institucional de la Masonería en ese periodo, existe un velo de
dudas y especulaciones, a partir del antiguo debate sobre la eventual condición
masónica de las Logias Lautarinas.
Mi
personal opinión es que la investigación en torno a la existencia de logias
masónicas, en ese periodo, requiere una mirada más amplia, que permita
reconocer que los aspectos relativos a la regularidad, a la regularización, a
los poderes reguladores, tenían en esa época variables que no son las mismas a
las que son aplicables hoy. No existían
sedes oficiales, y muchas veces las logias funcionaban cuando las
condiciones lo permitían (casi siempre un par de veces en el año). Por lo demás,
muchas veces no había disponibilidad de textos rituales o reglamentos,
debidamente aprobados por el Oriente que confería la regularidad, debiendo
improvisarse soluciones sobre la base de la memorización. En ese contexto
debemos entender el manuscrito de O´Higgins con el reglamento lautarino.
En
lo personal, comparto la idea de quienes sostienen la tesis del carácter masónico
de las Logias Lautarinas y de los Caballeros Racionales. La propensión de sus
hombres al uso de la palabra “logia”, no es gratuita. Si usamos como
referencia comparativa el concepto de club que caracteriza a la masonería
inglesa, ciertamente ello no es contextualizable en colonias aún sujetas al
brazo de la Inquisición. Por lo cual, la forma de hacer masonería en la América
española se dio en ámbitos distintos a los que pudo darse en el medio anglosajón,
francés o alemán, e incluso norteamericano.
De
hecho, a partir de 1751, se estableció por decreto del Rey español Fernando
VI, el delito de francmasonería, algo más significativo que la simple
prohibición de la Masonería, y quien era acusado quedaba sujeto a la
jurisdicción del Santo Oficio. Por ello, más
de algún masón fue condenado por el Santo Oficio del Virreinato del Perú. Por
ejemplo, un cirujano de origen francés, Diego Lagrange, fue procesado y
condenado a prisión, en 1773, bajo acusación de ser “farmasón”[1]
Si
reconocemos la validez masónica de los “Caballeros Racionales” y de los
“lautarinos”, podemos entender de mejor forma muchos de los problemas que
enfrentaron los emancipacionistas, apenas consolidada la Independencia. Y, sin
duda, podemos entender de mejor forma la condena papal a la Independencia de los
americanos.
Así,
creo que pensar que no existía Masonería en Chile, antes de los eventos que
permiten la fundación de la Gran Logia de Chile, es tan reduccionista como
pensar que no había logias antes de la fundación de la Gran Logia de Londres,
en 1717, punto de partida para la Masonería Moderna.
La
constatación de la existencia de la primera logia de la cual se tienen
antecedentes concretos, “Filantropía Chilena”, que tendrá como presidente
fundador a Manuel Blanco Encalada, propone un antecedente imposible de ignorar.
Por lo demás, hay otros antecedentes. En 1828, se produce la primera persecución
anti-masónica de la vida republicana chilena, cuando el diputado Nicolás
Pradel, propone la dictación de una ley que prohiba la existencia de logias masónicas.
Frente a ello hubo muchas opiniones de rechazo, entre las cuales, destaca la
opinión del diputado Manuel Magallanes, episodio que es recogido por dos
historiadores masones, Benjamín Oviedo[2]
y René García[3].
Respecto de ese episodio no se puede ignorar que tras el debate que genera la
proposición indicada se esconde la pugna entre la Iglesia Católica y la
Masonería.
El tiempo de la formación
republicana.
Quien
llevó adelante el proceso emancipatorio en Chile, fue la clase terrateniente,
señorial, feudalista, aristrocrática. De ella surgieron los generales y los
políticos que encabezaron la gesta libertadora o los que buscaron la restauración
realista. Nada los diferenciaba social y culturalmente. Aquellos estaban
cansados de los tributos y de la espera de decisiones administrativas lejanas y
tardías. Estos preferían la ligazón con España, por los beneficios que les
reportaban.
La
jerarquía clerical se mantuvo fiel a la monarquía española, de un modo
irrefutable. En 1810, en Santiago, había alrededor de 190 sacerdotes
diocesanos, entre un total de medio millar de presbíteros, bajo el mandato del
Vicario General José Antonio Rodríguez Zorilla. En Concepción, el otro
obispado existente, bajo el mandato del Obispo Diego Antonio Navarro, había 90
sacerdotes diocesanos. Ambos jefes eran realistas intransigentes, así como la
gran mayoría del clero. Sin embargo, junto a ambos partidos estuvo la Iglesia
Católica de un modo omnipresente, y así como hubo una gran cantidad de clérigos
que se mantuvieron férreamente junto a los realistas, hubo también una minoría
que de alguna manera se comprometió tibiamente con la emancipación.
En
relación al poder civil, el clero de 1810, estaba
empapado en la doctrina regalista y patronatista[4]
que sometía a la Iglesia a la potestad real. El Patronato había sido
concedido por el Papa, al Rey de España, para designar los administradores
religiosos de común acuerdo, dada la misión evangelizadora que se suponía debía
cumplir la Corona en los territorios de América.
Esa
concomitancia entre la Corona y el Papado, fue renovada por el Papa León XII, a
través de una encíclica, en 1824, en que hizo recomendaciones contrarias a la
Independencia americana, conminando a la sumisión al Rey español Fernando VII.
Su antecesor Pío VII había manifestado opiniones semejantes en 1817.
La
situación que muestra Chile, entonces, da cuenta de una clase terrateniente que
tiene el control absoluto de la naciente república, y una Iglesia Católica
estrechamente vinculada a ese poder.
Sin
embargo, en el ámbito de las ideas, algo había ocurrido. Si bien la realidad
económico-social se mantuvo sin variaciones, las ideas de la Ilustración y del
liberalismo se habían incubado en una parte de la clase terrateniente, tal vez
la de menor raigambre tradicional.
Los
efectos de la revolución francesa, del racionalismo, y las nuevas ideas que
emergían de la Europa Central e Inglaterra, comenzaron a difundirse en muchos
de los actores de la lucha independentista, algunos de los cuales se habían
empapado de las nuevas ideas estando de paso por Europa. Por esa razón no
tardaron en mostrar una fuerte desvinculación con el clero jerárquico de las
emergentes naciones, los que representaban el pasado que deseaban superar.
Las
ideas racionalistas, el espíritu libertario, visiones demasiado equidistantes
del confesionalismo, mucha evidencia secular, creo la primera alerta clerical.
La caída de O´Higgins, promovida por los notables, da cuenta de una
manera importante del propósito de algunas de las familias más tradicionales
para deshacerse de un Director Supremo que no respondía a la visión
tradicionalista católica, reputada dentro de la aristocracia colonial.
El
primer gobernante del Chile independiente no encajaba en el molde del
terrateniente chileno: tenía ideas liberales, despreciaba los títulos de
nobleza, reconocía valores cristianos en el protestantismo, y emitía opiniones de
emancipación espiritual. En marzo de 1818, este había prohibido a los
sacerdotes salir de sus conventos por la noche. Tres meses después ordenaba a
los religiosos que, en los libros parroquiales, donde se consignaban los
nacimientos, matrimonios y defunciones, se usara exclusivamente el gentilicio de
chileno, para todos los habitantes nacidos en el país. El Director Supremo reclamó para el gobierno chileno la
continuidad del Patronato, y realizó una serie de nombramientos y
destituciones.
Medidas
como aquellas desencadenaron la fobia clerical hacia quien calificaban de bastardo. A pesar de ser un hombre de fe, O´Higgins era contrario
al uso malicioso de la religión, y realizó todos los esfuerzos para erradicar
las prácticas malsanas, prohibiendo
en las iglesias aquellas imágenes propias de las santerías y las
supersticiones, que los curas acogían para mantener el fanatismo religioso. De
la misma forma prohibió las limosnas exigidas a los pobres por los párrocos, y
las procesiones habituales, que terminaban en escándalos callejeros.
La
animosidad contra el Director Supremo creció cuando, producto de la liberación
del comercio, comenzaron a llegar mercaderías que, en ocasiones traían imágenes
que no correspondían a la tradición colonial, que los clérigos llamaban a
quemar en la plaza pública.
El esfuerzo del clericalismo, una vez caído O´Higgins, se ve coronado en 1823, con la instauración de la Constitución moralista de Juan Egaña, que establece la obligatoriedad de la religión católica, y que pretende incluso regular la vida privada de las personas, estableciendo rigurosas calificaciones en la moralidad, la religiosidad y la vida cívica.
El
General Ramón Freire, liberal y “lautarino”, que sucedió a O´Higgins, no
vaciló en suspender su vigencia. Con la misma vehemencia se enfrentó a la
Iglesia, a propósito del Patronato, pues, siguiendo el predicamento reclamado
por su antecesor, destituyó al obispo Rodríguez Zorrilla, nombrando a José
Ignacio Cienfuegos como reemplazante. Al mes siguiente, septiembre de 1824, los
bienes del clero fueron confiscados con la excepción de los elementos propios
del culto.
La
lucha política fue intensa, ya que el poder del clero no era menor. De hecho,
en 1824, había 20 sacerdotes ejerciendo funciones en el parlamento. La libertad
de imprenta impuesta por Freire permitió la aparición de varios periódicos,
que se convirtieron en herramientas de la lucha valórica, donde se denunció el
clericalismo de un modo muy agresivo.
En
conclusión, si bien es difícil establecer documentalmente una presencia
institucional de la Masonería en aquella época, no es menos cierto que sus
ideas estuvieron expresadas en muchos hombres y en sus actos. Presente la
Masonería a través de logias u omnipresente a través de sus ideas, el periodo
señala, sin embargo, la primera controversia entre el laicismo y el
clericalismo, por lo cual, podemos afirmar con plenitud que la primera discusión
valórica, que protagonizan ambas instituciones morales, es en ese periodo de
instauración republicana.
El régimen pelucón y
la restauración colonial.
El
fracaso del liberalismo en los primeros intentos de institucionalización
republicana, terminaron con la arremetida conservadora, con un claro tinte
cultural, espiritual y socialmente restaurador, que permite la instauración del
régimen “pelucón”, con la firme alianza del clero. Se volvió al régimen
colonial, con la sola diferencia de que el poder lo ejercían ahora los
criollos.
La
Constitución de 1833, tuvo como redactor a un decidido monarquista, Mariano Egaña,
cuyo pensamiento estaba firmemente anclado en el despotismo ilustrado y en el
modelo inglés, de desarrollo económico bajo un sistema autoritario. El guiño
que hace don Mariano a su experiencia en Inglaterra, es contemplar en la Carta
Constitucional el derecho a cierta libertad religiosa, que permitía a los
disidentes profesar su religión en lugares cerrados.
Decisiva
para la restauración colonial del “peluconismo”,
sería la participación del clero: “Portales
captó la creciente influencia del clero y la necesidad de utilizarlo como un
poderoso instrumento de gobierno”[5].
Como expresión de esa alianza, el Ministro les restituyó los bienes que
les arrebatara Freire, triplicó el presupuesto del culto y abogó ante el
Papado por la creación del Arzobispado de Santiago, y la creación de nuevos
obispados en La Serena y Ancud. Las
parroquias en el país eran 133, contando con 370 sacerdotes seculares.
Aprovechando
el terreno propicio, la Iglesia desconocería el Patronato en 1843, y a pesar de
que el gobierno hizo tibias gestiones para recuperarlo, ante el Papa Pío IX, el
renombrado Conde Mastai Ferretti, que estuvo en la Nunciatura en Chile durante
el gobierno de Freire, de quien se dice fue masón, el Patronato no fue
restablecido.
Sin
embargo, Chile estaba cambiando desde el mar. A través del oceáno llegaban a
Valparaíso los gérmenes de la transformación espiritual y cultural de Chile.
En medio de la bonanza económica, producido por el tráfico naviero hacia
Australia y California, llegaron los artesanos y comerciantes europeos, los
prestamistas, nuevos cultos religiosos, los libros prohibidos, los hijos de los
terratenientes que viajaron a estudiar a Europa, y que vivieron los vientos
revolucionarios de París y la industrialización inglesa, y también, llegaron
las logias masónicas formadas por inmigrantes.
Pronto,
en esas logias serían iniciados los primeros chilenos vinculados al movimiento
intelectual de 1842 y a la nueva generación de jóvenes liberales. En esas
logias se incubaría el libre pensamiento, que se enfrentará con fuerza al
clericalismo, en las décadas siguientes. Cuatro de ellas, formarían la Gran
Logia de Chile, en 1862.
La república liberal y
las luchas laicas.
El
acceso de los liberales al poder, se produjo mediante la fusión
liberal-conservadora, y la elección de José Joaquín Pérez, como Presidente
de la República. Al término de ese
gobierno de coalición, los liberales quedaron con el control total del
gobierno.
Ello
incentivó el debate entre la Iglesia y la Masonería. No de modo directo, sino
a través de los exponentes del clericalismo y del laicismo, que representaban
las contrapuestas visiones que cada cual tenía frente a la sociedad chilena.
Antes de la república liberal, las diferencias entre liberales y
conservadores, habían estado centradas básicamente en la lucha por el poder
político. A partir del desplazamiento del peluconismo,
se desencadena la pugna valórica, entre dos visiones profundamente antagónicas.
El
debate giró desde la supresión del fuero eclesiástico, pasando por la
laicización de los cementerios, hasta el matrimonio civil.
El fuero eclesiástico era el derecho de los canónicos de ser juzgados
en tribunales religiosos por delitos civiles. Los cementerios y la legalidad del
matrimonio, estaban en poder de la Iglesia. Desde allí, el arduo debate se
extendía hacia la discusión por la libertad de enseñanza y por la separación
de la Iglesia del Estado. Esto último, de algún modo, se producirá solo en
1925; de algún modo, ya que no fue ni ha sido un proceso definitivo.
Frente
a estas propuestas los conservadores, ex pelucones,
se transformaron en un partido esencialmente clerical. Los liberales en el
poder, ante el áspero debate, se
mostraron dubitativos, provocando que un sector extremara sus planteamientos,
por lo que serían conocidos en adelante como “partido radical”.
En ese sector figuraban los más acendrados defensores del
librepensamiento y de las libertades públicas, los cuales eran, paralelamente,
en su gran mayoría miembros de las logias masónicas establecidas en las
principales ciudades del país.
Las
principales autoridades de la Masonería, en ese periodo, aparecen vinculadas
directamente en la promoción del laicismo y de las libertades y leyes que
significaban un debilitamiento del clericalismo (Arlegui, Allende Padín, Blas
Cuevas, José Francisco Vergara, etc). En
la Iglesia, la figura más emblemática fue la del obispo Joaquín Larraín
Gandarillas, y la del ultramontano Zorobabel Rodríguez entre los conservadores.
La Iglesia publicó entre 1861 y 1868, tres folletos abiertamente anti-masónicos:
“Historia, doctrina y fin u objeto de la
Francmasonería” (anónimo), “Historia
de las Sociedades Secretas” (Hernando Carrasco y Marino Díaz) y “Los
Francmasones; lo que son, lo que hacen, lo que quieren” (con el pseudónimo
Monseñor Segur) Fue una recia disputa, cargada de pasiones y acciones de hecho,
de las buenas y las no tan buenas.
Una
notable polémica se vivió con el cuestionamiento por parte de la Iglesia, de
la escuela laica “Blas Cuevas”, fundada por la Masonería en Valparaíso,
que fue llamada “escuela atea”por el obispo Mariano Casanova. La Masonería
nombro una alta comisión de cuatro miembros, para sostener el debate a través
de la prensa, en defensa de la escuela.
Pero,
más allá de las polémicas, la rueda de la historia avanzaba. En 1867 se
establece la libertad de culto. En 1873, se impone la no obligatoriedad de la
enseñanza de la religión católica, para los estudiantes cuyos padres
solicitaran la exención. En el
nuevo Código Penal, que entra en vigencia en 1874, el fuero eclesiástico es
eliminado. Este mismo año, se reforma el Art. 5 de la Constitución de 1833,
restableciendo el derecho del gobierno para acordar con la Iglesia el
nombramiento de los administradores religiosos.
El
gobierno de Aníbal Pinto, significará la atenuación de las pugnas éticas y
sus implicancias legales. La ponderación de Pinto y su cuidadoso manejo de las
fuerzas políticas expresadas en el parlamento, hizo que la intensidad del
debate bajara considerablemente, lo que se vería reforzado con la Guerra del
Pacífico. El conflicto bélico produjo una gran unidad nacional y las
vehemencias de la contingencia política fueron canalizadas hacia el sentimiento
patrio.
Sin
embargo, al término de la primera fase de la guerra, con la derrota del ejército
peruano y la ocupación de Lima, se produce la elección presidencial de Domingo
Santa María, lo que reanudará el debate y las luchas político-religiosas. En
1883, se quita a la Iglesia la administración de los cementerios. En
1884, se promulga la ley de Registro Civil, que dejaba la celebración de los
matrimonios en manos de funcionarios públicos, así como el registro de los
nacidos y las defunciones.
Como
una manifestación de la intensidad de las contradicciones, y con un claro propósito
de atacar al poder espiritual manifestado tras las banderas del laicismo, el
Arzobispado de Santiago, publica y difunde ampliamente,
en 1884, la Encíclica “Humanum
Genus”, del Papa León XIII, formulada en abril de ese año.
Virulentamente
antimasónica, esta encíclica sostiene que, manifestado el pecado, el género
humano quedó dividido en dos ciudades: la de Dios y la de Satanás. La ciudad
de Satanás, según el documento papal, trabajaba
para el Reinado del Demonio, en una guerra permanente contra Cristo y su
Iglesia. “En esta guerra – decía León XIII – la Masonería es un brazo
poderoso del Reinado de Satanás”. La encíclica renovará las prohibiciones
impuestas por sus antecesores y recomendará a los obispos realizar acciones que
desenmascaren a la Masonería y sus miembros.
La publicación de la Encíclica en Chile, y su amplia difusión impresa, alentó la odiosidad del confesionalismo hacia la Masonería, y hacia los que consideraban su brazo ejecutor, los liberales del gobierno, odio especialmente insuflado por la acción del obispo Joaquín Larraín Gandarillas. La Francmasonería era calificada como la Sinagoga de Satanás.
La Guerra Civil de
1891.
La
odiosidad del clero contra el liberalismo gobernante, estimuló el desaliento
conservador ante su distancia del poder. Los errores del gobierno fueron
magnificados para producir una cuña entre los liberales que estaban en el
gobierno y los liberales que estaban fuera de él, especialmente los radicales.
Las cuestiones de doctrina, que habían caracterizado y dado sello a la acción
del liberalismo, fueron diluyéndose en la medida que la pauta política fue
progresivamente impuesta por el conservadurismo y sus aliados internos (el
clero) y externos (los extranjeros dueños del salitre).
Si
el gobierno de Santa María, en términos políticos, se había caracterizado
por las intensas disputas por las leyes laicas, el gobierno de Balmaceda se
caracterizó por las disputas en torno a las potestades presidenciales. La
Constitución de 1833, estaba moldeada en torno al autoritarismo presidencial,
cercano a la de un monarca español del siglo XVIII. Contra ello bregaron los
liberales y los radicales, promoviendo un sistema político donde el poder
presidencial estuviera relativizado por la acción democrática del parlamento:
un ejemplo del ideal que perseguían fue el gobierno de Pinto.
De
allí que el autoritarismo de Santa María produjo una cuña dentro del
liberalismo, que se acentuó con Balmaceda, el cual trató de llevar adelante un
gobierno con arreglo a las mayorías parlamentarias, pero, la inoperancia del
sistema, atravesado por los vicios de una política cargada de pasiones, lo llevó
a optar por volver al autoritarismo presidencial para poder avanzar en la gestión
de su gobierno. Esas contradicciones fueron la fachada de conflictos más
profundos, que no se expresaban tan abiertamente. Uno de esos conflictos, sino
el más importante, estaba radicado en la actitud abiertamente conspirativa del
clero contra los liberales del gobierno y el Presidente de la República.
Expresión
de ello fue la controversia por la sucesión arzobispal de Santiago, que desató
el conflicto más importante del clericalismo con el gobierno. Los conservadores
apoyaron la candidatura de quien consideraban debía ser elegido por derecho
propio: Joaquín Larraín Gandarillas. Balmaceda,
haciendo uso de sus facultades emanadas del Concordato, optó por quien había
sido su profesor, y que le permitía un arzobispo dialogante con el gobierno:
Mariano Casanova. La acción claramente conspirativa de Larraín Gandarillas lo
obligó a abandonar el país con destino a Argentina, debido al riesgo de su
detención, por actividades contrarias a la institucionalidad.
Esas
situaciones subyacentes, no fueron procesadas por el liberalismo que se oponía
a Balmaceda, entre los cuales estaban los radicales. Su pugna con el gobierno
era esencialmente política, y en ello no tomaron en cuenta otros factores
determinantes en los objetivos de la política conservadora y de la conspiración
clerical. El historiador Hernán Ramírez Necochea, no duda en poner en
evidencia el rol del clero en la insurrección congresista contra Balmaceda[6]
Sublevado
el Congreso con el apoyo de la Armada y parte del Ejército, se estableció un
gobierno paralelo en Iquique, con el respaldo económico extranjero. Allí llegó
Larraín Gandarillas para representar la presencia del confecionalismo
ultramontano, que recuperaba su influencia sobre la política chilena, que la
república liberal le había arrebatado.
La
primera etapa del parlamentarismo que siguió a la guerra civil, estuvo marcado
por el desequilibrio ético, a favor del clericalismo. Desde el punto de vista
del proceso de laicización que había vivido la sociedad chilena, hubo un
retroceso inesperado, que afectó el proceso de democratización y el desarrollo
social. La política se hizo más oligárquica y los vicios que prohijó el
sistema parlamentario hicieron que Chile perdiera sus potencialidades de
industrialización y desarrollo.
En
ese contexto, la participación del Gran Maestro y líder parlamentario del
radicalismo, Enrique Mac Iver, resultó llena de ambigüedades en el ámbito del
laicismo, y decisivamente favorable a la conspiración clerical-conservadora
contra Balmaceda. Mac Iver no supo
representar lo que su cargo de Gran Maestro le imponía como jefe y líder de
una institución ética, y, privilegiando su rol político,
se convirtió en un factor de divisionismo entre los miembros de la
Francmasonería y del pensamiento laicista. Su gestión terminó por afectar
seriamente lo que la Masonería representaba en la sociedad chilena de la época.
La
contingencia política produjo la división de los masones, y muchos de ellos
enfrentaron el exilio y las persecuciones, producto de su adhesión a la
legalidad y al gobierno de Balmaceda. La Masonería entró en un drástico
proceso de declinación que se mantendría por veinte años. Gran parte de las
logias desaparecieron durante la guerra civil y en los años inmediatamente
siguientes.
La
gestión de Mac Iver, a la cabeza de la Masonería, se mantuvo hasta 1894,
produciendo divergencias que tuvieron luego otras expresiones. En los años
siguientes incluso hubo uno cisma, al formarse una Gran Logia paralela. El
incendio de la sede de la Gran Logia, en Valparaíso, también tuvo efectos
negativos. Sin embargo, la elección del Gran Maestro Víctor Guillermo Ewing,
en 1906, señala el punto de partida del proceso de recuperación de la Masonería.
Permaneció en el cargo por seis años, siendo sucedido por otro notable líder,
Luis Navarrete y López, que permaneció 10 años en el cargo, considerado por
los historiadores masones como uno de los periodos más fructíferos de la
institución. Ello incidió en el regreso de la pugna con el clericalismo, por
la influencia ética en la sociedad.
Conclusiones.
Frente
a lo expuesto, podemos hacer las siguientes conclusiones:
1) La
pugna desarrollada por la Iglesia y la Masonería, se desarrolló en torno a la
influencia ética y moral en la sociedad, y los medios de expresión tuvieron
que ver con las conductas públicas de las personas y las instituciones
sociales, reflejadas en el clericalismo y el laicismo.
2) El
poder de la Iglesia estuvo sustentado en la clase terrateniente tradicional y en
los partidos conservadores, en tanto, el poder de la Masonería estuvo expresado
en las clases sociales emergentes y originalmente en los terratenientes con
menos arraigo tradicional.
3)
El laicismo que se expresa, a través de la influencia masónica, estuvo
lejos de ser anti-religioso, ya que la mayoría de sus hombres eran creyentes y
dejaron actuar la fe, en la medida que ella no fuera un medio de oscurantismo y
de control de las conciencias.
4)
Producto de la pugna que hemos analizado se produjo un cambio cultural,
social y espiritual en la sociedad chilena, que erradicó la rémora colonial y
permitió la emancipación del pensamiento y la paulatina movilidad social del
país, generando una clase media ilustrada, que sería decisiva en el siglo
siguiente para el establecimiento del Estado de Bienestar y el Estado Docente.
26 de Mayo
de 2005.-
[1]
“La Masonería en Chile”. Benjamín Oviedo. Imprenta Universo, 1929.
Chile.
[2]
Ibid.
[3]
“El origen aparente de la Francmasonería en Chile y la Respetable Logia
Simbólica “Filantropía Chilena”. René García Valenzuela. Imprenta
Universitaria, 1949. Chile.
[4]
“La Historia de la Iglesia en Chile”. Fidel Araneda Bravo. Ediciones
Paulinas, 1986. Chile.
[5]
“150 años de vida institucional”. Julio Heise G.
Andrés Bello, 1979. Chile.
[6] “Balmaceda y la contrarrevolución de 1981” Hernán Ramírez Necochea. Editorial Universitaria, 1962. Chile.