CRÓNICA A LA MUERTE DE PEDRO PURÍSIMO.

Sebastián Jans

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El capellán militar, le dijo al padre de Pedro Purísimo, que éste, poco antes de ser fusilado, le había pedido que le entregara la muleta de madera, que le había acompañado desde que llegó a su estatura juvenil, para que la quemara. La muleta nunca llegó a poder de su padre: los militares no estaban para sutilezas. Con los años, el padre de Pedro Purísimo comentaría: “No sé que significado tendría eso para él. Pero, esa fue su última voluntad”.

Lo fusilaron un día después que a su amigo José Liendo, junto a otros miembros del Complejo Maderero, el 4 de octubre de 1973. Fue uno de los días más infames que siguieron al golpe militar: aquel día fusilaron a un inválido. Pedro Purísimo Barría no podía sostenerse en pie ni desplazarse sin muletas: una poliomielitis lo había atacado cuando niño, dejándolo inválido.

Sin embargo, aquella tragedia tan común entre los niños pobres en la mitad del siglo XX, no lo hizo mentalmente un baldado. Por el contrario, la tenacidad de Pedro Purísimo se convertiría en un aval de su credibilidad, en todos los actos de su corta y pletórica vida.

Murió a los 22 años. Su cadáver fue entregado junto a los otros 11 cuerpos, incluyendo el de Liendo. Los toscos ataúdes no pudieron ser abiertos por sus familiares, por orden de los militares que copaban el cementerio. Nadie podía saber cuantas eran las heridas de bala que los mataron. La fresca madera, con la que se confeccionaron los ataúdes, estaba teñida de sangre. El Capellán Muñoz, trató de hacer algún rito religioso por sus almas, pero, nadie le siguió: no podían confiar en ese cura, que los conminaba a rezar por las almas de los fusilados, para que se redimieran de sus pecados.

Los hermosos parajes de la selva de Neltume, que hoy son puntos de alto interés turísitico, y que fueron escenario de la historia de Pedro Purísimo.

 

 

 

 

Su impedimento físico le desarrolló a Pedro Purísimo otras habilidades, que tal vez, no habrían sido tan patentes, si su impedimento no hubiera existido. Era un muchacho alegre, entusiasta, lleno de un sentido trascendente. El quinto entre ocho hermanos, el más sonriente y optimista, el más pertinaz. “Era empeñoso para todo”, recordaría años después su padre, “para estudiar, para trabajar”. Todos le querían y le escuchaban con respeto, cuando emitía una opinión.

Como no podía ser delantero, ni ser mediocampista, ni salir a parar a un rival desde la defensa, desde niño jugó fútbol en el arco. Cuando venía el ataque rival, la muleta quedaba en el olvido, porque Pedro Purísimo se arrojaba sobre la pelota con absoluto desinterés por su integridad física. Antes, cuando más niño, había ganado destreza atajando las pelotas de trapo, que usaban en el patio del colegio.

Sus lecturas lo llevaron a comprender los argumentos políticos, las doctrinas, las ideologías, y pronto mostró inclinación por las ideas socialistas y las propuestas de cambio revolucionario. Aprendió a ver la realidad de los pobres de Valdivia y abrió los ojos ante la paupérrima condición de los campesinos de la zona, la mayoría de origen indígena. “Desde niño fue muy político”, diría su padre, “era muy de avanzada y tenía mucha llegada a la gente”.

Otros detenidos los vieron llegar detenidos. Venían en la parte de atrás de un jeep militar, golpeados de un modo brutal, y alguien recuerda haberlos visto en el Regimiento Cazadores, alumbrados por un foco, proyectando sus sombras gigantes, sobre un muro: Pedro Purísimo, apenas de pie, aferrado a su muleta, Liendo, su mujer y su pequeño hijo. Quien los vio en aquella imagen casi irreal, pero, cierta, diría que parecían una alucinación.

Terminados sus estudios de enseñanza media, se dedicó a tiempo completo al trabajo político entre los campesinos, al interior de Valdivia. Allí se construyó su estrecha amistad con Liendo, que como él, estudiando en la Universidad, había llegado a la convicción de que había que hacer algo por el sector más postergado de la sociedad chilena: los hombres que trabajaban la tierra, bajo condiciones similares a lo que ocurría 200 años antes, dependiendo de patrones que manejaban el mismo concepto y costumbres de los señores feudales. Si la situación del campesino era marginal, aquella realidad se hacía más patética cuando era indígena. Muchos de ellos ni siquiera recibían un salario, sino simplemente vales para comprar en la pulpería del patrón, el almacén que les proveía de comestibles, ropa y calzado, y cuyos precios siempre estaban más gravados que en el comercio de Valdivia. Al final, siempre quedaban debiendo. Como la mayoría no sabía leer y apenas podía contar con los dedos, eran fácilmente timados por sus empleadores.

Desgreñado, lleno de hematomas, con el pelo cortado a cuchillo por sus captores, Pedro Purísimo recibió a su padre. La Fiscalía Militar, llamó al progenitor, para darle a conocer la sentencia de muerte, dictada por un tribunal en supuesto “tiempo de guerra”. El coronel que lo atendió estaba exultante, y parecía disfrutar de las indicaciones respecto a los procedimientos después de la ejecución. Cuando el padre preguntó si le entregarían el cuerpo, le dijeron que no.

Su eterna sonrisa y el cigarrillo que pitaba con deleite, uno tras otro, fueron haciendo de Pedro Purísimo una figura familiar y señera, entre los pobres del campo. Recorría kilómetros y kilómetros, a veces bajo los aguaceros de la zona, llevando la palabra de la sindicalización, de los derechos laborales, de la necesidad de organizarse. Pronto se hicieron inseparables con José Liendo, que fue fusilado a los 28 años, al que le reconocía el liderazgo, por su seriedad, mesura y responsabilidad, y a quien todos respetaban por su defensa de los oprimidos. A este le habían cargado el mote de “Comandante”, producto de su tendencia a decir que las cosas debían ser hechas con disciplina, con mucha disciplina.

Cuando comenzaron las ocupaciones de hecho de los fundos, producto de la lentitud de la Reforma Agraria, y ante las acciones evidentes de los patrones, que buscaban hacer colapsar al gobierno de Allende, José Liendo (Pepe) y Pedro Purísimo se preocuparon de organizar a los campesinos e indígenas, para que las ocupaciones significaran un proceso ordenado y que permitiera poner en movimiento la producción. Así, se había formado el Complejo Maderero, en los aledaños cordilleranos de Valdivia, arriba de Panguipulli, rodeando el lago Pirihueico, hasta el límite con Argentina.

Algún reportero, que llegó a cubrir las noticias de las ocupaciones de las propiedades latifundistas, por parte de los campesinos, recordaría haber visto a Pedro Purísimo, paseándose con su muleta y un machete al cinto, cuidando una casa patronal por órdenes de Liendo, para que no fuera a ser robada por los más exaltados. “Disciplina” decía Liendo, “sin disciplina no se va a ninguna parte”, y los campesinos más cercanos le decían “si, mi comandante”. El mote jocoso llegó a oídos de un senador, en Santiago, que denunció la existencia de una escuela de guerrilleros, a cargo de un tal “Comandante Pepe”. Así comenzó una leyenda citadina, que hablaba de supuestos guerrilleros al mando de Liendo, armados hasta los dientes, y con apoyo de 3.000 extranjeros.

Era imposible ser guerrilleros en un Complejo Maderero que estaba produciendo no solo para las necesidades del país, sino para exportar a otros países. En las ocupaciones de las propiedades por parte de los campesinos, con las cuales se conformó el Complejo, nunca hubo un muerto o algún herido, salvo contusiones que se producían en los altercados con los administradores o los propietarios. Sin embargo, tenían que estar preparados con garrotes y sus propias herramientas de labranza, ya que la zona comenzó a ser campo de las bandas ultraderechistas, que se desplazaban en vehículos veloces y con armas de fuego de grueso calibre. Sin embargo, la prensa patronal seguía esparciendo el rumor de campamentos guerrilleros y campesinos armados.

Para quienes conocían a Liendo y Pedro Purísimo, calificarlos de guerrilleros era una broma. El primero, no podía exigirse físicamente, porque tenía una afección cardiaca de la juventud, la cual tenía que tratarse permanentemente. El otro, era un inválido.

Cuando se despidió de su padre, rodeado por militares que le vigilaban, como si fuera a realizar alguna acción peligrosa, Pedro Purísimo reivindicó su trabajo político con altivez: nunca había matado a nadie, su conciencia estaba limpia. Por sobre todo, dijo, había demostrado ser un hombre útil, a pesar de su impedimento. La imagen que quedó en la memoria de su padre, fue de un muchacho digno, a pesar de las huellas del castigo, y de la forma humillante en que estaba rapado. Lo miró con detención, a pesar del nerviosismo del momento, y lo vio más delgado que la vez anterior.

Cuando supieron que los militares los andaban buscando, Liendo, su mujer y otros dirigentes, habían huido hacia los bosques de la cordillera de  Neltume. En un intento desesperado por defender al gobierno de Allende, habían tratado de tomar el retén policial del lugar, con algunas armas antiguas, pero, pronto se dieron cuenta que no podían enfrentarse a armas automáticas y se retiraron. Fue un acto de puro corazón, y con más voluntad que raciocinio.

Más de 500 militares llegaron a realizar una operación de búsqueda de los “guerrilleros” de Neltume, apoyados por helicópteros y carros militares. Luego las fuerzas fueron incrementadas. Las montañas precordilleranas fueron militarizadas. Pasaban aviones rasantes y arrojaban rockets contra los bosques. Allanaban las viviendas de los campesinos, destruían sus enseres si encontraban alguna relación con los sindicatos, libros o cualquier indicio que los conectara con el gobierno depuesto; castigaban a los hombres con brutalidad; detenían según listas que llevaban los civiles que les colaboraban, y que habían pertenecido a grupos de choque patronales.

A cargo de las unidades militares llegó un comandante Medina, que había sido preparado en la lucha anti-guerrillera en Panamá, por cuenta del ejército norteamericano. Allí se había preparado en la selva, bajo los aguaceros tropicales, había comido raíces y gusanos en cursos de sobrevivencia; se había escondido bajo tierra por semanas, para no ser descubierto por los instructores y evitar ser torturado, como si hubiese sido un enemigo; había tomado su orina por falta de agua, le habían colgado por días de piernas y brazos; había aprendido a deslizarse como una sombra, a proteger su fusil como si fuera su madre; conocía al revés y al derecho las tácticas vietnamitas, los métodos argelinos, las usanzas angoleñas; era experto en artes marciales, en técnicas de degollamiento con cuchillo corvo, y había ganado varios torneos de tiro al blanco en movimiento.

Cuando desembarcó del helicóptero que lo llevó hasta un regimiento de Valdivia, venía con su boina negra, pistola, cuchillo corvo, y el uniforme tachonado de escarapelas que daban cuenta de su preparación de comando, que lo convertía en una máquina asesina. Los subalternos lo miraban con temor algunos, con admiración otros. Cruzó el patio con agilidad felina y convocó a su estado mayor, para exponerles el plan de ataque. Por fin podría enfrentar una situación para la que había sido preparado: combatir la insurgencia comunista implacablemente, destruyendo todo el poder militar del enemigo.  Al frente tendrían miles de guerrilleros preparados para hacer sucumbir una fuerza militar regular.

Liendo, a poco de iniciar su huida hacia la cordillera, resolvió regresar por su amigo Pedro Purísimo que estaba en el poblado de Liquiñe. No lo iba a dejar abandonado a su suerte. Juntos emprendieron la ruta hacia arriba de las montañas. Pronto, Pedro Purísimo fue incapaz de seguir caminando por los escarpados terrenos con su muleta. Olvidando su afección cardiaca, Liendo lo llevaba cargado, hasta cuando podía. Luego, descansaban y seguían.

Liendo, su mujer, el hijo de ambos en brazos, Pedro Purísimo, y diez más que se les unieron, optaron por cavar la tierra y esconderse en zanjas para recuperar fuerzas. Pasaron cinco días sin comer, en medio de los montes nevados, sintiendo el tufo de los militares a sus espaldas.

El 18 de septiembre, día nacional chileno, habiendo transcurrida una semana del golpe militar que terminó con la muerte del Presidente Allende, las unidades de elite dieron caza al “guerrillero” más buscado del sur de Chile. Estaba con su mujer, su hijo, y con su amigo Pedro Purísimo. Sin un arma, sin fuerzas, hambrientos, casi congelados. Un centenar de militares les rodearon, los redujeron a culatazos, y los amarraron, mientras por radio comunicaban la noticia: el “comandante Pepe” había sido capturado. La operación concluyó poco después con la captura de otros diez campesinos y dirigentes políticos. Los torturaron, los vejaron, y los sometieron a los tribunales “en tiempos de guerra”. Luego, los condenaron a muerte.

Quienes vieron a Pedro Purísimo durante su cautiverio, que duró quince días, lo vieron soportar con entereza los rigores de la tortura. Pero, ya no sonreía como antes, ni hacía bromas. Dicen que uno de sus compañeros, con el cual fue fusilado, en las noches de prisión cantaba canciones revolucionarias. Liendo, el hombre más peligroso del sur de Chile, según la Junta Militar, fue fusilado primero. A su mujer le permitieron verlo por última vez. No quisieron soltarle las amarras de las manos, para que pudiera abrazarla. Estaba íntegro y firme, a pesar de los golpes y vejaciones. Algunos de los militares que los vigilaban lloraron.

Al día siguiente, al atardecer, fusilaron a Pedro Purísimo, junto a los otros diez. Años después, los militares harían publicitadas donaciones a un programa de la televisión chilena de ayuda a los incapacitados. Muchos de ellos, durante la dictadura, harían sonoros discursos en pro de los impedidos por la invalidez y su inserción en las actividades nacionales. Sin embargo, en el recuerdo de los viejos campesinos de Valdivia, se sigue contando que Pedro Purísimo, a pesar de ser un inválido, fue vilmente fusilado.

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