MULTILATERALISMO Y LAICISMO.

Sebastián Jans


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La Humanidad atraviesa una etapa determinante para su sobrevivencia. Lo que sus líderes hagan en los próximos 20 años será decisivo para salvar el planeta – la casa de todos, más allá de sus ideas y sus culturas particulares -, de las amenazas que se ciernen producto de la propia acción humana. Salvo miradas apocalípticas de sesgo religioso, nadie está dispuesto a legar a sus nietos un planeta que comienza a morir para la vida animal y vegetal. La vida – no solo humana – es una oportunidad que hace el sentido de humanidad, y la comunidad internacional ha hecho muchos esfuerzos para preservarla de la guerra, de la extinción y de las amenazas que pueden poner en riesgo su continuidad, aún cuando queda demasiado por hacer.

De lo que se ha hecho, podemos considerar desde los tratados sobre la guerra en el siglo XIX, hasta los tratados que tienen que ver con el cambio climático hoy, pasando por aquellos que se producen luego de la Segunda Guerra Mundial, que aseguran los derechos humanos y establecen organismos jurisdiccionales de carácter internacional, para distintas materiales tales como las relaciones comerciales, tribunales internacionales para resolver distintas materias, especialmente los delitos de lesa humanidad, en fin. Múltiples convenciones, foros, tratados y acuerdos, configuran una amplia trama de diálogos que han posibilitado avanzar hacia concepciones comunes frente a los problemas de la Humanidad.

No ha sido una tarea fácil. Recordemos que estos avances se han realizado en medio de conflictos gravísimos, guerras mediante incluso, pero que no han impedido que la lógica del sentido común se imponga, permitiendo pequeños avances que en el contexto del tiempo, la suma de ellos permite reconocer lo mucho que se ha avanzado, desde luego, en algunos ámbitos más que en otros.

Los caminos relacionales en el último siglo.

Las lógicas en que la comunidad internacional ha construido estos consensos, no han sido fáciles de sortear, producto de los factores de poder que se manifiestan en los distintos escenarios en que los países expresan sus intereses. Nuestra generación y la que nos precedió fue testigo del mundo bipolar que surgió producto de la Conferencia de Yalta, considerada históricamente como la madre de la guerra fría, y de un mundo que estuvo marcado por una confrontación que se expresaba localmente en distintas partes del planeta, de lo cual nuestro país no pudo escapar entre 1970 y 1973, a pesar de su distancia respecto de los centros de poder internacional.

De alguna manera, frente a ese escenario, un conjunto de países pobres trató de levantar una lógica tripartita, a partir de la Conferencia de Bandung en 1955. Muchos de los países que convocaron a esta visión, habían surgido como naciones producto de la lucha contra el colonialismo o de la reciente guerra mundial (India, Yugoeslavia, Egipto, Indonesia, etc.), y se declararon no alineados frente a la visión bipolar impuesta en Yalta. El movimiento de países tercermunista no tuvo éxito, porque, de una u otra manera, cada cual terminó alineándose en algún momento en la lógica bipolar. Chile, bajo el gobierno de Allende, se sumó a esa propuesta, como consecuencia de una política internacional que buscaba relaciones diplomáticas con todos los países del mundo.

El derrumbe del Pacto de Varsovia, y la desaparición de la Unión Soviética, trajo como resultado dos perspectivas que se han venido confrontando en el ámbito relacional, y que dan cuenta de comprensiones distintas del mundo en que vivimos, y de cómo debe desenvolverse la comunidad de naciones frente al escenario globalizado que determina la realidad internacional. Por un lado, la potencia que logra imponerse en la pugna bipolar – Estados Unidos – ha pretendido imponer una lógica unipolar o monopolar, que se fundamenta en la idea cultural greco-romana-medioeval del centro del mundo, y que se expresa en la pretensión de que Estados Unidos está llamado a regir los destinos globales, por su mayor capacidad económica y militar.

Frente a ello, se ha levantado la visión multilateral, que reconoce la enorme diversidad de intereses económicos, políticos, culturales, e incluso civilizacionales, que presenta el mundo de hoy, y que deben ser reconocidos como protagonistas de una nueva concepción del escenario internacional, donde no todos los caminos conducen a Roma, y donde hay una trama compleja de identidades dialogantes que pretenden ser reconocidas en su diversidad.

Sin embargo, los orígenes del multilaterialismo no se encuentran en el resultado dicotómico del ejercicio unilateral que sobreviene luego del fin de la guerra fría, sino que viene a ser consecuencia de los procesos políticos y económicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, donde se promueven diversas instancias de diálogo internacional, que buscaron consolidar las posiciones de las potencias hegemónicas. En ese contexto están aquellas instancias que pretendieron ser reconocidas como expresivas de esa voluntad: la Organización de Nacionales Unidas (ONU), la Organización Mundial de Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros, conocido por sus siglas en inglés GATT, y las múltiples conferencias internacionales sectoriales, promovidas por la ONU. En ese contexto, políticas propuestas por Estados Unidos para promover la liberalización de los mercados, dieron pie para lograr un protagonismo más diverso de las economías locales, en un escenario libre de los proteccionismos que imponían las lógicas de los mercados regionales o subregionales. Lo propio hizo la ex Unión Soviética para consolidar influencias más allá de su zona de dominio. Los alineamientos frente a la pugna bipolar llevaron, inevitablemente, a un multilaterialismo funcional a los intereses en pugna.

Sin embargo, ante la complejización de un escenario internacional, donde Estados Unidos emergió con una pretensión de liderar la aldea global, se constata que las estructuras que hicieron posible el multilateralismo de la postguerra, queda solo como expresión de un formalismo inefectivo, donde las premisas impuestas siempre ham estado en aquellos que tienen el poder económico y militar, lo cual fue desencadenando la ineficacia de los ordenamientos relacionales. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), expresión fundamental del multilateralismo ha sido muchas veces sobrepasada, cuando no atropellada, por el interés unilateral de Estados Unidos y sus aliados, como lo demostró dramáticamente la invasión de Irak.

En ese contexto, lo que viene a ser característico por parte de las conductas de los Estados poderosos es la multiporalidad, un carácter relacional donde se impone la práctica salvaje de una realidad internacional en que no se requiere de reglas sino de capacidades de coexistencia o de confrontación, según las posibilidades que cada cual tenga para enfrentar las crisis o las divergencias. En esa lógica, las principales potencias pretenden la consolidación de su hegemonía, tanto por sus capacidades económicas, como por su capacidad de actuar, si lo desean, al margen del derecho y las instituciones internacionales.

No solo se trata de un accionar de los Estados, sino también de las empresas globales, las que exigen ahora derechos universales – de inversión, comercio y libertad financiera -, que demandan como consecuencia de su poder financiero y tecnológico. Estas corporaciones no tienen, no reconocen, ni aceptan, establecer deberes con las sociedades en las que operan, equivalentes a los que observan en sus países de origen. Ante ello, quienes no tienen ese poder, observan con preocupación, que los gobiernos de los países menos poderosos y las instituciones multilaterales, vienen a ser instancias irrelevantes para la toma de decisiones sobre el curso de los procesos internacionales.

Sin embargo, la necesidad de mirar al mundo como una expresión de intereses múltiples, donde éstos intereses se regulen sobre la base del derecho y de la civilización, donde no solo importen las determinaciones de los países o corporaciones más poderosas, donde prime la lógica del respeto a las diversidades, y donde se comprueba que estamos ante amenazas que pueden traer consecuencia irreversibles para todos, ha repuesto la idea de hacer del multilateralismo un instrumento eficaz para resolver las controversias y para entender que hay crisis que aún los más poderosos no están en condiciones de conjurar sino con el concurso mancomunado de la comunidad internacional.

Las amenazas planteadas por el cambio climático y el calentamiento que nos pueden llevar a una catástrofe ambiental irreversible, por la falta de alimentos, por enfermedades que pueden alcanzar niveles pandémicos, por la radicalización religiosa, por el tráfico de drogas, por la acción del terrorismo, por la especulación y la volatilidad financiera, etc. son cuestiones que requieren una participación de la multilateralidad que se refleja en la comunidad internacional.

El carácter del multilaterismo.

El Multilaterialismo que se espera para consolidar una gobernabilidad mundial, a diferencia del multipolarismo, implica muchos lados: los Estados, las comunidades diversas, las expresiones internacionales de la sociedad civil, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, las instituciones ciudadanas de diversos intereses, los grupos especializados, las corporaciones multinacionales, etc. La realidad del mundo de hoy exige la sujeción de todos a la ética, al imperio de la ley, el respeto de las diversidades civilizacionales y culturales, y la negociación como mecanismo de resolución de los conflictos.

Su naturaleza es ágeográfica, y su definición sustancial pasa por dos perspectivas que se deberán resolver en su privilegio o complementarse en definitiva: una, que apunta a reglas estrictas que sean asumidas por los actores fundamentales de la comunidad internacional, y otro que apunta a privilegiar los comportamientos de esos actores en forma preeminente.

 

Sus formas son poco definidas en sus perfiles, a medida que se aleja del centro que constituye la formalidad del encuentro intergubernamental, de la institucionalidad formada entre las naciones. Este último aspecto, se encarna en estructuras de carácter mundial, como lo es la ONU, por ejemplo, pero también en estructuras regionales, como el MERCOSUR, la Comunidad de Centro América y el Caribe, etc. Se encarna no solo en estructuras políticas, sino también es estructuras técnicas, en expresiones éticas y espirituales (como lo son las asociaciones internacionales que luchan por la protección del medio ambiente, que promueven los derechos humanos, que proponen comportamientos valóricos, las iglesias, los movimientos espirituales con teológicos, etc.).

 

Sin embargo, a medida que se aleja del centro del poder político y de las instancias intergubernamentales, el multilateralismo puede alcanzar una gama muy variada de inter-relaciones e inter-relacionados, que escapa al formalismo político, lo cual puede ser la base para la consolidación de una cultura multilateral que sea contribuyente a la consolidación política de esta forma de mirar el mundo.

 

Para Phillippe Moreau Defargues, los elementos claves del multilateralismo se fundamentan en los siguientes criterios: debe ser incluyente, ya que solo puede funcionar en forma efectiva si no deja nadie afuera; debe haber un espacio de reglas y procedimientos conocidos y acatados por todos; debe ser igualitario, confiriendo a todos y cada uno los mismos derechos y obligaciones; debe haber mecanismos efectivos para regular las discrepancias, sobre la base de la negociación,  la mediación y el arbitraje. Su fundamento ético histórico descansa en transformar la selva de los intereses de los Estados, donde generalmente se imponen los más poderosos, en una sociedad de países donde cada uno reconoce el valor y el aporte del otro en objetivos mancomunados.  

Así, el multilateralismo descansa en la complementariedad, en la diversidad en su más amplio espectro, en el respeto irrenunciable a los tratados, en la consolidación de una estructura de gobernabilidad mundial, con organismos de control políticos y jurídicos; descansa en la prácticas que deben expresarse en una institucionalidad común, que nace de los tratados que buscan establecer comunes denominadores entre las distintas potencias. En este último aspecto, es importante la democracia como forma de organización política, el respeto a los derechos humanos, la solución pacífica y legal de los conflictos, el reconocimiento legal de las resoluciones que implican a todos aún cuando respondan a cuestiones de tipo sectorial.

La importancia del laicismo en las relaciones multilaterales.

En la consolidación del multilateralismo, sin duda, el laicismo viene a ser un elemento determinante en su fundamento y desarrollo, como lo ha sido históricamente en la fundación de una comunidad de naciones, que se hace realidad en la Organización de Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, y que, a pesar de sus defectos e insuficiencias, sigue siendo el foro de encuentro de países más relevante del mundo. En un planeta donde las realidades nacionales están determinadas, en muchos casos, por sociedades caracterizadas por el predominio de credos específicos, estos, al expresarse en las relaciones entre los Estados, pueden tener alcances profundamente contradictorios como lo hemos advertido en las décadas recientes.

De hecho, geográficamente, la realidad mundial constata claramente la presencia de los credos predominantes en zonas específicas, y países donde hay credo oficial del Estado, respondiendo a procesos históricos propios de la realidad social o política de cada uno de ellos. Esa diversidad es imposible de incluir en un orden internacional común, si no hay prescindencia de las especificidades de los credos que puedan caracterizar a tales Estados. 

De hecho, la concepción de una comunidad internacional, como sociedad de Estados, tiene su origen en la reflexión que surge en el siglo XVII y XVIII, ante una realidad marcada por las guerras sostenidas en connotaciones religiosas, siendo la Guerra de los Treinta Años el antecedente más inmediato, que enfrentó cruentamente a Estados católicos y protestantes. Así, cuando Kant plantea su reflexión sobre la “paz perpetua” no lo hace sobre los fundamentos de un contrato afirmado en la fe común de los beligerantes o en ser hijos de un mismo credo, sino en la necesidad de una construcción racional de las relaciones entre Estados diversos y en la que la Naturaleza quiere a toda costa que el derecho conserve al fin la supremacía.

Para Kant, “es el deseo de todo Estado -o de su príncipe- alcanzar la paz perpetua conquistando al mundo entero. Pero la Naturaleza «quiere» otra cosa. Se sirve de dos medios para evitar la confusión de los pueblos y mantenerlos separados: la diferencia de los idiomas y de las religiones. Estas diferencias encierran siempre en su seno un germen de odio y un pretexto de guerras; pero con el aumento de la cultura y la paulatina aproximación de los hombres, unidos por principios comunes, conducen a inteligencias de paz, que no se fundan y afirman, como el despotismo, en el cementerio de la libertad y en el quebrantamiento de las energías, sino en un equilibrio de las fuerzas activas, luchando en noble competencia”.

Por otro lado, el comercio y las relaciones económicas, desde sus más remotos orígenes, han dado cuenta de una comprobación efectiva y reiterada: que el diálogo de intereses económicos es posible al margen de todo acento en relación a los credos. El intercambio comercial, desde los tiempos del trueque hasta las complejas condiciones del mundo global de nuestro tiempo, solo ha sido posible como efecto de una diversidad que se sustenta en actores que prescinden de la connotación religiosa. Cuando las relaciones comerciales se han dimensionado sobre la especificidad del credo el desenlace ha terminado siendo inevitablemente confrontacional.

De suerte que, el laicismo es una práctica de la comunidad internacional, que se ha consolidado como aquella conducta objetiva de los países que hace posible las relaciones políticas y económicas, superando las particularizaciones de actores diversos, al punto que, sin una perspectiva laica en el diseño e implementación de las relaciones internacionales, estas no avanzarían hacia una verdadera comunidad de naciones o países.

De hecho, no solo desde la perspectiva axiológica sino también desde el punto de vista del pragmatismo con que los distintos actores internacionales se expresan en las instancias de encuentro y tangibilización de intereses comunes o de intereses divergentes, el laicismo viene a ser un bien, que la tolerancia ha legado como una contribución al perfilamiento humanista del trato internacional y a la sanas práctica de la diplomacia y el diálogo entre los países.

Por cierto, las experiencias que se derivan de acontecimientos recientes, donde el factor religioso se ha instalado en la proa de ciertas políticas norteamericanas y de ciertos movimientos políticos y gobiernos del Asia islámico, y que establecen el privilegio de la confrontación armada, han provocado retrocesos importantes para una comunidad internacional que debe enfrentar problemas dramáticos y cuyos efectos pueden alcanzar a todos, problemas de tal gravedad que inducirán a violentas confrontaciones, y donde la efectividad de los gobiernos y las estructuras nacionales de una considerable cantidad de países, se verán cada vez más superadas por el descontento, cuando no la desesperación, de grandes muchedumbres afectadas por la falta de agua, de alimentos y de condiciones de subsistencia elementales.

El encuentro de soluciones para los problemas que tienen carácter planetario, requiere de la cooperación de todos y cada uno de los componentes que integran la compleja trama multilateral, y para que ella sea posible, la práctica laicista contribuye a soltar el nudo de uno de los problemas que tensionan la realidad intercivilizacional e internacional: la pretensión teológica de imponer su concepción de la verdad por sobre la diversidad y la tolerancia, por sobre el diálogo político, cultural y civilizacional.

 

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