Todo sobre las mujeres  Sebastián Jans ©

Severina

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Su sonrisa era preciosa. Sus ojitos brillaban con una singular dulzura, y sus facciones se insinuaban suavemente con recatada angulación, delineando con pulcritud el entorno de sus labios. Los dientes le brillaban con su níveo albor, remarcando las líneas de su rostro, que, sólo hacia su frente, perdía un poco de proporción. Su pelo brillaba con el prolijo peinado de cada día, dándole mayor acento a su armoniosidad angelical. ¡Era linda Severina!. A pesar de su condición física, que rompía con los cánones de normalidad del común de la gente. Para ella, la vida tenía un especial encanto, que no debía perderse nunca, aún en las peores condiciones. ¡Vaya que lo sabía!. Nadie como ella había luchado contra la adversidad. Por eso, ella sabía sonreír. Con sus veinticinco años, cada día, realizaba los deberes de la casa, entonando sus canciones preferidas, con una voz que muchas divas hubiesen querido tener. Así, había sido siempre. Alegre, optimista, inquebrantable. A pesar de que, desde que tuvo uso de razón, había sido objeto del desprecio, del rechazo y la burla cruel, debido a su condición física. Pero, era algo que ella había asumido como parte de la vida, como el signo de su destino, y, como todo aquello que los seres humanos terminamos por asumir como inevitable, pasa a aceptarse e integrarse a la realidad cotidiana con normalidad. Por lo demás, Severina nunca se echaba a morir. Era firme y decidida, dispuesta a cualquier sacrificio, pero, de un modo positivo. Ella no era un cordero condenado al degolladero. No tenía el concepto de sacrificio de los mártires, sino que, por el contrario, daba lo ilimitado de sí, para lograr el beneficio de lo pretendido. Ella tenazmente, estaba dispuesta a salir con sus propósitos adelante, pero, eran objetivos buenos, dignos y nobles, metas que nadie podía objetar. Así era como había logrado superar su condición de enana.

Su metro de altura, por cierto, no parecía proporcional a su enorme corazón, a su persistencia por salir adelante, a su gigantesco cariño por la vida y por su hombre, que llenaba todos sus horizontes, abarcando con plenitud los límites de su existencia. Ello le dio fuerzas para sepultar en sus memorias, el pasado doloroso de su infancia y adolescencia, que estuvieron marcadas por la desgracia de su estatura. A pocos meses de nacer, en un pequeño pueblo de la provincia de Malleco, su madre la llevó al médico por primera vez, ya que la había parido en su propia casa. El médico, luego de examinarla prolijamente, y hacerle una serie de exámenes, dio la noticia que afectaría su destino: sufría de enanismo, producto de un desorden glandular en la hipófisis. Fue el comienzo de su condición de paria en el hogar paterno. Entre nueve hermanos, siete hombres y dos mujeres, todos físicamente normales, su extraña contextura era como un baldón para la honra familiar, en un hogar constituido sobre la base del rigor de un padre campesino, de horizontes limitados y costumbres arcaicas, que emigró a un pueblo chico para poner un taller de reparaciones de monturas y aperos de labranza. Hombre taciturno, sombrío, prejuiciado y violento de reacciones, no dijo nada cuando se enteró de la mala nueva respecto de la menor de sus hijas. Pero, por la expresión de su mirada, quedó claro que la desdichada infanta estaba condenada al desprecio de su gestor. La madre, mujer campesina de acatamiento servil, confundida aún con la noticia, consideró que el hombre que prodiga el pan es el que pone las condiciones, por lo que se sumó al desamor de su marido, aunque durante el resto de sus días mantuvo una sorda lucha interior, entre su deber de madre y su deber de esposa. En definitiva, solo le dio a su hija deforme, aquello que físicamente le había legado a través de los genes: la armonía de su rostro, propia de las mujeres de su familia, cuyos ancestros se mezclaban entre españoles y pehuenches. La mujer murió fulminada por una pulmonía, cuando Severina estaba por cumplir los diez años. A cargo de la casa quedó la hermana mayor. Los varones, apenas habían estado en edad de asumir responsabilidades, el padre los había ido poniendo a trabajar en los fundos cercanos, por lo que, al morir la madre, solo quedaron con él las tres hijas. Severina recibió ese nombre, por decisión de la madre, que tenía una madrina de bautismo llamada de ese modo. Pero, nunca fue identificada en el seno familiar por su nombre; lo propio ocurría con los vecinos que vivían en la misma calle. Siempre, para todos, incluyendo para su padre, fue "la enana". Solo su madre mantuvo cierto decoro, usando el apelativo "hija". Parecía no querer usar el nombre de Severina, para no ofender el recuerdo de su madrina. Nadie recordó que había que mandarla al colegio, cuando estuvo en edad para ello. Esto solo ocurriría mucho tiempo después de la muerte de su madre.

Previamente, cuando estuvo en edad de tener obligaciones caseras, debió encargarse de alivianar los deberes domésticos de la madre. Luego del deceso, sus obligaciones continuaron, colaborando ahora con su hermana mayor. Sin embargo, no por ello se ganó la consideración de su padre, que prefería seguir ignorándola, salvo cuando cometía algún error, entonces le infería blasfemias y golpes que le propinaba fuera de sí. La única vez que el hombre demostró algún interés en su diminuta existencia, fue un día, cuando ella tenía poco mas de 12 años, y autorizó, un día domingo, que sus hijas mayores fueran a un rodeo que se efectuaba en un pueblo cercano. Nadie se preocupó de preguntarle a Severina si quería ir, por lo cual, era obvio que debía quedarse a atender al padre. Le correspondió servirle el almuerzo. El hombre se comió dos platos de porotos con tallarines y bebió un par de vasos de vino. Luego, a modo de agradecimiento, tomó a la pequeña niña y la violó sobre la misma mesa, mancillando su propia estirpe, ensuciando su propia sangre, buscando, tal vez, por ese medio, borrar la vergüenza de tener una hija que consideraba deforme. Consumado su perverso acto, la golpeó con su cinturón para que no siguiera llorando. Imposibilitada de expresar su dolor, la niña gimió casi inaudiblemente toda la noche, sin que nadie le preguntara la causa de su pena. Aterrada, no supo dónde acudir, ni a quien pedirle ayuda. Poco después, como las vecinas la veían llorando a escondidas, hablaron con las monjas de la escuela misional del pueblo.

Así, éstas se enteraron de que, en esa casa, había una enanita que no iba al colegio. Fueron a hablar con el padre, y so advertencia de denunciarlo a las autoridades, lograron su consentimiento para llevársela interna a la escuela, para que hiciera su educación básica. Allí, Severina, por primera vez, tuvo que acostumbrarse a ser llamada e identificada por su nombre, a pesar que, para efectos de los demás alumnos, también era "la enana". En la escuela conoció a Juan, y Juan la conoció a ella. Era un mozuelo moreno, con la contextura típica de los pehuenches, con cierto aire petulante e inquieto; un alumno de calificaciones regulares. El jovenzuelo tenía un año mas de edad que Severina, y estaba en un curso normal para su edad. La pequeña muchacha, en cambio, recién estaba en primer año, pese a su edad. Juan se sumó a las burlas y a las ofensas que el resto de los alumnos le propinaban a la niña, con la crueldad propia de los impúberes. Pero, con el paso de las semanas, fue comprobando que aquella agresividad que le afloraba con Severina, obedecía a algo que no lograba precisar con exactitud, algo que le obligaba a ser cruel, para esconder ciertos sentimientos efluvios, que pretendían emerger desde su pecho, tratando de dominarle la conciencia. Pero, a medida que el tiempo pasaba, cada día era más difícil de contenerlos. Dejó de burlarse de ella en los recreos y la miraba a la distancia, mientras ella correteaba con las demás alumnas, moviendo sus patitas cortas, con el típico contoneo de sus curvas extremidades. Reía con alegría, a pesar de la forma despectiva conque muchos la trataban, haciendo mofa de su forma de correr o de sus esfuerzos por competir de igual a igual con sus compañeras. Y aquella sonrisita inocente se le fue pegando a Juan en las retinas, en la mente, en los sueños, en las horas del día y de la noche, en el pensamiento, en las páginas de los cuadernos, en la tinta de su bolígrafo, en las sábanas de su cama, en cada segundo de su existencia. Se rebelaba contra ello, porque no estaba dispuesto a enamorarse de una enana, y ser el hazmerreír de todo el mundo. Y se autorreprochaba diciéndose palabras hirientes para reaccionar, y volvió a tratarla mal, y la empujaba, y le hacía muecas o gestos procaces. Pero, a ella todo le resbalaba. No se inmutaba. Que tuvieran mal trato con ella era parte de su existencia; además, había vivido cosas peores. Juan se exasperaba con tanta tranquilidad e insistía con sus actos perversos, pero, Severina seguía sin responder los ataques.

Cuando terminó la enseñanza básica, Juan fue enviado por sus padres a Concepción, a estudiar en una escuela industrial, mientras la niña se quedaba en el pueblo continuando sus atrasados estudios. Las limitaciones económicas de la familia de Juan, le impidieron que volviera al pueblo, cuando venían los periodos de vacaciones. Solo pudo hacerlo una vez. Fue a fines de un verano cuando apareció por el pueblo, y como llevado por un imán fue hasta la casa de Severina y se quedó en la vereda del frente esperando que ella apareciera en algún momento. Debió permanecer allí un par de horas, hasta cuando se presentó la oportunidad. Ella salió a barrer la entrada principal de la casa, cuando sus miradas se encontraron. Se quedaron contemplando mutuamente a la distancia, sin decirse nada. No hablaron, pero, en el corazón del muchacho se abrió paso la verdad. La miró como un estúpido, mientras ella permanecía inmóvil, observándolo con la escoba en la mano. Al rato, apareció la hermana mayor para retarla por no haber barrido. Juan se alejó con un nudo en la garganta. Cuando volvió a Concepción, ya sabía que estaba obsesionado. Soñaba con ella todas las noches, y ella fue la causa de sus primeras noches húmedas y de las que continuaron con el escape de sus fluidos juveniles, no solo mientras estuvo estudiando, sino también cuando debió cumplir el servicio militar.

Estando de conscripto tuvo algo de dinero para viajar de nuevo a su pueblo natal, vestido de uniforme. Saludó a sus padres, y se fue a parar frente a la casa de Severina, como la vez anterior. Pero, ella no pareció en todo el día. Regresó el día siguiente, y nuevamente permaneció por horas sin lograr su objetivo. Una de las hermanas, al comprobar que aquella presencia persistente no era casual, cruzó la calle y le preguntó que esperaba. "Quiero saludar a Severina", señaló con firmeza de conscripto. "Ah, ya. No la vas a ver acá. La enana está de empleada doméstica en la casa de los suizos". Era la casa patronal de un fundo distante del pueblo, de propiedad de una familia de origen helvético. Juan partió en esa dirección y recorrió los 30 kilómetros de distancia sin darse un minuto de descanso. Salieron a recibirlo los perros de la casa patronal, que le mostraban sus fauces con furibunda amenaza, dispuestos a impedirle el paso. El encargado de las llaverías salió a su encuentro y le preguntó que buscaba. "Quiero ver a Severina", dijo con el mismo tono militar. "Aquí no hay ninguna persona con ese nombre", fue la respuesta segura del hombre. "Es...bajita", explicó, agregando: "Trabaja en las labores de la casa". "¡Ah, la enana!. ¿Y para que la necesitas?". "Quiero saludarla". "¿Crees que este lugar es para venir a hacer visitas sociales?" , se burló el encargado. "Traigo un recado de la familia", mintió. El hombre se rascó la cabeza y, al fin, dijo: "Espera aquí. Mira que a los patrones no les gusta que vengan a visitar a las empleadas de la casa". Minutos después Severina apareció, aproximándose dubitativa. Cuando ella lo reconoció, una brisa de calor le pasó por el pecho a ambos, y les bajó como cosquilleo hacia el estómago. Se quedaron mirando nuevamente, pero, esta vez ella le sonrió con esa dulzura que a Juan le abría el corazón como se cala una sandía. El se acercó y le entregó una carta que traía preparada. "Estás muy linda, Severina", le dijo, y se fue, sintiendo que las piernas se le convertían en lana. En la carta le decía que la quería, que vivía pensando en ella, y que, cuando terminara el servicio militar, trabajaría, juntaría plata y la vendría a buscar para casarse.

¿Que pasó por la cabeza de la muchacha en los meses y años siguientes a esa inesperada visita de Juan? Nadie lo supo. Seguía con sus responsabilidades, con su rostro despejado, alegre, canturreando, y desplazándose con su diminuto cuerpecito por la enorme casa patronal, soportando las ofensas y los gestos despectivos de las otras personas del servicio y de los hijos de los patrones, que no perdían la oportunidad de demostrar su crueldad con la inofensiva sirvienta. Pasaron dos veranos y dos inviernos, y cuando se iniciaba una nueva primavera, durante las Fiestas Patrias, que habían unido dos feriados a un fin de semana, apareció de nuevo Juan. Venía vestido de terno oscuro, corbata, camisa blanca y zapatos sin caña, con una facha de futre capitalino, que resaltaba de solo verlo de reojo. Severina lo observó llegar por el jardín, hasta la puerta principal de la casa patronal. Juan pidió hablar con el patrón. El suizo lo salió a atender al jardín con expresión de curiosidad. Estuvieron hablando por casi media hora, hasta que el patrón asomó la cabeza hacia dentro de la casa y llamó a Severina con su vozarrón de mando. Ella acudió al llamado con la carrerita típica que sus piernas le permitían. Venía sonriendo. A Juan se le iluminó el rostro al verla aparecer con su característica jovialidad. "Este joven viene a pedir tu mano en matrimonio, Severina", le dijo el patrón. "Tú eres ya mayor de edad y sabrás que responderle", y los dejó conversando solos. La boda se realizó en el mismo fundo, con el aporte de dinero de Juan, que cubrió los gastos de los parientes de los consortes, y del suizo, que invitó a todos sus inquilinos y empleados. Cuando debieron mandar los partes de invitación, fue la única vez que Severina cubrió su rostro de sombras. "No, a él no lo invitaremos", dijo, refiriéndose a su padre. Sus hermanas fueron invitadas, pero, no concurrieron y no enviaron una explicación. Solo concurrieron aquellos de sus hermanos que trabajaban en el fundo del suizo. El oficial civil y el cura fueron llevados desde el pueblo, y el lugar de la ceremonia se instaló en el mismo jardín de la casa patronal. Luego se hizo una fiesta en torno a un gran asado de ternera. Al anochecer, los novios subieron a un auto que los trasladó a la ciudad más próxima, y de allí emprendieron viaje hacia la capital, donde enfrentarían su nueva vida de casados.

Juan había comprado una pequeña casa, en una población del sur de Santiago. Una casa hermosa, provista de todas las comodidades que la modestia de un obrero puede tener. Cuando la hizo pasar y le dijo: "Esta es tu casa, Severina", ella dejó escapar algunas lágrimas discretas. Pero, eran lágrimas hermosas, porque eran de felicidad. Juan se sintió feliz y realizado, porque todo lo había hecho por ella y para ella. Así, comenzaron una vida juntos, llena de promesas verdaderas. Pero, la dicha que los embargaba, al poco tiempo comenzó a resquebrajarse. Con el paso de los días Juan se sintió observado, percibió los comentarios y cuchicheos a sus espaldas, las burlas encubiertas. ¡Claro! ¡Había llegado una enana al barrio!. En su pecho ardió inicialmente el rencor contra los habladores, para luego, dejar pasar contradictorios sentimientos. Amaba a Severina, pero, debía aceptar que no era como las demás personas, y ello comenzó a mortificarlo. Cuando aquellos sentimientos llegaron a colmarle el ánimo, empezó a frecuentar un bar que estaba a la entrada de la población. De un par de cervezas, poco a poco, con el paso de los meses, se fue acostumbrando a embriagarse. Severina se percató de todo, apenas advirtió que Juan sufría de algo que no era capaz de transmitirle con la debida sinceridad del amor. La casa la manejaba como un espejo y se desvivía para que su hombre fuera feliz. Hacía rendir de la mejor forma el presupuesto familiar, sorprendiéndolo con golosinas que las monjas le habían enseñado a preparar. La ropa estaba siempre limpia y planchada, y se deshacía en cariños y ternuras en cada momento que compartían juntos. Pero, había algo que a Juan se le había metido en la cabeza, que no quería manifestarlo, y que Severina solo pudo saber cuando, una noche, se emborrachó de tal modo, que no tenía conciencia de lo que hacía y decía. Fue cuando, a Severina, una vecina pasó a avisarle que él estaba afuera del bar, botado en la calle. Ella corrió tres cuadras para llegar al lugar, en cuya vereda Juan estaba tenido boca arriba, inconsciente a causa de la ingesta alcohólica. Subió parte del tronco del cuerpo de su esposo sobre sus hombros, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y comenzó a arrastrarlo hacia la casa. Era una fría noche de invierno, en que solo se compadecieron de su esfuerzo un par de muchachos semidrogados, que acostumbraban a estar parados en la esquina cercana, los que tomaron el cuerpo inerte del hombre y lo dejaron en la puerta de la casa. Ella terminó por llevarlo hasta la cama, haciendo grandes esfuerzos, que solo su tenacidad le permitió lograr, a pesar del enorme dolor de espalda que se le produjo. Lo acostó, lo lavó y le dio sorbitos de caldo de pollo con una cuchara de té. El hombre, en medio de su borrachera, lloriqueó expresando el temor de que sus hijos también serían enanos, y que la gente se burlaría y abusaría de ellos. Severina escuchó aquellos desvaríos con la misma solemne templanza que le había permitido soportar todo en la vida. Había vivido 25 años sufriendo su condición física, y no iba a ser esta la ocasión en que se doblegaría. Nunca le dijo nada a Juan de sus infidencias de borracho. Pero, Severina comprendió de inmediato que, el mismo veneno que le pudrió el alma a su padre, se la estaba corrompiendo a Juan. Su carita siguió limpia de asomos de malhumor, y su mirada jamás deslizó rencores o reproches. Siguió haciendo sus deberes de casa con la misma prolijidad, atendiendo a su hombre, y en varias oportunidades debió irlo a buscar cuando quedaba botado fuera del bar. No pasaron muchos meses, en que el estado de embarazo, se hizo presente en Severina. Ella se percató de que la había concebido, y asumió de inmediato las implicancias que ello conllevaba. Mantuvo su condición en silencio, con la misma actitud de cada día, hasta cuando el secreto no podía ser mas guardado, ya que su barriga se había abultado de manera evidente. Entonces preparó una maleta con sus cosas personales, y escribió una carta para Juan.

La dejó sobre la mesa, que quedó lista para la cena. Salió de la casa y cerró con llave. Los vecinos la vieron detener un taxi y partir. Eso fue lo que pudieron contarle a Juan, que anduvo haciendo averiguaciones en los días posteriores. Solo encontró la carta, en que le decía que no la buscara, que ella volvería cuando él pudiera estar orgulloso de ella y de los hijos que tendrían. Cuando Juan leyó la nota rompió a llorar como un niño, desgarradoramente, y golpeó las paredes con los puños, maldiciéndose, hasta que la sangre brotó de sus nudillos y perdió la sensibilidad de los dedos. Aceptando su soledad como un castigo, en los meses sucesivos dejaría de beber, y se dedicaría a cuidar la casa, con la esperanza de que Severina volvería algún día. El habitualmente descuidado jardín, se llenó de flores, en las distintas estaciones del año, y mantuvo la casa aseada, el piso brillante, la cocina limpia, y los muebles sin polvo. Mientras cumplía con esas obligaciones, además de aquellas que le imponía su trabajo, se daba tiempo para seguir las averiguaciones sobre su esposa. Viajó a su pueblo, visitó a los familiares de ambos, fue al fundo del suizo, consultó el tarot y las quirománticas que le recomendaron, mandó mensajes por el diario, fue a programas de televisión, reiteró denuncias ante la policía. Rezó cada noche veinte padrenuestros y veinte avemarías. Pero, no obtuvo ningún resultado. Parecía que se la había tragado la tierra. En las noches se acostaba en la cama vacía, y lloraba, diciendo su nombre, suplicando que lo perdonara. Pero, eran sollozos que ella no escuchaba. Pero, no porque se la hubiera tragado la tierra. Severina había viajado a Concepción, solicitando amparo en una casa de hospedaje de una institución de caridad. Allí consiguió un techo donde dormir y la oportunidad de trabajar en un orfanato cercano, haciendo labores de aseo. Compartía el dormitorio común con otras mujeres marginadas: vagabundas, prostitutas en declinación, drogadictas en tratamiento. A todas ellas les transmitió la fuerza de vivir, ganándose el cariño de sus compañeras de infortunio, que la cuidaban y respetaban. En las horas que le quedaban libre, iba a una casa de ricos a lavar y planchar ropa. Trabajó hasta el día antes del parto, sin desmayar, sin pedir nada, sin darse una tregua.

Cuando dio a luz su hijo, las mujeres de la hospedería de beneficencia colmaron su cama de regalos. A los tres días fue dada de alta y volvió al albergue, siendo recibida con el jolgorio que las mujeres le prodigaron con una alegría sincera. A la semana ya se había reintegrado a sus labores. Su obsesión era juntar el dinero necesario para realizarle exámenes médicos a su hijo, que determinaran la normalidad de su proceso de crecimiento. De éste modo, luego de varias semanas, tuvo la repuesta que esperaba. Entonces escribió una carta para Juan, diciéndole dónde estaba. El hombre llegó a los dos días, y golpeó ansioso a las puertas de la casa de hospedaje. Preguntó por ella y le hicieron pasar a una sala de espera. Esperó los minutos más largos de su vida, hasta que apareció Severina, hermosa, sonriente, como él la había recordado por casi un año de ausencia. Se abalanzó sobre ella y la cubrió de besos, mientras ella sonreía, sincera, sin rencor. "Loco, loco", le decía, aceptando sus lágrimas de hombre arrepentido, sus besos, sus promesas, sus súplicas de perdón. Y le respondía con besos y caricias en el pelo, "loco, loco", le musitaba. Solo cuando Juan escuchó "no tengo nada que perdonarte", cuando comprobó que ella le seguía queriendo, logró recuperar la compostura y se calmó. Entonces ella le pidió que esperara un poco, y salió de la habitación. Volvió a los pocos minutos, con su hijo en brazos y lo puso en mano del hombre. "Es tu hijo. Es normal. Será como tu. No será enano. Aquí tienes los exámenes médicos", le dijo con transparencia, y le extendió los papeles. Pero, Juan no quería verlos, porque ya no podía seguir teniendo mas dudas. Abrazó a su mujer, rompiendo de nuevo en llanto, prodigándole besos, mientras Severina se dejaba querer, sin rencores en su corazón, porque había vencido la adversidad que había sido el sino de su vida.

 

Todo sobre las mujeres   *  Sebastián Jans ©

 

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