Todo sobre las mujeres  Sebastián Jans ©

Maru

«volver

La Maru levantó las solapas de su chaquetón para abrigarse el cuello y contrarrestar el frío que calaba inclemente, haciéndose más fiero con el raudo paso de los vehículos por la carretera. Era una fría tarde de julio, en que el smog queda suspendido a pocos metros de altura, envolviendo a Santiago con su terroso manto lacrimógeno.

Ante aquellas lacerante gélidas hubiera querido quedarse en casa, pero, ese día no podía faltar a la cita en su lugar habitual de callejera, con su chaquetón de piel sintética, con su breve falda de cotejé negra, que mostraba con descaro el entorno de sus muslos, y sus botas del mismo color, que le cubrían hasta las rodillas. Así vestía habitualmente, para ubicarse a la vera del camino, en la bajada del paso sobre nivel del Paradero 30 de la Panamericana Sur.

La Maruja - María - era una bencinera, una prostituta de carretera, como las otras tres que estaban junto a ella, esperando que algún camionero detuviera su vehículo, para llevarla algunos kilómetros mas adelante a hacer el amor a la vera de la carretera por una cantidad de billetes previamente pactada.

Pero, ese día brumoso, la Maru no estaba a libre disposición. Lejos de ello, el motivo de su presencia en ese lugar era su encuentro semanal con Horacio, quien pasaría en cualquier momento con su gigantesco Scania en dirección a las regiones del sur.

- Hoy tienes cariñito - le dijo la Pilila sugestivamente, regordeta y desgreñada como siempre, con su pelo teñido con agua oxigenada y sus tetas descomunales, resaltadas intencionadamente con un pulóver estrecho que parecía reventar en sus costuras.

- Sí. Hoy me hacen cariñito - confirmó la aludida, con henchido orgullo, sabiendo que, por lo menos en esa oportunidad, había una diferencia sustancial entre ella y sus acompañantes, pues, ese día ella no lo haría por dinero, por cuestión de oficio, sino por amor, sentimiento que solo la ligaba a Horacio, en esos encuentros concertados, sin palabras, establecidos y consolidados con la costumbre, y donde nunca habían existido declaraciones ni oficializaciones de perfiles solemnes, que dieran referencias testimoniales de su existencia, como no fueran aquellas expresiones tangibles de encontrarse una vez cada semana, cuando al camionero le correspondía su viaje de itinerario al sur, llevando una carga de fideos, para regresar un par de días después con unos enormes rollos de papel.

Quería a Horacio sin una razón específica, a su modo, y tal vez él también la amaría. Gestos en ese sentido el hombre había hecho, como para que ella tuviera una idea de esa posibilidad. Por lo menos, ella así lo sentía.

La relación había comenzado un par de años antes, cuando la Maru prefería la ruta norte. En ese tiempo se arriesgaba en tramos más largos, y aún no tenía un crío que le atara al hogar de pobrezas en que vivía, en el sector de Lo Sierra. Entonces iba de un lugar a otro, encaramada en los camiones, llegando hasta el extremo norte, llegando hasta Arica misma. Iba y volvía, haciéndole compañía a camioneros solitarios, vociferantes y procaces, por los caminos interminables del desierto.

En una ocasión, en una posada cerca de Nogales, le ofreció sus servicios a un chofer joven y flacuchento, de ademanes nerviosos y carácter inseguro, que hacía su primer viaje conduciendo un camión de encomiendas. Este aceptó turbado, y la aceptó como acompañante en su derrotero como imprevista copiloto por un trecho indefinido. Se detuvieron cerca de la cuesta de El Melón, donde ella le enseñó todas sus artes de experta consumada, entre paquetes reordenados para las necesidades del caso, sorprendida con su propio entusiasmo de profesora en artes del amor, mientras él se dejaba llevar por aquellos desconocidos vericuetos de placer, con una inexperiencia ruborosa.

La Maru lo encontró distinto, especial, con una ingenuidad casi adolescente, a pesar de ser ya un adulto que rayaba los treinta años. El entusiasmo de la mujer creció tanto, que se fue con él a recorrer todo el norte, mientras éste iba cumpliendo el itinerario de ciudad en ciudad. Y cuando divisaron Santiago a la distancia, ella le dijo que aquellos no habían sido servicios sino placeres, y que por eso no se los cobraba, y que lo bendecía con todo el corazón. El hombre la miró con ojos idos, casi a punto de llorar, y le dijo que Dios la protegiera por el resto de su vida, porque era buena, y porque los ángeles siempre son benditos.

- Ojalá te vea de nuevo - terminó diciendo el flacuchento tras el volante, mientras ella bajaba del camión, devolviéndole la misma esperanza con una sonrisa tibia.

Lo encontró el mes siguiente, y ella repitió el itinerario a su lado, y también en los viajes sucesivos. Lo esperaba inconscientemente, sin concertarse, casi contra su voluntad, ya que era una absoluta pérdida de dinero porque no le cobraba un peso, pero, poco a poco, aquello se fue transformando en una necesidad existencial.

Hasta que ella quedó embarazada, no de él, sino que alguno de sus otros clientes, y desapareció al poco tiempo de la ruta del norte por varios meses. Cuando se recuperó de la parición, volvió al lugar donde lo esperaba habitualmente, pero, advirtió de inmediato que el chofer del camión de encomiendas era otro. Hizo trato con el sustituto y le acompañó hasta las cercanías del túnel La Calavera, donde prestó los peores servicios de su vida, evocando a Horacio en cada milímetro de la cabina, en cada centímetro cuadrado del asiento de hule. Y cuando ya había cumplido los servicios contratados, y el chofer la expulsó del camión descontento por la mala calidad de éstos, una borrasca de llanto pretendió victimarla, pero, logró dominarla a duras penas logrando superar su aflicción de ausencias.

Pasó un tiempo relativamente prolongado, hasta que, un día, cuando estaba negociando con un conductor de un camión argentino, escuchó un bocinazo ronco, estridente, altanero. Lanzó un chillido casi infantil de alegría, y dejó a su eventual cliente en el olvido. Era Horacio en un Scania imponente, de rampa de tres ejes; una verdadera mole de fierros en movimiento. Ella notó los cambios de inmediato. Estaba gordo, pero, también más fornido. Su carácter se había vuelto mas seguro y hasta tenía un dejo de prepotencia. Caminaba con los brazos entreabiertos, como los cowboys listos a disparar, reía a carcajadas insolentes y sus ojos dejaban traslucir una constante ironía. Se había transformado completamente, como si una extraña simbiosis se hubiera gestado entre su carácter y su camión. Se había tornado arrogante y agresivo.

La atrapó entre sus brazos ahora robustos y fibrosos, y ella sintió la seguridad de estar en las manos toscas y rotundas de todo un hombre, como cuando era niña y su padre la tomaba en brazos, para darle besos libidinosos, entre resuellos de aliento a cebollas y vino tinto vendido por litro. La metió en la litera de la cabina del camión, y la hizo suya con un vigor adusto, pero, apasionado, con urgencias de espera prolongada, como diciéndole "donde estabas, que te he necesitado mas que el aire que respiro, mas que la sal, mas que el azúcar". Le hizo el amor como ella le había enseñado que debía hacerlo un hombre bien plantado, pero, con la iniciativa ansiosa del macho experimentado, y cuando se hartó de lo que correspondía hacer de buena forma le hizo el amor contra natura, mientras ella trataba de escaparse como un pollo atrapado por las garras crispadas de un tiuque, que le atenazaban las caderas, impidiéndole salvar su decoro, que se sorprendió a si misma de descubrir en alguna parte de un pudor recóndito a esas alturas de la vida.

Desde aquella vez, se sintió mas ligada a ese hombre parco, que la trataba con una ternura medida, como si cada actitud que asumía con ella la hubiera premeditado cuidadosamente, detalladamente.

Fue la Pilila quien la sacó de sus dulces recuerdos.

- Ahí viene esa india desgraciada - señaló indicando la proximidad de la Chepa.

Las otras tres clavaron sus ojos furibundos, rencorosos en la mujer que se aproximaba con su caminar vacilante, sobre zapatos de taco aguja, bajando por la orilla de la calzada del paso sobre nivel. Por cierto, las cuatro sentían una abierta odiosidad contra la joven, que semanas antes había llegado hasta ese lugar, con la esperanza de ganarse un espacio entre ellas, y enganchar un cliente, con un pelo hirsuto y unas polleras a media canilla, que le daba un aire de empleada doméstica, mas que de puta.

La acogieron con lástima, con solidaridad de pobres, y le enseñaron las mañas de la profesión: cómo negociar, cómo vestirse, lo que debía y no debía hacer, cómo tenía que manejar la rudeza de los hombres. Muchas veces tuvieron que darle dinero para que regresara a casa, porque, con su facha de asesora doméstica no atraía ni la conmiseración de los hombres. Había sido una especie de hermana menor, a la que protegieron y ayudaron con fervor maternal.

Hasta que apareció, pocos días antes, con una nueva imagen. El pelo se lo tiñó color champaña, se compró una blusa plateada que parecía reventar los botones a la altura de las tetas, se plantó una minifalda negra de terciopelo sintético y unas botas rojas sobre medias de dibujos de encajes del mismo color, afirmadas con un portaligas que se mostraba con desparpajo bajo el borde de la brevedad de la falda.

A la distancia parecía una Venus cinematográfica, una muñeca de fibra acrílica. Mas, esa imagen se rompía con la cercanía, que denunciaba el contraste rotundo entre la efervescencia de su pelo y su piel morena de ancestro indígena, que se tornaba aún más evidente con los ribetes de brusco rojo escarlata, que cubrían sus labios voluptuosos. Aquel contraste, sin embargo, era compensado con la juventud de su rostro, con aquella mirada temerosa, y con la frescura de un cuerpo aún sin marchitarse con el lastre de los años de amores vendidos.

Durante los días en que había lucido su nueva imagen, era la primera en embarcarse, despertando los celos de sus abdicadas madrinas, que sufrían la desventaja cierta de no poseer el golpe de efecto que la mas joven lograba, y que ellas, con su carga de obligaciones hogareñas, no estaban posibilitadas de igualar, porque la plata no podían gastarla en trapos.

- Si yo no tuviera críos que alimentar - refunfuñó una de ellas - gastaría también en arreglarme, y apuesto que me vería mejor que esa india desgraciada.

La Chepa pasó por delante de ellas y les sonrió a modo de saludo, continuando su camino hasta ubicarse a unos veinte metros de distancia, sintiendo el peso de las miradas con odioso furor, que le dirigían sus competidoras.

La Maru no pudo evitar darle una mirada despectiva, con evidencias de reproche, y centró su atención nuevamente en lo alto de la pendiente. Pronto aparecería el enorme camión con el Horacio de su vida, con aquella ilusión de amor que le gratificaba el transcurrir de amarguras y necesidades, su carga cotidiana de penas, privaciones y frustraciones. Sintió el apuro de estar arrobada entre sus brazos, metidos en la litera de la cabina algunos kilómetros aproximados a Angostura, a la vera del camino, sintiendo los zumbidos de moscardón que producían los vehículos que pasaban por la carretera, sintiendo el sopor de una dulce fatiga, su calor embriagante, sus músculos, su barriga, su aliento a cebolla, sus labios ardientes y su lengua pastosa.

- Ya va a llegar, chiquilla - bromeó de nuevo la Pilila.- No te pongas nerviosa.

Ella devolvió la alusión con una sonrisa aguada, como una colegiala sorprendida in fraganti mirando al compañero de curso de sus preferencias. "Eres una romántica empedernida", se reprochó a sí misma. Miró a sus compañeras y una extraña sensación le recorrió los huesos. Vio sus rostros ajados, las pupilas sin brillo, las carnes sueltas, como si tuvieran mas edad, y un temor críptico le vibró en algún lugar del cuerpo, ante la alternativa de que pronto ella tendría esa misma imagen, esa misma facha, donde ni los colores del maquillaje barato ni sus chillones tonos lograrían esconder el deterioro progresivo de su cuerpo.

Se sintió atrapada, con el espíritu cautivo en un destino implacable, donde Horacio parecía diluirse en el hastío de tocar un cuerpo marchito, sin un trazo de deseo en las pupilas, con un rictus de desprecio en la comisura de los labios. Pero, no. La quería, y ella lo sabía. Tenía la seguridad de que el hombre estaba ligado a ella por un sentimiento distinto al que otros hombres podrían sentir por una callejera. El calorcillo de la certeza del amor bueno le cuajó en las entrañas, y le subió como espuma hacia el pecho. Esa certeza afloró hacia su rostro e iluminó sus facciones con una sonrisa.

- ¿Que estarás pensando, mujer? - le preguntó la Pilila con sorna, percatada de aquellas sensaciones efluvias que vertía la expresión de la Maru.

- Déjame tranquila, niña. Hasta cuando molestas - refunfuñó la aludida con cierto tono de diversión. - Mejor será que le hagas empeño al trabajo, mira que la Chepa te va a ganar.

- ¡La mato a esa desgraciada! - afirmó la Pilila, con mas temor que convicción.

- Allá viene tu "pierna" - anunció la tercera.

La Maru miró ansiosa hacia lo alto, y comprobó como el Scania terminaba de emerger tras el promontorio, con esa imponente silueta que le daba un aspecto de trasatlántico terrestre. Su rostro se iluminó con una sonrisa radiante. El vehículo comenzó a declinar en su velocidad, producto del freno que comenzaba a aplicar el conductor, insinuando detenerse junto a la calzada. Ella le dio un vistazo rápido a su reloj, comprobando la semanal puntualidad, y suspiró con satisfacción.

El camión pasó frente a ellas, dejándose llevar por la inercia de la pendiente. Entonces, la Maru advirtió que Horacio no la había mirado, y constató la ausencia de la sonrisa con que la saludaba cada vez desde su posición en la cabina. Solo vio dibujada en sus facciones una imagen pétrea, una careta incógnita, fugaz, inescrutable; pasante, porque el camión siguió su curso, inmutable, hasta detenerse frente a la Chepa.

La Maru se congeló, y un extraño vacío pareció abrirse bajo sus pies. Trató de correr tras él, pensando que no había logrado detener la máquina por el exceso de carga, pero, una oculta intuición la paralizó. La puerta del camión se abrió y la Chepa se acercó para negociar. Sintió que hablaban, pero, no puso atención en sus palabras. La Maru estaba a punto de desvanecerse, pero, solo su orgullo lograba mantenerla de pie, trémula.

De pronto, la Chepa estiró una mano, se asió a la manilla, y se encaramó en la pisadera, ascendiendo hacia la cabina, con toda la audacia de su minifalda de acrílico.

Las mujeres se miraron confundidas. Una hizo ademán de hacer un gesto fraterno a la compañera ofendida, pero, se contuvo. La Maru lucía una palidez mortecina.

- ¡Desgraciado! - exclamó la Pilila solidariamente, con un nudo en la garganta.

La Maru buscó fuerzas en su debilidad, y tragó saliva para poder mantener su herida dignidad, y poder articular alguna palabra.

- El se lo pierde - trató falsamente de ironizar, con voz apenas audible.

El camión rugió de nuevo, poniéndose en movimiento, con su profunda y solemne ruidosidad.

- El maldito desgraciado prefiere pagar... - aventuró la Pilila un comentario que le sacara la bilis que se asentó en su alma.

- ¡Siempre ha pagado! - mintió la Maru, interrumpiéndola. - Cambió de gusto simplemente... Allá él - agregó. - Total, clientes no me han faltado ni me van a faltar.

Y avanzó algunos pasos hacia el borde del asfalto, fijando la vista hacia lo alto del promontorio, con la esperanza de que algún vehículo se detuviera, y se la llevara de allí, hacia algún lugar donde hundirse en la pena y el abandono del sexo vendido.

 

Todo sobre las mujeres   *  Sebastián Jans ©

 

Hosted by www.Geocities.ws

1