Todo sobre las mujeres  Sebastián Jans ©

 

Griselda

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En recuerdo de las valientes mujeres que fueron víctimas de la brutal represión política en América Latina. Su diáfana belleza sigue latente en nuestra memoria..

    Cuando los infantes de marina ingresaron a la casa, la pequeña Griselda dormía. La noche presagiaba lo imprevisible, debido a los ecos de los disparos de las patrullas militares, que llegaban hasta la casa, enclavada en uno de los cerros de Viña del Mar. A pesar de que había pasado lo peor aparentemente, la sensación de angustia persistía.  Después de varias semanas del día en que los militares habían tomado el control del país, las noches seguían siendo escenarios de oscuros presagios, ya que las patrullas que recorrían las calles, durante del horario de toque de queda, disparaban una y otra vez, quizá para ahuyentar a los infractores a la ordenanza, quizá para mantener el temor de la población, quizá para ejecutar sumariamente a algún perseguido. Griselda, la mayor, estaba convencida de que lo hacían para mantener a la gente atemorizada y que nadie se atreviera a salir a la calle durante el horario de toque de queda. Sintió disparos poco antes de que los marineros ingresaran a la casa, se dio vuelta en la cama y abrazó a su pequeña nieta, para que se sintiera más segura. No pudo evitar en pensar en su Griselda, la del medio, su hija, rogando que estuviera protegida y a salvo. Trató de conciliar el sueño. Seguramente logró caer en el sopor por algunos segundos o minutos, hasta que sintió el estruendo de la puerta trasera, cuando era derrumbada. Saltó de la cama, y alcanzó a abrir la puerta del dormitorio, cuando un culatazo en el vientre la hizo lanzar un gemido ahogado y desmayarse, mientras una veintena de infantes de marina copaban la casa, por puertas y ventanas. Cuando recobró el conocimiento, estaba tendida en el suelo, y la pequeña Griselda lloraba, hincada sobre la cama, llamándole: “Güeli, Güeli”. Ese llamado lo escuchó tantas veces en su inconciencia, que se le quedó tan grabado, que, muchas veces, en el resto de su vida, despertaría en las noches con la misma aflicción de aquella vez. Los marineros, con sus trajes de campaña y sus armas automáticas en ristre, la miraban con la indolencia del poder absoluto. Se dio cuenta que su camisón de dormir mostraba gran parte de sus piernas e instintivamente trató de cubrirse, pero, el movimiento le produjo un enorme dolor en el abdomen y recordó haber sentido un golpe brutal. Nuevamente gimió, pero, persistió en su pudor, y logró bajar el camisón hasta las rodillas. La pequeña, viéndola conciente, se precipitó sobre ella y la abrazó: “¡Güeli, Güeli!”, llorando. Uno de los soldados, tomó a la niña con fuerza y la apartó, empujándola con violencia hacia la cama. Griselda, la mayor, gritó que no le hicieran nada, y olvidándose de su dolor, trató de incorporarse para cobijar a la niña, pero, una bota negra la comprimió contra el piso. “Quédate tranquila, puta marxista, si no quieres pasarla muy mal”. La bota la comprimió con fuerza contra el piso. “¿Dónde está la puta de tu hija?”. No sabía nada. Griselda, la del medio, se había despedido de su madre y de su hija, hacía más de un mes. Estaba escondida seguramente en Santiago, o en otra ciudad, desde que habían sido detenidos varios de sus compañeros de Universidad, con los cuales hacía trabajo social en los cerros pobres de Valparaíso. Algunos habían sido torturados en el buque-escuela “Esmeralda”, el blanco navío de la Armada, surto en la bahía de Valparaíso. “¿Dónde está tu madre?”, le preguntaron a la pequeña llorosa y aterrorizada. Griselda, la mayor, la escuchó decir: “No tá”. “¡Como se les ocurre interrogar a una niña!”, alcanzó a protestar, antes que la bota que le oprimía el hombro contra el piso, se volviera contra su rostro. “¡Cállate, mierda!”, escuchó y su nariz se llenó de sangre.

Griselda, la del medio, había sido una reina. Hermosa, distinguida, inquieta. Estudió con las monjas inglesas, y su belleza le permitió ser coronada como la reina del colegio. Vivió alegremente su pubertad, como todas las muchachas de su edad. Hija de una mujer soltera, trabajadora de una importante tienda de la ciudad balneario, que la tenía como la razón más importante de su vida. La madre le había legado muchas cosas, como aquella fineza y hermosura que producían la atracción de los ojos varoniles, cuando pasaba rumbo al colegio, con su apegado uniforme escolar, exhibiendo la belleza de sus torneadas piernas, la sensualidad de su mirada y la altivez de su estampa. Cuando fue a la Universidad, era claro que sus dotes femeninas se acentuaron al aproximarse a los 20 años, a pesar que el ambiente la hizo desdeñar aquellas virtudes, que siendo colegiala de enseñanza media se encargaba de destacar con pretensión adolescente. Los pantalones de mezclilla reemplazaron las minifaldas y la exposición insinuante de su figura fue reemplazada por la recatada actitud del compromiso político. Vano esfuerzo. La verdad es que, a pesar de sus blusas anchas, del descuido premeditado de su apostura, su belleza terminaba por imponerse y los estudiantes que participaban con ella, en las labores de ayuda social en los cerros de Valparaíso, competían por conquistarla, y sus miradas, a pesar del respeto natural que se tiene con los compañeros de ideas, no evitaban el deseo oculto de disfrutar de sus dotes. Pero, Griselda, la del medio, se enamoró de un activista universitario, del más intelectual, del más comprometido, del que la invitó por primera vez a hacer trabajo social entre los pobres del puerto. Ese compromiso los unió con férreos lazos, y terminaron por entregarse el uno al otro, y también, con más dedicación, a la causa que los motivaba. Estaban convencidos de la integración social y la emancipación de los oprimidos, y como prueba de ello, se fueron a vivir a uno de los campamentos de pobladores sin casa de los cerros porteños. Griselda, la mayor, no compartió aquella decisión, que la dejó sola y con la niña de sus ojos demasiado expuesta a condiciones extremas de vida. Le parecía bien que ayudara a los proletarios y a los marginados, porque ella también era una allendista de corazón. Ella siempre había votado por la izquierda y por Allende, y creía que los pobres podían emanciparse de la miseria por medio de la solidaridad y la conciencia social, pero, de allí a convertirse en una pobladora, no le parecía adecuado. Regañó al compañero de su hija, en privado, por llevarla a esa decisión, pero, terminó por aceptar lo inevitable. Y cuando Griselda, la del medio, dio señales de su embarazo, ella se alegró de sobremanera, porque iba a ser abuela, a pesar de ser una mujer aún joven, y se prodigó en que el embarazo se desarrollara sin contratiempos. Ni siquiera se preocupó de que su hija no estuviera casada, porque, después de todo, ella misma no era un ejemplo en las formalidades. Había parido a su hija peleando contra su familia, por tener amores furtivos con un hombre prohibido, que le fascinó con su sonrisa embrujadora y su forma estilizada de bailar boleros de Lucho Gatica. No le importó que estuviera casado, porque ella se sentía liberal, y a pesar de que un marino mercante parecía ser un excelente partido, cortejándola con todos los procedimientos bien aceptados por una familia de clase media, ella, sofisticada damita de la sociedad viñamarina de mitad del siglo XX, lo desechó por encontrarlo demasiado pulcro y formal, y prefirió la embriaguez de la seducción prohibida. Nunca se arrepintió de su decisión, a pesar del precio que pagó con creces, ya que ser madre soltera en un medio social tan relacionado presentó más dificultades de las esperadas. Y a pesar del escándalo, el tipo tuvo los suficientes cojones para ponerle su apellido a la niña más linda del año, como dijeron las matronas del hospital. Y no faltó cuando se le necesitó, ni dejó de asistir a los actos del colegio, sino, solo hasta que tuvo que irse a otra ciudad del país, trasladado por la empresa en que trabajaba. Pero, desde allá, enviaba el apoyo financiero que Griselda, la mayor, requería para suplementar lo que lograba con su trabajo, y que a veces no le alcanzaba para cubrir los gastos de la educación y vestuario de Griselda, la del medio. Cuando esta última quedó embarazada, producto de su convivencia con el activista revolucionario, Griselda, la mayor, que nunca pensó que su historia se podía repetir, no le hizo reproches a su hija por no haberse casado, pues, bien sabía ella que los lazos matrimoniales no conferían la lealtad de los hombres, sino que ello se lograba cuando había comunión de sueños, y ellos dos la tenían, aunque fuera en medio de la pobreza optada libremente, en un campamento de pobres sin casa.

Cuando Griselda, la menor, observaba bajar el ataúd de la abuela, alzó la vista, y se topó con los hermosos ojos de su madre, que lucían esa tonalidad verde que producía una sensación de extraña subyugación, y que, ahora, con el llanto, estaban enrojecidos. La menor, no pudo evitar comprobar como los años habían pasado en su madre biológica. Sin embargo, tras las huellas del tiempo y los sufrimientos, mantenía esa belleza y estampa distinguida, de reina juvenil, que a ella, muchas veces le había producido cierta envidia, y lamentos, por no haber tenido el color de esos ojos – los suyos eran iguales a los de su padre -, la fina voluptuosidad de sus labios, lla estilizada figura de su cuello, el caminar cadencioso, la delicadeza de esas manos. Ella se sentía más tosca, más gruesa, más desaliñada, a pesar de hacer todos los esfuerzos para ser tener ese pulcro talante que su madre lucía con tanta casualidad. Se miraron, tal vez sintiéndose solas y desamparadas, ya que, en ese cajón de madera, se iba mucha de la fortaleza que ambas tenían en la vida. Fue madre y padre, en todos los momentos de sus vidas, y ambas quedaban ahora definitivamente huérfanas. Porque, para Griselda, la menor, su madre, la del medio, por las circunstancias de la vida, era casi hermana, la que menos pudo estar, la que no pudo cobijarla en las noches, la que no pudo darle las respuestas de la infancia ni de la juventud, la que no pudo llevarla al colegio el primer día de clases, pero, que siempre estaba en sus afectos, siempre en su entorno complaciente. La llamaba “mamá”, pero, sin sentir ese sentimiento de confianza que la “Güeli” le transmitía en forma natural. Sabía que su madre la amaba y estaba dispuesta a todo por ella, como las fieras protegen a sus crías, pero, los momentos de separación, no pudieron recuperarse en las fibras y en las moléculas más recónditas de su existir. Ahora tendrían que tenerse una a la otra. Puso su mano en su vientre, sintiendo que la criatura se movía. En ese momento el ataúd había llegado al fondo de la excavación. Griselda, la mayor, había deseado siempre ser enterrada en tierra, y habían cumplido su deseo. Allí, en una tumba rodeada de provinciana sencillez, sus restos descansarían y podrían integrarse al proceso natural de la vida, paz que no pudo tener desde aquella noche en que entraron los infantes de marina a su hogar. El recuerdo difuso de aquel momento horrendo, que las dos Griseldas, la mayor y la menor, siempre trataron de sepultar en lo más profundo de la memoria, y del que la Griselda del medio nunca indagó. Al fin y al cabo, ella también trataba de guardar el pasado en el olvido. A pesar de sus pocos años, cuando aquellos eventos ocurrieron, la brutalidad y la infamia adquirieron un arraigo experiencial, que Griselda, la menor, no podría borrar de sus sentidos y de sus tripas, que se contraían en espasmos, cuando una leve brisa de recuerdos cruzaba su mente. Por eso, prefería no recordar. Pero, la entereza de su abuela, merecían el homenaje a su sacrificio. Quince días estuvieron la Griselda mayor y la Griselda menor en manos de los infantes de marina, rehenes en su propia casa, para obligar a la del medio a que se entregara. Pero, aquella no llegó a enterarse, porque estaba huyendo, escondida, sin poder comunicarse. Quince días en que los tipos hicieron lo que quisieron. En la memoria de la menor quedaban retazos de memoria, recuerdos que afloraban en las noches de pesadilla, en los instantes en que lo sepultado en el inconsciente parecía volver a aflorar sin control alguno. Eran pequeños chispazos irracionales, que desde los dos años de edad volvían como relámpagos a sus recuerdos, muchas veces sin motivo. En ocasiones, tratando de racionalizar esos recuerdos, creía que eran efectos de su imaginación. Cuando hablaba sobre ello con su abuela, ella bajaba la vista y no respondía, y la vergüenza afloraba en su rostro, y la nieta no insistía. Para protegerla, su abuela había hecho siempre lo imposible. Eso era lo importante.

Mientras Griselda, la del medio, dormía, sintió ruidos en el techo y creyó que eran los ratones. Era una vieja casona del barrio Recoleta, cercana a la Vega Central y al río Mapocho. A veces, cuando estaba leyendo en la pieza que hacía de sala de estar y comedor, en el silencio de las tardes, veía pasar ratones en forma impune por el piso o por el pequeño pasillo que conducía a la puerta de calle. Una vez estaba sentada en el baño y vio bajar un roedor por una repisa en forma de esquinero. En otra ocasión encontró el piso mojado, con claras señas de que un ratón de alcantarillas, tres veces más grande que los que pululaban por la casa, había salido del excusado del baño, merodeado por el cuarto, y luego había regresado por donde había emergido. Cuando se sentaba en el excusado, tenía un terror que, muchas veces, le cortaba las ganas, pensando que pudiera emerger de nuevo estando allí. Si algo le resultaba repelente, eran los roedores, y sentía una desesperación angustiante de estar en esa casa de seguridad, con  tanto de esos bichos merodeando, metiéndose en la despensa, desplazándose por la casa con carrerillas infames. Cuando comía, lo hacía con asco, pensando que en cualquier lugar de la casa, aparecían las fecas, como testimonios de aquella cohabitación obligada. Pero, no había recursos para un lugar mejor. Lo importante era sobrevivir, estar lejos de los organismos de la represión, de los agentes de la dictadura. Se dio vueltas en la cama y se dejó llevar por el sopor. Pero, saltó de la cama, al sentir el estruendo de la madera quebrándose. Era la débil puerta trasera que había sido desbaratada, dando paso a un grupo de individuos armados. En pocos segundos abrieron la puerta de calle y entraron otros que la sacaron en vilo de la cama, le pusieron una capucha de género para cubrirle la cabeza, y la arrojaron violentamente al piso del pasillo. Ella lloraba aterrorizada, sin poder centrar su atención en las palabrotas y todo lo que ocurría a su alrededor, pero, estaba claro que estaban revisando las pocas piezas de la casa y los escasos y elementales muebles. La manosearon, quizá si para percatarse si tenía un arma o solo por perversión.  En realidad estaba durmiendo con una camisa de hombre y unos calzones viejos, algo deshilachados, por lo que era muy difícil esconder algo debajo de esa mínima indumentaria, pese a ello, en varias oportunidades, mientras estuvo en el suelo sintió las manos de los tipos que le tocaban en cuerpo. Uno de los agentes dijo que las extremistas guardaban una cápsula de cianuro para suicidarse en la vagina, por lo cual, le bajaron los calzones y le hicieron abrir las piernas. Tendió a resistirse, pero, le golpearon con algo en el estómago, y se quedó sin aire ni fuerzas para defenderse, y entre dos le abrieron las piernas de un modo definitivo, y alguno de ellos le metió los dedos y le hurgueteó con infamante desprecio. Escuchó risillas perversas, y se demoraron mucho más de lo necesario para constatar la existencia de la eventual cápsula de cianuro. Cuando le sacó la mano, hubo algo entre ellos y varios garabatos, que ella interpretó como que el tipo que la había manoseado le pasó los dedos por la cara al otro, y el receptor de la broma gritó que la puta estaba hedionda, increpó al autor de la acción, y ella terminó recibiendo el castigo, con una feroz patada en la cadera. Gritó desgarradoramente con el nuevo golpe infame. Uno que estaba al mando ordenó que la subieran al auto, y nuevamente fue levantada en vilo y llevada a la calle, mientras ella trataba de hacer volver los calzones a su sitio, con la vergüenza de que hubiera gente en la calle y le vieran su intimidad.  Seguramente había otros vehículos, ya que se sintieron varios motores que aceleraban y un rechinar múltiple de neumáticos. Los automóviles salieron velozmente hacia un destino ignorado. No supo cuanto duró el viaje, ya que permaneció con la capucha de género que le impedía ver y apenas le dejaba respirar. Llegaron a un lugar donde permanecería por tiempo impreciso, tal vez un par de días. Cuando pedía ir al baño la llevaban, sin decir palabras, sin retirarle la bolsa de la cabeza, le bajaban el viejo calzón y la hacían sentarse. De rato en rato, gritos desgarradores de hombres o mujeres, llegaban a sus oídos, que venían desde lejos, y que probablemente estaban siendo torturados. No podía ni limpiarse ni lavarse. Así, permaneció hasta que la vinieron a buscar.

Cuando la trasladaron a Valparaíso, había un día soleado. El tipo que venía al mando protestó por el olor que ella tenía, y que no podía llevársela con ese olor en el auto. Griselda, la del medio, no podía ver nada, ya que nuevamente le habían puesto una capucha en la cabeza. La empujaron hacia lo que debió ser un patio y la dejaron solo en calzones. Luego, le lanzaron agua, seguramente con una manguera de jardín. A pesar de lo agraviante de la situación disfrutó del momento y se restregó la piel con los antebrazos por donde pudo, ya que permanecía maniatada. Los tipos se reían de sus esfuerzos. “Mírale la barriga”, dijo uno de ellos. “Esta marxista esta preñada”. Intercambiaron teorías sobre las causas por las cuales podía tener el bajo vientre ligeramente más abultado que lo habitual. Uno afirmó que era una distorsión por la falta de alimentos. Otro planteó que podían ser gases por la falta de movimiento. Otro hizo bromas de que la extremista podía tener guardadas armas en el abdomen. El primero insistió con más seriedad que estaba encinta. “Hay que sacárselo luego, para que no vaya a parir un extremista más”, comentó otro entre risitas morbosas. La hicieron vestirse, pasándole una falda que no era de ella, pues, la única ropa propia que tenía era el viejo calzón y la camisa de hombre que usaba para dormir, y la condujeron a un automóvil. La hicieron subir, y ella preguntó donde la llevaban. Alguien respondió que al infierno. El vehículo se puso en movimiento, y se desplazó velozmente por la ciudad. “Sácale la capucha”, ordenó uno desde el asiento delantero, “llama mucho la atención así”. Sus ojos se enfrentaron a la luz del día y le costó abrirlos, ya que el cambio fue muy violento. Sintió que le sacaban las amarras de las muñecas, mientras le advertían que debía portarse bien, o de lo contrario tendría que irse todo el camino en el portamaletas. Ella asintió con un movimiento afirmativo de cabeza. Los tipos eran tres. Uno conducía, llevando a su lado al que estaba al mando, y el tercero, con un arma en las manos, una especie de metralleta, iba junto a ella. Estaban vestidos del civil, de un modo informal, pero, ella dedujo que eran militares o marinos, por la forma un tanto atrabiliaria de vestirse de civil. Junto a sus amigas, en la época de colegio, habían llegado a la conclusión que los uniformados no sabían vestirse de civil, ya que no lograban los combinar colores ni sabían elegir bien las tallas, por lo que siempre que se sacaban el uniforme, se vestían como mamarrachos. Reconoció el modelo y la marca del auto, un Peugeot 404, y comprobó que estaban saliendo de Santiago, en dirección a Valparaíso. Le reprocharon por haberse metido con extremistas, y le preguntaron como una señorita tan fina se había vinculado con los marxistas. En algún momento se mostraron hasta violentos en sus reproches y la trataron de “Puta”. Años después los reconocería, en distintos momentos, paseando con sus familias, o de compras por los shopping, o a la salida de la Quinta Vergara,  o dejando a los hijos en los colegios, o desplazándose por la calle Pedro Montt de Valparaíso, con sus uniformes de la Armada, pulcramente cuidados. Cuando iban pasando por Curacaví les pidió que la dejaran pasar a un baño, ya que si no lo hacían iba a orinarse en el auto. El vehículo se detuvo en un restorán, y se bajaron llevándola con ellos. Entraron, mientras le decían que fuera al baño, pero, sin hacer tonterías, ya que no iban a vacilar en matarla si trataba de escapar. Ellos se sentaron en una mesa.  Ella entró al baño y orinó sin sentarse, ya que las condiciones del excusado no eran las más aseadas, se lavó la cara con deleite, así como las axilas. Seguramente se estaba demorando mucho, y uno de sus guardianes tocó la puerta y le preguntó por que se demoraba tanto. Mientras se secaba con la misma camisa con que se cubría, le respondió que estaba lavándose, que estaba por salir. El escucharla debió tranquilizar al tipo, y volvió a la mesa. Ella advirtió que había unos fósforos quemados en el suelo, y los recogió. En la pared había pegado un papel que decía “Ayude a mantener el aseo” solo afirmado con cinta adhesiva en los cuatro extremos. Desprendió el papel y sacó un trozo, y contra la pared, con la parte quemada de los fósforos, escribió “Señora Griselda”, anotó el teléfono de su madre, y abajo rubricó “La hija”. No era lo mismo que un lápiz, pero, pudo anotar los datos con cierta legibilidad. Escondió el papelito en la palma de la mano y salió. Los tres comían unos sándwiches y bebían café, casi con despreocupación. Uno alzó la vista y le hizo un gesto indicándole que volviera al automóvil. Dejaron de mirarla y ella aprovechó de acercarse a un tipo que estaba en una mesa cercana, y le extendió el papelito. “Por favor, avísele a esa persona que me llevan detenida a Valparaíso” le susurró suplicante. El tipo la miró con pavor y no quiso recibirle el papel. “¿Qué pasa ahí?”, vociferó un de sus guardianes y los tres se incorporaron desenfundando sus armas. El parroquiano se deshizo en explicaciones, que no tenía nada que ver, que la mujer le había pasado el papel. Uno la llevó al auto y la amarró de las manos, mientras le reprochaba haber abusado de la confianza, y le amenazaba con garabatos. Permaneció dentro del auto hasta que ellos terminaron de comer. Cuando regresaron al auto, la bajaron y la metieron dentro del portamaletas a modo de castigo.

Habían pasado muchos años cuando se encontró por primera vez con el oficial a cargo de su tortura. Ese teniente atildado, de manos blancas, que usaba esa inconfundible loción de afeitar; él mismo que recomendaba a sus subalternos que un buen cristiano debía ir todos los domingos a misa, mientras conversaba con ellos en los pasillos del cuartel Silva Palma, en la subida de Torquemada, entre un interrogatorio y otro. Esa loción de afeitar se convertiría en el testimonio irrefutable de su infamia, aunque pudo ver su cara muchas veces. El tipo no tenía ningún remilgo en que le vieran el rostro, porque sostenía la tesis, ante sus subalternos y sus víctimas, de que estas últimas no vivirían para contarlo. Cuando casualmente lo vio salir de una iglesia de Viña del Mar, un domingo a mediodía, junto a su mujer y sus hijos, lo reconoció indubitativamente. A medida que salía de la misa dominical, conversaba con otras personas. El régimen de los militares había terminado hacía muy poco y aún conservaban mucho poder. Hacía poco, los militares, en la capital, se habían acuartelado y montado guardia en sus unidades, vestidos con trajes de combate y los rostros pintados para la guerra, porque el ex dictador no estaba dispuesto a que investigaran a su hijo mayor por delitos de cheques. No lo dudó un momento, caminó directamente hacia el oficial, que aún lucía su impecable uniforme, sosteniendo su gorra bajo la axila, y lo encaró. La ráfaga del olor de su loción de afeitar, no hizo más que desatar la compulsión hacia el tipo de un modo visceral. “¡Cobarde, miserable!” – le gritó a un metro de distancia, - “¡Torturador, asesino!”. Le dijo su nombre, y le juró que iba a pagar por sus infamias. El oficial palideció, turbado, miró a su esposa, que temiendo que aquella furiosa mujer fuera una demente, trató de cubrir a sus hijos adolescentes, para protegerlos. Griselda, la del medio, le dijo que no se preocupara por ella y por los niños, que ellos no tenían la culpa de tener por padre a esa bestia que torturaba a mujeres. Empuñó las manos y lo golpeó en el pecho, mientras le increpaba y le juraba que no cesaría en denunciarlo y que alguna vez recibiera su castigo. “¡Mírame, recuerda mi rostro, canalla!”, le gritaba, y lo apuntaba con el dedo, mientras miraba hacia las demás personas que salían de la misa, diciéndoles “¡Este era un torturador! ¡Este asesino que viene a misa! ¡Él mató al padre de mi hija!”. Un gesto que después, racionalizando, le produciría vergüenza: se agachó para recoger una piedra y se la arrojó por la espalda, mientras el tipo y su familia se escabullían hacia su auto, mientras algunos de los feligreses se interponían, tratando de controlarla, algunos agresivamente y otros con palabras que buscaban aplacarla. “¡Te juro que te voy a perseguir, donde te vea te voy a gritar lo que te mereces, infame!” fue lo último que le gritó, mientras el auto se alejaba. Nunca lo volvió a ver. Muchas veces, por más de un año, fue a la salida de las instalaciones navales, para verlo salir, pero, no lo logró. Llevaba un pliego de cartulina con el nombre del oficial, bajo el cual decía “Este es un torturador” para desplegarlo cuando lo viera. Su decisión de ponerlo en evidencia ante todo el mundo se vería frustrada, pero, en las esperas perseveraba sobre lo suyo y lo que pudo haber sucedido con su madre, mientras ella y su hija estuvieron en el mismo cuartel, o mientras su pareja estuvo en el buque-escuela, donde torturaron a los primeros detenidos después del golpe militar. En aquellas jornadas solitarias resolvió unirse a las demás víctimas, no por ella, sino por sus seres queridos, por la dignidad de su madre y su hija, y por el recuerdo del hombre que la había amado. 

            Cuando enfrentó a sus torturadores por primera vez, lo único que sentía era vergüenza por su desnudez. Sintió pudor cuando le ordenaron sacarse aquella falda que no era de ella y la camisa de hombre que usaba para dormir, en aquella casa de seguridad. Pero, cuando le ordenaron que se sacara los calzones y el sostén, sintió una angustiante sensación de  vergüenza, de quedar completamente desnuda ante aquellos hombres que estaban al otro lado del capuchón que cubría su cabeza, próximos, cercanos. Previamente, un tipo que le dijo que era médico la auscultó. Le preguntó si sufría del corazón. Ella respondió que no, pero, que estaba embarazada. “Eso ya no importa” fue el comentario. No era solo la sensación de desnudez absoluta, sino su sensación de suciedad, su olor a cuerpo sin bañarse por días, sin siquiera tener papel higiénico cuando la llevaban a hacer sus necesidades. Se sentía inmunda. “¡Sácate todo!” le gritaron, y obedeció temblando. Algunos hacían bromas sobre su cuerpo, y se burlaban de la herida de su cesárea. “¡Tan bonita y con tremendo tajo en la barriga!”, comentaron con crueldad. Cuando nació Griselda, la menor, habían tenido que sacarla con cirugía, porque no tuvo contracciones. La cicatriz no había quedado muy fina, y de hecho la acomplejaba un poco cuando hacía el amor con su hombre, y trataba que él no la mirara. Esas burlas la humillaron y aumentaron su desolación. Sin embargo, pronto se daría cuenta que aquel sentimiento no sería lo peor. Con brutalidad la amarraron a una dura superficie, con las piernas abiertas. Ella trató de ofrecer alguna débil resistencia, pero, la fuerza de los tipos era infinitamente superior. Sintió algo duro, seguramente metálico, que le introducían en la vagina y le hizo gritar de dolor, pero, no fue el dolor más intenso. Cuando empezó el interrogatorio, sintió la feroz punzada en uno de los pezones, y ese grito fue horrendo. La descarga eléctrica le removió cada molécula de su cuerpo con un sacudón de mil cuchillos dentados, desde lo más hondo de su cuerpo, hasta la punta de sus uñas. Así se inició su doloroso calvario, veinte, treinta veces, tal vez, no lo supo porque perdió la cuenta. No supo si por días o semanas, no supo si fue por horas. Los momentos en que volvía a la celda no lograba dimensionarlos. No supo lo que le daban de comer, casi sin control sobre sus miembros, no lograba dominar los esfínteres, y su orina y excrementos irrumpían en medio de la tortura, y ellos se ponían furiosos y la castigaban con más descargas eléctricas, sin siquiera interrogarla, sino simplemente por castigo por no controlar su cuerpo. Cuando concluían la jornada de tortura, le arrojaban baldes de agua helada, para eliminar los deshechos de su cuerpo. No supo ni siquiera de las respuestas que daba, ya que perdió toda coherencia, pues, para escapar de aquel dolor desgarradoramente infernal, decía que sí a toda pregunta, o inventaba cualquier cosa, y aquello terminaba por enfurecer a los torturadores, que creían que los estaba engañando con sus contradicciones, y volvían a preguntar, y volvían a aplicarle la picana eléctrica en los pezones, en las axilas, en el abdomen. Cuando volvía a la celda, sus oídos no descansaban con los gritos de los otros torturados, que llegaban por el largo pasillo que conducía hasta la sala de torturas. Gritos de hombres y mujeres, súplicas como las de ella, pidiendo clemencia, implorando no más dolor ni sufrimiento. A pesar de ello, lograba conciliar el sueño, por algunas horas, quizás por días enteros. Pero, su sensación mental, parecía decirle que estaba en permanente vigilia. Cuando vieron que no llegaban a nada de lo que esperaban, tal vez  después de algunas semanas de sucesivas jornadas de torturas, interrumpieron la rutina, le sacaron el electrodo de la vagina, la desataron y la arrastraron por el largo pasillo, abrieron una puerta y le sacaron la capucha, algo encandilada por la luz, repentinamente  pudo ver a su madre desnuda, tendida sobre el piso gélido, aparentemente durmiendo, cobijando con su cuerpo a su nieta también desnuda, transmitiéndolo un poco de calor. Gritó un “no” desde lo más profundo de su existencia martirizada, le pusieron nuevamente la capucha y la devolvieron a la sala de tortura, mientras sentía que todo estaba perdido, que no había esperanza, que no podría sino perderse en el abandono de toda racionalidad. Hizo un esfuerzo para tratar de ordenar su mente, tratar de entregarles algo que detuviera aquella locura, que rescatara a su madre y a su hija de aquel infierno, pero, la picana eléctrica le arrojó de nuevo hacia la perdición de todo sentido lógico y siguió respondiendo incoherencias.

Cuando se cansaron de torturarla y seguramente comprobaron que no podían obtener más de ella, pasó a otro estado. La trasladaron a una celda compartida con otras detenidas. Tuvo la esperanza de encontrar a su madre y a su pequeña, pero, no las vería de nuevo. Los celadores bromeaban que aquella celda era el vagón de la muerte. Eso la consolaba de alguna manera, pues, ellas no estaban allí. En algún momento pensó que tal vez había soñado haberlas visto, o que tal vez había creído verlas, y se trataba de otras personas. Ello le dio algo más de sosiego, para recuperarse. Poco a poco, se fueron reconociendo entre las que allí estaban. Había algunas que habían participado en las organizaciones sociales de los cerros de Valparaíso, otras eran dirigentes políticos. Todas preguntaban por los más próximos. Frases cortas, vagas, casi buscando algunas esperanzas. Una de ellas le dijo a Griselda, la del medio, que alguien había visto a su compañero en el buque “Esmeralda”, cuando lo estaban torturando. Después lo habían llevado a otro lugar en tierra, donde siguieron las torturas. Tal vez podría estar allí mismo. En ocasiones iban a buscar a una del grupo y renovaban los interrogatorios y el uso de la picana eléctrica, pero, ya no era tan sistemático. Ahora, en los interrogadores ya no les ponían capuchas para cubrirles los ojos, y parecían no importarles que los vieran: “Uds. ya son cadáveres”, aseguraban. El oficial a cargo se mostraba particularmente ufano por la eficiencia de los métodos empleados, y pasaba a burlarse de su condición de “terroristas muertas” y se alejaba dejando tras de sí el olor inconfundible de su loción de afeitar. Un día la llevaron a la tortura de nuevo. Vino a buscarla un marinero con un fusil. La llamó desde la puerta y le hizo un gesto para que lo siguiera. Ella lo siguió sin oponerse. Entró a la sala de torturas y le ordenaron desnudarse. Nuevamente sintió la vergüenza de siempre, pero, obedeció. En la mañana se había podido duchar en el chorro de agua de una manguera. Estaba limpia y como había estado sin tortura por varios días, había recuperado algo de su belleza y colores naturales. Al verla desnuda, los tipos la miraron con ojos de lujuria. “Ya que esta está sentenciada ¿podemos darle un gusto antes de morir, mi teniente?” Dijo uno de los marinos presentes. El oficial hizo un gesto afirmativo. La pusieron contra la pared y la violaron los cinco subalternos, mientras el oficial leía distraídamente unos papeles. Ella no tuvo fuerzas para resistirse. Cuando terminaron, el oficial hizo que se agachara y la penetró por el ano, después de decirle que no pensaba metérselo por la vagina, ya que estaba llena con el moco de los otros. Mientras la amarraban para torturarla, uno bromeó que iba a tener un hijo “marinero”. Rieron a carcajadas con la ocurrencia. Sin embargo, el oficial comentó que no podía preñarse, porque ya lo estaba, según el informe médico. “Ya no va a estar más preñada, mi teniente”, dijo uno de los subalternos. Como nunca aquella vez fue la jornada de tortura más larga e interminable. Muchas veces se desmayó, y la hacían recuperarse nuevamente. La mayor cantidad de pinchazos con la picana, la hicieron en el bajo vientre. Perdió completamente el sentido del tiempo. Las preguntas volvían a ser las mismas, y sus incoherencias también. En un momento, uno de los tipos advirtió que estaba sangrando por la vagina, pero, otro arguyó que le había llegado la menstruación, que era mentira que estaba preñada. Y siguieron torturándola. Cuando aquello terminó, la llevaron arrastrando hasta la celda común, pero, ante el aviso de las otras detenidas, tuvieron que llevarla a una especie de enfermería, donde un tipo con delantal blanco afirmó que estaba teniendo una perdida. Le hicieron un raspaje y la mantuvieron en observación por algunos días. Luego, la volvieron a la celda común. Lo único que ansiaba Griselda, la del medio, era morir.

Por largos años, mientras estuvo la dictadura, había tenido el temor de vivir nuevamente la tortura. En las noches despertaba aterrorizada con el miedo a que los agentes pudieran entrar abruptamente, rompiendo las puertas, para llevársela o que se las llevaran a las tres. Aquella noche amaneció con la misma angustia de tantas veces anteriores, y se levantó al baño para lavarse la cara, y eliminar esa sensación de fiebre que le acongojaba. Los días del terror habían pasado, pero, los sedimentos del temor quedaban en la memoria. Volviendo a su cama, un destello de intuición la llevó a abrir la puerta de su madre y mirar hacia la cama. Griselda, la mayor, estaba sentada en la cama respirando con dificultad. Las últimas semanas habían sido penosas, producto del cáncer que había penetrado desde su vientre, difuminándose por todo el cuerpo, antes que le hicieran el diagnóstico y la extirpación del útero. Se acercó y le preguntó si se sentía mal. Ella respondió que estaba pensando, que le aburría estar en la cama. Griselda, la del medio, le pasó su mano por la cabeza, acomodándole el pelo. La luz de la calle entraba débilmente por la ventana, a través del visillo de encajes del cortinaje. Sobresaltada, seguramente, al sentir las voces en el dormitorio de la abuela, apareció Griselda, la menor, preguntando que pasaba. Le respondieron que estuviera tranquila. Las tres quedaron sentadas en el borde de la cama, quedando ordenadas, de acuerdo a su edad. La mayor hacia el lado de la cabecera, la menor, hacia los pies de la cama. La mayor le preguntó a la menor que le había dicho el obstetra en la consulta del día anterior. La menor respondió que todo estaba bien. “Vas a ser bisabuela de un lindo niñito”, le dijo Griselda, la del medio. La mayor movió la cabeza en señal negativa. “No voy a alcanzar a ser bisabuela. Ya me queda poco”.  Se hizo un silencio muy difícil de romper. “Por lo menos, por fin habrá un hombre en esta casa”, suspiró. “¿Haz pensado que nombre ponerle?”, preguntó. “No, abuela. No lo he pensado. ¿Te gustaría uno en especial?”, replicó la menor. “Me gusta Alfredo. El primer chiquillo que me gustó, cuando tenía quince años, se llamaba Alfredo. Es un nombre que suena muy dulce”, dijo con una escondida picardía, y las tres sonrieron. “Esta bien, abuela, le pondremos Alfredo”, replicó la menor. “Cuando tengas una niña, le podrías llamar Griselda”, sugirió la del medio. “Sería la cuarta Griselda”. “Tal vez no sea bueno”, acotó la mayor. “Las Griseldas no hemos sido muy afortunadas. Los nombres, a veces, pueden ser una maldición”. La del medio miró hacia el mueble tocador, y vio el reflejo en el espejo de las tres, sentadas en la cama, en penumbras, y no pudo evitar sentir una sensación indefinible que le apretó el pecho. Allí estaban las tres, tan indefensas ante el destino, como muchas veces en su vida, sin poder evitar lo que vendría más adelante. Pronto quedarían solo dos, pero, la vida traería un tercero. Pensó en el tercero que se había quedado en la tortura, su hijo desgarrado por la infamia. Pero, abandonó todo pensamiento en ese sentido, para no volver nuevamente a las penurias que le azolaban el alma. Pronto, ella sería abuela, y ello era un motivo suficiente para ser feliz. Había que comprarle la cuna, comprar la ropa, prepararle una habitación. Podrían vender esa casona y comprar un departamento frente al mar, en alguno de los edificios que se estaban construyendo en Con-Con, lejos de bullicio y del tráfago de la ciudad. La vida debía seguir y el futuro debía volver a ser de ellas, a través del niño que estaba gestándose en el vientre de Griselda, la menor. Cada una se imaginaba repartiéndose las responsabilidades con el niño por nacer. Imaginaban llevándolo a los parques para que jugara con una pelota, o cuidándolo en la orilla del mar, después de inflarle flotadores en los brazos, viéndolo hacer castillos de arenas, o llevándolo al jardín infantil, con una mochila de Disney a la espalda. La dignidad de vivir y la posibilidad del futuro no se las habían quitado, y podían ordenar sus vidas de acuerdo a sus deseos, según sus esperanzas. Las tres se tomaron de la mano y se quedaron en silencio, en el dormitorio en penumbras, mirando hacia la ventana, desde donde llegaba la tenue luz de la calle.

 

Todo sobre las mujeres   *  Sebastián Jans ©

 

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