Todo sobre las mujeres  Sebastián Jans ©

Encarnación

«volver

Las abuelas no debieran intervenir nunca en la decisión respecto del nombre que deben llevar las nietas, dijo el abogado Vignola, cuando comenzó a contarnos aquella historia, en cuyo desenlace él tendría una inesperada participación. Como abogado, había defendido los intereses de la familia de Encarnación de la Piedad, cuando lo del juicio contra el homicida doctor Figuetti. Sabía, con conocimiento de causa, de lo que hablaba. Había estudiado jurídicamente el caso, al revés y al derecho, había indagado mas allá de las atiborradas fojas del expediente, había logrado penetrar en misterios que ni el juez instructor había sondeado, había conversado con toda persona que alguna vez tuvo relación con Encarnita, para convencerse de la culpabilidad del médico, para tener tal volumen de antecedentes, que hiciera inadmisible la posibilidad de que el asesino escapara al máximo de condena legal. Pero, la información acopiada lo condujo inevitablemente a la conclusión que, el pobre de Figuetti, había sido una víctima mas de circunstancias que estaban predeterminadas por el destino.

- ¡Pobre tipo! – exclamó el abogado, bebiendo un largo sorbo de cerveza. Después, dio una profunda pitada al resto de su cigarrillo, para terminar apagándolo contra el cenicero repleto de colillas. – Imaginen mi situación. Yo sabía mas que el propio juez respecto de la tragedia de Encarnación, yo estaba mas cerca de la verdad que nadie, yo, y solo yo, había logrado desentrañar los factores psicológicos que habían terminado por desquiciar al pobre doctor Figuetti. Yo, no el juez, tenía en mi mano su vida. ¡Cómo no iba a salvarlo de la pena de muerte! Fue terrible tratar de convencer a mis propios clientes de no ir hasta las últimas consecuencias, a pesar de su dolor y de su legítimo derecho a exigir la vida del asesino, a pesar de que los diarios y la televisión reclamaban la cabeza de Figuetti, como aquellas personas que hacían manifestaciones frente a los tribunales, con pancartas y fotos del doctor que decían "asesino" o "criminal".

Fue la abuela la que propuso el nombre de aquella escuálida bebita, nacida de un parto con cesárea, en una prestigiosa maternidad de la ciudad. Era la menor de una docena de hijos, en una familia de mucha raigambre religiosa de la burguesía media capitalina, con excelentes conexiones sociales en el mundo de los negocios. La madre la parió cerca de los cuarenta, poco antes de empezar con los primeros disturbios de la menopausia. El embarazo lo sobrellevó en medio de grandes dificultades, y pocas semanas antes de que naciera, prácticamente, la nonata estaba sentenciada a una muerte segura. Pero, logró nacer.

Faltos de ideas para encontrarle un nombre, ya que no habían pensado en ser padres a esa altura de la vida, o tal vez, debido a los problemas del embarazo, que indicaban que no nacería, o bien, porque se habían agotado todas las ideas con los once hijos anteriores, pidieron ideas a los familiares inmediatos. Entonces, la piadosa abuela materna, doña Rosario de los Angeles, propuso que se le pusiera Encarnación de la Piedad, un digno nombre de una cristiana, católica, apostólica y romana. La niña recibió ese nombre en bautismo, en la Iglesia de las Agustinas, igual que su madre y su abuela, con el boato ceremonial que su estirpe merecía.

Salvo en aquella ceremonia, sus padres poca dedicación le dieron a la menor de sus hijos. Cansados de criar, y exigiendo para sí mayor dedicación de tiempo, en el friso ya de los cincuenta, querían darse sus gustos y vivir mas sus propias motivaciones, por lo que Encarnita creció un poco olvidada de sus progenitores, y más ligada a las ideas de su niñera y de su abuela. Ninguna de ellas, se percató que la niña gustaba seguir los juegos de los varones, y que se vestía de un modo demasiado afín a sus hermanos. Cada uno de los miembros de la familia decía que solo eran rarezas de niña.

Tampoco se percataron que, a medida que iba creciendo, un raro fenómeno comenzaba a hacerse patente, y que solo fueron percibiendo los muchachos que compartían un mismo ambiente con ella: los compañeros de colegio, los amigos de sus hermanos, los muchachos con los cuales compartía juegos. El fenómeno radicaba en que ella iba adquiriendo una enigmática belleza, que trataba de ocultar con sus estrafalarias vestimentas y costumbres de muchacho. Era algo en su piel, en el color de su suave cutis, en la fineza de sus facciones, en el estilizado contorno de su cuello, en la insinuación sutil de su cuerpo, en el tenue olor de su pelo, en el terso promontorio de sus labios, pero, por sobre todo, algo en su mirada, en la expresión de su rostro, libre de los acentos propios del carácter. Su rostro era como aquellos propios de las esculturas griegas del siglo de Pericles, o como una imagen renacentista, en que no se delineaba ninguna de las expresiones de la vida diaria.

Cuando cumplió siete años, la abuela Rosario de los Angeles le llevó de regalo un gran cuadro, con una luminosa fotografía de la escultura "La Pietá", que dejó instalado en la pared, frente a la cama de Encarnación.

- Esta es "La Piedad", mi niña - le dijo la abuela. - Es la Virgen María cobijando el cuerpo agónico de Jesús. Con ello nos está diciendo que la piedad es la virtud que Dios valora por sobre todas las demás.

La niña quedó impresionada, mirando la enorme fotografía a color, que mostraba las marmolíneas formas de la composición escultórica renacentista, y en su mente infantil no hubo cabida para la relación religiosa que la abuela trató de dejar establecida. Por el contrario, se quedó absorta con todo el patetismo humano, que la figura masculina semidesnuda transmitía, y asimiló profundamente toda la misericordia de quien lo cobijaba en su dolor, dándole consuelo y paz.

- Tú debes ser como ella - agregó la abuela, con su más profunda voz -, teniendo conmiseración por los que sufren.

La niña siguió mirando el sufrimiento, el dolor, la agonía, absorta en sus reflexiones, ausente de los recados que le estaba dando su abuela Rosario de los Angeles.

Era aquella época maravillosa, en que su única preocupación era jugar con los niños de su edad. Eran los años cuando su madre se iba con los hijos, a pasar el verano en Viña del Mar, y donde ella se entretenía haciendo castillos de arena, o jugando a perseguirse unos a otros, con los juegos propios de la infancia. Fue la misma época en que, poco a poco, comenzó a manifestarse sutilmente el embrujo que Encarnación ejercía sobre los muchachitos, con su enigmática belleza.

Ocurría de modo natural, sin vestigio alguno de premeditación. De pronto, cuando quedaba sola con alguno de sus amiguitos, éste dejaba abruptamente de jugar, se quedaba mirándola con ojos lánguidos y expresión angustiada, y le decía:

- Dame un besito, Encarnita.

Ella lo miraba profundamente, como buscando la causa de tal solicitud, se acercaba a la mejilla del solicitante, y le daba el requerido ósculo.

Y al rato, otro que estaba jugando con ella, se quedaba estático, con una expresión oscura, dejaba de jugar, la miraba con angustia, para luego balbucear:

- Déjame besarte, Encarnita.

Y ésta le pasaba su mejilla, para que el muchachito estampara en su piel, el húmedo beso de su repentino efluvio sentimiento.

Este episodio se repitió en innúmeras ocasiones, año tras año, mes por mes, en primavera, invierno, otoño o verano.

Cuando cumplió los doce años, luego de su primer periodo menstrual, pareció que sus extraños atractivos se acentuaron, trascendiendo el universo de los niños de su edad, lo que determinó que comenzara a perfilarse el fatídico entorno de su existencia. Era una niña típica para las características de su edad, pero, había algo indefinible en ella, algo inasible, una tenue sensación de mágica seducción, que la hacía, en el fondo, diametralmente opuesta a la normalidad previsible de su incipiente pubertad.

Uno de sus profesores, en el prestigiado colegio en que estudiaba, percibió aquella sutil seducción, y no pudo abstraerse al influjo mágico que ella emanaba. La miraba, la buscaba entre el tumulto de niñas corriendo, en las horas de recreo, la distinguía en medio de un grupo a 100 metros de distancia. Era un hombre de cuarenta y tantos años, prestigiado educador de su generación, casado, con hijos ya estudiando en la Universidad, pero, de aspecto sombrío y rostro plañidero. Llevaba años de experiencia docente, y estaba especializado para dirigir la educación de los preadolescentes.

Empero, no tuvo la fuerza de ánimo para sobreponerse a aquella necesidad incontenible, de hacer salir de su pecho aquella carga oscura, que le cubría la corteza del corazón, causante del estropicio de su espíritu. Un día, después de la clase de ciencias naturales al 7° Básico, asignatura que él impartía con la calidad que pocos docentes tenían, le dijo a Encarnación que necesitaba informarle sobre un trabajo de investigación que le encargaría.

Esperó que todas las demás alumnas salieran de la sala, y cerró la puerta para no ser molestado. La niña esperó junto al escritorio del profesor. El hombre acercó una silla y se sentó a su lado.

- ¡Que linda estás hoy día, Encarnación! - le dijo, buscando romper el pesado silencio que llenó la habitación. Ella lo miró silenciosa, con esa mirada que desarticulaba las corazas mas duras de los espíritus aguerridos. Él sintió que el corazón se le partía como un melón, brotando desde su interior los sentimientos más incontenibles. Sobrecogido por aquella actitud sólida y franca de ella, no pudo mas que suplicar: - ¡Déjame tocarte, Encarnita! - gimiendo como un perro a los pies del amo.

Ella lo vio sufriendo, trémulo, exánime. En la sinceridad de su ánimo, no pudo sino sentir piedad por el pobre profesor, que parecía estar a punto de un infarto, ansioso de poder hacer realidad su anhelo. Ella dibujó en sus labios una débil, casi imperceptible sonrisa, y él comprendió de inmediato que ella lo estaba autorizando. El hombre estiró sus manos temblorosas, y la tomó por los hombros, y con los dedos tensos de emoción, fue palpando su diminuto cuerpo. Temblaba entero, y parecía estar al borde del llanto, no de pena sino de alegría, preso del influjo inocente que la niña exhalaba, con una verdad que rompía el temor, la cautela, el pudor y la moral. Aquel instante parecía que se había detenido en el tiempo, y el pobre profesor olvidó todo remilgo, todo juicio criterioso, dejándose llevar por la embriaguez de su despropósito.

Ello fue la causa por lo que no supo, en que momento se abrió la puerta, y apareció una profesora que se quedó mirándolo con los ojos y la boca abiertos, mientras dejaba escapar un grito que hizo eco por todos los rincones del colegio, con un espanto tan profundo que acalló el enorme bullicio del recreo, tragándose todo el pandemónium de las niñas jugando, lo que provocó un abismal silencio. Lo que ocurrió después, para el profesor, solo fueron imágenes lentas, tortuosas, fantasmales, que se desplazaban en torno a él, mientras trataba de zafar sus dedos del elástico del calzón de la niña, que se enredó en uno de los cartílagos de su índice, y que no logró zafar, sino hasta cuando, una de las profesoras que acudió al lugar de la infamia, logró hacerlo a tirones, mientras la niña seguía mirándolo a los ojos, con aquella misma expresión indefinible del principio, inmutable, lejos de todo pecado.

A continuación, para el aterrado profesor, los hechos fueron parte de una tórrida pesadilla: los arteros golpes de puño de sus colegas, que antes le habían respetado como a un maestro; la llegada de la policía; los fogonazos de las cámaras fotográficas de los reporteros, los intentos de linchamiento de los padres, que llegaron raudos al colegio, el oprobio público que destruyó su carrera. El traslado a la cárcel, el ultraje a que lo sometieron los reos del penal, siguiendo la tradición de las cárceles de violar a los violadores. Obviamente, para ellos, la diferencia entre abuso deshonesto y violación era solo una sutileza. Luego, el proceso y la prisión por mas de tres años. Poco después de salir de prisión, el hombre fue encontrado ahorcado en un parque, víctima de aquella tragedia, que le impidió volver a ser lo que antes había sido.

La vida de Encarnación siguió su curso. La llevaron a consulta médica con los mejores psicólogos, para tratarle el supuesto trauma, que debió quedarle con el schock de enfrentar el abuso del profesor, pero, éstos quedaron sorprendidos por la normalidad de la niña, que no dio cuenta de ninguna alteración de conducta o de algún sedimento traumático en su alma, y cuando hablaba de lo sucedido lo hacía con tanta naturalidad, que los especialistas tuvieron que someterse a auscultamiento por parte de otros psicólogos o matricularse en cursos de postgrado en el extranjero, para ponerse al día en el tratamiento de los problemas de la mente. Uno rompió definitivamente con Freud, otro volvió a estudiar a Joung, y hubo un tercero que se dedicó a estudiar, con detenimiento, las teorías de Guidano. Pero, hubo un cuarto, que se convirtió en alcohólico, incapaz de soportar los remordimientos que le azotaron, por no ver en la niña a una paciente, sino a un inevitable objeto de sus pasiones mas ocultas.

Después de que los psicólogos no mostraran resultados, desde el punto de vista de los padres, que no podían comprender que aquellos - cada uno a su vez, y separadamente - llegaran a la conclusión que la niña no tenía ningún efecto en su personalidad, producto de aquel acontecimiento en la escuela, se les ocurrió que su hija necesitaba era un verdadero sanador de almas: un sacerdote.

Fue llevada ante un cura que había dedicado su vida a prepararse para apoyar espiritualmente a los jóvenes. Era un hombre de poco mas de treinta años, que vestía a la usanza de los estudiantes universitarios, con marcado estilo artesanal, descuidado y, en cierto modo, estrafalario, pero, que, no por ello, dejaba de ser muy puntilloso en los aspectos relativos a la fe. No era un cura común. Tenía dos doctorados en temas teológicos, realizados en Europa, y un Magister en educación para jóvenes. Por sus motivaciones, podía ser perfectamente un cura de congregación, sin embargo, su dedicación era eminentemente diocesana.

Conoció el caso de la niña, y aceptó ser su consejero espiritual. Una vez a la semana, la niña era llevada por una empleada hasta la parroquia donde el cura hacía misas, y él le dedicaba una hora exacta, en las cuales conversaba largamente sobre aspectos de fe, sobre sus sueños, sobre sus sentimientos. Poco a poco, la personalidad de Encarnación, tan simple, tan obvia, tan libre de dobleces, fue obsesionándolo desde una perspectiva profesional, si se quiere. Había algo en ella que destruía cualquier tesis de aspectos traumáticos. Lo que había vivido en la escuela, por obra del aquel profesor, no le había producido ningún daño, y cuando le preguntó derechamente si ella había aceptado las actitudes innobles de aquel, ella respondió que sí, y ante la solicitud de mas precisiones, dijo simplemente que el profesor necesitaba hacerlo.

El enigma de aquella actitud demasiado madura de Encarnita, terminó por despertar la tentación del cura, que no pudo evitar la subyugación de aquella mirada tan veraz. En la eclosión de sus sueños, comprobó que un extraño deseo le fue dominando sus horas de vigilia, con una fuerza corrosiva, que no lograba dominar con su capacidad de racionalización ni con el sustento de la castidad. Entonces, en las noches debió azotarse la espalda con la correa de su cinturón, para castigar la infamia de sus anhelos, debió rezar hasta las horas de la madrugada, debió imponerse penitencias de ayuno. Todo, para poder aplacar aquella fijación en la mente, que no lograba superar con todo su compromiso religioso, con toda su vocación teológica, y con su voluntad de confesor incólume.

La fuerza devastadora, que emanaba de la sola presencia de Encarnación, fue subiendo en intensidad con el curso cansino de las semanas y los meses, de un año para el otro, hasta que el sacerdote no resistió más.

El día menos esperado, aprovechando la soledad de su oficina en la parroquia, en la que recibía habitualmente a la niña, de su pecho, salió un ruego gutural, que Encarnación ya conocía:

- Déjame tocar tu pelo, Encarnita - suplicó. - Lo tienes tan lindo.

Eran aquellos mismos ojos de cordero degollado que Encarnación de la Piedad había visto antes, la misma súplica angustiosa, la misma temblorosa ansiedad. El cura sudaba entero, y sus labios parecían haberse resecado.

- Déjame, por favor - suplicó el religioso, prácticamente sin voz.

Ella hizo un casi imperceptible movimiento de cabeza, de modo afirmativo. Un "sí" comprensivo, casi invisible. Entonces el cura estiró sus dedos y le acarició el pelo, le acarició las mejillas, y acercó sus labios, estampando un beso en la frente. Al hombre se le escapaba el corazón por la garganta, y tragaba y tragaba saliva, al borde de la agonía. La tomó por la cintura, con infinita delicadeza, pero, de pronto, se estremeció entero, cuando sus ojos se enfrentaron a la serena mirada de una imagen religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, colgada de la pared de la habitación.

Entonces el cura se percató de la enormidad de su pecado, y aulló como una fiera acorralada, al comprobar que su mundo de convicciones se desmoronaba bajo sus pies, cayendo en el precipicio de su perdición. Repentinamente, empujó violentamente a la niña contra la pared, alejándola de sí, mientras aullaba:

- ¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Aléjate de mí, criatura de los Avernos!

La pobre Encarnación se golpeó la cabeza contra el muro, cayendo aturdida, mientras el cura salía corriendo, por los pasillos de la parroquia, aullando como enajenado, hacia un destino desconocido, para desaparecer de la ciudad, perdiendo todo vínculo con su iglesia, como tragado por la tierra, al punto que la policía nunca pudo dar con él, para cumplir con la orden de detención del juez que instruyó la causa, por lesiones menos graves y abusos deshonestos. Lo único que se logró saber del cura, fue que el obispo recibió una carta, con matasellos de un pueblo de Brasil, donde el cura confesaba su pecado, pedía que rezaran por él, y anunciaba su renuncia al clero, ante lo que calificaba como "su insalvable crisis vocacional". La policía lo buscó, incluso a través de Interpol, pero, no lo pudieron ubicar, y el proceso terminó siendo archivado.

Después de esa experiencia, la familia prefirió dejar a Encarnación a buen recaudo, lamentando la mala suerte de la niña, por haber que tenido enfrentar tales experiencias, y con la esperanza de que su psiquis no sufriera alteraciones irremediables, a consecuencia de ellas. Con las experiencias ocurridas, no quisieron mandarla nunca mas donde personas ajenas, con las cuales tuviera que estar a solas.

En esa época, ya Encarnación, a pesar de su condición de niña, había llegado a la temprana conclusión de que los hombres sufrían dolorosamente el soportar su condición masculina, apremiados por sus impulsos, asfixiados por su naturaleza, e incapaces de dominar sus anhelos. Su primo Manuel era el mejor ejemplo de ello. Cuando se encontraban las familias en Zapallar, durante los veranos, el muchacho se prendaba de ella y la seguía por todos los vericuetos del poblado, por la playa, por la caleta pesquera, por donde ella se desplazara, atendiéndola con una adicción enfermiza, regalándole cualquier tontera, cualquier baratija, para demostrarle que estaba prendado de aquel hechizo que ella creaba a su alrededor. Y cuando estaba lejos de las miradas de la gente, él se masturbaba a través del bolsillo del pantalón, porque sabía que no podía tocarla, mientras la miraba lánguidamente, diciéndole:

- Eres tan linda, Encarnita. Eres preciosa.

La opinión de Encarnación sobre los hombres, la corroboraría a los quince años, cuando visitó a una tía, que no estuvo en casa cuando ella llegó sin aviso previo, encontrándose en cambio con su tío político, un prestigioso psicólogo que tenía una consulta en una luminosa oficina, ubicada en una torre de cristal de Avenida El Bosque. El hombre la recibió con las atenciones que corresponden a una adolescente que es parte de la familia, pero, después de servirle un vaso de gaseosa con hielo, y un platillo de galletas, de pronto comenzaron a temblarle las manos, sus ojos adquirieron una mirada turbia, y se acercó a ella, con las mismas palabras balbuceantes que había escuchado ya tantas veces:

- Que linda eres, Encarnación. Me gustaría tanto tocarte. ¿Te molestarías si yo lo hiciera, aunque sea un poquito? ¡Eres tan linda! Eres preciosa.

Y ella lo dejó acercarse, comprobando la presencia de aquellas manos temblorosas, sudorosas, de aquellos ojos perdidos, de aquella aflicción que parecía tener al tío político al borde de un colapso, y que, cuando la tocó pareció llenarse de vida; y los ojos le brillaron de nuevo, cuando le abrió la blusa, cuando desplazó los encajes del sostén, y se prendó de sus diminutos pezones con la avidez de un lactante. Y cuando le lamió las piernas se veía gozoso, y su expresión adquirió una calma que contagiaba hasta el gorjeo de los pajarillos del frondoso jardín, que Encarnación miraba, a través del ventanal, mientras el hombre expresaba con intensidad toda la pasión de su espíritu. No hizo nada mas, pero, quedó con los ojos dichosos, cuando consiguió acariciarla por los lugares más ocultos de su cuerpo. Quedó tendido sobre la alfombra, haciendo lo mismo que hacía el primo Manuel en Zapallar, con las manos sobre su miembro viril, mientras ella arreglaba sus ropas para irse, después de darle un respetuoso beso en la mejilla, diciéndole:

- Adiós, tío. Le da saludos de mi parte a la tía Andrea.

Yo no puedo asegurar que aquellos episodios que les he narrado hasta ahora hayan sido los únicos de ese tipo que Encarnación de la Piedad haya vivido. Pero, son los que pude constatar, a partir de la reconstrucción de los hechos, después de una conversación prolongada con cada uno de los involucrados, que, en algún momento, me abrieron el corazón y sus recuerdos, asumiendo su carga de responsabilidad en el desenlace de Encarnación, o tratando de aportar en algo a una verdad que los hechos aparentes se negaban a evidenciar.

De éstos desolados hombres, que, alguna vez, se sintieron compelidos a actuar contra sus valores y sus principios, abstraídos de su sano equilibrio emocional por la extraña belleza de Encarnación, que los dejaba divagando en la maraña de sus impulsos más primarios, el que logró conquistarla, de mente y corazón, no por piedad, sino por amor, fue un primo suyo en tercer grado: Pedro Pablo Figuetti.

Se conocieron en la boda de una familiar común. El joven la vio entrar a la iglesia, junto a su madre, y una desazón le invadió la mas profunda de sus fibras. En esa época, Encarnación bordeaba los diecisiete años, y seguía caracterizándose por su estilo desaliñado e informal de vestir, por la absoluta carencia de maquillaje en su rostro, y la extrema sencillez de su peinado. Así, como siempre, llegó a la boda de esa familiar, en contradicción con las demás jóvenes presentes, que lucían glamorosos vestidos nuevos, sus pelos cuidadosamente peinados en alguna peluquería, tacones altos; es decir, luciendo todo el esplendor de la elegancia de su condición social. Como dije, no así Encarnación. Ella lucía una falda corta, sobre la rodilla, una blusa que era la simplicidad misma, y unos zapatos de taco bajo. Solo se había cepillado el pelo, que se tomó en la nuca con una prendedor común y corriente. Ni siquiera se había aplicado unas gotas de perfume.

Cuando entró a la iglesia, todos los hombres fijaron su mirada en ella. Las demás mujeres interpretaron esa colectiva mirada masculina, como la natural atracción que despierta el mal gusto, en medio de tanta pulcritud burguesa. Sin dudas, no podían mirar sino el desaliño, el descuido y la falta de clase de aquella joven de aspecto ordinario. Pero, no había sido aquello que las mujeres suponían. La verdad es que los varones no habían podido sustraerse a la sincera belleza, que lograba cautivar mágicamente la mas distraída percepción masculina.

En esa época, las mujeres que conocían y tenían algún tipo de relación con la familia de Encarnita, cuchicheaban respecto a que, lo más probable, es que aquella joven se hiciera monja. Ninguna era capaz de darse cuenta que, a pesar de su desaliño y su falta de interés por tener un novio, ella era capaz de despertar los sentimientos y las sensaciones mas ocultas de los hombres.

Figuetti, entonces, terminaba sus estudios en la Facultad de Medicina, y estaba pronto a partir a Europa, a hacer un post grado en una importante Universidad del Viejo Continente. Cuando la vio entrar a la iglesia, sucumbió a su hechizo. Durante toda la ceremonia no dejó nunca de observarla, al punto que, inevitablemente, ella se percató de la insistencia de su mirada. En un momento, él le hizo un pequeño movimiento de mano, a modo de saludo, el que ella correspondió con una discreta sonrisa.

En la fiesta, efectuada en un hotel del oriente de la ciudad, que siguió a la ceremonia religiosa, él aprovechó de acercarse, y, respetuosamente, le solicitó un baile. Ella sonrió feliz. Bailaron toda la noche, y en ningún momento, el joven Pedro Pablo, mostró algún signo de ansiedad o de aflicción. Ella rechazó cientos de invitaciones a bailar, efectuadas por hombres con cara de desolación y angustia.

Pedro Pablo nunca le pidió nada. No le pidió autorización para nada. No le rogó por ningún beneficio. Ni siquiera le pidió permiso para sacarla a jardines del hotel. Simplemente, en algún momento de la noche, la tomó de la mano, la sacó al exterior, y la besó, intensamente, apretadamente, hasta dejarla casi sin aire. Cuando terminó la fiesta le pidió el teléfono, porque la llamaría a casa dentro de unos días. A partir de entonces, comenzó a visitarla con frecuencia, iniciando el noviazgo, que, al poco tiempo, adquirió condición formal.

A fines de año, recién egresado de Medicina, el joven Figuetti viajó a Europa, a hacer su post grado de dos años, prometiendo que, cuando regresara, se casarían. Durante el tiempo que estuvieron separados, mantuvieron un intenso y semanal intercambio epistolar. La piadosa actitud de Encarnación, de permitir que los hombres la tocaran, para que aliviaran sus afiebradas aflicciones, a partir del inicio de su relación con Pedro Pablo, varió fundamentalmente, ya que sus valores y principios no le permitían pasar su integridad física a otros hombres, cuando estaba comprometida con el joven estudiante de medicina.

Durante esos dos años de espera, ella se preparó concienzudamente para cumplir con su deber de esposa, al tiempo que estudiaba en la Universidad una Licenciatura de Ciencias Naturales. En esa época, su prima María Pía, se convirtió en su confidente y en la persona más importante de su aprendizaje para mujer casada. Con ella, Encarnación mantenía largas conversaciones, le contaba sus secretos y le pedía consejos. Su prima, a pesar de bordear recién los veinticinco años, era madre de tres niños y una consumada dueña de casa. Fue ella, María Pía, la que me ayudó a reconstruir gran parte de la vida íntima de Encarnación. Como confidente, fue la única persona que se enteró del problema físico-psicológico que afectaba a Encarnita, que solo se develaría cuando ya se había desencadenado el desenlace de su historia. Fue María Pía la que se preocupó de prepararla, de enseñarle todas las argucias que requiere una mujer casada para hacer feliz al marido, de como enfrentar la primera noche, sobre como mantener el encanto con el paso del tiempo, sobre lo que se debe exigir y no exigir al marido.

Encarnación siguió subyugando a los hombres, los que continuaron acercándose con su angustiosa letanía: "Déjame tocarte, Encarnita", "Déjame darte un beso, Encarnación", "Que linda eres", "Que hermosa estás". Pero, ella ya no les permitía licencias, porque estaba comprometida y se iba a casar. Y les explicaba que si no estuviera comprometida, no vacilaría en dejarles cumplir con el deseo que les corroía el alma, pero, que eso ya no era posible, que debían buscar otra persona, otra mujer que les aliviara la fiebre, y repetía, una y otra vez, sus mas sentidas disculpas. Cuando sus argumentos verbales no eran suficientes, les escribía a cada uno de los pobres tipos, dándoles consejos sobre la mejor manera de controlar aquellos impulsos, aquellas ansias primitivas, que no tenían explicación natural. Le recomendaba que rezaran mucho, le endilgaba hacia un sacerdote, le hablaba de las bondades de la penitencia, del contenido redentor del dolor y la abstinencia.

Al parecer, escribió cientos de cartas con ése propósito. Dos o tres logré recopilar y quedaron como pruebas en autos, a favor del doctor Figuetti. Después de casada, siguió recurriendo a la honesta costumbre de rechazar por escrito a quienes se acercaban a ella, con el propósito de recibir un poco de su piedad, permitiéndoles tocarla. Pienso que fueron varios centenares de misivas, también.

Cuando Pedro Pablo volvió de sus estudios de post grado, venía ya contratado por una importante clínica de la ciudad. No pasaron mas de tres o cuatro meses cuando se efectuó la boda en una fastuosa ceremonia en la Iglesia de la Recoleta Dominica. Hubo casi medio millar de invitados, y cerca de las cuatro de la madrugada se fugaron a un hotel de cinco estrellas, para tener su noche nupcial.

En ella, Encarnación se dejó hacer y cumplió con el cometido que su prima María Pía le había establecido, en cuanto a entregar la iniciativa al hombre, expresando placer en el rostro y dejando escapar unos quejidos en cada arremetida, para que Pedro Pablo comprendiera que ella lo estaba gozando, de manera digna y propia de su nivel social. Sería el mismo rito que repetiría cada noche, en adelante, dejándose hacer, y repitiendo aquella expresión en el rostro, que ponía en evidencia que lo que recibía de su marido era bueno y de lo mejor.

Ella comprobó que Figuetti se sentía un hombre realizado: tenía una buena situación económica, se había casado con una buena esposa, y su relación marital era excelente. Por lo mismo, ella se prodigaba en llevar la casa de la mejor manera, atendiéndolo con prolijidad y cariño. Por su mente nunca pasó la preocupación, que eventualmente podía tener su marido, respecto al efecto que ella producía en los demás hombres, y que, a medida que llegaba a la adultez, se incrementó por el propio perfeccionamiento de su condición de mujer. Para ella, ese aspecto solo tenía una connotación anecdótica, porque, después de todo, siempre había vivido con el fenómeno.

Por entonces, escribía todos los días, tres o cuatro cartas, aspecto que, para su marido, inicialmente, no fue motivo de atención. El doctor estaba consagrado a su trabajo y a conseguir determinadas metas profesionales. Sin embargo, ella no llegó a enterarse que, un día, producto de un descuido, Pedro Pablo encontró el borrador de una de sus cartas, junto al pequeño escritorio que Encarnación tenía en el amplio dormitorio matrimonial.

Era una carta dirigida a un tal Andrés Compiano, la que, mas o menos, decía lo siguiente: "Estimado señor Compiano: Agradezco sus gentiles palabras dirigidas hacia mi persona, que considero, sinceramente, no son las apropiadas a dirigir a una mujer que está casada, aunque se trate de una persona tan joven como yo. Considero que sus molestias hacia mí, no tienen justificación alguna, por lo que agradeceré que las evite. Entiendo que su corazón pueda estar afligido ante mi indiferencia, pero, ésta no obedece a una ignorancia o una crueldad hacia su eventual sufrimiento, sino que a mi natural honestidad de mujer casada, de respeto hacia el hombre con el cual ha contraído el sagrado vínculo del matrimonio".

Pedro Pablo quedó de una pieza, cuando leyó aquel borrador. ¡Quién sabe lo que pasó por su mente! Palideció, pensando que, a su mujer, el tipo ese la estaba cortejando, ¡y ella le enviaba una carta, poco menos que para disculparse porque le estaba dando calabazas! Ella nunca supo que su marido puso especial atención en aquel párrafo, en que el rechazo se fundaba en el respeto hacia el hombre con el cual había contraído matrimonio y no en el amor hacia su marido.

Encarnación ignoró completamente que él dejó aquella carta en el mismo lugar donde la encontró, y que, dos días después, aprovechando que ella estaba donde María Pía, fue hasta la casa, y forzó la cerradura del pequeño escritorio, encontrándose con los borradores de decenas, sino centenas, de cartas, dirigidas hacia hombres desconocidos, mas o menos en los mismos términos de la primera que había encontrado previamente. Todas las cartas estaban escritas con su pulcra letra, con su estilo directo y cuidadoso, en que ella se disculpaba por no aceptar invitaciones a comer, por rechazar solicitudes de amor adúltero, por ignorar invitaciones a moteles de moda, por obviar peticiones para escaparse del país, o por no responder persistentes llamadas telefónicas.

Analizadas racionalmente, y sin ser parte comprometida en el asunto - como yo lo hice, cuando tuve algunas de esas cartas a la vista -, aquellas misivas no eran sino corteses y educadas formas de frenar las pretensiones de los hombres que, absortos por su embrujo, trataban de comprometerla de alguna forma. Ella, en toda su arraigada piedad, los comprendía, pero, les solicitaba no insistir, ya que ello no era lo correcto.

Pero, su marido, al leer algunas, enloqueció de celos, de rabia, sintiéndose burlado, engañado, y hasta ridiculizado. Ella no percibió que Pedro Pablo, estaba preso de la furia más iracunda, y que solo lograba controlarla por su condición de hombre educado, y, especialmente, por su posición social. Pero, esos factores no evitaron que llegara a la temprana conclusión de que, si había tantas cartas de rechazo, lo normal es que hubiera mas de alguna de aceptación, y que tendría que descubrirlo. El doctor Figuetti no pensó en cuanto amaba a su mujer, no se dio tiempo para buscar razones de naturaleza más reflexiva. Actuó como lo hacemos los hombres, cuando nos asaltan los celos. No hay nada peor que los celos, porque ellos corroen el alma de un modo que ninguno de los otros sentimientos humanos puede hacerlo.

Encarnación siguió actuando del mismo modo, en su ignorancia respecto de lo que pasaba por la mente del marido, el que ideó un plan de observación y seguimiento. Pudo haber contratado uno de esos detectives privados que se especializan en ese tipo de investigaciones. Dinero tenía para ello. Pero, dispuesto a no tener que reconocer ante terceros que le estaban poniendo cuernos, prefirió encarar personalmente la labor de detectar la infidelidad.

Ella no supo que, entre los turnos en la clínica y las horas de atención en su consulta particular, Figuetti se daba tiempo para ir a observar sus movimientos, desde una prudente distancia, disfrazado con barbas postizas y lentes, para que los vecinos no lo fueran a reconocer, fisgoneando hacia su propia casa. No tardó en percatarse de que no era el único que estaba en esa misma actitud. Otros hombres se escondían también, tras los árboles, tras los postes del alumbrado público, o tras los letreros de propaganda, a hurtadillas, con las miradas lánguidas, esperando que Encarnación apareciera, esperando verla pasar. ¡Pobre hombre! ¡Vaya uno a saber lo que debe haber pasado por su cabeza! ¡Eran tipos que estaban virtualmente al acecho de su mujer, de su esposa! Y que, por el juego que el destino hace con las personas, él estaba haciendo lo mismo, aunque por diferentes motivos.

De los celos pasó a una especie de infame morbosidad. ¿Acaso no son infames y morbosos también los celos? Y Encarnación, ignorando lo que ocurría con su esposo, no supo que éste, lejos de buscar argumentos para no dudar de su mujer, optó por el camino más fácil de buscar argumentos y pruebas para comprobar su infidelidad. Y como ella no daba luces sobre tal posibilidad, él creó las condiciones para que ello fuera evidente.

Entonces, comenzó a invitarla a los más insignificantes eventos sociales, donde pulularan hombres, para poder observarla, para detectar a un eventual amante, para sorprender al audaz que fuera mas allá de la resignada aceptación a una carta de rechazo. Debía haber uno que, seguramente, rondaba el círculo de relaciones del matrimonio, que, en las elucubraciones de Pedro Pablo, debía ser lo más probable.

No pasó mucho tiempo en que descubrió a uno que no se desalentó frente a las cartas de negativa de Encarnación. Era un tipo joven, aproximadamente de su misma de edad, de atlética contextura y desenfadada sonrisa. Un Don Juan de ascendencia árabe, que vestía habitualmente de manera casual, de nombre Aníbal. Pedro Pablo se dio cuenta de su revoloteo de cuervo, después de toparse en tres o cuatro oportunidades en distintas fiestas de amigos comunes. Ella había percibido también, la mirada ansiosa de aquel hombre de aspecto mundano.

Un día en que compartían un encuentro entre médicos de la clínica en que trabajaba Pedro Pablo, Encarnación salió al jardín a tomar un poco de aire fresco, oportunidad que Aníbal aprovechó para acercársele. Ella eludió cortésmente las pretensiones de su abrupto acosador, y regresó junto a su marido. Pero, ello no impediría que el joven continuara con sus intentos. A partir de entonces, la mujer comenzó a recibir permanentes llamadas telefónicas, en que aquel le manifestaba su amor. Comenzó a encontrarlo, a boca de jarro, a la salida del supermercado, o cuando iba a dejar ropa a la lavandería. Aníbal no vacilaba en abrirle la puerta del auto o ayudarla con los paquetes, o entregarle un ramo de flores.

En su expresión turbada, ansiosa y atropellada, Encarnación veía la misma angustia que ella había conocido desde niña, por lo que no le dio ninguna importancia adicional, manejando el asunto como siempre lo había hecho, desde que se comprometió con el que ahora era su marido: con prudencia, piedad y decoro. Cuando llegó a la conclusión de que la insistencia de Aníbal se estaban haciendo demasiado insostenible, le escribió una carta muy conceptuosa, haciéndole ver que aquellas atenciones hacia ella no correspondían, porque ella estaba casada y amaba a su marido.

Tal vez, si Encarnación hubiera sabido que su marido estaba siguiendo la evolución de los hechos, día a día, observando sus movimientos, espiando sus pasos, habría sido más categórica en su rechazo. Pero, para ella solo era un episodio mas en su vida de mujer acosada por las debilidades de los hombres.

Aníbal continuó, sin amilanarse ante las negativas de la mujer de la cual estaba prendado. Embrujado por su belleza, cada rechazo parecía que le daba mas esperanzas.

- Si me responde, es que me está insinuando que siga - se decía, perdiendo todo recato viril, aante la comedida indiferencia de Encarnación.

En tanto, las múltiples llamadas diarias de Aníbal, los encuentros que éste provocaba cuando ella salía a sus gestiones de dueña de casa, las cartas que ella le escribió para convencerle de que no debía continuar, fueron quedando registradas por Figuetti, que había intervenido la línea telefónica con un artefacto que le importaron de Miami, que violaba la cerradura del pequeño escritorio, para leer los borradores de las cartas, lo que le permitía constatar la infamia que creía que se estaba cuajando en su propio hogar, contra su dignidad de marido. En el fondo, al leer las misivas, llegaba a la misma conclusión que su contendor:

- Si le responde, es que está insinuando que siga adelante. Son solo tácticas de mujer - se decía, convencido de sus conclusiones.

Después de semanas y algunos meses, la fiebre que corroía la templanza de Aníbal no había amainado, y más bien, consideraba que estaba a punto de lograr sus objetivos. Sus súplicas rayaban ya en una absoluta falta de dignidad. Eran rogativas tan lastimeras, tan anhelantes, tan dolorosas, que Encarnación de la Piedad no podía seguir ignorando sin enfrentar el problema de manera mas firme. A través del teléfono aceptó concurrir al departamento de Aníbal, con el compromiso que él sería respetuoso y que se trataría solo de una conversación. Tenía la esperanza de ponerle fin a aquella reiterada rogativa del hombre. Así se lo hizo saber a María Pía, con la que había conversado en varias oportunidades sobre ese tema.

Pero, aquellos sentimientos íntimos de Encarnación, no pudieron quedar grabados en ninguno de los medios, de los cuales Pedro Pablo se estaba valiendo para controlar sus pasos. Él tenía claro que su mujer había aceptado concurrir al departamento del hombre que estaba tratando de conquistarla. Su imaginación puso la otra parte, para formar una hipotética escena mental en que su mujer terminaba en los brazos del Don Juan que la estaba cortejando.

El día convenido, dejando de atender a sus pacientes de la clínica, la siguió cuando ella salió hacia el departamento del supuesto amante. La vio entrar al edificio y permaneció a la espera por mas de tres horas, en un caluroso día de diciembre, en que el sofoco de las horas y de los pensamientos más luctuosos se hizo interminable. Era una verdadera antesala del infierno, esperando que se abrieran las compuertas del precipicio de la condenación, tanto para ella, como para el doctor Figuetti, que, a medida que pasaba cada segundo, cada minuto, comprobaba con mayor énfasis su teoría de que aquel burlador, aquel conquistador de pacotilla, estaba profanando aquel cuerpo que era suyo, aquella mujer que era su esposa, y que había traicionado vilmente su amor.

El pobre desdichado no podía enterarse de que, su mujer, lo único que había hecho durante aquellas horas, era aconsejar a Aníbal, explicarle que ella no estaba en condiciones de responder a sus requerimientos, y que debía buscar la forma de encontrar en otras mujeres, mas virtudes que las que supuestamente le atribuía a ella. Que su único interés era el de la buena samaritana, que, a través del consejo, buscó reconfortar a un hombre que sabía sufriendo de una enfermedad del espíritu. Cuando ella se marchó, ni siquiera permitió que Aníbal le besara el dorso de la mano, a pesar de que éste estaba dispuesto a besarle hasta los pies.

Asechando, Pedro Pablo la siguió de regreso a casa. Cuando ella descendió de su auto, él mascullaba entre dientes su odio y despecho:

- ¡Perra maldita! ¡Puta! ¡Infame! ¡Infiel!

Al verla entrar a casa, él bajo del auto, que dejó estacionado a media cuadra de distancia, y la siguió. Como flotando en una nube roja, Figuetti entró a la casa, y enfiló directamente hacia la cocina. Tomó un cuchillo dentado que usaba para preparar carne para la barbacoa, y se encaminó resueltamente hacia el dormitorio, donde Encarnación comenzaba a desnudarse para darse una ducha.

Figuetti me narró que ella giró al sentirlo llegar a su lado, y sonrió dulcemente, sin percatarse del cuchillo. Dice que le gritó algo así como:

- ¡Puta maldita!

Cuando ella sintió la primera estocada, exhaló un grito de horror, viendo como el cuchillo penetraba en su abdomen. Luego, siguió gritando aterrorizada, mientras el cuchillo entraba una y otra vez en su cuerpo, por cinco, diez, quince veces. El médico forense constató cincuenta y cuatro puñaladas.

Los gritos de Encarnación fueron escuchados por los vecinos que optaron por llamar a la policía. Una vecina, que había compartido en algunas ocasiones con Encarnación y María Pía, le avisó a ésta última respecto de que algo grave había ocurrido. Esta me contó que llegó veinte minutos después que la policía. Se identificó como familiar, pero, no la dejaron entrar al dormitorio. En el comedor se encontró con Figuetti, y comprobó lo horrendo del acto del doctor: estaba empapado de sangre en su rostro, en sus manos, en su ropa.

- ¡Que hiciste, canalla! - gritó María Pía, pronto a precipitarse sobre él, para golpearlo, cuando se enteró del crimen.

- Me engañó. Ella me engañaba - balbuceó Pedro Pablo, aún sin tener plena conciencia de sus actos.

- ¿De dónde sacaste eso, estúpido, animal? - rugió la prima, crispando sus puños, al borde de un ataque de nervios.

- La seguí... se juntó con un hombre... - musitó el doctor, protegido por los policías.

- Estúpido, estúpido - gimió María Pía, llorando de impotencia.

- Tenía un amante... Aníbal era su amante... - divagó Pedro Pablo.

- ¡Cómo iba a tener amante! - balbuceó la mujer, casi desmayándose. - ¡Estúpido cretino, mil veces estúpido! ¡Ella era frígida, torpe, asesino infame! ¡Ella era frígida! ¿Entiendes? ¡Era frígida, irremediablemente frígida!

 

 

Todo sobre las mujeres   *  Sebastián Jans ©

 

Hosted by www.Geocities.ws

1