Todo sobre las mujeres  Sebastián Jans ©

  Alonsa

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Las mujeres no tienen alma, comenzó diciendo Donato, de un modo muy genérico, y en su voz no había resentimiento ni dolor. Parecía decir aquellas palabras a su propia conciencia y con la distancia debida respecto de sus recuerdos. Alonsa, dijo, era el mejor ejemplo de la certeza de su afirmación. Alonsa, repitió, como escuchando la pronunciación de cada sílaba, y siguió: ¿Han escuchado alguna vez un nombre que tenga tanto sonido? Parece que todas las consonantes y las vocales convergieran en una equilibrada síntesis de sonidos. Alonsa. Sí, insistió, suena de maravillas. Esa es la mujer que tiene cautivo mi corazón, que me roba la alegría y me sume en la melancolía.

¡Que mujer! Debe tener diez o doce años mas que yo. Ambos trabajamos en una oficina de corretaje de propiedades. Ella es la encargada de tasaciones, y yo me desempeñaba en el área contable. Estamos todo el día a algunos metros de distancia, por lo que debemos relacionarnos laboralmente en cada momento. Nos rozamos innumerables veces en el pasillo, o cuando vamos a servirnos un café. Pero, ella es un muro impermeable, una roca inmutable, impersonal, que actúa como si nadie existiera a su alrededor. Eso es lo que algunos llaman actitud profesional: estar siempre sumergido en el trabajo, sin darse un relajo ni compartir sus debilidades o sus flaquezas con los compañeros de oficina. ¡Cómo puede tener tanto dominio de sí misma!

A veces la odio y quisiera hacerle todo el daño posible de imaginar, pero, después me vuelvo un muñeco de aserrín, cuando sus ojos me miran profundamente, y sus labios me dejan de regalo la blancura de sus dientes, con una leve y difusa sonrisa de cortesía, pero, que tiene la capacidad de hacerme sentir un beneficiado por sus momentos de calidez.

Se las describo: Un rostro armonioso, unos hermosos labios, ojos verde oscuro, unos enormes pechos, ¡qué tetas más grandes y redondas!, buena apostura, de porte distinguido, podría decirse que es alta, de alrededor de cuarenta años, donde casi no hay huella de los dos embarazos que tuvo a los veinte y tantos. Elegante, aunque más por la apostura que por el valor de su vestuario. Casada. Tremendamente profesional en su trabajo. En sus responsabilidades cotidianas pareciera que el resto del mundo no existiera, mientras divaga por las carpetas y archivos, deslizando sus dedos por el teclado del computador o de la calculadora, en su mundo de cálculos, planos e informes, buceando en los avisos de los periódicos, hablando por teléfono con los clientes.

De vez en cuando, regala una sonrisa al pasar a alguno de nosotros, incluyéndome a mí, con distante cortesía, sin ningún énfasis mayor. A veces excede sus límites, con un ligero toque de coquetería, porque, claro, toda mujer tiene que darse un espacio para imponer su cuota de coquetería, pero, ella lo hace con un señorío digno del mayor refinamiento. Nada de andar tirando el culo, no. Es de esas coquetas que les gusta producir un efecto, pero, sin dar pie al atrevimiento del seducido. Les diré que mis jefes han querido que les dé la pasada, pero, ella les ha mantenido a raya, como si fuera la mas experimentada domadora de leones: con el azúcar en una mano y el látigo en la otra.

A mí no me dio un terroncito de azúcar, me pasó el paquete, pero, después me lo quitó, para no dármelo nunca más. ¡Qué mujer más canalla! ¡Cómo puede tener el corazón tan duro! Me dan ganas de hacerle cosas horribles, de forzarla, de desgarrarle la blusa, mordisquearle las tetas de modo que le duela, hacerla sufrir, de violentarla, para hacer escarnio de su orgullo, de someterla a vejámenes que le quiten su aire de diosa, para así restablecer mi dignidad tantas veces mancillada. Pero, todos esos sentimientos los cambiaría por una caricia de sus manos, por el más pequeño de sus besos.

No vayan a creer que estos sentimientos me han aflorado de la nada, que son producto de una mente enfermiza. Por el contrario. Ha sido ella quien los ha incubado, ella es la que ha provocado deliberadamente mi angustia. De sus actos han salido mis sentimientos dolidos y mis vengativas frustraciones.

Todo comenzó hace poco mas de un año, cuando ambos debimos viajar, en su auto, enviados por la empresa a finiquitar la venta de una propiedad en Viña del Mar. Salimos de mañana, muy temprano, después de llegar a la oficina, y en un par de horas estábamos reunidos con el cliente. La negociación fue muy rápida, dado el interés del comprador, y se acordó tener los papeles listos para su firma dentro de dos días, en Santiago.

Entre el viaje hacia Viña del Mar, y la reunión con el cliente, se pasó la mañana, y cuando emprendíamos el camino de regreso, resolvimos ir a almorzar, en uno de los restoranes de Caleta Portales, entre esa ciudad y Valparaíso. Por ocurrencia de ella, iniciamos el almuerzo haciendo un brindis con pisco sour.

- Esta negociación merece que la celebremos con un brindis, Donato - dijo, levantando su copa. - No somos vendedores, pero, hemos realizado una excelente venta.

Sonreía, alegre, expandida, como nunca la había visto. Bebió su copa casi de un solo trago. Durante el almuerzo conversamos sobre aspectos propios de la empresa, algunas cosas personales, normales en compañeros de trabajo. Cuando terminamos de comer, cancelamos la cuenta, repartiendo el gasto de manera equitativa, y salimos del restorán. Ella estaba mucho más animosa y extrovertida que después del brindis y de las copas de vino con que acompañamos el almuerzo. Estaba, por cierto, a años luz de diferencia de cómo era habitualmente.

- Yo no puedo manejar - dijo de improviso, extendiéndome las llaves del auto. - Estoy un poco mareada.

Rió, encogiendo los hombros con actitud de niña traviesa. Caballero en mis modales, tomé las llaves con hidalguía, abrí la puerta del co-piloto, y esperé que se sentara cómodamente, antes de cerrarla. Ella, en la oficina, siempre usaba la falda recatadamente sobre la rodilla. Al acomodarse esta vez, en el asiento, la falda le quedó bastante mas arriba de lo normal. Cuando me senté en el asiento del conductor, la falda seguía recogida, mostrando provocadoramente las piernas, cuyas rodillas estaban inclinadas hacia mi posición.

Desde luego, ella se dio cuenta de mi mirada hacia sus extremidades, percatándose que yo me había turbado. Encendí el motor, crucé sobre mi pecho el cinturón de seguridad, y emprendimos la marcha. Apenas el automóvil salió del estacionamiento, ella comenzó su acoso.

- Hace calor - dijo, mientras se soltaba el botón superior de la blusa. - Estoy ardiendo -. Ese "ardiendo" podía ser cualquier cosa. - ¿Tu no estás acalorado?

- No - repliqué, algo nervioso.

- Es que no bebiste casi nada. Yo tomé todo mi pisco sour, y por lo menos dos copas de vino. Parece que no te gusta beber.

- Prefiero no consumir alcohol en horas de trabajo.

- ¡Vamos, Donato! Eso es cuando estamos en la oficina. Acá no te ve el jefe.

- Si hubiera bebido mas de lo que ingerí, tampoco habría podido ir manejando - repliqué con algo mas de confianza.

- Es cierto - dijo, con cara de niña mal criada. - Habríamos tenido que quedarnos hasta que se nos pasara el efecto del trago. Tendríamos que haber ido a reponernos a la playa o en una plaza. Pero, felizmente Donato es un hombre muy controlado - bromeó. - ¿Nunca te descontrolas?

La observé de reojo, tratando de no distraerme de mi función de conductor: tenía la cabeza recostada sobre la palma de la mano, mientras afirmaba el codo en la parte alta de la butaca. Sonreía con picardía juvenil. Francamente estaba particularmente desinhibida y locuaz. Gozaba con la situación, pues, sabía que yo estaba a la defensiva frente a sus provocaciones.

- No. Trato de mantenerme siempre dentro de mis límites - repliqué.

- Eso es muy severo para tu vida. Dicen que es bueno salirse a veces de los moldes habituales. Ayuda al equilibrio emocional.

- ¿Tú lo haces a menudo? - devolví el golpe de inmediato, como experto tenista.

- La verdad es que soy igual que tú. Demasiado formal y siempre dentro de mis cauces. No te olvides que soy madre de dos hijos que tienen pleno uso de raciocinio, y eso obliga a controlar los impulsos. ¿Te consideras un hombre tímido?

Dejé pasar unos segundos, para ganar tiempo y pensar. ¿Hasta dónde pretendía llegar? ¿Era solo un juego, producto de la desinhibición alcohólica, o estaba decidida a llegar hasta las últimas consecuencias que se derivaran de su audacia?

- En cierto modo creo que sí - respondí de modo lacónico.

- No lo pareces - replicó, y me apretó suavemente el lóbulo de mi oreja derecha, con la punta de sus dedos.

Efectivamente, está jugando fuerte, pensé. La miré con una rápida ojeada. Seguía sonriendo. Se acomodó en el asiento con la misma anterior actitud de niña mal criada, lo que provocó que la falda subiera otro par de centímetros, mostrando de manera mas desenfadada su esplendor. Para acomodarse entreabrió levemente las piernas, dejando en evidencia el color del calzón. Ese movimiento suyo me provocó inevitablemente el despertar de la libido, y sentí que erectaba. Con resolución miré sus piernas, con mirada claramente lasciva, olvidando todo remilgo de prudencia.

- ¿Estás inquieto? - me preguntó con tono coloquial.

Comenzábamos a internarnos derechamente en la carretera hacia Santiago.

- Creo que sí - respondí. - Creo que me estás provocando a un nivel que me resulta difícil controlar.

- No lo controles - sugirió de un modo muy evidente, mientras deslizaba su mano hacia mis entrepiernas. Me tocó, sintiendo la dureza de mi vigor sexual. - ¡Uy! - exclamó - ¡Estás muy agresivo!

Parecía una niña jugando. Bajé la velocidad y saqué el auto de la pista, hasta detenerlo a un costado.

- Este juego puede ser peligroso - dije con tonta prevención.

Ella no estaba para advertencias ridículas, lanzó una risilla maliciosa, mientras comenzaba a hurguetear, en el cierre de cremallera del pantalón, hasta abrirlo. Metió rápidamente una de sus manos y atrapó mi sexo de manera un tanto precipitada, mientras yo daba una mirada de preocupación hacia la carretera, rogando que nadie se percatara de lo que estaba pasando. No habían pasado diez segundos, cuando ya lo había extraído y se reclinó sobre mí, para meterlo en su boca. Era para no creerlo. La formal señora Alonsa, toda pulcritud, toda recato, toda respeto, toda trabajo, el tótem de la oficina, me estaba dando una mamada que casi me deja sin aire.

Es bueno decirles a esta altura del cuento, que yo, entonces, tenía una novia formal, con la cual practicaba el sexo de manera muy ocasional, por lo que estaba más tenso que cuerda de violín, y mi capacidad de aguantar muy reducida, de tal modo que resistí muy poco a su ataque. Cuando culminó, se enderezó, sonrió haciendo un mohín, mientras tomaba una de mis manos, y la conducía por debajo de su falda, entreabriendo las piernas. No soltó nunca mi mano, pero, la condujo por debajo del calzón de encajes, para que yo tocara y friccionara, una y otra vez, hasta que le sobrevino el orgasmo, entre chillidos de placer que aún resuenan en mi memoria, como cantos de sirena.

Quedamos ambos reclinados en nuestros asientos, por varios minutos, sin decirnos nada. Hasta que ella tomó nuevamente la iniciativa.

- ¿Vamos a un motel? - preguntó. Inconscientemente miré el reloj para ver la hora, pensando que en la oficina podrían estar esperando nuestro regreso. Ella, al verme dubitativo no dudó en decir: - Buscamos una excusa. Podemos decir que el auto tuvo un desperfecto. Algunos kilómetros mas atrás vi un motel. Yo invito... - sugirió casi rogando.

No me quedaba mas alternativa que seguir su juego. En no más de diez minutos entrábamos a una cabaña encantadora, de aspecto rústico, pero, con una cama maravillosa para ese tipo de necesidades. Apenas tomamos posesión del lugar, me empujó hacia la cama, y comenzó a sacarme la ropa a tirones, con una prisa agobiante. Parecía un sobreviviente que hubiera terminado de cruzar un desierto y se encuentra abruptamente con un manantial. Sin embargo, entre tanta ansiedad, se dio tiempo para desnudarse también. Realmente, para su edad y después de parir dos hijos, estaba espléndida. Con muy buena carrocería como dicen los mecánicos.

Confieso que yo hice muy poco aquella tarde. Todo lo hizo ella, con destreza y pasión, haciéndome funcional a su voluntad, un muñeco en sus manos. Improvisó las mas diversas formas de hacer el amor, gozó todos los minutos, todos los segundos, hasta que mi vitalidad terminó por agotarse. Fue una sublime locura, un embriagador derroche. Aún tengo en mi piel, en mis manos, en mi olfato, en mis retinas, la sensación de sus formas, de su olor, de su aliento, de su sudor.

Cuando por fin quedamos tendidos, en reposo, ella se dio tiempo de seguir jugueteando con mis cabellos, con mi pilosidad púbica, o con cualquier parte de mi cuerpo.

- ¿Te gustó? - preguntó de improviso.

- Estuvo fenomenal - respondí, con ganas de dormir un rato.

La miré de nuevo, tratando de interpretar lo sucedido, de explicarme sus motivaciones.

- ¡Que! - exclamó, cuando comprobó que mi mirada se volvía demasiado persistente. - ¿Quieres saber por qué estamos aquí?

- En verdad, sí. Es raro que, de pronto, te hayas fijado en mí.

- Ocurrió simplemente. No te hagas muchas ilusiones. No pienses que estoy enamorada de ti, o que me haz seducido con algún encanto oculto.

La forma de decirlo me molestó. La frivolidad de su respuesta me incomodó. No lo dijo en forma despectiva o hiriente, pero, igual me hizo sentir como un pelele en sus manos.

- ¿Tienes éstos "accidentes" a menudo? - le pregunté con clara intención de revancha.

- ¿Importa mucho? - replicó. - ¿Quieres ser el único?

- No. No creo que eso tenga importancia para ti.

- Para ti, sí, ¿verdad? - prosiguió con ese tono que me molestaba. - Pues, bien. Es la primera vez que lo hago. Es la primera vez que me acuesto con alguien que no es mi marido.

- ¿Y a que se debe ese cambio? - indagué con el mismo tono de guerrilla que ella estaba empleando.

- Por aventura, creo. Quería experimentarlo.

- ¿Solo eso?

- ¿Te parece poco importante? ¿O solo los hombres tienen derecho a tener aventuras?

- Es que eso de las aventuras no parece ir con tu personalidad.

- Tantos años de casada puede ser un buen motivo para romper con los moldes habituales. He hecho el amor con el mismo hombre durante veinte años. Es normal querer probar algo distinto. Puedes considerarte afortunado. He hecho contigo cosas que con mi marido jamás podría hacer.

La observé con cierta perplejidad. Hablaba con tranquilidad, como si estuviera conversando sobre cosas rutinarias.

- ¡Que interesante! - ironicé. - Supongo que vas a decirme cuales han sido aquellas cosas.

- ¿Te importa realmente?

- Por lo menos para satisfacer mi ego.

- ¿Solo por eso?

- Dame ese beneficio como regalo.

- Bueno, a ver... tu penetración anal.

No podía asociar, inteligiblemente, a la Alonsa de la oficina con aquella que tenía al lado, desnuda junto a mí, mostrándome su atrayente anatomía, sus torneadas y suaves tetas, sus bien proporcionadas nalgas, el discreto hoyuelo de su ombligo. Era realmente embriagadora en su desnudez. La observé de nuevo con profundidad. Ella hacía lo mismo, tratando de indagar respecto de mis pensamientos.

- ¿Disfrutas haciendo el amor con tu marido? - le pregunté, buscando una respuesta que me permitiera definir mejor mis ideas.

- Es obvio que el sexo es placentero

- Te pregunté si lo disfrutas cuando lo haces con él.

- Claro.

- ¿Igual como lo haz disfrutado ahora?

- Esto contigo es una cosa excesiva.

- ¡Excesiva! - exclamé, buscando un flanco por donde atacar sus argumentos. - ¡Yo creí que esa era tu forma de hacer el amor!

- Ya te dije que contigo he hecho cosas que nunca había realizado antes - replicó sin alterarse.

- O sea que lo demás sí lo haz hecho.

- No. En realidad no soy tan fogosa como tu me haz visto. Tal vez el trago que tomé en el almuerzo me puso muy desinhibida. No creas que hago habitualmente esas posiciones tan locas. Te vuelvo a recordar que soy una mujer casada. El amor con el marido requiere de mas recato, requiere de mas equilibrio. Tu no puedes ser en el hogar una prostituta, en un momento, y en el otro, estar amamantando un hijo. No existe tanta capacidad de desdoblamiento. Todo debe ser equilibrado.

Sí. Volvía a expresarse en sus palabras la personalidad de la funcionaria de la empresa. No era la hembra ardiente, exuberante, ansiosa, que se había bebido hasta la última gota de mi vitalidad. No era ya aquella fragorosa hembra que había hecho de mí una suerte de muñeco de goma, con tanta contorsión distinta, durante nuestro acoplamiento. Era la señora eficiente y profesional que provocaba la ponderación de los jefes y clientes, caracterizada por su objetividad a toda prueba.

- ¿Por qué lo hiciste conmigo?

- Si te ayuda a tu orgullo de macho, te puedo decir que te elegí. Desde hace tiempo que estaba esperando que se diera esta oportunidad.

- ¡Ah! Soy afortunado entonces...

- No sé si es cosa de fortuna. Mas bien, era lo posible. No lo habría hecho con cualquiera.

- ¿Cómo así? - indagué.

- Eres un hombre muy ordenado en tus costumbres. Nadie te ha conocido deslices o parrandas nocturnas. Aparte de tu pasión por el fútbol no se te conocen otras actividades. No eres mujeriego ni tienes vicios. No eres drogadicto. No sales con amigotes.- Cada uno de los atributos que ella veía en mí, los enunciaba pausadamente, uno a uno, como haciendo un balance. - Eres, en definitiva, un hombre seguro para que una mujer tenga una aventura. Las posibilidades que tengas SIDA son mínimas. Si no tuviera esa confianza en ti, no habría hecho algo así, sin ninguna protección, ni lo habría disfrutado tanto.

Realmente estaba picado en mis sentimientos, pensando que hubiera preferido que todo hubiese sido improvisado, algo del momento, y no ser un pobre tipo en los designios insondables de una mujer casada.

Estaba claro que ella me había usado, en forma premeditada y planificada. Era un plan que había elaborado para darse el gusto, escogiendo al imbécil adecuado, con suficiente tiempo y dedicación. Después, aquello pude refrendarlo, cuando me enteré que ella misma había sido la que sugirió mi nombre a los jefes, para que la acompañara al viaje a Viña del Mar.

Cada vez que lo pienso, no puedo evitar la sensación de niño burlado, de una especie de instrumento. Aquella misma tarde, en esa cama, después de lo que habíamos hecho, después de toda esa pirotecnia enorme de imaginación y desgaste, no me sentía precisamente como un atleta, que había realizados varias proezas extraordinarias, sino que, por el contrario, me sentía poco menos que alguien a quien le habían quitado la virtud. Sí, había perdido la inocencia del varón que imagina ser un semental.

Como les dije anteriormente, tengo una novia semi-formal, con la cual, a veces, hago el amor. Hasta ahora no está en mis planes casarme, ni creo que lo vaya a hacer con ella. No es una mujer que me llene el gusto, para tener una vida juntos, y creo que ella tampoco está feliz con el novio que tiene. No soy un niño de pecho, tengo experiencia, ya cumplí los treinta años. Pero, esa tarde, allí, con esta mujer que lo dominaba todo, me sentí un infante que no sabía nada de la vida, un nerd como dicen los gringos, un pajarito en manos de la dueña de la jaula, tembloroso e indefenso. Jamás me he sentido tan inseguro.

Estuve callado durante largo rato, mirando el cielo de la habitación, y tratando de cubrir de manera discreta la desnudez de mis genitales con algún borde de la sabana. Me sentía mas desnudo que nunca. Así, pasó un largo rato en que no hubo palabras. Parecía que estaba todo dicho. Comenzaba a atardecer. Ella miró su reloj, que había dejado sobre el velador, e hizo un puchero de fingida pena. Era la hora del regreso. Me levanté y fui al baño a ducharme, con el vivo deseo de salir pronto de ese lugar.

Estaba en ello, cuando ella entró al habitáculo de vidrio de la ducha, y tiró de una de mis manos con fuerza, arrastrándome de regreso a la cama, mientras el agua chorreaba por mi cuerpo. Con artes propios de una sabiduría consumada, logró sacarme nuevas energías, para acoplarnos nuevamente, sudorosos y frenéticos. Cuando aquella sopa de transpiración y resuello febril terminó, me premió con un beso asfixiante, con la fuerza de su lengua dentro de mi boca y con una afiebrada succión de sus mejillas, como si fuera un molusco marino aferrado a las rocas. De pronto me soltó, me miró a los ojos con franca sinceridad y dijo:

- Gracias. Eres maravilloso.

Me besó entonces en la frente y se incorporó ágilmente, para enfilar hacia la ducha. Se vistió, mientras yo me duchaba de nuevo. Cuando salí del baño, ya estaba vestida, maquillada y cancelando la cuenta. Protesté por esto último, pero, ella me hizo un maternal gesto de silencio. La camarera me dio una mirada de reojo, que me hizo enrojecer. Ansiaba que aquello terminara pronto.

Durante el viaje de regreso a Santiago, casi no conversamos, salvo alguno que otro comentario sobre tonterías. "Mira la maniobra que hizo ese camión", "que barbaridad como adelantó ese automóvil", que si comprábamos o no dulces de Curacaví, "que contaminado está el túnel". En realidad, cada uno quería estar en sus pensamientos. Tal vez, ella, pensando en cómo justificar ante su marido el día entero en que, supuestamente, estuvo en Viña del Mar. Yo, en tanto, tratando de asimilar racionalmente aquella experiencia inesperada. Como la oficina estaría cerrada a la hora en que llegaríamos de regreso a Santiago, por su teléfono celular llamó a la oficina para dar cuenta de las gestiones realizadas durante la mañana, sin precisar la hora en que se habían hecho. Pasó a dejarme cerca de mi casa y nos separamos solo con una "adiós" de palabra. Cuando me bajé, me regaló una sonrisa superficial. Nada más. De ese modo, terminó aquel día y nuestra relación.

Al día siguiente, todo volvió a la normalidad. Entregué al jefe mi informe, con la documentación respectiva. Ella hizo lo mismo, en lo relativo a su función. Ambos fuimos felicitados por el resultado de la gestión. Yo volví a mi rutina, ella a la suya. Aquello que pasó la tarde anterior, en los primeros días, no tuvo mas trascendencia que cualquier cosa que pudo ocurrir en el camino: ver un accidente, haber tenido que soportar alguna congestión vehicular, en fin. Algo que pasó sin tocarnos. Eso fue la sensación por varias semanas, en que el exceso de trabajo de la oficina se encargó de mantener oculto.

Sin embargo, el hecho de verla todos los días, en su exquisita formalidad, con su natural elegancia, con su característico perfume, su mirada distante, y su pulcro taconear, poco a poco, me fue recordando que yo la conocía de modo mucho más íntimo, que yo la había tenido en mis brazos, desnuda, que había extasiado mis sentidos con su cuerpo, con su piel. Fui comprendiendo que no podía ignorar aquellos encuentros cotidianos con sus ojos, con la imagen de sus labios, con la visión de su firme cuello, con la voluptuosidad de sus pechos insinuados bajo la blusa, con la comprobación del movimiento suave y discreto de sus caderas o la firmeza de los músculos de sus piernas.

Cerraba los ojos y la recordaba como la vi aquella tarde, y su majestuosa seducción se hacía presente, viniendo hacia mí con aquella mirada profunda, con su intensidad sin límites. En las noches soñaba con ella, me despertaba pensando en ella, suspiraba como un idiota de solo recordar su nombre.

Era tanto todo aquello, que decidí decírselo, porque era una carga que me costaba mucho sobrellevar. Busqué un momento propicio, en que no teníamos a nadie cerca, y le dije que quería hablar con ella.

- Dime - musitó con su habitual tono oficinesco de todos los días, tal vez pensando que quería hablar sobre algún tema propio del trabajo.

- Es sobre nosotros...

- ¿Nosotros? - dijo con cierta acidez. Su rostro se endureció de un modo inesperado. - ¿Qué es eso de "nosotros?" Explícate, por favor.

- Aquella tarde cuando... - comencé a decir.

- ¡Por favor! - exclamó con impaciencia. - Lo que pasó esa vez, pasó esa vez y se acabó. - Su tono era firme y severo. - No creo que quieras sacar provecho de mi debilidad.

¡Debilidad! ¿Qué les parece? Con su arrogancia de gallina, reina del gallinero, me hizo balbucear dos o tres estupideces, para tratar de justificar mis propósitos de aquella conversación. Pero, ella se encargó de finiquitar todo.

- Te ruego, por favor, que recuerdes mi situación. Soy una mujer casada. Mi marido y mis hijos vienen habitualmente a buscarme a la salida de la oficina, como tú lo sabes. No creo que quieras hacerme el daño de provocar comentarios, que podrían llegar a sus oídos, porque solo quieres darte el gusto de aprovecharte de una debilidad mía, que no tuvo mas trascendencia que eso.

- ¿Así lo entiendes? Solo como una "debilidad".

- Bueno... Una aventura, un desliz. El gusto ya te lo diste, Donato. ¡Y ya!...pasó.

- Por lo que recuerdo, el gusto te lo diste tú - le dije del modo mas sarcástico posible.

- ¡Oye! - reaccionó. - No me hagas creer que eres poco hombre en tus asuntos de mujeres. Lo disfrutaste bastante, según recuerdo. Pero, en fin. Eso no tiene importancia.

- Para mí, sí.

- Para mí, no. No me hables mas del asunto, por favor.

Estaba furiosa. Sus ojos parecían lanzar llamas de rabia. Dio media vuelta y regresó a su escritorio, desde donde me lanzó tres o cuatro miradas furiosas. Me mordí la humillación, pues, le hice caso en cuanto a mantener la debida distancia. Pero, esto, aumentó mi obsesión por tenerla, por sentirla, por revivir aquella tarde lujuriosa.

Pasaron varios meses. Una mañana se dio la ocasión en que, por cosas propias del trabajo, solo estábamos los dos en la primera hora de la jornada. En la oficina hay una pequeña cafetería al fondo del pasillo. Nos encontramos allí, cuando cada cual iba a prepararse un café.

- Hola - la saludé,

- Hola - dijo sin levantar la mirada.

Me aproximé. Ella llenaba su taza con agua hirviendo. Quería que sintiera que estaba invadiendo sus dominios, que se enterara que estaba sufriendo por su causa. Pensaba abrazarla, besarla, le diría que la amaba, que estaba loco de amor por ella; le exigiría que me diera un pequeño espacio en su vida, aunque fuera muy pequeñito, porque ella era la musa de mis ilusiones, la musa de mis esperanzas, la causa de mis agonías. Ese era mi plan, y comencé a acercarme, justo cuando ella giró con la taza llena de café, chocando inevitablemente contra mi cuerpo. El líquido caliente se derramó sobre mi costado derecho, especialmente el brazo y la pierna.

Quedé trémulo, sin moverme, sintiendo como el líquido traspasaba la tela de mis ropas, quemando mi piel. Ella pegó un grito de pánico, tomó un jarro de agua fría y la dejó caer sobre la mancha de café en mi ropa. Claro. Su lógica fue neutralizar el agua caliente con agua fría. Pero, ello terminó por dejarme mas empapado. Escuché que me pedía perdón por su descuido, una y otra vez. Yo seguía paralizado, reprochándome por haber hecho nuevamente el papel de estúpido. Tomó toallas de papel y comenzó a secarme, lo cual era imposible, por la cantidad de agua que mi ropa había absorbido. Reiteraba sus disculpas, insistiendo en secarme, mientras yo seguía estático. De pronto, se percató de mi inmovilidad y detuvo su acción. Me miró a la cara, miró las ropas goteando, volvió a mirarme a la cara, y luego a las ropas, e inesperadamente echó a reír. Entonces me dio un beso en la boca, al tiempo que decía:

- Discúlpame, Donato. Te juro que nunca pensé hacerte daño. -Por supuesto, se refería a las quemaduras con agua caliente. No se refería al "otro daño" que me afectaba más. Me hizo una leve caricia en las mejillas y dijo: - Vas a tener que ir a cambiarte ropa. ¿Te llevo?

- ¡No! - respondí con vehemencia. - No - reiteré suavizando el tono. - No. No es necesario - balbucee.

Volví a mi escritorio, paso a paso, tomé mis llaves, y partí, con destino a mi casa, para cambiar mi ropa.

¿Fue con intención? ¿Percibió mis propósitos? ¿Fue esa la forma en que decidió parar mis ímpetus? Ya sé que Uds. tienen una opinión ya formada. Pero, yo no la tengo. Tal vez fue un accidente. Tal vez lo hizo con intención. No sé. Solo tengo claro que, desde entonces, trato de mantenerme a prudente distancia de ella.

Del incidente de la taza de café trato solo de recordar su imprevisto beso y su tangencial caricia en mis mejillas. Pienso que, a través de ambos gestos, ella me dio luces sobre sus sentimientos hacia mí, ocultos en alguna parte de su vida. Tal vez en alguna oportunidad, ella podrá expresarlos de nuevo, en algún viaje fuera de Santiago, que nos corresponda hacer por la empresa. Pero, mientras ello no ocurra, prefiero mantenerme a cierta distancia, de ella y de la cafetería, cuando llega a servirse un café.

 

Todo sobre las mujeres   *  Sebastián Jans ©

 

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