LA PUGNA POLÍTICA

La insurgencia social contra Pinochet. Sebastián Jans

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La confrontación política antes de mayo de 1983

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El principal opositor que debió enfrentar Pinochet, hasta 1983, fue el Cardenal Raúl Silva Henríquez, hombre de gran carácter y templanza, que contó con el apoyo pastoral   de la notable personalidad de Enrique Alvear, obispo auxiliar de Santiago, al centro, y del obispo de Linares, Carlos Camus (a la derecha de la pantalla).

LA CONFRONTACIÓN POLÍTICA ANTES DE MAYO DE 1983.

En su mensaje de Año Nuevo del 01 de Enero de 1983,Augusto Pinochet había señalado con su acostumbrada soberbia: "Reitero al país entero, que el gobierno no alterará el rumbo que el pueblo de Chile, en forma libre y soberana ha elegido". La realidad que imponía el itinerario que el régimen se había planteado, al hacer aprobar la Constitución de 1980, por medio de un farsesco plebiscito, constituía un desafío formidable para quienes, de una u otra manera, aspiraban a un proceso democratizador lo más inmediato posible.

Era obvio que el descontento ya no solo involucraba a los opositores, sino a partidarios del régimen militar, que comenzaban a darle la espalda a la dictadura. Un prominente pro-golpista de 1973, Engelberto Frías, ex parlamentario de la Derecha, señalaría días después del mensaje de Año Nuevo: "Lo que criticamos es una realidad nacional que nos agobia. La cesantía, el endeudamiento interno y externo, el desmantelamiento de las industrias, la destrucción de la agricultura, la postración de la minería, y la aflictiva situación de comerciantes, transportistas y profesionales".

Obviamente, las percepciones de la dictadura distaban mucho de esa realidad y del sentir de las mayorías nacionales. Pinochet reiteraba constantemente su rol providencial y salvador de Chile, al cual, sostenía, había rescatado del comunismo internacional. La camarilla que le rodeaba, formada por la corrupta cúpula militar, los cortesanos nacionalistas, y la oportunista conducción civil del régimen, junto a los cerebros de la refundación re-oligárquica, representada por el gremialismo y los Chicago Boys, constantemente estimulaban la soberbia del dictador, llevándolo a protagonizar la mas pertinaz y constante provocación al sentir social.

Mientras tanto, la crisis económica se volvía crónica, al corrupción se enseñoreaba en los organismos del estado, la miseria cundía en los suburbios, y la angustia asaltaba los hogares de las clases medias. El nudo a desatar en la crisis que el país vivía, era sin lugar a dudas la presencia y permanencia de la dictadura.

De allí que, diversos sectores opositores, ya en el transcurso del año anterior, habían superado sus primarias deficiencias orgánicas y se aprestaban a dar pasos cualitativos y cuantitativos superiores. La consiga "Fuera Pinochet" se multiplicaba en los muros de las ciudades más importantes, y en la Población José María Caro apareció una inesperada convocatoria "¡Ahora, las calles!". Era el llamado de los pobladores sin casa, de los cesantes, de los postergados, de los reprimidos, en fin, de quienes habían protagonizado las primeras y aisladas movilizaciones del año anterior.

Haciendo gala de la audacia que identificaba a su componentes, el PRODEN decide, en el verano de 1983, lanzar una propuesta de reforma constitucional, reconociendo de esa manera la validez de la fraudulenta Constitución de 1980. La propuesta planteaba la derogación de las disposiciones transitorias del texto constitucional, a partir del artículo 9 y siguientes, que garantizaban la permanencia legal del gobierno, y que legitimaban jurídicamente las acciones represivas, dejándolas al arbitrio de los funcionarios de los organismos de seguridad y, lo peor, en la más absoluta impunidad.

La propuesta del PRODEN señalaba que la reforma debía permitir que la Junta Militar asumiera los poderes Ejecutivo y Legislativo por dos años, y que, en el plazo de seis meses, luego de aprobada la reforma, debería elegirse un Congreso unicameral de 120 miembros.

Probablemente la propuesta era un desafío al régimen, y más de alguno vio cierto sedimento golpista. Tal vez pudo servir como una buena base de negociación para ciertos sectores lúcidos del pinochetismo. Pero, lo más determinante fue que ella sorprendió a las distintas corrientes políticas que trataban de rearticularse y hacer oposición efectiva. No había base política ni social para sostener la propuesta, y pronto quedó claro que ella no reflejaba más que la opinión y la audacia de los integrantes del PRODEN. Por parte del régimen, ni siquiera se comentaron esas proposiciones.

Sin embargo, la presentación de la propuesta reflejó que había un espacio posible de ocupar en aquel incipiente debate político, y que el exceso de cuidados en las acciones políticas, no estaban al nivel de lo posible. Prueba de ello fue un hecho inesperado e impensable en años anteriores, cuando Pinochet emprendió una gira por el sur del país, que tenía contemplado un almuerzo en Valdivia, para el cual se vendieron todas las entradas. Sin embargo, al evento llegaron solo 4 comensales, obligando a los encargados a movilizar al lugar a soldados conscriptos de civil, para sentarse en las mesas y dar la sensación de normalidad.

Sin embargo, por sobre toda circunstancia, lo que irritaba al dictador y a su régimen, era la pertinaz acción de la Iglesia Católica de Santiago, encabezada por el Arzobispo Raúl Silva Henríquez, con el cual sostenía una dura pugna no declarada desde el primer día de régimen dictatorial, y que se expresaba básicamente en los ámbitos jurídico-políticos. El arzobispo, detentor de la dignidad cardenalicia, había asumido la defensa de los derechos humanos desde el primer día en que estos fueron conculcados, lo que, en la opinión popular, lo hacía cumplir el rol de portavoz de las aspiraciones populares, cuestión que podía aparecer contradictoria con su condición pastoral, desde un punto de vista estrictamente formal.

Sin embargo, Silva Henríquez no era hombre para sutilezas. Bajo su impulso, se había creado el Comité Pro-Paz en Chile, iniciativa ecuménica para ayudar a los perseguidos. Luego, ante la necesidad de cerrar esa instancia, por presiones del régimen, creó la Vicaría de la Solidaridad, que constituiría un respaldo formidable para la defensa legal de los detenidos, de los torturados y sus familias, recibiendo un sostenido apoyo moral y financiero internacional para efectuar su labor en pro de los derechos humanos.

Ligado estrechamente a la doctrina social de la Iglesia, que emanara del Concilio Vaticano II, tenía una decidida vinculación con las demandas de los perseguidos y de los postergados. Crítico del gobierno de Allende, trató de mediar en la crisis política de 1973, y, cuando sobrevino la tragedia, no ocultó su rechazo a la opción militar. Más aún cuando quienes compartían su visión de la Iglesia frente a la realidad nacional, fueron agredidos por la dictadura. Así, en 1975, el secretario general de la Conferencia Episcopal, el obispo Carlos Camus, fue públicamente ofendido y atacado por los medios de comunicación del gobierno, a propósito de una entrevista off the record, efectuada por un periodista al servicio de los organismos de seguridad del régimen. Un año después, tres obispos fueron agredidos por agentes de seguridad, en el aeropuerto, cuando regresaban a Chile de una reunión de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), uno de los cuales era Enrique Alvear, uno de los más agudos críticos de la dictadura.

A éstos hechos deben agregarse dos episodios, que daban cuenta del encono dictatorial con el Cardenal Silva. Ese mismo año, 1976, se hizo circular profusamente, el libro "La Iglesia del silencio en Chile", editado por el ultraderechista grupo Fiducia, que contenía duras críticas y acusaciones contra el arzobispo. En el mismo contexto, una empleada de un convento, era asesinada dentro de este, por agentes de la DINA, en un operativo para detener a la médico inglesa Sheila Cassidy, quien había ayudado médicamente a miembros del MIR. La doctora fue detenida y sometida a brutales torturas antes de ser expulsada del país. Obviamente, la acción de los agentes había vulnerado con creces la tradición chilena de considerar los conventos como lugares inviolables, más aún si se trataba de un claustro de monjas, y con resultado de muerte en el mismo lugar de una mujer que trabajaba para el convento. No se trataba, por cierto, de una presunta extremista.

A esa larga lista de roces, entre la dictadura y el pastor de la Iglesia Católica de Santiago, se sumaría un nuevo hecho, a inicios de 1983, cuando, en marzo, el gobierno hizo expulsar a tres sacerdotes. En efecto, por decreto gubernamental, los sacerdotes de nacionalidad inglesa, Brendan Forde, Desmond Mac Guillicudy y Brian Mac Mahon, de fuerte vinculación con la posición cardenalicia, fueron detenidos y expulsados del país.

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