HACIA UN NUEVO HUMANISMO.

Sebastián Jans

Este trabajo fue publicado en la revista "Occidente" # 369, en marzo de 1999. Santiago, Chile.

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La Humanidad, o al menos gran parte de la civilización actual, vive la era del Postmodernismo. Y al definir este periodo, no hay referencia a una época determinada por el predominio de una corriente de pensamiento o ideología de este tipo, sino por una etapa definida por una situación espiritual específica, por una característica en las conductas sociales e individuales.

Recabar en la conducta civilizacional, en los hechos y gestas del Hombre, permite establecer hitos sobre los cuales se construyen las reflexiones y los parámetros que posibilitan comparar, evaluar y definir los distintos estadios de desarrollo de la Humanidad. Desde la más convencional compartimentación de la Historia, podemos proyectar diversas periodizaciones, de acuerdo a la más múltiple división del conocimiento existente en la actualidad, o de proyecciones de estudio que puedan darse.

En esa perspectiva, el estudio de la condición espiritual del hombre y el análisis de la sociedad de nuestro tiempo, puestos en una perspectiva histórica, obligan también a crear su propia compartimentación o periodización, de acuerdo a la singularidad que cada fase presenta.

Los grandes cambios espirituales.

Sabemos que, originalmente, el hombre buscó perfilar su espiritualidad a través de una inter-relación con fuerzas ocultas que le eran imposibles de definir adecuadamente, y que, posteriormente, derivó hacia la manifestación religiosa. El camino seguido, desde el animismo al concepto religioso, da cuenta que el ser humano era mucho mas que un animal racional, que podía usar su intelecto para resolver sus problemas de vida, sino que también podía construir basamentos espirituales y emocionales para hacer posible una comprensión más integral de su existencia.

En la medida que supo, desde un punto de vista cultural, profundizar y recabar en el sentido profundo de la vida, fue capaz de generar enunciados que provocaron profundos cambios espirituales en la sociedad, verdaderas revoluciones que crearon un nuevo estadio en las relaciones humanas, en el desarrollo individual, en la moral y la cultura.

La primera gran revolución espiritual del hombre, fue el helenismo, cuyos orígenes se producen en Jonia, alcanzando su máximo desarrollo en torno a la polis de Atenas, y que produce el primer gran cambio en la perspectiva terrenal del hombre, dando paso al advenimiento de la filosofía y el conocimiento científico. Para el helenismo, el centro de preocupación fue el hombre y su ubicación en la vida y el Universo. En consecuencia, estimuló fuertemente una aspiración de belleza y bondad – resumidos en la expresión Kalos K’agathos -, elementos que expresaban un ideal humano, que se distanciaba de la observancia meramente religiosa y del pragmatismo de las clases o castas superiores.

Casi paralelamente, en Asia, surge el Budismo, el cual tuvo sus raíces en las religiones y los códigos morales desarrollados por el Brahamanismo y el Hinduismo, pero que, con Buda, sufren una profunda transformación, dando vida a un nuevo concepto que se desprende del propósito esencialmente religioso, adquiriendo una dimensión fundamentalmente laica.

Buda plantea que la causa del sufrimiento del hombre está en la "sed de vida", es decir, en el ansia de vivir la vida en términos que siempre produce insatisfacción, como consecuencia de las ambiciones materiales, espirituales, sociales, corporales, etc. Esa "sed de vida" domina sus actos, su pensamiento y su conducta, traduciéndose en manifestaciones constantes de desequilibrio con aquello que le rodea. El sufrimiento solo puede ser suprimido cuando esa " sed de vida" es apagada, y se establece un equilibrio con la Naturaleza, a través de un cambio de vida, adoptando la Vía Media o Vía Óctupla, que se refiere a ocho requisitos específicos para un cambio espiritual, mas allá de la condición espiritual, mas allá de la condición social, cultural, etc. del hombre que se adscribe a ella.

El Cristianismo es el tercer hito en esta aproximación histórica a los grandes cambios espirituales en la Humanidad. Como bien sabemos, su origen se encuentra en el judaísmo y en la profecía del Mesías, prometido por Dios a Israel. Como referencia primera de su propuesta espiritual, están las Bienaventuranzas expresadas por Cristo, según el Evangelio de Mateo, donde se indican aquellos que el hombre debe ensalzar: la espiritualidad, la apacibilidad, la misericordia, el amor, etc.

El cuarto acontecimiento transformador, también de naturaleza religiosa, es el Islamismo, cuyos fundamentos iniciales fueron desarrollados por Mahoma en el siglo VI, donde se estableció una impronta espiritual que se relacionaba directamente con la aspiración muslime o musulmán por acceder al perdón de Dios. Estos contenidos fueron, posteriormente, profundizados por el sufismo, que se manifiesta 200 años después del Profeta, que da un contenido mas pleno a la idea de superación ante Dios, señalando la necesidad de purificación espiritual en el "combate contra la propia naturaleza del hombre", quien puede discernir el bien y el mal con claridad (takwa).

Lo moderno y la búsqueda de la felicidad.

La ruptura con el poder confesional, que durante gran parte del primer milenio cristiano occidental dominó ampliamente la civilización europea, significó la irrupción del Renacimiento, preámbulo de la quinta revolución espiritual del hombre: el modernismo. Este profundo cambio, partió retornando a la rica herencia del helenismo, replanteándolo a la luz de una nueva época, en que también la valoración de la herencia del cristianismo requería de un nuevo enfoque, libre de hegemonías clericales y del oscurantismo de un poder confesional omnímodo.

Con el Renacimiento, el hombre y su libertad espiritual adquirieron una nueva presencia, que posibilitaron el renacer de la filosofía y de la ciencia. También, como consecuencia de la Reforma, se produjo una nueva interpretación de la fe cristiana, que permitió la libertad religiosa. El concepto de espiritualidad se fundó, a partir de entonces, en la capacidad de acceder al conocimiento y en las prerrogativas del libre albedrío, obligando al hombre a asumir la responsabilidad de su libertad.

El cambio desencadenado por el renacentismo en la civilización cristiano occidental, tuvo su culminación en el Siglo de las Luces, corolario en el pensamiento humano que prepararía a una parte de la Humanidad, para profundos cambios sociales, culturales, políticos y económicos, que se identifican ahora con el proceso de la modernidad.

La civilización occidental, desde entonces, consagró la idea de felicidad como una aspiración consustancial al objetivo del hombre en la vida. De allí la ruptura con la tendencia histórica que había predominado en la Edad Media, en cuanto a que la felicidad solo sería posible en la gracia de Dios en el cielo, después de la vida terrenal.

La búsqueda de la felicidad implicó el desarrollo de las ideologías, pues, a través de éstas, el hombre proponía su plan y aspiración, su modelo de construcción de una sociedad capaz de concretizar en lo social, político y económico, las bases de una vida mejor. Conscientes de que los cambios sociales para materializar esta meta no serían posibles sino con el esfuerzo colectivo, es que se desarrolla el sentido social, la importancia del arreglo colectivo, la convención del colectivo social, en suma, la racionalización, el imperio de la razón.

Los grandes proyectos doctrinarios, surgidos como consecuencia del iluminismo, no dudaron en señalar este camino como opción natural del hombre. En ese contexto, todos los contenidos ideológicos, morales y conductuales, adquirían valor dentro de una perspectiva de conducencia y trascendencia. Conducencia porque todo apuntaba hacia la superación constante y ascendente de los logros humanos, en el camino a la felicidad, y que se resume en el concepto de progreso. Y trascendencia porque, de una u otra manera, todos los aportes parciales, las acciones individuales, los hechos particulares, etc. se entendían como un episodio contribuyente al proceso global de avance de la sociedad hacia la meta anhelada.

Así, se hacía carne en cada individuo un propósito de comunión y comunidad, en que cada cual valoraba y se valorizaba en las inter-relaciones mutuas.

Postmodernismo y antimodernismo.

Con el impulso de los pensadores franceses del siglo XX, el postmodernismo surgió como un movimiento intelectual que asumió radicalmente la crítica a los errores y excesos del modernismo, exacerbando sus planteamientos al punto de considerar la razón iluminista como la responsable de todos los males del siglo XX. Especial connotación adquiere, por ejemplo, la crítica al concepto de progreso, que ha predominado ampliamente a través de lo que Jean-Francois Lyotard llama los megarrelatos o relatos emancipatorios, incubados por las ideologías que predominaron a partir de la Ilustración.

Este postmodernismo, que podríamos llamar filosófico, ha sido sindicado por muchos autores como un movimiento que se da dentro del mismo proceso de la modernidad, es decir, es asumido como una revisión de aquella. Otros en cambio, indican que constituye una nueva etapa en la percepción espiritual de la Humanidad. También hay quienes lo asocian con el antimodernismo de los intelectuales de principios del siglo XX, que señalaban una severa crítica hacia la socialización que la modernidad contenía, planteando dicotómicamente un exacerbado individualismo. Especial relevancia histórica tiene Nietzche, como expresión cardinal de esa tendencia. En los años mas recientes, además de los círculos intelectuales adscritos a esas ideas, donde está expresada mas abiertamente una posición antimodernista, es a través del pensamiento religioso, que ha planteado constantemente el llamado a desconfiar en las capacidades y posibilidades del hombre.

Quien ha definido mas claramente el antimodernismo, es el alemán Jurgens Habermas, que lo identifica con "los jóvenes conservadores" – Bataille, Foucalt, Lyotard, etc.- es decir, con quienes han desarrollado el rechazo a las ideas de universalidad, racionalidad, verdad y progreso, que incubara el iluminismo de la Ilustración. Contestatariamente, Habermas acepta que la razón iluminista se haya transformado en instrumental, pero, cree que esto no puede ser llevado al abandono del potencial emancipatorio para el hombre y su sociedad que aquel posee.

Es un hecho de la causa, que el aporte de éstos últimos, mas allá de la singularidad de sus apreciaciones, ha significado poner en evidencia que en la espiritualidad humana se ha producido un agotamiento de ciertas referencias fundamentales de la modernidad.

En síntesis, en la crítica a la modernidad, hay expresiones desde aquellas abiertamente "anti-modernistas", que se manifiestan absolutamente refractarias a todo rédito de modernidad, hasta aquellos cuya reflexión se enmarca mas bien en la corrección de los aspectos reformulables, cuyos puntos de vista podrían ser catalogados de "neomodernistas".

El postmodernismo real.

Pero, al margen de este debate, el postmodernismo real se ha entronizado en nuestra cultura. Es una síntesis de transmutaciones que operan para dar como resultado una simbiosis extraña, en que el individuo asume su equidistancia con respecto a lo ideológico del modernismo, pero, también su opción convergente con el "desarrollismo" o "progresismo" de aquel, es decir, el postmodernismo real es antimodernista en sus concepciones relativas a la situación espiritual, pero, modernista en lo relativo a superlativizar la potencialidad y usufructúo de lo material.

El derrumbe de las ideologías ha dejado al hombre contemporáneo sin un plan concreto para enfrentar el desafío del futuro. Como consecuencia de esta crisis en la ciudad del hombre, se precipita también la crisis de su aspiración de búsqueda de la felicidad. La conducencia ha trastrocado en inmediatismo, en el estadio de la circunstancialidad. La trascendencia ha sido reemplazada por el paraíso de lo efímero. ¡Nada es más efímero que lo cotidiano del mundo postmoderno! Una tecnología es reemplazada por otra, un suceso, por importante que sea, sustituye a otro, con una abulia que raya en la locura. Nada tiene una trascendencia digna de recordar, y lo nuevo ha desaparecido como una categoría valórica.

De allí que el goce puntual, la breve satisfacción, el placer inmediato, para a dominar los actos del individuo, su conducta y anhelos, desapareciendo la valoración de la actividad común. Lo predominante es el hedonismo y el individualismo; no hay solidaridad, no hay acercamiento objetivo hacia las capacidades colectivas y convencionales, y los conceptos de comunión y comunidad pierden relevancia en su interés de vida.

Las perspectivas del individuo apuntan a objetivos que se inclinan, prioritariamente, al usufructúo de lo material como camino de satisfacción espiritual, donde el consumismo es parte de esa tendencia epicureísta. La posesión material, la iconoclastia respecto de la tecnología de punta, la superlativización del mercado, son expresiones habituales que, paralelamente, acentúan otras conductas, tales como: el exhibicionismo, que lleva a enaltecer los aspectos de imagen social; la indiferencia, que hacer perder toda referencia solidaria; y la frustración y el tedio, fenómenos que afectan en gran medida a la juventud.

En consecuencia, el hombre actual, al rechazar e ignorar la valoración de lo social y minimizar el arreglo colectivo, se consuela con la tecnología y con el usufructúo de los bienes que el progreso material ofrece. Así, la sociedad postmoderna sigue tendiendo a creer que el progreso implica la superación constante de la disponibilidad y la calidad de los bienes de uso disponibles.

Contradictoriamente, el conocimiento científico y su consecuencia tecnológica, han sido considerados como factores altamente contribuyentes al proceso de modernidad. De hecho, es común considerar que cierta condición de progreso – léase manejo tecnológico, acceso a bienes, etc. – es interpretada como una condición de "modernidad", pero, las experiencias indican que éstos, al hacerse cada vez mas neutrales de toda referencia ideológica, se han ido transformando en un fenómeno típicamente postmoderno. De hecho, la tendencia de acción de la ciencia y los objetivos de la tecnología, se han alejado de una impronta de esclarecimiento, dimensionándose de acuerdo a su relación con el mercado, para convertirse en simples instrumentos de las grandes corporaciones.

¿Por qué no considerar la idea, entonces, de que el postmodernismo real se engendró, precisamente, en la neutralización de la investigación científica, que fue quedando sin contenidos ni objetivos humanistas, sin ideología? ¿Acaso el contenido del proyecto científico de ayer, no se expresa dicotómicamente con el de nuestros días, donde pareciera que todo apunta a generar mercancía?

La perspectiva aquella del científico que busca solucionar los males de la Humanidad, ya no solo es remota, sino que resulta hasta ilusoria en el marco del esfuerzo cotidiano por ser tributario a la tecnósfera en que estamos insertos, y que nos obliga al vértigo de una tecnología que se nutre cada vez mas de tecnología, como la serpiente que se traga su propia cola.

Una de sus expresiones más latentes, lo constituye el drástico cambio cultural, producido por la revolución de la informática y en las comunicaciones, que replantean profundamente muchos de los fundamentos valóricos que han sostenido las relaciones sociales y los preceptos éticos de convivencia, no solo de nuestra civilización occidental, sino en las distintas culturas de no se agrupan en esa referencia hemisférica.

La naturaleza de los multimedios y de las supercarreteras informáticas, nos han puesto en una encrucijada que, hasta antes de su irrupción, el hombre no había enfrentado. El acceso a fuentes de información ilimitadas, carentes de perspectivas valóricas, excesivamente neutrales en su expresión, presenta un problema profundo respecto a los alcances de este fenómeno pueda tener.

Con los logros actuales de la tecnología, que aparentemente masifican y democratizan el acceso al conocimiento y la información, y los instrumentos que para ello se disponen, entra pronto en manifiesta contradicción, cuando lo que predomina es, fundamentalmente, la disponibilidad de información, sin un tamiz ético, sin una conducción valórica que sepa situar el conocimiento existente en una perspectiva de crecimiento integral del hombre y de su sociedad.

El canadiense Mc Luhan, creador del concepto de aldea global – punto de referencia obligado para el análisis de la globalización comunicacional – señalaba que los medios electrónicos han dado vida a un mundo donde todo se fusiona a la velocidad de la luz, desapareciendo la identidad, la dialéctica, la racionalidad. Lo instantáneo de los medios eléctricos torna todo irracional. Ha surgido una nueva cultura, que despersonaliza al individuo, pues, en los bancos de datos, la persona es solo un número procesado electrónicamente, descarnado, descorporizado, sin identidad ni moral.

¿Hacia una nueva revolución espiritual?

La crisis mas dramática del hombre postmoderno, es su gran carencia de referencias espirituales. Este no es un fenómeno nuevo en la Humanidad, de hecho, las grandes revoluciones espirituales a través de su historia, obedecen a situaciones que, de una u otra manera, reflejan las mismas condiciones previas. El budismo y el helenismo fueron profundos procesos de cambio espiritual promovidos desde una perspectiva laica, en que el hombre buscó romper el círculo vicioso del materialismo y del inmediatismo, y en no menor escala, de la superchería y la religiosidad formal, de la misma forma, el Renacimiento, como preámbulo de la Modernidad, obedeció también a un proceso laico, pero, que tuvo sus causas en la necesidad de romper la inmovilizante condición espiritual impuesta por el medioevo y la dominación clerical. En el mismo contexto, el cristianismo y el islamismo representaron una opción de contenido religioso, que emergieron contra una sociedad excesivamente materialista. Cada una de estas revoluciones espirituales representó la voluntad y aspiración dl hombre, por cambiar la orientación personal de su vida, buscando respuestas más integrales respecto a los objetivos de vida y como forma de darle trascendencia a su transcurrir.

Es válido preguntarse a éstas alturas, si el postmodernismo puede considerarse una nueva revolución espiritual de la Humanidad, en tanto representa ciertos parámetros que nos reflejan u cambio sustancial en la condición espiritual del hombre contemporáneo. Al respecto, creo que la respuesta es negativa, ya que la característica más patente que ésta tiene es, precisamente, un bajo perfil de espiritualidad, donde no hay una perspectiva que permita su profundización. La reflexión filosófica, la profundidad estética, la motivación, etc. son aspectos que se advierten absolutamente menguados a la luz del frenesí de la vida actual.

Sin embargo, esto no significa que no se vean signos de un cambio trascendente. De otra forma, no se explica que una parte de la sociedad sea receptiva a la religiosidad alternativa y a ciertas manifestaciones de esoterismo, para satisfacer su anhelo de una mayor trascendencia que el mero propósito de poseer o la satisfacción hedonista. Procesos como el ecologismo, ciertas tendencias esotéricas, las comunidades religiosas emergentes, etc. dan cuenta de perspectivas de búsqueda que pueden ir adquiriendo mayor profundidad, en la medida que el excesivo individualismo imperante entre en crisis, y que parecen indicar que posiblemente estamos ad portas de una nueva revolución espiritual. Quizás no está lejana una profunda recomposición, que debiera generar un nuevo humanismo, que, recogiendo los aspectos medulares del modernismo y de la postmodernidad, permitan una situación de superación.

 

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