CIUDADANÍA Y CULTURA.

Sebastián Jans

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Introducción.

Nos corresponde en esta oportunidad, abrir debate sobre un aspecto fundamental, en la perspectiva de hacer más efectiva la democracia, en sociedades que, como la chilena, parecen sumidas en el interregno de transiciones agotadas o interminables, producto de procesos democratizadores inconclusos, y por los resabios de pactos de transición que abortaron la potencialidad democrática de sus pueblos.

Vamos a hablar de ciudadanía, en su relación con la cultura porque entendemos ambos conceptos íntimamente relacionados entre sí, y vinculados con la democracia como forma necesaria e insustituible de ordenamiento político civilizado de una sociedad

Sabemos que, la discusión y el debate sobre la condición y el alcance de la ciudadanía, en América Latina, se ha producido hasta ahora, esencialmente a nivel académico, no teniendo una proyección hacia el mundo político y social. Este hecho es producto de varios factores, entre los cuales no podemos ignorar, que la clase política, los barones de los partidos, no parece tener interés en abrir el debate social sobre la ciudadanía y sus alcances.

En ese debate académico, algunos han sostenido que la tradición democrática está en peligro, producto de la crisis del Estado de Bienestar, las inmigraciones, la crisis del Estado-Nación, la globalización, la crisis de las identidades, los autoritarismos, la corrupción, etc.

De allí que sugieren la necesidad de debatir ampliamente los alcances de los derechos ciudadanos, como una forma de estimular la comprensión de las personas, respecto de sus derechos, y como estos se hacen efectivos. En la medida, sin embargo, que ese debate cope la esfera social, se pondrá fin a la indiferencia post-moderna de los ciudadanos, respecto del alcance que tiene esa calidad social.

Cultura y sociedad.

Definir la cultura es una difícil tarea, en el marco de la tendencia reduccionista del conocimiento que ha imperado en la ciencia occidental y en nuestra formación intelectual racionalista. En ese ámbito reduccionista, las definiciones de cultura son tan variadas como las diversas disciplinas de la profesionalización. Parece ser que, la sostenida parcelación del conocimiento, que el academicismo ha exacerbado para nutrir las especializaciones y la profesionalización, constituye un obstáculo que impide tener una mejor comprensión del fenómeno social, y, por lo tanto, en lo que al tema de esta noche concierne, para tener una adecuada comprensión de la cultura como reflejo de la ocurrencia social.

Tal vez, uno de los primeros esfuerzos intelectuales que se hizo, en la perspectiva de tener una comprensión más integrada de la sociedad, ante la tendencia reduccionista, esté radicada en el pensamiento de Marx, que pretendió unir la historia, la economía, la sociología, y, en ciertos aspectos, la visión antropológica, en el materialismo histórico. Pero, sabemos que su visión materialista, no consideró aspectos de la psicología social que también inciden de un modo gravitante en los movimientos sociales.

Casi un siglo después, la Teoría General de Sistemas permite aproximarse nuevamente a una visión más íntegra del suceso social, reconociendo que las dificultades que impone el reduccionismo dejan aún mucho por resolver.

Así, después de haber analizado las diversas definiciones de cultura, que nutren las indagaciones académica de las antropologías, las sociologías, las historias, las estéticas, las éticas, las sicologías, las religiones, etc. he llegado a una definición de cultura que me satisface en lo personal, y que he tratado de aplicar en el estudio de los fenómenos sociales: cultura es la forma de ser y hacer de una sociedad. Con esa definición buscaremos, analizar el evento particular de la ciudadanía, que constituye una expresión concreta de los dominios que permiten hacer, precisamente, cultura.

Sabemos que todas las sociedades están sujetas a fenómenos que producen contradicciones en su interior, desarrollos distintos de los grupos humanos que impiden que, en una sociedad determinada, exista una única formación cultural, en tanto existan evoluciones dispares, producto de factores económicos, geográficos, comunicacionales, etc. Efectivamente, los procesos y desarrollos contradictorios que provocan segmentación social, como consecuencia de la relación con el mercado, de la división social del trabajo, de las disponibilidades y disposiciones comunicacionales, son factores que provocan que se generen culturas autónomas en una misma formación social.

De esta afirmación, podemos colegir que si en una formación social hay convivencia de culturas, entonces, no es la cultura, el factor que produce eminentemente la constitución societaria. Efectivamente, para que una sociedad se constituya, se sostenga y perdure, requiere de una determinación política. Es la capacidad de una sociedad para construirse, ordenarse y regirse, lo que hace posible que ella exista. Al carecerse de una voluntad política, no hay voluntad organizadora.

Esa regla rige desde los clanes y las tribus hasta nuestras complejas sociedades post-modernas. Los demás elementos son complementarios o coadyuvantes a ese dominio (geografía, etnia, idioma, etc). El hombre hace sociedad, porque es un ser político, y al hacer sociedad hace cultura.

Parece ser que el italiano Gramsci fue el primer teórico que percibió la sociedad civil como un lugar de organización de la cultura, proponiendo una compresión multifacética de las sociedades modernas como interacción de estructuras legales, asociaciones civiles e instituciones de comunicación.

Hoy, en gran parte de la intelectualidad latinoamericana, se entiende que el proceso de democratización es un proceso de cambios en la forma de hacer política, en las prácticas sociales o en las formas de acción colectiva. Desde ese punto de vista, el proceso de democratización en América Latina puede ser examinado en función del cambio de actitudes en el comportamiento de los actores sociales, a partir de las relaciones entre el Estado y el sistema político.

Todo indica que se están produciendo cambios en la forma de hacer política y en la cultura, aportados por el cambio del concepto de asociacionismo, que provoca la superación de las formas tradicionales del clientelismo político. En definitiva, habría un cambio político, que produce variaciones en las formas de asociatividad, de representación, y de canalización de los intereses de los grupos, cada vez más diversos, con identidad propia, y que, en consecuencia, provocan también un impacto en la cultura.

La evolución del concepto de ciudadanía. Una referencia histórica.

Desde un punto de vista teórico, la ciudadanía ha sido abordada desde marcos muy diferentes, siendo los más importantes el enfoque socio-histórico y la tradición liberal.

Desde la perspectiva del enfoque histórico, el ideal republicano tiene su punto de partida en la civilización griega, que concibió la idea ciudadana, a partir de la ciudad-estado, entre las cuales, Atenas fue el prototipo. La tradición griega es la que separaría las esferas de lo público y lo privado. El concepto de ciudadanía fue una de las instituciones fundamentales que dio forma a las ciudades–estados griegas, así como a la concepción helenística del individuo. La comunidad de ciudadanos, en esa forma de sociedad, era lo que creaba y formaba la personalidad.

Sabemos, empero, que no fue un derecho que tuvieran todos los habitantes de las ciudades-estados. De hecho, entre los siglos V y IV a.C. el número de ciudadanos no llegó a hacerse efectivo a más de 60.000 personas, en el momento de mayor expansión de tales derechos.

Este ideal fue recuperado por el Renacimiento, y luego, de un modo más radical, por la Revolución Francesa y la Revolución Independentista de Norteamerica. En éstas últimas, la idea de ciudadanía se inspiró derechamente en los principios de la democracia griega y en la república romana, sobre la base de la libertad civil: libertad de opinión, libertad de asociación y de decisión política; derechos que, posteriormente, serían reconocidos como derechos naturales y sagrados.

Los teóricos liberales desarrollaron el concepto de ciudadanía, teniendo como objetivo alcanzar la igualdad de derechos de los individuos frente al Estado. Es la concepción de ciudadanía que implica el acceso a los derechos políticos (Locke, p.ej). Rousseau y Hobbes, teóricos del contrato social, retomaron de alguna manera el punto de vista de lo público y lo privado de los griegos, potenciando el concepto de ciudadanía a partir de la esfera pública, es decir, en la inclusión en el sistema político.

Cuando Diderot estableció su definición de ciudadanía, en la Enciclopedia, a fines de los 1700, explicaba el concepto a partir de la definición de la polis griega. La ciudadanía francesa, desde entonces, concibe al hombre como un individuo libre, que toma sus decisiones sobre su propio destino y que, con su opinión, contribuye al bienestar de la sociedad.

Así, el Estado Liberal, como expresión de la formulación burguesa de tales derechos, desarrollará lo que algunos han llamado la primera ola de las libertades, o los derechos de primera generación. En ellos están considerados los derechos civiles, conquistados en el siglo XVIII (derecho a la vida, libertad de decisión, los derechos de propiedad, la libertad de desplazamiento, etc.), en suma, los derechos que se ejercen individualmente, y los derechos políticos, conquistados en el siglo XIX (libertad de reunión, de asociación, derechos a sufragio, a la participación política, etc), es decir, los derechos que se ejercen colectivamente.

Estos derechos tendrán su ratificación en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas, de 1948, que establece los derechos civiles y políticos, en los cuales se reconoce la participación del pueblo en la generación del gobierno y la radicación del poder público en su voluntad.

Las luchas emancipatorias del movimiento obrero, del sindicalismo y el acceso popular a las decisiones políticas, generarán la segunda ola o la segunda generación de las libertades y los derechos ciudadanos. Son los llamados derechos sociales, que involucran al trabajo, la salud, la educación, el derecho a huelga, la previsión, los seguros de vejez o invalidez, etc.

Estos derechos están asociados a la emergencia del "Estado de Bienestar", que surge como un modelo típico del siglo XX, y que sería promovido por la socialdemocracia, y, luego, asumido por el socialcristianismo. El Estado de Bienestar significaría una realización mucho más acabada de la ciudadanía política, al establecer la "ciudadanía social", al contemplar como derechos:

dar la debida seguridad económica y social a todos los miembros de la sociedad
reducir las desigualdades
y, desarrollar una acción política que permitiera la erradicación de la pobreza.

En la última parte del siglo XX, sin embargo, se plantearon los derechos llamados de tercera generación, y donde se consagran aquellas reivindicaciones que pertenecen a los agrupamientos humanos (pueblos, naciones, etnias, géneros, etc). En aquellos deben considerarse los derechos a la autodeterminación, derecho a la paz, derecho a un medio ambiente sano, los derechos del consumidor, de las mujeres, de los niños, de los ancianos, etc. Pero, también se reivindican ya derechos calificados de cuarta generación, que tienen que ver con el uso de la ingeniería genética, y que se sustentan en la bioética.

El actual debate académico sobre la ciudadanía.

Todos los autores, partícipes del debate ciudadano, de fines del siglo XX, coinciden en señalar como la referencia inicial del debate postmoderno sobre el concepto de ciudadanía, al inglés T.H. Marshall, que, a partir de sus conferencias dictadas a fines de los 1940, publicó un libro que es referencia obligada para todo estudio al respecto (1).

Para este autor, la ciudadanía es un status asignado a aquellos que son miembros plenos de una comunidad, y quienes poseen dicho status son iguales con respecto a deberes y derechos". Analizando las dicotomías que se producen en las sociedades modernas, Marshall planteaba que han existido dos influencias opuestas, desde sus comienzos: los efectos polarizadores de la economía capitalista, por un lado, y los efectos integradores de la ciudadanía.

En una monografía de Flacso, Carlos Sojo (2) señala que, en su noción de ciudadanía, Marshall la secciona en tres elementos: civil, político y social. Los civiles se refieren a los derechos necesarios para la libertad individual. Los políticos se relacionan con el derecho a participar en el ejercicio del poder político. Y los sociales, dicen relación con el derecho al bienestar y la seguridad económica, a la herencia social y a vivir en los estándares prevalecientes en la sociedad.

Bottomore que continúa con la reflexión de Marshall, distingue entre la ciudadanía formal, definida por la membrecía de un estado nación, y la ciudadanía sustantiva, que implica tener derechos y capacidad de ejercerlos. De la misma forma, sostiene que la dimensión formal de la ciudadanía ha quedado en tela de juicio a partir de; a) la tendencia creciente en las migraciones, b) la internacionalización del trabajo legal, y c) la relación entre residencia y ciudadanía, producto del debilitamiento de la definición nacional como generador de los derechos de ciudadanía.

Por cierto, los enunciados de Marshall y de Bottomore han alimentado, siguen, y seguirán alimentando el debate académico sobre la ciudadanía. Al respecto, son referencia obligada en los círculos de debate sobre la democratización y la definición del concepto ciudadano, entre los cuales, cabe destacar la Facultad Latinoamericana para las Ciencias Sociales (FLACSO), donde se ha analizado ampliamente las ideas de estos autores.

En todas las visiones en debate, claramente hay consenso en que la ciudadanía no se obtiene por derechos culturales, por lo cual, debe disociarse de una idea de nacionalidad, o de lazos sanguíneos, sino que se funda en la dimensión política, y consecuentemente jurídica.

Es un hecho que notables analistas han participado en estas deliberaciones, las que, sin embargo, poco ha permeado la realidad política concreta, por la carencia de interés de la clase política por involucrarse en una perspectiva que pone en riesgo los consensos y los protagonismos pactados de las democracias latinoamericanas. Sin embargo, la abundante investigación y los debates académicos, ha dejado muchas ideas y puntos de vista que merecen una preocupación mayor de parte de los propios ciudadanos, depositarios en definitiva de tales derechos y de la posibilidad que se hagan realidad.

Ello ha permitido ideas realmente reveladoras, como por ejemplo, la visión que entrega el mexicano Nestor García Canclini (3), quien sostiene que ser ciudadano hoy, significaría tener derecho a poseer aquello que otros poseen. La ciudadanía se referiría, entonces, a prácticas sociales y culturales que dan sentido a la pertenencia, y que la globalización de la cultura lleva a la exigencia del derecho al consumo por parte de las personas. El hombre de hoy es un cosmopolita que exige acceso a los lugares de consumo, lo cual conduce a un énfasis en los derechos del consumidor, haciendo variar el concepto de ciudadanía basado solo en los derechos de participar en las decisiones de la esfera política.

Lo civil ahora tiene que ver con los derechos a consumir. Es así como el hombre post-moderno se interesa poco por la política, pero, tiene una gran participación en el consumo de bienes, aunque sea en modestas cantidades, o viviendo la sensación de consumo que implica pasear por los shopping. García Canclini sugiere que ir a los shopping center, aunque no se efectúe consumo directo, tiene la importancia de que, por lo menos en él, el individuo se hace parte del consumo simbólico, donde puede mostrar su status como consumidor. Esto le lleva a concluir que, objetivamente, hay más civilidad en los centros comerciales que en las mesas de sufragio.

Para García Canclini las identidades post-modernas están fundadas en la transterritorialidad y en el multilingüismo, y no en la lógica de los Estados. La identidad ya no está basada "en comunicaciones que cubrían espacios personalizados y se que efectuaban a través de interacciones próximas, sino que, ahora se manifiestan, mediante la producción industrial de cultura, la comunicación tecnológica y el consumo diferido y segmentado de bienes".

 Estado, mercado y sociedad civil.

La visión cívica republicana pone su énfasis en la inserción del individuo en la comunidad política, y potencia la participación en ella. Sin embargo, en las sociedades liberales, históricamente se ha producido una contradicción entre las posibilidades del ejercicio ciudadano y los intereses que impone el mercado.

Marshall planteaba, ya en los inicios de los 1950, que los derechos sociales conllevan una invasión a los derechos de lucro individual, Por cierto, el lucro personal es la fuerza que rige el sistema liberal de contratos, mientras que la responsabilidad pública es el motor de los derechos sociales. Es decir, la contradicción histórica se produce entre los ideales individualistas que impulsan el desarrollo del capitalismo,y los valores igualitaristas que empujan hacia la formación de un sistema político democrático

Lo que exhiben estas contradicciones es que el estatismo clásico trata de imponer la lógica del Estado al mercado y a la sociedad civil. En tanto, el liberalismo y el neoliberalismo intenta imponer al Estado y a la sociedad civil la lógica del mercado. Por el contrario, en la concepción ciudadana, se trata de imponer la idea democrática de que la sociedad civil pueda imponer su lógica al mercado y al Estado.

La doctrina tradicional liberal indica que los derechos de ciudadanía provienen de un contrato en el cual el ciudadano reconoce la potestad del Estado, con las obligaciones que ello involucra, y el Estado reconoce en el ciudadano determinados derechos. Por cierto, la existencia de intereses particulares en pugna, es lo que permite definir cuales son los ámbitos públicos y privados, en aquella relación. Estas dos dimensiones atraviesan la práxis social de manera constante.

Frente a ello, AlainTouraine (4) propone que ciudadanía significa la construcción libre y voluntaria de una organización social que combine la unidad de la ley con la diversidad de los intereses y el respeto a los derechos fundamentales. En lugar de identificar la sociedad con la nación, como lo propuso la Revolución Francesa, hay que darle un sentido concreto a la democracia, como un espacio de construcción propiamente político, ni estatal, ni mercantil.

Si así fuera, la construcción de la esfera pública, a partir de estas visiones, implica la existencia de entidades y movimientos no gubernamentales, no mercantiles, no corporativos, no partidarios. En ello descansaría la potencialidad de la ciudadanía y de la democracia.

Esto implica una comprensión distinta de lo que significa la sociedad civil, como espacio de desarrollo ciudadano. Recordemos que, la noción de sociedad civil resurgió en el escenario teórico y político, en los años 1980, como consecuencia de los procesos democratizadores latinoamericanos y europeo-orientales. La noción que se impone en su definición es la que se entiende como opuesta al Estado y al mercado, es decir, propende hacia una tercera dimensión de la vida pública. Pero, ello depende de la reactivación de la esfera pública, donde los individuos pueden actuar colectivamente e involucrarse en los asuntos que afectan la comunidad política.

Obviamente, involucrarse implica la pérdida de aspectos propios de la libertad individual, porque toda responsabilidad produce limitaciones, sin embargo, hay autores, como es el caso de Quentin Skinner (5), quien sostiene que la participación política y la libertad individual pueden ser conciliadas.

De este modo, el actual concepto de sociedad civil implica el reconocimiento de instituciones intermedias, entre el individuo, el mercado y el Estado. Estas instituciones intermedias contribuyen a la ética necesaria para el ordenamiento social, que no pueden generar ni ser reproducidos por la acción del mercado ni por el ejercicio del poder en el Estado.

En relación a ello, Jürgen Habermas (6) propone una concepción de sociedad civil, desarrollando un concepto de esfera pública, como escenario de la voluntad colectiva, donde se produce el debate y la confrontación entre los distintos actores de la sociedad civil. Allí es donde puede desarrollarse la formación democrática, la opinión pública y la voluntad política, asimismo que la legitimación del poder político.

Desde su punto de vista, la democracia no se reduce a una representatividad electoral, ni se justifica por una ley moral elevada y prácticas políticas ideales, sino en prácticas sociales reales, contemplando procedimientos racionales, discursivos, participativos y pluralistas, que permiten a los actores de la sociedad civil un consenso comunicativo y una autorregulación, fuente de legitimidad de las leyes. La autonomía del espacio público participativo, establece, entonces, la importancia de la comunidad y de la solidaridad, posibilitando la libertad frente a los imperativos sistémicos que imponen la burocracia del Estado y los presiones del mercado.

Los desafíos de la democratización.

Si analizamos los eventos producidos en la última década, la única forma de sostener la democracia en el futuro, en América Latina, descansa en la ampliación y profundización del ejercicio de la ciudadanía.

Lograr esos objetivos significa enfrentar con fuerza la visión neoliberal, que ha tenido una gran capacidad de definición ideológica, para monopolizar el debate en la sociedad civil, sobre el rol del Estado, sobre los espacios de desarrollo del mercado y sobre la propia definición de sociedad civil, al punto que, solo esas son las ideas que están en discusión.

Conceptos como la Nueva Economía Política, la Nueva Gerencia Pública, o Nueva Política Social, constituyen agresivos constructos ideológicos que apuntan, en el mejor de los casos, a que el estado se encargue de la regulación de las deficiencias de las actividades del sector privado. Pero, la experiencia indica que las orientaciones neoliberales, dan mayor importancia a la posesión de bienes de consumo y al consumismo, donde las personas valen en tanto clientes, antes que en su condición ciudadana.

Desde su punto de vista, el objetivo del Estado pasa por optimizar la clientización de los habitantes de un país, a través de un servicio social cumplido por empresas, que se encarguen de los servicios de salud, educación, previsión social, e incluso de la beneficencia, donde el sistema de bienestar social pasa a ser entendido como una gran industria, regido por la oferta y la demanda.

La conflictiva convivencia entre los derechos de los individuos y los derechos de las empresas, junto a la necesidad de buscar metas comunes que unifiquen en un determinado sentido, hace que la acción de los ciudadanos sea, ante esta escalada, el reto seguramente más difícil y complejo, ante el cual se encuentra la sociedad de nuestro continente, donde hay un conjunto de conceptos que deben ser asumidos como parte de una nueva concepción de la sociedad civil, que tiene que definir claramente los espacios propios del mercado, del Estado, como factor de intermediación y protección de los que tienen menos poder, y los del ejercicio de las libertades y derechos de las personas.

En ese sentido, la construcción de la ciudadanía aparece asociada íntimamente a la responsabilidad de consolidar instituciones democráticas, por parte del Estado y por parte de la sociedad, para la gestación de prácticas nuevas, y donde las empresas y el mercado tengan claramente definidos sus ámbitos de acción.

Los problemas de corrupción, de calidad de la gestión y de liderazgo, que presentan los sistemas políticos y de gobierno, llevan a reconocer que es fundamental la recuperación de la legitimidad del Estado, desde una perspectiva profundamente democrática, en tanto de ello depende la democratización de la sociedad. Los instrumentos políticos, tales como los partidos, el gobierno o el parlamento, pierden legitimidad cuando se confinan a marcos institucionales diseñados para el control de la elite política o económica, apartándose del hacer sociedad, como lo demuestran los últimos acontecimientos en Chile.

La reforma de las instituciones estatales requiere de mecanismos que aseguren la participación directa de los ciudadanos, nuevas formas de organización del Estado, de regulación de las relaciones entre los sujetos sociales, con miras a la superación efectiva de las desigualdades.

Pero, no está demás señalar que, para hacer posible un verdadero ejercicio de la ciudadanía también se requiere un profundo cambio cultural en nuestra sociedad. Ello significa que, en el ámbito de la educación, hay que hacer cambios hacia esos objetivos. Obviamente, esa tarea no puede descansar solo en el sistema educacional, sin embargo, ello se vería fuertemente incrementado en la medida que se reponga la formación cívica en los diversos grados del proceso educacional.

A su vez, un cambio cultural de la magnitud esperada, supone un cambio en la hegemonía social del sistema político, donde las concepciones autoritarias sean desplazadas por una perspectiva auténticamente democrática.

Una ciudadanía unida a los sentimientos de pertenencia a un agrupamiento social llamado país, implica el esfuerzo para superar el aislamiento que produce la postmodernidad, para promover la comunicación de la civilidad. Ciudadanía es una decisión de solidaridad con los demás integrantes del país, es una llamada a la responsabilidad personal, frente a la ocurrencia social de cada día. Por lo tanto, mueve a disponerse a participar en los distintos órganos de decisión social, especialmente en los políticos, e implica asumir una evaluación de las políticas públicas.

Por eso es importante el afianzamiento institucional de las instancias de participación social, así como el afianzamiento de los partidos en su identidad social y cultural. Pero, como lo vimos anteriormente, también hay que contar con instancias que tengan naturalezas múltiples, más allá de las de tipo político y de las que permita el mercado.

Ser ciudadano es hacerse responsable de la civitas, de la ciudad del hombre, donde éste se potencie en sus posibilidades y en sus capacidades, para hacerlo un componente activo y decisivo en el hacer sociedad, en el hacer cultura. Al respecto, tengo la personal convicción de que, si la primera ola de derechos y libertades consagraron el Estado de Derecho, como consecuencia de los derechos y libertades de la segunda y tercera generación, el Estado Social de Derecho constituye la salida histórica a la dialéctica entre un Estado Liberal abstencionista y un sistema socioeconómico de libre mercado que genera expansión económica, pero, también desequilibrios sociales significativos.

En consideración a lo expuesto, frente al tema propuesto, que me ha invitado a referirme sobre la "ciudadanía cultural", creo que constituye una interesante proposición de análisis, sobre la que se ha estado debatiendo en medios académicos, pero, creo que previamente se debe enfrentar el desafío de construir una nueva cultura ciudadana. Es decir, una forma de ser y hacer la sociedad, donde las responsabilidades con la ocurrencia social, sean asumidas por todos los que la componen, y donde todos tengan asegurados sus derechos esenciales, para permitirle al hombre el respeto a su condición de tal, integrando las herencias multiculturales que constituyen nuestro acervo como pueblo.

Notas.

1) Su titulo original fue "Citizenship and social class", publicado por Cambridge UP, en 1950. En versión española está "Ciudadanía y clase social". T.H.Marshall y Tom Bottomore. Alianza Editorial. 1998, Madrid.

"Ciudadanos y clase social".

2) "La noción de ciudadanía en el debate latinoamericano". Carlos Sojo. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Costa Rica.

3) "Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales". Néstor García Canclini. Grijalbo, 1995.

4) www.mittelite.com. Conversación con Laurentino Vélez.

5) "Los fundamentos del pensamiento político moderno". Q. Skinner. Fondo de Cultura Económica, 1986.

6) Teoría de la Acción Comunicativa". J.Habermas. Edit. Cátedra

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