Sebastián Jans

¿ES POSIBLE UN AMBIENTE HUMANO?

 

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GOBIERNO Y GOBERNABILIDAD. 

 

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          Todos los antecedentes apuntan a señalar que el origen de la reflexión sobre el carácter y los propósitos del buen gobierno, tienen su raigambre en la Comisión Trilateral. Fundada en 1973, por iniciativa de David Rockefeller, tuvo la participación de miembros del gobierno de Carter, y de intelectuales (Huntington, Crozier, etc.), y de más de 300 personalidades de gobierno, de los negocios y académicos, con el fin de fortalecer la estabilidad internacional, sobre la base del liderazgo de las clases dirigentes de América del Norte, Europa Occidental y Japón.

Esta instancia, criticada por las izquierdas del Tercer Mundo, por considerarla un foro del poder transnacional, elaboró un Informe que centró sus conclusiones en los aspectos relativos al rol de la política y en la gobernabilidad. Sus efectos teóricos son referencias obligadas para poder construir una reflexión sobre el rol de los gobiernos en las sociedades liberales, que predominan en la era de la globalización.

Empero, Ranate Mayntz plantea que el análisis de la actividad del gobierno y el intento por replantear las estructuras y los procesos de gestión de gobierno, se inician luego de la Segunda Guerra Mundial, bajo el concepto de Steuerungstheorie, es decir, teoría de la dirección política, en un momento en que en Europa se buscaba dirigir el desarrollo social y económico de los países, hacia objetivos específicos, lo cual permite concebir el concepto de governance (gobernanza).

Son muchos los factores concurrentes a hacer gobernable una sociedad determinada, los que tienen que ver con las formas de organización del Estado y de la sociedad civil, los mecanismos de funcionamiento, los equilibrios entre  los intereses que se hacen presentes, la legitimidad de las estructuras de poder, etc. De un modo fundamental, empero, se debe considerar la expresión de consensos, entre los distintos actores sociales, lo que hace posible mandatar a un gobierno con los equilibrios que dan validez a la institucionalidad requerida para el efecto.

La observación que es posible hacer de los sistemas democráticos, permite constatar que hay enormes falencias en términos de participación ciudadana, y profundas insatisfacciones que tienen su raíz en los defectos de las estructuras de gobierno, que no responden adecuadamente a los requerimientos de los ciudadanos. El divorcio producido entre el gobierno y los ciudadanos, en términos de la cabal interpretación de los intereses de estos últimos, da cuenta de una acción de gobierno que, muchas veces, no hace tangible la idea de que este en un mandatario del pueblo.

De este modo, es posible constatar que los instrumentos políticos, tales como los partidos, el gobierno o el parlamento, pierden credibilidad se confinan a marcos institucionales diseñados para el control de una elite política o económica, apartándose del sentido societario que se espera de su accionar. Así, pues, los desempeños gubernamentales en los sistemas políticos de nuestro tiempo, tienden a tener permanentes o cíclicas crisis de legitimidad y de credibilidad.  

 

Los problemas de corrupción, de calidad de la gestión y de liderazgo, que presentan los sistemas políticos y de gobierno, llevan a cuestionar la legitimidad del Estado, y se hace necesario su reformulación, desde una perspectiva profundamente democrática, en tanto de ello depende la democratización de la sociedad.

El término de los socialismos reales, verbigracia, permitió comprobar los excesos que, en aquellas experiencias, tuvo el rol del Estado, que apartó la gestión de administración política de la sociedad civil, imponiéndose sobre ella de un modo absolutamente excluyente. De la misma forma, el fracaso de las recetas estatistas en los modelos proteccionistas, obligó a plantear una profunda revisión hacia la significación y la función del Estado, en una sociedad auténticamente democrática.

En otro contexto, se presenta una nueva realidad, producto de los fenómenos propios de la post-modernidad y de la globalización, que alteran la matriz histórica del Estado, y de sus relaciones con los ciudadanos, donde se advierten presiones significativas orientadas a producir una redistribución del poder del Estado, y una redefinición de las formas de ejercicio de la autoridad.

La reforma de las instituciones estatales ha sido, entonces, un desafío urgente, que requiere de mecanismos que aseguren la participación directa de los ciudadanos, nuevas formas de organización del Estado, de regulación de las relaciones entre los sujetos sociales, con miras a la superación efectiva de las formas históricas de ejercicio del poder y de la gestión de Estado.

La exultante actitud del neo-liberalismo, ante la crisis de los socialismos reales, llevó a que presumieran que solo en la medida de una reducida acción de gobierno es posible una mejor perfomance de los gestores económicos y un mayor ejercicio de la libertad. El dogma neoliberal, que ha buscado imponerse hegemónicamente en el mundo de hoy, pretende reducir el Estado a su más mínima expresión, para dejar el campo abierto a la acción del mercado y del sector privado, léase, las empresas.

El neoliberalismo ha buscado la subsidiarización del gobierno con un énfasis dogmático. Conceptos como la Nueva Economía Política, la Nueva Gerencia Pública, o Nueva Política Social, constituyen agresivos constructos ideológicos que apuntan a que, en el mejor de los casos, el Estado se encargue solo de la regulación de las deficiencias en las actividades del sector privado. Desde su punto de vista, el objetivo del Estado pasa por optimizar la clientización de los habitantes de un país, a través de un servicio social cumplido por empresas, que se encarguen de los servicios de salud, educación, previsión social, etc., donde, desde luego, el sistema de bienestar social debe ser entendido como una gran industria, regida por la oferta y la demanda.

La experiencia indica que, las orientaciones neoliberales, por cierto, dan mayor importancia a la posesión de bienes de consumo y al consumismo, donde las personas valen en tanto clientes, antes que en su condición ciudadana, obviando que sus propuestas solo dan como resultado que las diferencias en torno a los niveles de ingreso se hagan dramáticamente más distantes, pues, ante un Estado precario, la marginación de los desposeídos se hace cada vez más profunda.

Pero, todo indica, derechamente, que ningún sistema de gestión aplicable en las empresas puede reemplazar al Estado como expresión de los intereses y de los componentes de la sociedad. Así como no es rol del Estado asumir la función de las empresas, tampoco es rol de las empresas asumir las tareas del Estado. Tal como estatizar las empresas ha demostrado su fracaso, la empresarización del Estado es una falacia, que solo busca dejar el espacio social abierto y libre a la acción de las grandes empresas, en cuya acción jamás estará la intención de redistribuir ingresos.

De este modo, los inicios del Tercer Milenio están determinados, desde el punto del debate de la gestión de gobierno, por la conflictiva contradicción entre los derechos de los individuos y los derechos de las empresas. Resolver esa contradicción, junto a la necesidad de buscar metas comunes que unifiquen en un determinado sentido, hace que la acción de los ciudadanos sea, ante la escalada neoliberal, el reto seguramente más difícil y complejo de la sociedad civil, donde hay un conjunto de conceptos que deben ser asumidos como parte de una nueva concepción de los mecanismos de relación social, que tiene que definir claramente los espacios propios del mercado, del Estado, y de los ciudadanos, teniendo presente la necesidad de contar con mecanismos de intermediación y protección para los que tienen menos poder, y, por lo tanto, que aseguren el ejercicio pleno de las libertades y los derechos de las personas.

En ese sentido, la construcción de la ciudadanía aparece asociada íntimamente a la responsabilidad de consolidar instituciones democráticas, por parte del Estado y por parte de la sociedad, para la gestación de prácticas nuevas en la relación de las personas con las estructuras de poder, las cuales deben apuntar eminentemente al servicio público y al buen gobierno.

Recogiendo los planteamientos de la politología contemporánea, es dable buscar una definición sobre lo que debemos entender como un buen gobierno, donde un aspecto a dilucidar con precisión es una categoría que impusiera la Comisión Trilateral, en la reflexión política de nuestro tiempo: la gobernabilidad.

Es un hecho que la mala gestión de los asuntos públicos ha influido históricamente en los desequilibrios de poderes, en la exclusión, en la confrontación, y en las crisis permanentes de los sistemas políticos. Una buena gestión de gobierno requiere prever los problemas y conflictos, de la misma forma que permite condiciones relacionales que involucren a los distintos actores sociales, económicos y políticos, en torno a la generación de sinergias que permitan la gobernabilidad de una sociedad determinada.

Crear la capacidad de una sociedad, de trazar, consensuar y lograr objetivos comunes, a través de los distintos sujetos sociales concurrentes, es lo que hace la gobernabilidad.

El PNUD definió, hace algún tiempo, la gobernabilidad como “el marco de reglas, instituciones y prácticas establecidas, que sientan los límites y los incentivos para el comportamiento de los individuos, las organizaciones y las empresas”. Para algunos autores se entiende gobernabilidad como la capacidad del gobierno para hacer legítimas y conducentes sus decisiones mediante un desempeño eficaz de sus funciones.

Pero, por sobre todo, me parece que la gobernabilidad es la cualidad propia de una comunidad política para hacerse gobernable, en el contexto de un espacio determinado por los actores políticos, que legitiman el ejercicio del poder y la institucionalidad, componentes necesarios para hacer posible la obediencia cívica del pueblo. Así, entonces, la gobernabilidad, sería el conjunto de atributos que permiten dar gobierno a una sociedad, mediante un consenso social que hace posible la soberanía del gobierno, la acción de los poderes públicos, la institucionalidad, y el equilibrio entre los intereses concurrentes.

En fin, hay gobernabilidad cuando se construyen estructuras que permiten a los actores políticos, sociales y económicos, resolver los conflictos, de acuerdo a un sistema de procedimientos instituidos, formales e informales. Esto es normas, reglas, valores, que se expresan en un ordenamiento donde hay armonía entre las actividades del Estado y los intereses múltiples de la realidad social.

 

Sebastián Jans * ¿Es posible un ambiente humano?

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