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El Tiempo es Dios

Por: Juan Sebastián Ohem.

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Desde los inicios de la Historia ha habido una constante ineludible, manipuladamente ciegamente por la superstición, explorada tímidamente por la religión y estudiada rigurosamente por la filosofía, y ningún pueblo ha sabido describir tal constante como los griegos, bajo la figura de Chronos.

Chronos, que no debe ser confundido con el titán crono, es también llamado Eón o Aion, y es la personificación del tiempo. Según el mito Chronos surgió por si mismo como un ser incorpóreo y serpentino con tres cabezas, de hombre, de todo y de león. La serpiente del tiempo se entrelazó con su compañera Ananké (que quiere decir “inevitabilidad”) en una espiral en torno al huevo primigenio y lo separó, formando así el universo.

Siguiendo esta misma línea de pensamiento no es de sorprendernos que los antiguos egipcios, raza extraordinariamente sabia, poseían la tradición fúnebre de escribir el nombre del difunto en tablillas de barro, de modo tal que, aún si el cadáver se descompone, aún existiría un legado de su existencia, pues su nombre aún estaría dando vueltas en este mundo, y la persona no estaría realmente muerte hasta que su nombre fuese olvidado por completo.

En estas dos concepciones, tan antiguas como la humanidad misma, podemos tomar conciencia de dos intuiciones. En primer lugar es que el paso del tiempo, en su carácter de inevitable es la raíz de nuestra concepción del mundo, en ese sentido es “padre de todos los dioses” o del cosmos. El segundo es que la memoria es vida, y el olvido es muerte.

La primera característica constante en la Historia de la humanidad, lo inevitable del paso del tiempo, es fácil de observar en el rubro religioso ya que toda religión, al ofrecer una escapatoria a la muerte, negando así la vida diría Nietzsche, se ve en la necesidad de describir la Naturaleza del Tiempo, o al menos garantizar una ruta de escape para no ser parte de éste. La religión judía, en el mito del jardín del Edén explica que un principio Adán y Eva eran inmortales y en contacto directo con Dios, pero fue el pecado original el que les desterró del paraíso, haciéndoles “sudar por el pan de cada día”, esto significa que el castigo es el tiempo, el flujo del tiempo, pues no solo les quita la inmortalidad, sino que son lanzados a un mundo eternamente cambiante donde deben aprender a sufrir para sobrevivir, y bajo el terror de la muerte absoluta se ven obligados a obedecer a su dios, quien les promete que algún día, cuando el Mesías llegué, se levantarán de nuevo en un paraíso.

El cristianismo por su parte, semejante al judaísmo en cuanto que contempla también un pecado original y una inmortalidad perdida, envuelve al tiempo en un ciclo, donde Jesús es un segundo Adán, cuya sangre desparramada dota de vida post-mortem a sus creyentes. En el caso del cristianismo, sin embargo, el horror frente a la muerte, que ni siquiera es realmente muerte dado que se sigue existiendo, se radicaliza absolutamente, esto gracias a la concepción de un alma eterna que puede irse al cielo o al infierno. Es así como, en el cristianismo, el terror a la muerte se traduce en una moral, a través de la cual se escapa del infierno. El cristianismo, a diferencia del judaísmo, niega a la muerte, pero coloca al Hombre en terror ante el Tiempo, dado que se ve siempre presionado por una fecha límite, la muerte, para arrepentirse y vivir una vida piadosa.

El budismo contempla que la realidad es una sucesión de momentos, no puede admitir que la realidad sea un fluir constante, sino que es una sucesión de instantes, esto crea la contradicción que es Maya, la ilusión, dado que reúne por un lado “sucesión” que indica movimiento, pero a la vez se trata de una sucesión infinita de “instantes” que indica quietud o inmovilidad. Es así como, para escapar de Maya, que no es sino el Tiempo, en una visión contradictoria de la misma, el practicante ha de ser uno con el instante, es decir, aquietar la mente, purificar sus pensamientos, anular su voluntad, de modo tal que se convierta en un ente tan estático como el instante mismo, saliéndose así del Tiempo, para alcanzar el Nirvana, un estadio más allá del Tiempo.

De este modo podemos observar como es que la concepción del mundo que posee un judío, agobiado por su propia mortalidad, la de un cristiano, en crisis frente a su terrible, y hasta cierto punto irónica, inmortalidad, y la de un budista, constantemente saliendo fuera del tiempo y escapando de la realidad, se derivan directamente de su concepción del Tiempo.

Esta cuestión no es exclusiva de la “concepción del mundo” así en general, sino que penetra hasta el individuo y su vida cotidiana. La memoria es la vida, como ya había dicho, y el olvido es la muerte, como los egipcios temían. Esta terrible verdad es razón por la cual existen los cementerios y los genios, en ambos casos se intenta ser recordado y, de esa manera, vivir.

La persona no existe en sí misma y para sí, sino que se define, hasta un cierto grado, por su relación con el Otro, es siempre en relación con la otredad que el sujeto se hace a sí mismo, se encuentra a si mismo. La vida no es un “anima”, un impulso vital en abstracto, siempre invisible, como suponen los cristianos, la vida es Voluntad, y a través de ella, la vida es memoria.

El genio, sea en el rubro que sea, la pintura, la ciencia, la guerra, el homicidio, la poesía, etc., se destaca de entre los demás, no porque posea más “anima”, sino porque reconoce que la vida existe, no solo dentro de uno, sino también en relación con el Otro, después de todo, si es en relación al Otro que nos definimos a nosotros mismos como personas, es natural que sea también en relación al Otro que vivamos. La locura y la genialidad quedan pues, separados solo por el triunfo o el fracaso.

La distancia cualitativa entre la persona ordinaria y el genio es exponencialmente mayor a la distancia entre el vulgar chimpancé y el humano. Tal diferencia se traza, más que en vida, es decir, en la permanencia física de la persona, se traza por la Historia, es decir, su permanencia “virtual”, tal y como, por ejemplo, Homero, Napoleón, Goethe, etc.

La verdadera inmortalidad se encuentra en la Historia, en el Tiempo, y solo la Voluntad, que no la fe o la piedad cristiana, puede alcanzarla. San Francisco de Asís, santo católico, no trascendió gracias a su fe, sino gracias a su fuerza de voluntad, de ser capaz de dejarlo todo de un momento a otro y vivir en la pobreza absoluta.

Si es frente al Otro, frente a la otredad, como nos definimos, es decir, como nos hacemos, y en cierto sentido vivimos, ¿qué mayor Otredad que el Tiempo mismo? El Tiempo, a través de la Historia, nos juzga después de muertos, solo la Historia es capaz de recolectar noventa años de vida y resumirla en dos o tres líneas en un obituario en el periódico. En el Tiempo vivimos, en el Tiempo nos hacemos y, finalmente, el Tiempo nos juzga, como santos o demonios, dependiendo de nuestra victoria o fracaso.

La necesidad patológica de ser juzgados, el super-ego freudiano, es decir, lo que comúnmente designamos como “Dios”, es decir, una figura paterna omnisciente que al final nos juzga de un modo u otro, no es sino el Tiempo. Y los griegos tenían razón Chronos es el padre de todo, la serpiente luminosa, que junto con ananké, lo inevitable, nos arrastra en nuestra existencia, siempre bajo una fecha límite. Nacemos en la antesala del juzgado, esperando nuestro juicio.

“El temor a Dios es el principio de la sabiduría” escribieron los hebreos, y es cierto, el temor al Tiempo, es decir, el tomar conciencia de la existencia de la muerte, en vez de negarla, como hacen los cristianos y musulmanes (con sus creencias y cielo e infierno) es la vía del conocimiento. Los cristianos, mediante la negación de la muerte, y la moral cristiana, impiden al sujeto la vida eterna, pues restringen su existencia a una sala de espera de la “siguiente vida”.

Heidegger comienza un nuevo capítulo en la filosofía al refutar las dualidades contradictorias que habían azotado a la filosofía precedente, incluso desde Descartes, al demostrar que la pregunta por el sentido del ser solo posee sentido para quien la pregunta, es decir, que el Dasein (mal traducido a veces como “el Hombre”) define al ser, y a la vez el ser define al Dasein. En otras palabras, la subjetividad define tanto a la objetividad, como la objetividad a la subjetividad, cada hombre y cada mujer es una estrella, pero el curso de su órbita se determina, no solo por la persona, sino por su relación con el Otro, que hasta cierto punto incluso le determina como persona.

La visión clásica del Hombre como un ser frente a Dios, cuyas acciones se encontraban, o debían encontrarse, en relación a Dios, o a los dioses, como medida de valor, se transforma en el siglo XX, en parte gracias a Heidegger, en un ser frente a la muerte, cuyas acciones se encuentran, o deberían encontrarse, en relación al Tiempo, o a la Historia (que viene a ser casi lo mismo), como medida de valor.

Incluso aquello que la superstición solía llamar “providencia”, y que vino a suplir a la “suerte”, como por ejemplo el triunfo de una batalla, alguna decisión importante, terribles catástrofes, etc., eventos todos ellos que eran etiquetados, según si le conviene al religioso, como “providencia divina” o “parte del plan de Dios”, o si no le agradaba al piadoso, como “prueba de Dios”, no solían ser más que el resultado directo de la voluntad humana, sea esta ejercida por un sujeto particular, algún general o líder, o bien por la voluntad general de algún pueblo o sociedad. Es por ello justo decir, como dice el poeta, que “la divinidad es la humanidad encarnada”

Todo esto quiere decir que el Hombre ha quedado abandonado como el único ente con espíritu, es decir, con voluntad, dueño de sus acciones y de su propio destino tiene la oportunidad así de tornarse en un rey, o en un esclavo de su propia persona, nunca antes, en la Historia de la humanidad, como en la etapa que nace en el siglo XX y nos sigue hasta hoy, ha quedado el Hombre en una mayor tensión, entre el olvido, que es la muerte absoluta, y la conquista que supone su única oportunidad para alcanzar la inmortalidad.

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