El Cristo está rodeado de una hermosa leyenda y desde época inmemorial se conserva este romance de autor anónimo.
I

En esta ilustre ciudad
que gobierna el Rey de España,
siendo alabada por todos
por su nobleza y sus almas,
pues digo que aquí en las indias
de SAN JUAN GIRÓN vivía
un vecino muy anciano
de muy ilustre prosapia:

Francisco José Rodríguez
su nombre es con que lo tratan
esposo de una matrona
ilustre y de sangre clara:
Doña Margarita Silva
y Aguilar (así nombrada),
que para mejor decirlo
o diré en una palabra;
El era el ejemplo de hombres
y ella lo era de casadas.

II

Vivieron bastantes días
en vida tan justa y casta
como dirán los de aquí
testigos de mi probanza.

Más como eran tan devotos
de la Humanidad Sagrada,
le pedían con gran confianza
su imagen les deparara
para tenerla consigo
en su casa colocada.
Les pagó su majestad
este amor con que lo llaman.
Sucedió que estando un día
con su esposa ya nombrada,
un joven llegó a sus puertas,
que de noble era su planta,
de muy raras perfecciones
y de facciones muy
altas.

III

Volvamos, pues al compendio,
y démosle la sustancia
que para poderlo hacer
digo que en la diestra traía
un Señor Crucificado
y en la otra un San Francisco de Asís
con las cinco llagas.
Saludándolos cortesanos
y con humildes palabras,
dijo a Rodríguez comprara
las efigies que ahí traía.

Rodríguez le respondió:
gustoso se las compraría,
porque hace días que he tenido
deseos de haber en mi casa
un Señor Crucificado:
pero como me halló pobre,
con qué comprarlo me falta.

IV

El vendedor le responde:
rebusque por todas sus cajas.
Entrando mi buen Rodríguez
a rebuscar en todas sus cajas,
encontrose cuatro pesos
en buena plata sellada,
y con ellos en las manos
al vendedor preguntaba:
Amigo, cuánto me pide
por esa imagen Sagrada
de Cristo Crucificado?
El vendedor contestaba:
Por tan solo cuatro pesos
es mi intención el dejarla.
Contolos mi buen Rodríguez
y en sus manos le tomaba:
y en el altar colocado
al SEÑOR DE LOS MILAGROS
profundas las gracias daba.

V

Allí mi buen Rodríguez
a nuestro mozo rogaba
que no se fuese aquel día,
que comiera en su compañía.
El mozo le respondió:
le estimo el ofrecimiento
de la comida y posada;
no me puedo detener.
Y diciendo estas palabras
y despidiéndose el mozo,
se fué sin dejarles dicho
ni su nombre ni su patria.
Se quedaron inquiriendo
con su esposa ya nombrada,
y aunque preguntan curiosos
a los que por allí pasan
a todos les dificulta
y nada se les aclara.



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