GENIO E INGENIO DE LAËNNEC
Por Rodio Raíces
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Renato Teófilo Jacinto Laënnec
nació el 17 de febrero de 1781, en Quinper, Bretaña (Francia),
siendo hijo de un hidalgüelo del condado Cournoulles.
A los cinco años queda huérfano de madre, siendo enviado dos años más tarde a casa de un tío suyo, el Dr. Guillermo Laënnec, médico jefe del Hospital Militar de La Paz, de esa localidad.
La residencia estaba frente a la Place
du Bouffai, dome se veía la célebre obra de otro médico,
el Dr. Guillotin, que segaba la vida de tantas y cuantas víctimas
de la Revolución Francesa, razón por la que cambiaron de
domicilio.
Es en Nantes donde termina los primeros
estudios e inicia los secundarios.
A los 19 años de edad (en el
1800), recibe en el liceo el premio al mejor alumno, lo que le vale
viajar a la Ciudad luz, siendo presentado en la
Ecole Spéciale de Santé.
En 1801 llega el joven estudiante a Paris y asiste al curso que dicta Bichat, ese año y el de 1802, concurriendo al Servicio de Juan Nicolás Corvisart en la Charité. Entonces publica los “Aphorismes recuellis aux leçons du citoyen”. Este maestro, que fuera médico de Napoleón, espíritu paternal, traductor del librito del vienés Auenbrugger y gran divulgador de su método percutorio, constituye una buena guía para Laënnec.
Más tarde se presenta para optar
a cuatro premios, de los
que obtiene nada menos que dos, uno de Medicina
y otro de Cirugía.
De 1804 es su tesis doctoral sobre
la doctrina del gran médico de Cos: “Propositions sur la doctrine
médicale d´Hippocrates relative á la Médicine
practique”, que con toda justicia dedicara a su tío.
Cuenta veinticinco años cuando
es nombrado secretario de redacción del “Journal de Médicine”,
con lo que inicia su carrera de periodista especializado.
En 1812 lo nombran médico del
Hospital de Beaujou.
El 1814 lo encuentra en el Hospital
de la Salpetrière, donde reúne a los reclutas, enfermos en
épocas en que las fuerzas coaligadas contra Bonaparte l
legaban a Paris.
En 1816 es jefe de Clínica del
Hospital Necker, y de ese año data el
invento del estetoscopio.
En 1819 publica su libro “De l´auscultation
médiate ou traité de diagnostique de maladies des poumon
et du coeur fondé principalement sur cenoveau
moyen d´exploration”.
Ya está enfermo de tuberculosis
y se traslada cerca de Douarnezez (Bretaña) a su retiro de Kerlouarnec,
donde se dedica a la caza, aprende ebanistería y estudia la relación
entre la lengua celta y el sánscrito.
Vuelve a Paris a fines de 1821 y da su primera lección el 25 de agosto de 1822, en el Colegio de Francia, como sucesor de Hallé.
En 1823 es nombrado profesor de Clínica Médica en la Charité, donde había enseñado Corvisart, hasta 1801.
Durante 1824 y 1825 prepara el “Traté”
para una segunda
edición de mayor enjundia.
El 13 de agosto de 1826 - o sea a los
45 años de edad - muere de la terrible afección pulmonar
que padeciera y a la que dedicara tantas horas de su vida. Fallece en su
provincia natal, pocos meses después de haber dejado Paris,
luego de aparecer la segunda edición de su “Taité de l´auscultation
médiate”, y de su pelea con Broussaia, en plena conciencia de la
cercanía de su fin.
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El nombre de nuestro médico
está ligado indisoluble y definitivamente al estetoscopio, cómodo,
sencillo y ventajoso instrumento
dedicado a la auscultación.
Conocemos y exponemos a continuación,
los siguientes
episodios sobre el descubrimiento:
A) El de uos niños que juegan en el parque;
B) El de una rolliza y pundonorosa jovencita;
C) El de la muestra en el Hospital Necker;
D) El de la presentación en la Academia.
A) Veamos en primer término la narración
de Thiel:
Cierto día Laënnec va
a pasear por los jardines del Louvre. Allí hay unos niños
que juegan. Uno de ellos aplica al oído del otro una barra de madera
y luego rasca con sus uñas el extremo opuesto. Aquel ríe,
divertido por el rumor que le cosquillea el oído y luego, en justa
correspondencia, rápidamente toma la barra para invertir los
papeles. Laënnec los contempla un rato, entre ausente y distraído;
luego, rápidamente, emprende el camino de regreso”.
B) En una ocasión va a verlo una jovencita obesa,
presuntamente afectada del corazón. Oigamos ahora a Laënnec
corroborar el episodio anterior y
relatando el actual:
“En vano intenté la percusión. El sonido
se perdía en las paredes acolchadas de grasa. La edad y el sexo
de la enferma me impedían aplicar el oído sobre su corazón
y entonces vinieron a mi recuerdo aquellos niños de los jardines
del Louvre. De inmediato pensé que podía sacar el mismo partido
si entre el corazón de la enferma y mi oído colocaba un transmisor
adecuado. Sin pérdida de tiempo, de la misma habitación de
la enferma tomé un pliego de papel, lo arrollé formando un
tubo, y lo até con un hilo. Con una extremidad del tubo sobre el
pecho de la enferma y el otro en mi oído, quedé perplejo
de satisfacción al percibir los latidos del corazón en forma
mucho más clara y distinta que jamás lo había escuchado,
aplicando directamente el oído.
Desde aquel momento presumí que mi método
podía llegar a ser un procedimiento útil y aplicable
, no sólo para las enfermedades del corazón, sino para todos
los ruidos de la cavidad torácica.
C) Conciente de la importancia de su instrumento, Laënnec efectúa una demostración ante sus alumnos – con un enfermo – en el Hospital Necker, haciendo un tubo con el cuaderno de apuntes de uno de ellos.
D) El 29 de junio de 1818, comunica su descubrimiento a la Real Academia de Ciencias de Paris, donde al parecer se lo escuchó con la misma rutinaria indiferencia de siempre.
Nuestro clínico llamó
primeramente pectoriloquio, a su aparato (“pecho que habla”), en
vez del nombre actual de estetoscopio o estetóscopo, que significa
“ver el pecho”, como en verdad hubiera sido su deseo.
El pliego de papel fue después
de cartulina, y más tarde de madera pulida, construyéndose
de 8 pulgadas de largo (algo más de 20 centímetros), por
1½ de diámetro (algo más de 4 centímetros).
El instrumento fue adoptado con rapidez
en Francia, y divulgado en
Inglaterra por Granville.
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No es de extrañar que nuestro
personaje fuera un gran humanista como lo era su tío, a cuyo lado
aprendió letras clásicas.
Cuando marchó a estudiar a
Paris, dijeron que llevaba consigo un manojo de poemas narrativos.
Mientras repasaba temas de Medicina,
perfeccionaba el griego,
el latín y las lenguas célticas.
Leía a José de Maistre,
Andrés Chenier y Francisco de Chateaubriand.
Evidentemente creía que el
saber general no estaba reñido con la ciencia, porque de alguna
forma el enriquecimiento del acervo cultural proyecta luces insospechadas
sobre la actividad principal de un médico, como si al penetrar más
claridad desde afuera, se iluminara mejor la habitación.
Se lo describe cono un médico modesto y de poca fortuna. Cosa de admirar, un médico piadoso, al decir de Pío VII. Laborioso, al saber de sus contemporáneos. Según su obra, con pujantes inquietudes para elucidar interrogantes, y con una paciente, aguda y reconocida virtud de observación. Su natural introversión lo ayudaba en este sentido, no así para sembrar simpatías. La minuciosidad, que fuera característica de su escuela, parecía obedecer a la falta de creencia en la inspiración, y al rechazo del espíritu doctrinario.
Hacia la época de publicar el
Traité, su vida se desarrollaba todos los días de igual forma.
Su actividad comenzaba a las 8 horas. Llegaba entonces en coche de alquiler
al Hospital, donde con traje negro, calzón corto y una gran corbata
blanca, hacía la recorrida de Sala, explicando los casos a los pocos
alumnos que marchaban a su lado. Mas tarde efectuaba las visitas domiciliarias
hasta las 19.30, hora en que retornaba al hogar. Luego de una colación,
hacía nuevas visitas. Después, la soledad, la lectura, la
escritura y... la correspondencia.
Su espíritu caritativo, y sus
íntimas convicciones, hicieron que nunca descuidara la actividad
religiosa. En 1803 ingresaba en la Sancta María Auxilium Chistianorum,
asociación fundada por el jesuita Delpuis dos años atrás,
y de la que llegó a ser vicepresidente hacia 1807. Bayle, compañero
suyo en la clínica de Corvisart, había gestado su ingreso
a la misma.
Su vida se desarrolló así
dentro de la fe, ora tomando parte de las peregrinaciones a Laizarches
y Douarniez, ora concurriendo a misa todos los días y, rosario en
mano, integrando casi todas las procesiones que se hacían.
No era un falto de carácter,
un apocado, sino un hombre sencillo, observador y dedicado a sus tareas,
que en sus horas libres leía de todo un poco, sin olvidar sus deberes
para con Dios. Pero siendo preciso hacerlo, no dudaba un instante en defenderse
con la fuerza que le otorgaban sus méritos y la verdad
avalada por la ciencia.
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Laënnec demostraba tanta destreza en la auscultación, como virtudes con la cizalla en la mesa de Morgagni. Realizaba su labor a la vera del enfermo, con devoción, hasta el postrer suspiro. Entonces acompañaba al cadáver hasta la sala de autopsias y buscaba los elementos que permitieran relacionar los datos clínicos, prolija y minuciosamente anotados, con los hallazgos anátomo- patológicos. Como no podía “ver” dentro del tórax, durante la vida, lo hacía enseguida que se producía el óbito. Mediante este método (que ya nadie discute, y muy pocos practican), pudo poner orden en el caos y borrar un gran cono de sombra que se proyectaba todavía en su época.
Se contaba que Francisco Broussais , discípulo de Bichat, cirujano del ejército de Napoleón y adepto a la cura por sanguijuelas, lo llamaba “el abridor de cadáveres”, diatriba a la que correspondía Laënnec nombrándolo “el Paracelso moderno”, tal vez porque se consideraba un reformador de la Medicina enviado de Dios, desde que postulaba que el galeno debía dominar a la naturaleza, y no – como quería Hipócrates y su escuela – tratar de adaptarse a la misma. Disputa ésta más de fondo que de forma, ya que se confrontaba – más puntualmente vistas las cosas– la teoría simplista y conservadora de Broussais, con el pragmatismo laborioso y elucidador de Laënnec.
Mas el método anátomo-clínico
triunfó, y con él cobraron autonomía males como el
catarro bronquial, la neumonía y la pleuresía serofibrinosa.
También se fijaron límites severos al neumotórax,
al enfisema, a la gangrena, a la bronquiectasia y al cáncer de pulmón.
Y el concepto clásico y funcional de tisis (consunción),
dio paso al orgánico de tuberculosis (que presenta tubérculos).
Sus descripciones sobre la cirrosis
que lleva su nombre y sobre la neumonía, son al par que estupendos
monumentos científicos, magníficas obras literarias.
Seriedad, modestia natural, inquietud de conocer y perseverancia en el obrar, son los puntos con los que pueden trazarse los destacados perfiles del “médico del estetoscopio”, y con este mérito se lo recordará para siempre, pese a no haber sido éste su principal galardón.
Sus importantes estudios dieron al traste con inveterados conceptos erróneos de la época, para lo que construyó un puente (entre la realidad clínica y la anatómica), transitando por él con un cilindro de auscultar en una mano y un instrumento de cortar en la otra.=
(Tomado de LA SEMANA MÉDICA,
Buenos Aires, 14 de octubre de 1971,
páginas 1045 a 1048)