Médicos & famosos:
Ambrosio Paré.

SOBRE LA VIDA Y OBRA DE AMBROSIO PARÉ

Por el Dr. Rodio Raíces

Nada abate tanto la fortaleza humana como el dolor.
A. Paré
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(Artículo publicado en la Revista de la  Sociedad Argentina de Antropología e Historia Médicas. Trabajos y Comunicaciones.  Año I, N° 1, año 1974, páginas 4 a 9)

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   El ideal renacentista es la verdad. La verdad objetiva, desprejuiciada, atónita. La verdad de los pintores y de los escultores muestra, desde el exterior, la interna armonía
de la forma.

   La verdad de los anatomistas busca la exteriorización del órgano útil, en que ha de comenzar a atisbarse
la función necesaria.

   La verdad de los investigadores establece la confrontación de la superchería y el autoritarismo, con la realidad sensible y las exigencias de la ciencia.
   “La ciencia sin experiencia – dirá Paré – no aporta seguridad”. ”La Cirugía se aprende con los ojos y con las manos”.

   La mirada “táctil” del hombre renacentista, asume así su realidad más acabada, su punto culminante. La observación y la acción corren por fin juntas, como dos buenas hermanas tomadas de la mano, en la primavera del Renacimiento.

   Y es un hombre oscuro pero de gran saber, modesto en ambiciones, desmedido en caridad, hombre no común para su tiempo - visto superficialmente -  pero profundamente significativo para el acontecer histórico humanístico que se vive, quien viene a probar que no se necesita saber latín para ser un eximio cirujano, ni alcurnia para la relevancia social, ni crueldad para representar a una época.

   Ambrosio Paré aparece en el itinerario de la Historia de la Medicina como el paradigma del progreso quirúrgico, encarnado en un hombre sencillamente integrado, cautelosamente práctico y osadamente veraz, con algunos de los errores de los habitantes de esa época y con todas las virtudes de los renovadores y de los laboriosos.

   En un pueblo que dista menos de trescientos kilómetros de París, cerca de Laval, nace en 1510 un niño que tiene como padre a un ebanista y barbero del Señor de la zona, y por hermano y por tío a dos barberos-cirujanos de profesión.

   Por estos tiempos, quienes se dedican al arte de curar están separados en tres estratos: Los médicos (miembros de la Facultad de Medicina), los cirujanos (pertenecientes a la Cofradía de San Cosme) y los barberos-cirujanos
(que son los últimos en categoría y estima).

   Cuando Paré marcha con el ejército del señor Monte-Jean a Milán, no es lo uno ni lo otro sino un aprendiz cuyos únicos antecedentes consisten en haber hecho alguna práctica en el Hôtel Dieu, el poco higiénico hospital de la capital gala, luego de haber aprendido en Vitré, con su hermano,
las nociones elementales.

   Ahora las tropas están sobre Turín, prestas al sitio. Un tal capitán Ratt escala una colina, situada en el camino, al frente de sus hombres. Pero el fuego del arcabuz da en su tobillo. “Yo lo vendé y Dios lo curó” - dice Paré - . La fe de su poder coomo médico siempre fue endeble. La vis medicatrix naturae o fuerza curadora de la Naturaleza, la voluntad de Dios, dirige entre bambalinas la obra.

   Las tropas del mariscal francés ya han entrado en la ciudad. En sonoro tropel se lanzan a la conquista atropellando todo con las armas y machacando todo con los cascos.
Aquí y acullá cae la gente.

   Un veterano de la soldadesca se acerca a los moribundos. La pregunta a Paré si es posible la salvación. Sin duda han de morir, es la respuesta. El guerrero los degüella impávido. Paré le reprocha la acción. Sin en tal situación me hallase – replica el guerrero – a Dios pluguiere el enviar una piadosa mano como la mía. Calla el médico. Entre voces de plañidera agonía prosigue socorriendo a las víctimas.

   Los españoles se han refugiado en un castillo y los franceses los persiguen. Son un puñado de bravos contra todo un ejército. La lucha es feroz, encarnizada. Paré es todavía un novato en heridas de guerra pero ha leído a Juan de Vigo, que trataba las producidas por la pólvora - que se creía venenosa - con aceite hirviente de saúco.  Así lo hacían los colegas. En eso se acaba el óleo y se ve precisado a inventar un “digestivo” de yema de huevo, trementina y aceite de rosas. La intranquilidad lo hace dar vueltas en la cama. Por fin clarea y se levanta a ver a sus enfermos. Fiebre, dolor y tumor constata en los tratados con el método clásico. En cambio los cubiertos con el circunstancial emplasto, están mucho mejor, De aquí en más empleará el tratamiento más inocuo. La cauterización ya no arrancará los acostumbrados alaridos de dolor.

   En la misma Turín conoce a un cirujano, famoso por el éxito en el tratamiento de las heridas. Es egoísta y tacaño. Pero la insistencia y la dádiva todo lo pueden, y al cabo de dos largos años logra sonsacarle la mágica fórmula, muy parecida a la suya. Sonríe entonces complacido. No cambiará su procedimiento. En adelante sanará el bálsamo y no la tortura. El remedio natural (la defensa orgánica) obra desde adentro, desde la vida misma, contra la infección. El espíritu renacentista está presente en todo esto, en exteriorizar lo profundo, en descubrir lo oculto.

   El mariscal de Monte-Jean está orgulloso de su colaborador,  aún más cuando un reconocido médico italiano elogia a Paré, ahora dedicado sólo al “cuidado” de las víctimas de
ocasionales refriegas.

   Cuando el mariscal muere de una afección hepática, Paré retorna a la Ciudad Luz.  Temporalmente vuelve a la vida civil, estudia Anatomía y rinde exámenes de aspirante a barbero - cirujano. En 1541, contrae matrimonio y compra un
viñedo en Meudon.

   La paz del hogar arriba al fin.  Nacen dos niños (que fenecen en plena infancia) y una hija, que salvará de morir durante el parto gracias a la versión podálica propugnada por Paré, y gracias a él conocida por el obstetra actuante.

   La carrera de nuestro personaje continúa en forma verticalmente ascendente todavía, ora en el ejercicio privado, ora en el ámbito castrense. En 1542, durante el sitio de Perpiñán, logra éxito al encontrar la bala que hiriera en el hombro a un destacado caballero, al hacerle asumir la misma posición que en el momento de la penetración. Otro profesional habrá de extraerla. El buen criterio encuentra nuevamente
la meta apetecida.

   En 1545 se da a la escritura. Publica en lengua vernácula - y animado por Silvio, el maestro de Vesalio - su “Método para tratar las heridas causadas por arcabuces y otros bastones de fuego y para aquellas hechas por la pólvora y el cañón”.

   En 1549 toma otra vez la pluma y hace conocer la “Briefre collection de l´administration anatomique”, donde da las instrucciones para entablillar huesos fracturados y describe la versión podálica a la que ya nos referimos.

   En 1552, durante las operaciones bélicas en Alemania, reimplanta la ligadura romana en vez del cauterio árabe, para el tratamiento de las hemorragias.

   No hay dudas que la de Paré es una vida plena en vicisitudes, pintoresca, abigarrada, y siempre unida - por razones de servicio - a la historia de Francia.
   Luchas contra los países vecinos y refriegas intestinas entre católicos y hugonotes, suceden sin descanso.
Francisco, duque de Guisa, está en este momento defendiendo la ciudad de Metz, acosada por Carlos V. Como para no hacerlo: la Casa de Guisa maneja, casi totalmente, la política francesa.
   El hermano del duque es el cardenal de Lorena. Su sobrina, María Estuardo (reina de Escocia), está casada con Francisco, hijo y sucesor de Enrique II.

   El noble manda llamar a Paré para averiguar si las muertes que ocurren entre sus tropas se deben a envenenamiento. El  cirujano logra pasar por entre las líneas enemigas y llega a la ciudad. Un herido de bala en la cabeza, halla la
suerte de ser trepanado.

   En 1554 nuestro héroe es admitido en el Colegio de Cirujanos de San Cosme, pese a sus rudimentarios conocimientos del latín, aprendidos a duras penas. Pero el galardón no modifica su templanza. Con el título bastante nuevo todavía, le toca intervenir en el desdichado episodio de la muerte de su Señor Enrique II, en 1559.

   Tras doce años de reinado este monarca ve renacer la paz en su tierra. Para reafirmarla casa a su hija Isabel de Valois con Felipe II de España, viudo ya de María Tudor. En junio de ese año todo es algarabía.  Se suceden cacerías, bailes y - desde luego – los torneos, en que participa activamente el rey francés.

   Gabriel, conde de Montgomery, miembro de la guardia escocesa, es retado por Enrique. Ya están ambos sobre sus cabalgaduras, la armadura brillante y la lanza en ristre. Aguijan sus caballos. Un ruido sordo: el estoque del conde penetra por la visera del rey. Otro ruido, de inmediato: el retador cae, con las astillas incrustadas en el cerebro. Lo asiste Paré. Es llamado Vesalio.  Pero la muerte es el epílogo.

   De ser cierto el encuentro entre el cirujano francés y el anatomista de Bruselas, este encuentro hubiera sidoel único saldo positivo del episodio. Paré admiraba a Vesalio y aplicaba sus conocimientos anatómicos en la práctica cotidiana. Y debe haberle sido muy placentero el estrechar su diestra y pasar junto a él unos instantes de su ajetreada vida. El encuentro de dos grandes hombres sella - por lo general -
un entendimiento total, definitivo.

   A Paré no le viene la fama tan sólo de sus valiosos hallazgos, ni de su esforzada actuación en la milicia. Los mejores galardones son su sentimiento humanitario, su destreza quirúrgica, su vasta experiencia y su sagaz capacidad de observación. El querer ver y el saber ver se hallan en él reunidos como en un solo haz. Y bien sabemos los buenos frutos que esta conjunción ha dado en todos los tiempos.

   Es cierto que recordó la herniotomía sin castración ni ligadura de los vasos, y que sugirió la naturaleza sifilítica de los aneurismas. Que inventó miembros artificiales de gran ingenio y que acrecentó sobremanera el arsenal quirúrgico. Todo esto es verdad, pero es más cierto aún que su figura marca  la honestidad y el tesón los demás.

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   Cuando, en el pináculo de la fama, sucede el episodio en que atiende al marqués de Auret, nuestro cirujano demuestra una lógica admirable.

   Vale la pena relatar el episodio. Por pedido expreso del rey Paré  se acerca al noble a quien halla con temperatura alta, cara pálida, ojos hundidos y lengua seca y apergaminada.

   El enflaquecimiento es notable y la voz está muy apagada. Ante el cuadro descrito, examina metódicamente al enfermo, buscando la causa primaria de su toxemia, y comprueba que se trata de una fractura de fémur cuya infección había alcanzado el límite de la rodilla. El muslo está edematizado y ulcerado, y mana una secreción verdosa y maloliente. Por esa boca introduce un estilete y explora la cavidad.

   Paré reflexiona que las cosas andan  pésimas. De la alcoba pasa al jardín y de allí a la cocina. Despreocupadamente la inspecciona y descubre unos bocados exquisitos. Pensando en lo bien que alimentará a su cliente, va a reunirse con los médicos que esperan su opinión, en consulta.

   Deben cumplirse estos requisitos: drenar el pus, hacer fomentos calientes, cambiar la cama, poner una almohada mullida en la región sacra para prevenir nuevas escaras, aplicar talco en la espalda, administrar opio y vino para facilitar el sueño, y verter agua para que semejando el ruido de la lluvia provoque sedación.

   Reconociendo la influencia de la psique sobre el soma, decide que hay que animar al enfermo y proporcionarle un ambiente alegre. También una dieta nutritiva y de fácil digestibilidad.  La Naturaleza hará el resto. Dios lo curará. Como corolario de lo actuado el enfermo se recupera.

   Una de las mayores ambiciones de Paré hubiera cristalizado de haber escrito un tratado sobre la peste, que él mismo padeciera en París. De ella guardaba el recuerdo de una cicatriz abdominal producida por el carbón encendido que se usó para
curar el bubón.

   Y tiempo hubo para redactar un artículo en que reconvenía a los que recetaban polvos de mumia (momia) para curar las heridas, y cuerno de unicornio para saber cuándo se condimenta al veneno con el vino. Por esta época también estaba de moda la piedra bezoar, un cálculo biliar de cabra al que se atribuían propiedades de antídoto universal.

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   Ahora os invito a las exequias de Francisco II. Misteriosa fue su muerte y cargada de acusaciones. Paré le habría introducido un remedio en el oído para ocasionarla, hecho no comprobado desde que la madre del rey habría sido la instigadora.
    Tras año y medio de reinado lo sucede Carlos IX. Bajo su gobierno le es dado a Paré comprobar la inocuidad de la piedra bezoar. Un cocinero del pala cio es condenado a muerte. La causa: el robo de la vajilla de mesa de su amo. Se le conmuta la condena de morir en la horca por el envenenamiento. Se la administrará la piedra, a título de prueba. De ser cierta la acción benéfica de la misma, salvaría la vida. De más está decir que muere el vasallo. Paré hace la autopsia y entrega el lito al rey, que lo tira a la basura.

   Otro interesante episodio sucede cuando, oyendo que una vieja curaba las quemaduras con cebolla picada, decide experimentar en un soldado al que coloca la aliácea de un lado de la cara quemada, dejando al otro sin tratamiento. Los resultados son los apetecidos y el cirujano sonríe,
nuevamente feliz.

   Deseando satisfacer nuevas inquietudes, también ensaya el injerto dientes naturales y artificiales (de hueso y de marfil) con resultados bastantes satisfactorios.

   En 1564 su vocación de transmitir sus conocimientos por escrito se ve satisfecha, circunstancialmente esta vez. Aprovechando que debe guardar reposo a causa de una doble fractura de pierna, producida al caer del caballo, escribe sus “Diez libros de Cirugía”, a los que agregará otros cinco en 1572.

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   Durante el reinado de Carlos IX la lucha entre calvinistas y católicos se hace realmente atroz. La princesa italiana Catalina de Médicis, madre del soberano y ferviente devota, decide la matanza general de los hugonotes o protestantes que influencian en su vástago. Es la noche del 24 de agosto de 1572, día de San Bartolomé. Durante dos jornadas cunde el pánico. Paré, que dos vísperas atrás había tratado infructuosamente de salvar de la suerte de sus heridas al opositor mariscal de Coligny, corre peligro de muerte. Para lo que el propio rey debe
alojarlo en su alcoba.

   Al año siguiente muere la esposa de Paré y sintiendo el peso de la soledad contrae nuevas nupcias con la hija de un militar, con la que tiene seis niños.
Cuando nace el último Paré cuenta 72 años.

   En 1574 muere Carlos IX y llega al trono su hermano Enrique III. La Unión Calvinista y la Santa Liga se dividen el poder. Esta última tiene como jefe a Enrique de Guisa, hijo de Francisco de Guisa, el defensor de Metz. Pero el rey desea asumir su potestad sobre el país. Y no halla nada mejor que llamarlo a su dormitorio, donde seis reverentes caballeros, luego de pasar entre ellos, lo apuñalan por la espalda (diciembre de 1588). Mas el de Guisa es vengado por el monje Jacobo Clément, quien a su vez quita la vida al rey con el acero (agosto de 1589). Paré no alcanza a asistir a su rey moribundo.

   Finalmente el pueblo se levanta en armas contra el protestante Enrique IV, sucesor del monarca asesinado. Es la Guerra Civil. Enrique sitia a la capital. Los parisinos, acosados por el hambre piden la rendición final. Pero el arzobispo de Lyon ase opone y la disciplina es impuesta por la fuerza. La leyenda destaca que Paré encuentra al prelado por la calle, que le expone sus argumentos, que el dignatario cede, y que el pueblo de París aclama al médico como su salvador.

   Y bien, señores, parte de la vida y de la obra de Ambrosio Paré os ha sido relatada. Si queréis rendirle un homenaje póstumo ni recordéis que murió a los ochenta años, la Nochebuena 1590; ni vayáis a visitar sus restos a la Iglesia de San Andrés de las Artes, que fuera su predilecta y donde yacen confundidos con los de tantos otros mortales.
   Más bien recordad su ansia de verdad, su contribución al progreso científico, su intuitivo esbozo de método experimental, su sed de infinito y su vocación de amor por el prójimo.

   Decía Paré “que es imitar a Dios el curar y poder aliviar las desgracias de nuestra raza humana”. Pocos como él estuvieron tan cerca de sus miserias, pocos como él hicieron
más por su dignificación.

     En una época en que se pensó que el dolor no redime sino que tortura y envilece, supo extender su mano bienhechora para reparar  las heridas y arrancar el dardo mortal de la ignorancia,=




 
 
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