La
tarjeta verde
Petros Makaris
El chico movìa su pequeño
pecho rechoncho de un lado a otro, los brazos
estirados, amplios como las alas de un planeador,
girando fuera de control. Había poca gente en la
acera de la calle 3 de septiembre de modo que su
madre no tenía que sostener los alimentos en una
mano y a él del otro. Lo dejó seguir a pie a lo
largo del lado más alejado de la carretera bajo un
régimen de autonomía parcial.
El chico vio la lata en la plaza Victoria, a una distancia de unos diez
pasos. Anteriormente había pateado un refresco
aplastado, una bolsa de papel rasgado, un limón
podrido y una caja de cartón vacía que, con gran
alegría, había enviado tres tiendas más adelante.
La lata aún no era parte de su colección. Miró rápidamente
al hombre en cuclillas detrás de la lata con la
cabeza hacia un lado y los ojos cerrados. Llevaba
unos mahones raídos y una camisa a cuadros. Tenía
un cartel colgado al cuello.
El chico siguió caminando tranquilamente. Como resultado de sus movimientos
bruscos, la camiseta se le había subido dejando ver
su crecida barriga. Cuando estuvo a un paso más
adelante, alzó la vista hacia la torre de
telecomunicaciones, al tiempo que, como de
casualidad, hizo contacto el pie con la lata. El
tiro fue suave, pero hábil, inclinose con el
exterior del pie, el tipo engaña incluso al jugador
de golf más experimentado. La lata giró un par de
veces y se viró derramado las monedas por toda la
calle. El chico no se volvió a mirar el resultado
de su tiro, sino que corrió hacia su madre, igual
que el jugador corre de vuelta al centro después de
anotar un gol. En consecuencia, perdió la
oportunidad de leer el cartel colgado alrededor del
cuello del tipo en una cintilla de plata de las
utilizadas para atar las flores o dulces: Soy un
serbo-bosnio, tengo hambre.
**
El estrépito de la lata despertó al serbo-bosnio. No había visto al chico
patearla y no podía explicarse cómo se le había
volcado la lata. Le dio vueltas en posición
correcta y comenzó a recoger las monedas. No habían
ido muy lejos; solo una había rodado hasta la
carretera, donde quedó detenida por una sandalia de
mujer. La mujer que recogió la moneda tendría
cerca de setenta años, una pieza de museo del
tiempo en que la Plaza Victoria era el orgullo de la
burguesía ateniense. Lanzó una mirada de enojo a
la madre, que siguió su camino, indiferente a las
travesuras de su hijo.
-¡Usted
debería enseñarle modales a su pequeño, señora! -dijo, lo
suficientemente alto como para ser escuchado
dondequiera, menos por la madre y su pequeño.
Ella se acercó a la lata y, arrojando la moneda en ella, vio el cartel que
decía: Soy un serbo-bosnio y tengo hambre.
-Y,
en cuanto a usted, ¿cómo es que todos hemos
acabado aquí? -dijo,
lo suficientemente alto para ser escuchada por el
serbo-bosnio, mas no por los transeúntes. Serbios,
bosnios, serbo-bosnios, Skopjians, albaneses... toda
una vida de la guerra civil y la mendicidad.
Con alivio, el serbo-bosnio
observó a la mujer a pie. No quería llamar la
atención. Su experiencia le había enseñado que un
buen mendigo tiene que mezclarse con el medio
ambiente, al igual que los árboles y los bancos.
Haló sus piernas, apoyó la barbilla en las
rodillas y cerró los ojos de nuevo. No quería
parecer saludable. Tampoco, quería verse enfermo,
portador de microbios en un lugar público. Por eso
se inclinó y cerró los ojos: ni sano ni enfermo.
Solo perturbado y, en consecuencia, sin poder
trabajar. Su reloj interno le dijo cuando abrir los
ojos una fracción de segundo a fin de inspeccionar
la escena. Recurrió a este sistema de patrullaje y
lo repitió a intervalos regulares.
Fue mientras "patrullaba" que los vio. Estaban de pie fuera de la
cafetería esperando a cruzar la estrecha calle de
la plaza. Dos fornidos muchachos, de brazos
musculosos y anchos hombros, estaban bromeando y
jugando.
Primero uno el otro día; ahora ya llegan de dos en dos,
pensó para sí. A través de sus ojos medio
abiertos, los vio venir hacia él, sonrientes y
alegres.
Sacó la bolsa de hombro de debajo de sus rodillas y arrojó la lata con las
monedas en él. Los otros dos lo vieron y pararon la
guasa. Se separaron, uno hacia la calle 3 de
septiembre y otro hacia la calle Aristóteles, para
tumbarle la cabeza. El serbo-bosnio se alejó a fin
de escapar calle abajo por la Elpidos.
Lo alcanzaron en la esquina. Uno de ellos le puso el brazo alrededor y
comenzó a hablarle de manera amistosa en Serbio:
-¿Cuándo
vas a meterte en la cabeza que te he dicho que no
vinieras por aquí? Este lugar es para los niños.
Hay cosas ricas que quitarles. Ahora me has obligado
a traer mis amigos conmigo.
Lo apretó con más fuerza al cuelo, para mantenerlo en posición vertical,
mientras su amigo lo golpeaba en silencio, metódico
y sin expresión. Una multitud se había reunido:
los que frecuentaban las plazas, los clientes, los
camareros de los cafés cercanos y los transeúntes.
Quienes vieron y no hicieron nada, cual si se
tratase de una cuestión de principios no perder el
espectáculo gratuito. Solo un niño, en brazos de
su padre, golpeó el aire imitando los movimientos
del matón.
Dejó que serbo-bosnio se hundiera en el suelo. Simplemente se agachó y
agarró la bolsa. -Voy a
tomar esto como prenda, -dijo de
igual manera amistosa.
La multitud los dejó pasar. El que había hablado se detuvo delante del
pequeño y pretendió hacer boxear con él. Entonces
se dirigieron a la calle Aristóteles, bromeando y
jugando.
Cuando se marcharon, el serbo-bosnio intentó levantarse. No quería dar
oportunidad a ningún buenazo imprudente a que
llamara la policía o a una ambulancia. Su
preocupación resultó inútil cuando parte del público
comenzó a dispersarse. Se secó la cara con un
trapo y notó que estaba sangrando. Palpó su cara
para cerciorarse de que estaba sangrando y comenzó
a presionar con el trapo en los cortes para detener
la sangre.
Se apoyó contra la pared hasta que fue capaz de coordinar sus pasos, y
luego comenzó a caminar hacia la calle Phyli. Se
detuvo frente a un puesto bouzouki. Las llaves las
guardaba el dueño de la tienda en una esquina para
que pudiera abrirse a la limpieza o para los
camiones que traen de noche. Había acordado dar al
propietario algo a cambio de dejarle cambiarse de
ropa.
-Tienes
un aspecto horrible. El dueño de tienda lo miró
fijamente, con los ojos llenos de miedo y placer.
-Déme
las llaves, -dijo
el serbio-bosnio bruscamente.
No estaba de humor para pitorreo. Todo lo que quería era lavarse la cara,
cambiarse y seguir su camino.
-¡Empaca
tus trapos asquerosos y lárgate de aquí! -dijo
el dueño, en un tono que no admitía objeciones.
Pensé hacerte un favor, pero asustas a mis clientes.
Estuvo en el baño lo suficiente como para limpiar la sangre de su cara.
Estaba doblando su ropa limpia en forma de bola
cuando vio al dueño estaba en la puerta con la mano
extendida.
-Mi
dinero, -dijo.
Vas a estar fuera de un tiro y no tendré manera de
encontrarte después.
-No
tener dinero... los hombres toman todo...
-No
me vengas con eso,
bribón. ¿Crees que soy tonto?
Estaba a punto de agarrarlo por el cuello de la camisa, pero vio la sangre y
se apartó con disgusto.
El serbo-bosnio le mostró su rostro.
-¿Ves
ahora?
-Por
el hecho de que dieran una paliza, ¿crees que te me
vas a quedar con el dinero?, ¿verdad? ¡Ya veremos!
Vio al propietario tirar tormentosamente por la puerta y arrojarla en su
cara. En ese instante escuchó la llave en la
cerradura.
-¿Se
va a quedar ahí mientras llamo a la policía que lo
venga a arrestar? -Gritó
el propietario desde fuera.
De súbito, lo sobrecogió el pánico. Comenzó a golpear la puerta.
-Está
bien, está bien, te dar dinero.
Agradeció a Dios haberle dado el buen sentido de no poner todas las monedas
de su día en la bolsa, sino haber guardado un poco
en sus bolsillos. Por supuesto, ahora iba a perder
todas sus ganancias, pero, dado el estado en que se
hallaba, lo último que querría era caer en manos
de los guardias.
La puerta se abrió y el dueño agarró las tres mil dracmas.
-¡Aqui
pagamos nuestras deudas! -gritó.
No como ustedes que nos han sangrado desde Bruselas,
con todos sus préstamos pendientes de pago. Y luego
vienen acá y nos toman por alguno de su propia
clase.
Pasó delante de él sin decir palabra.
**
-Vassilis,
¿por qué lo haces? -Milena
dijo en serbio. ¿Por qué vas por ahí pretendiendo
ser serbo-bosnio cuando eres griego?
Él no respondió. Había cubierto su rostro con una toalla empapada en agua
helada. Se sentía agotado y no le molestó explicar
todo de nuevo.
-Bueno,
yo era un profesor de francés en Sarajevo y ahora
limpio el vestíbulo y los baños del Hotel La
Mirage. Es comprensible. Pero... no puedo entender
en absoluto. En Bosnia eras griego y en Grecia te
has vuelto bosnio.
Fue a tomar la toalla, con la que se había secado. Era una excusa para no
responder. La conversación no llevaría a ninguna
parte. Las cosas no habían salido como habían
planeado, eso era todo lo que había. Después de
dos fallidos intentos fallidos por entrar a la
universidad de Grecia, estaba estudiando para
ingeniero civil en Sarajevo. Fue allí que conoció
Milena. Era un poco mayor que él y ya se había
graduado con un título en Literatura Francesa. La
madre de Vassilis había muerto mientras estudiaba
en Sarajevo. No tenía otra familia. Así se
convirtió en parte de la familia de Milena. Dentro
de los tres meses de reunión, había ido a vivir
con ella y la familia de su hermano. El hermano era
un herrero. Al inicio de la guerra civil, la
universidad cerró, nadie quería aprender francés
así por nada más, y nadie quería nuevas casas
construidas, sino que simplemente demolían las
antiguas. Vassilis era su única esperanza.
Empacaron sus cosas y se fueron a Grecia.
**
Aquí, sin embargo, la situación se invirtió. Estaba en su propio país
que esperaba todo de él. Trató de encontrar
trabajo relacionado con sus estudios -en
construcción o en la industria. Cada vez que se topó
con las puertas cerradas; bajó los humos. Cuando
por fin se dio cuenta de que sólo era bueno como
trabajador no calificado, bajó aun dos o tres más.
Al final, intentó conseguir trabajo como peón en
alguna obra, pero no le querían allí. Los
trabajadores extranjeros que empleaban eran
musculosos y trabajaban por la mitad del sueldo y en
horas extraordinarias. Era de complexión delgada y
griego. Podría denunciarlos por no pagarle el
seguro y habrían de encontrarse en problemas con
las autoridades.
La mendicidad fue algo que se le ocurrió por casualidad, más bien como una
broma. El día en que la última puerta se le cerró
en la cara, agarró a un pedazo de cartón y escribió
enojado: Soy un serbo-bosnio y tengo hambre.
Luego se colgó la cuerda alrededor de su cuello y
se sentó en el suelo. Quería mostrar a sus
compatriotas griegos cómo uno de su propia clase
termina de serbo-bosnio en su propio país. Pensó
de esta manera avergonzarlos castigándose a sí
mismo. Se rascaba el cerebro tratando de encontrar
una solución a su problema de trabajo cuando escuchó
el tintineo a sus pies. Se inclinó hacia adelante y
vio la moneda de cien dracmas. Miró a su alrededor
para ver si alguien le estaba mirando y luego la
guardó en el bolsillo. En poco tiempo, otros cien
dracmas, un billete esta vez. Y pronto llegó a la
conclusión bien simple: si eras griego y estas
rogando, eres un adicto. Si vienes de un país de
los Balcanes mendigando, eres un ser inferior, que
sirve para confirmar la generosidad del griega
promedio bien lleno. Y así, de casualidad, descubrió
la única profesión que era capaz de practicar:
serbo-bosnio mendicante, profesional.
-Así
que, ya que estás jugando al serbo-bosnio, ¿por qué
no, al menos, conseguir un trabajo en una obra de
construcción? Si quieres, puedo ponerlo en una
palabra, -el
hermano de Milena le había dicho. Él era un
artesano y pronto lo habría arreglado.
Pero Vassilis no quería. Incluso si no pidieran cualquier documento, él
podría dejar caer algo en griego, mientras
estuviera en el trabajo y entonces, tendría mucho
que explicar. Por supuesto, cuando estaba pidiendo
tenía que vigilar su lengua, pero no tanto. Y, en
cualquier caso, no quería que los contratistas
griegos lo explotaran como a un serbo-bosnio.
En la reflexión de todo esto, buscó en su cerebro queriendo llegar a un
nuevo lugar. No podía volver a la Plaza Victoria,
sería peor la próxima vez. De pronto recordó que
taberna en el extremo inferior de calle Lenorman.
Había mesas en el exterior en el pequeño parque
abierto todo el día. Echó a un lado la toalla y se
ubico listo para salir en una misión de
reconocimiento.
-Creo
que he llegado a un buen lugar, -le
dijo a Milena en Serbio.
Ella no respondió. Le miró por un momento en silencio, conteniendo las lágrimas.
Entonces le echó los brazos al cuello y lo abrazó
con fuerza.
**
Él se instaló en el lugar donde la taberna formaba esquina con la calle.
Frente a él estaba el pequeño parque con bancos y
parterres. Las mesas de la taberna se encontraban
entre ellos y estaban cubiertas con grandes hojas de
papel agarradas por ligas elásticas para impedir
que el viento las levantase.
A la hora del almuerzo, había pocos clientes y nadie le hizo caso. Pero tan
pronto el primero de los clientes de tarde comenzó
a llegar, se iniciaron las quejas. Uno de los
camareros se le acercó y trató de explicarle en
simples palabras y gestos que tenían trabajo que
hacer y no lo querían interpuesto en su camino. Sin
pensarlo dos veces, recogió sus cosas y se alejó.
Se acomodó contra la pared de un edificio de
apartamentos, junto a la taberna. De esta manera
perdía la ventaja de la esquina de la calle, pero
evitaba cualquier problema.
La taberna se llamaba "Kebabs de Korahais", y cuando vio a un
hombre con la camisa desabrochada y empapado en
sudor que se acercaba, se dio cuenta que se trataba
de Korahais.
-Les
dijimos que siguieran adelante, ¡no que cambiaran
de lugar! -afirmó
secamente. Yo no te quiero enfrente de mi casa.
-Este
no es tu lugar.
-Este
es mi edificio de apartamentos. Entiende. No mi
apartamento, mi edificio. Los cuatro pisos. Empaca y
sigue adelante.
Ya fuera por miedo o por el insoportable hedor a sudor y a carboncillo de
Korahais, se movió. Pero, de todas formas, no iba a
dejarse empujar. Tan pronto como Korahais dio la
espalda, se dirigió hacia el pequeño parque. Eligió
un banco y se sentó en el suelo junto a él. Hacia
fuera delante de él estaban las mesas de la taberna
con los clientes se clavaban en su comida. Sintió
retumbar su estómago. El síndrome de Sarajevo,
pensó. Si tienes hambre o no, en el momento que ves
comida, el estómago inicia su ruido.
-Yannis,
dale algo al mendigo de allí para que te deshagas
de él. No quiero que me mire con esa mirada
hambrienta mientras como.
-Hemos
tratado de deshacernos de él desde esta mañana,
pero no se va, -dijo el
camarero.
-De
todos modos, ¿qué te importa? -dijo
el cliente a su esposa.
-¿Y
qué me importa? No es suficiente que nos quedamos
con ellos, ¿también han de molestarnos mientras
estamos comiendo?
Vassilis vio al camarero y Korahais próximos a él, pero él no se movió.
-¿No
te dije que te fueras, malandrín?
-Aquí
aparcar, aquí no ser tu lugar."
-Te
voy a mostrar, ¡lo haré!
Y se agachó para sacarle por los pies. De repente, Vassilis se llenó de la
misma ira que se había apoderado de él el día en
que se había tornado en un serbo-bosnio. Se echó
violentamente al camarero, que tropezó y cayó
sobre la mesa donde la pareja estaba sentada. El
plato, con los trozos de carne, cayó en el regazo
de la mujer que empezó a gritar histéricamente. Se
mostró feliz porque él era quien había empezado
todo el alboroto.
Finalmente, Korahais, junto con al camarero y el marido de la mujer,
consiguieron inmovilizarlo, hasta que el coche
patrulla llegó a la escena.
**
-Que
los envíen a todos de vuelta a donde vinieron, ¡así que tendremos un poco de paz!
La mujer estaba todavía en un ataque de histeria. Tenían a
Vassilis atrapado dentro de una media luna, cuyos dos puntos fueron la mujer
y su marido, mientras Korahais, el camarero y un
policía formaron su círculo.
-No
puedo enviarlo
de vuelta, -respondió el
sargento de guardia con la
voz
cansada. Es
de un país que
está pasando por una
guerra civil y que tiene estatus de refugiado político.
Se volvió a Vassilis:
-Déjame
ver tus papeles.
-No
tener papeles. Ser refugiado político, ver en secreto.
Hablaba como todos los inmigrantes ilegales que en estos casos, no
miran
al
representante de la ley y el orden.
-Así
que eso es todo, ¿verdad? ¡Cualquier basura puede
venir y dar vuelta a un lugar al revés y luego
hacerse
que es un refugiado político!-
dijo Korahais furiosamente.
-¿Dónde
lo recogieron? -el
sargento de guardia preguntó al oficial patrullero.
-En
el parque, sargento.
-¿Tiene
permiso para tener
mesas en el parque?
Korahais fijó sus ojos en él, para subrayar el hecho evidente de que
estaba engrasando la palma de alguien, pero el
sargento no se dejó impresionar.
-¿Tiene
un permiso?-
repitió.
-¿Y
si no lo hago? ¿Eso significa que él
puede
romper mis mesas
y alejarme mis clientes?
-Trae
una acusación en su contra, si quieres.
-¿Y
pasar los próximos tres años corriendo por los
tribunales?
-Eso
depende de usted.
Como no conseguía nada, Korahais volvió a Vassilis:
-En
un jodido país como el nuestro,
no es de extrañar que vengan
aquí a despojar
nuestras casas y aplastar nuestras mesas. Y
eso nos viene bien.
-No
sé quéè cosas vengan
a hacer.
¡No me sorprendería que estén
recibiendo
soborno de los inmigrantes! -dijo la mujer a su marido en el pasillo.
El sargento de la oyó, pero estaba acostumbrado y la dejó ir. Miró a
Vassilis.
Dijo:
-Como
no hay cargos en su contra, se puede ir.
-Tú
buen
hombre. Amigo
de gente de mi país.
Ya
no tenía necesidad de velar
por su
griego. Le
salió
de su propia cuenta, de forma
espontánea, roto:
-Corta
la vaina esa y mejoramos. Considérate
afortunado
que no soporto al
idiota ese.
Se
refería a Korahais.
Él dijo: "mucha
gracias",
por
una última vez y salió. Bajó las escaleras saltando
los escaños de
dos en dos. En la planta baja, lo
detuvo una
señora con cara de susto.
-¿Sabe
usted en qué piso está el sargento de guardia?
-No
la entiendo. Soy un extranjero",
-respondió
en Serbio.
La estación estaba en una calle desierta, de
poca luz. La única provenía de una tienda de
conveniencia por la noche. Sacó el
letrero
que se le había arrugado, lo
enderezó como pudo, y se lo colgó al cuello. Se apoyó
contra la pared de la tienda y se deslizó por ella
hasta que quedó
sentado en la acera. Había perdido la lata por lo
que extendió el
pañuelo. No había coches o autobuses cerca en ese
momento y los pocos transeúntes iban apresurados
e indiferentes. Pero, sin
desmayar, continuó sentado allí hasta altas horas
de la noche con aquel letrero
alrededor del cuello: Soy un serbo-bosnio y tengo
hambre.
Traducción
del inglés. Sin nombre del traductor.
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