Grigorious Xenopoulos


Gregorios Xenopoulos (en griego: Γρηγόριος Ξενόπουλος, nació el 9 de diciembre 1867 en Constantinopla, murió el 14 de enero de 1951. Novelista, periodista y escritor de obras de teatro. Fue redactor principal en la legendaria revista La educación de los niños de 1896-1948. También fue fundador y editor de la revista Estia Nea, que todavía se publica. Se convirtió en miembro de la Academia de Atenas en 1931, y fundó la Sociedad de Escritores griegos junto con Kostis Palamas, Angelos Sikelianos y Nikos Kazantzakis. Su familia se trasladó a Zaquintos poco después, donde pasó su juventud hasta 1883, cuando se matriculó en la Universidad de Atenas para estudiar Física y Matemáticas. Nunca terminó sus estudios. Empezó a escribir literatura que le sirvió de sostén económico. En 1892 se trasladó a Atenas y, a los dos años, casó con Eufrasia Diogenidis. La pareja se divorció año y medio más tarde, y procreó una hija. En 1901, se casó con su segunda esposa Cristina Kanellopoulos, con quien tuvo otras dos hijas. Publicó gran cantidad de estudios, artículos, cuentos y novelas en revistas y periódicos. En 1894 se le nombró director del periódico Estia Ilustrado y en 1896, fue jefe de redacción de La educación de los niños. Publicó novelas e también novelas por entregas. Escribió más de 80 narraciones entre novelas y cuentos. Su obra más ambiciosa fue la trilogía: Ricos y pobres (1919), Honesto y deshonesto (1921), Buena y mala suerte (1924.) Su trabajo es una ventana a su tiempo e igual a la sociedad griega. Publicó una gran cantidad de críticas sobre escritores griegos famosos, como Alexandros Papadiamantis, Demetrius Vikelas, etc En 1903 fue el primero en introducir a Constantino P. Cavafis a los lectores atenienses.

 

 

Mi primera pascua

Gregorios Xenòpoulos  

Estimados míos:

 

En estos días regreso siempre a mi infancia. También recuerdo aquellas fiestas maravillosas que alegraban a mi patria cuando era un niño despreocupado y tenía a mis padres cuidándome y llevándome a todos lados. Naturalmente, a la iglesia o a “mis deberes religiosos”… Era entonces invierno, mi madre me llevaba con ella a San Juan o a la Aparecidad, nuestras iglesias del barrio, donde se llevaban a cabo las misas un poco tarde -a partir de las 8, la primera; de las 9, la otra. Pero cuando entraba la primavera, cuando podía despertar y salir más temprano, mi padre me llevaba a la Obispal o a San Charalampo (iluminado de gracia), que eran capillas campestres en un bello suburbio ribereño donde había misa desde las 7. Después de la misa, hacíamos también un bello paseo en los Jardines y regresábamos un poquito cansados, pero los dos muy contentos.

¡Ay, era tan hermoso! La primavera había adornado las veredas con margaritas blancas y amarillas, con amapolas grandiosamente rojas y con otras flores silvestres azules o moradas. ¡Qué colorido era el tapete que se extendía en los campos! Lo veía incluso desde la ventana abierta de la iglesia, mientras escuchaba los cantos sagrados, los deseos y los evangelios. Los evangelios me gustaban muchísimo. Son tan poéticos estos que se dicen antes y después de Pascua. Antes de la coronación con laureles – y seguido, desde este Domingo comenzaba a ir a las capillas campestres – después de la Resurrección, después de San Tomás, después de las fiestas de Mirra, de la celebración de Samaritanos… El cura Logotetis, párroco en San Charalampo, muy culto, los decía maravillosamente; no del todo cantando, como en otras iglesias, sino bien leídos, límpida y sinceramente, palabra por palabra, con expresión, con buena entonación para que hasta el iletrado entendiera el sentido. Y por cierto, a aquellas capillas, en su mayoría, iban personas simples y humildes del pueblo – pescadores, barqueros, jardineros, molineros. Y te provocaba inmensa dicha verlos ahí, vestidos dominicalmente, escuchando con tanta atención y con tanto cuidado las palabras del Señor…

Sin embargo, en Semana Santa y en Pascua, toda, toda mi “iglesia” ahí estaba, el Domingo por la mañana, la Resurrección que se realizaba al aire libre, y después la misa: Ved y tomad la luz, Cristo ha resucitado, en el inicio fue la palabra y luego lo demás. No me llevaban fuera en la noche, ni a las “ninfas” me llevaban ni a la misa de Procesión de la Pasión ni a la letanía del Sepulcro; escuchaba tan sólo la música fúnebre a lo lejos, si lograba despertar la noche de Viernes Santo. De esta manera no sabía bien que precedía a la Resurrección. Sólo, desde el Domingo de Laureles, que Cristo entró triunfalmente en Jerusalén. Pero qué hacíamos allá, que le hacían, grandes reverencias: Una Última Cena, una Muerte en la cruz, un Entierro en un monumento vacío… ¿Qué era todo esto? ¿Cómo había ocurrido? Apenas tenía una idea.

Y repentinamente… lo supe todo. Había crecido, parece que, aquel año, también mis padres me llevaban consigo a todos lados. Así escuché también aquellos formidables evangelios del Jueves Santo y del Viernes Santo, todavía lo recuerdo. Vi a Cristo con su corona de espinas en la cruz negra, un gran Cristo, casi verdadero. Después también lo vi muerto, acostado en su sepulcro dorado (tampoco el Cristo sepulcral en Zakinthos está bordado en paño, está pintado en madera, como una imagen reducida, como también el Crucificado). Y recuerdo incluso qué sensación distinta, qué gran alegría me provocó la Pascua en la capilla por primera vez, ya que había escuchado y visto y sabido todo lo que precedía a la Resurrección. Puedo decir que esa fue mi primera Pascua.

Porque toda la Semana Santa la había pasado con el luto, con la tristeza de la Pasión. Había seguido a Cristo en su martirio, en su agonía, en su muerte; había escuchado también su Testamento, me había sentado en su Última Cena, había escuchado su manifiesto, llorando junto con su Madre Afligida, que también lo seguía pintada en una gran imagen, casi verdadera: ¡Ay, dulce primavera, mi más dulce niño! Por eso el decir “Cristo ha resucitado” me llenaba, después, de tanta dicha, tanto regocijo; por eso me pareció una suprema satisfacción, como una victoria, como un triunfo. Aquél que vestía púrpura artificial. Aquél que regaba bilis y vinagre, y fue azotado, y clavado en la cruz de madera, pues murió torturado, como hombre, salió vivo de la tumba y subió al cielo como un Dios.

Así debió haber sido. Para que me diera tanta dicha la Resurrección, debía preceder la Pasión, para que la Pascua me provocara tal sensación, debía conocer la Semana Santa. Conociendo lo que conocí en aquél año, conocía la vida, en la que hasta entonces era muy pequeño y que desconocía, ya que mis padres me cuidaban y me conducían, no me llevaban más que a las misas dominicales de alegría y me protegían de lo que era triste, que no era todavía para mí. Asimismo en la vida: la dicha, la verdadera dicha, la obtenemos después de las luchas y la agonía, después de la fatiga y la tristeza. Antes de cada Pascua nuestra, debemos pasar una Semana Santa.

¡Ay, ustedes también ya lo saben desde ahora. ¿Acaso la semana de exámenes en la escuela, que precede a la victoria y a la dicha, no la llaman ustedes Semana Santa? ¿Se ríen, verdad? … ¡Hasta el próximo año!

 

Atentamente:

Fedón

 

*(en griego clásico, el que está feliz o alegre).

 

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