Giorgios Filipou Pierides


Giorgios Filipou Pierides Nació en Chipre en 1904. Escritor chipriota, célebre por su ciclo de cuentos recogidos más tarde como Tetralogía de los tiempos. Creció y vivió en Egipto, donde trabajó en la industria del algodón. Después de la Segunda Guerra Mundial, regresó y se instaló en su isla natal, donde trabajó principalmente como un bibliotecario. Sus escritos reflejan sus observaciones y experiencias, tanto en Egipto, Los productores de algodón, como de Chipre Tetralogía de los tiempos. Esta colección de cuentos, fue publicada en griego por el Banco de la Fundación Cultural Chipre. Cada grupo de cuentos representa un período diferente de la historia de la isla, vista a través de las vidas de la gente común de diversos sectores de la vida social y posiciones en la comunidad greco-chipriota. En orden histórico (los cuentos originales no fueron escritos en estricto orden cronológico, pero se han publicado como tal dentro de la Tetralogía) en las cuatro secciones que son: “Veces inmuebles” donde se ocupa del período anterior a la revuelta griega y chipriota de 1955; “Los momentos de dificultad” que se ocupa del período comprendido entre 1955 y 1959; “Tiempos de opulencia” donde trata la época de la primera República de Chipre (1960-1974); y “Tiempos de sufrimiento” que examina las reacciones y experiencias que salen del golpe del 1974 y la intervención militar turca.

Miniaturas

George Philippou Pierides

1

El poeta solìa hacer frecuentes visitas a nuestra casa en aquel tiempo, siempre justo cuando el sol se ponìa.

Se sentaba en el porche, bebiendo su café y mirando al Pentadaktylos *. Él! el amado Pentadaktylos, estaba orgulloso de ella, sobre todo en momentos como éste cuando se levantaba en silencio y fuerte en el crepúsculo púrpura.

Estaba muy cansado, yo incluso diría desilusionado, sino sabía que toda la mezquindad y la falsedad que nos rodea le hirieron, pero sin sacudir los cimientos de su vida y de su obra. Encontrar la paz en las pequeñas alegrías de la vida fue una de las formas que tuvo su valor espiritual –como en esos momentos de tranquilidad en la terraza– viendo con los ojos de un poeta la esencia de lo que han de ofrecer.

‒¡Qué hermosa, qué buena serìa la vida en esta isla!, ‒dijo.

En su mirada dolida pude ver expresada, –como en un microcosmos, como una revelación–, todo lo oculto en el bosque salvaje de sus versos.

Gran cantidad de tiempo ha pasado desde ese entonces. El poeta yace y reposa en el suelo de su patria. Y sin embargo, cada vez que, por casualidad, veo en la terraza el atardecer, puedo ver que aquella mirada suya, viviente, mirando al Pentadaktylos directamente opuesto.

2

Se hizo una taza de café y, así como estaba, en pijamas, sin siquiera refrescarse en algo, salió al patio. Sentado en el taburete, puso la humeante taza de café en el escalòn y encendió el primer cigarrillo del día.

Gustaba siempre levantarse temprano, le encantaba la madrugada; incluso cuando durmiera bien. Se levantaba luminoso, fresco a sentarse y dar forma a los sueños para que coincidieran con la magia del día aùn virgen. Pero ahora dar forma ya no era nada, simplemente se relajaba y dejaba su mente vagar en un mar de sueños y preocupaciones.

El limonero se habìa quedado inmóvil en la mediana luz. De repente, sus hojas superiores temblaron doradas al toque de los rayos del sol brillante detrás de la azotea de la casa de al lado. Todo se llenó de alegría de repente.

Y recordó a Anita... Era encantadoramente seria cuando criticaba mis veros. Creía que la poesía debìa estar comprometida con la Revolución. A este punto, Stamatis, la gitana morena, la bohemia entre nosotros, estuvo de acuerdo con ella. Y sin embargo, nos encantó, como si fueran una inseperable pareja a la que permitìamos gobernarnos. Tuvimos nuestros sueños y encontramos la manera de hacerlos realidad por medio del debate y la canción. Y tú, Janto, con tu buena voz, me pregunto, ¿que habrà sido de tu guitarra y tu amor por la humanidad?

La gata se acercó sigilosamente; se acurrucó en el suelo y se sentó inmóvil, los ojos rasgados semicerrados, como si de alguna manera inexplicable, compartiera sus sueños –o al menos lo parecía, por un momento–, viera algo parecido en su mirada verde, cuando se volvió y le miró...

Más tarde Stamatis había estado poseso por un deseo loco de escapar. Iría hasta el puerto y permanecerìa allí durante horas, mirando los barcos anclados. Después, cuando nos unìa, se sentaba en silencio. Hasta, finalmente, cuando logró ahorrar lo suficiente para su pasaje y se fue una mañana nublada cuando el mar estaba turbio y el embarcadero olía a algas, a algarrobos y a vino...

Escuchó a su esposa lavar y luego la sintiò trajinando en la cocina mientras preparaba leche de Themoula. Y el ojo de su mente ondeaba una imagen de Themoula cuando le llegó el momento a ella para defender la poesía comprometida con sus propios ideales. Él se sonrió, pero luego se acordó de que era absolutamente necesario comprarle una cama. Crecìa rápidamente, ya tenía cuatro años y necesitaba un lugar donde dormir cómodamente.

No le gustaba la idea de pedir un nuevo anticipo de su salario. Thoukides daría su actuación habitual a fin de demostrarle cuán grande era el favor que le pedìa y entonces actuar como jefe paternal –¡el muy avaro! Pero no había otra forma. Así que le pediría un adelanto y lo pediría hoy. Entonces se compraría la cama color rosa con las golondrinas que él y su esposa habían visto el otro día en Houvaris.

3

En serio, ¿qué habría pasado con la guitarra de Janto, ahora que se había vuelto respetable? ¿Recuerda – qué cuerdas debìa tocar su memoria– aquel que una vez fuera el cantante entre nosotros? ¿Quién lo puede decir? ¿Quién puede decir lo que sucede en las modos oscuros del corazón de una persona?

Sabes siquiera lo que hay en tu corazón?

Todo cuanto puedes ver es que aquel joven, una vez esbelto, que mostró tanta sensibilidad cuando cantaba y compartìa los planes idealistas que hicimos entonces –es ahora ese pequeño caballero con el estómago y las piernas rechonchas, con sus manos grasientas que entrò en la iglesia, puso una moneda en la caja, encendió una vela, echó un vistazo por pura costumbre en el reloj de oro en su muñeca, y se sentó en una de las bancas reservadas para los VIP, la más cercana al Psaltis de la izquierda.

En su rostro tenía una expresión de devoción complaciente. Y a pesar del hecho de que está de pie con bastante normalidad, no sé por qué tengo la impresión de que está de puntillas para lucir más alto. De vez en cuando, acompaña a la Psaltis armoniosamente. Ese ha de ser su banco regular, –me dije para mí. Y mis sospechas se confirmaron cuando llegó el momento del "credo" que lo dijo como si fuera un miembro de un comité o como si fuera su turno de hablar.

Nos encontramos en nuestro camino, y sucedió entonces algo que no esperaba. Por un breve momento, como un repentino destello de relámpago, vi en sus ojos azules y por la forma en que me sonrió, al antiguo Xanthos. Era como si aquella vieja sonrisa suya hubiera quedado olvidado tras su rostro presente y me la hubiera mostrado solamente a mí.

4

Sentado, aturdido frente a la hoja de papel blanco, intentaba de nuevo concentrarse, encontrar algún hilo que lo llevara a dar cuerpo articulado a la masa aún nebulosa que era su libro futuro. Pero el persitente zumbido de una mosca no le dejaba, estaba pegada al cristal de la ventana, y luchaba por conseguir salir a través del vidrio, zumbando sus alas. Afuera, un sol brillante invitaba y la mosca no podía entender què evitaba que pudiera volar.

De vez en cuando renunciaba a sus esfuerzos; caminaba de aquí para allá sobre la superficie ininteligiblemente firme, se frotaba las alas con sus patas traseras, y despuès la cabeza con las delanteras; finalmente quedó inmóvil como si meditara o como si hubiera llegado a un acuerdo.

En todo caso es lo que el hombre miraba y sentía; de alguna forma extraña, experimentaba el tormento de la mosca como un reflejo de su propia incapacidad para entender el lado sórdido de la realidad y llegar a un acuerdo con esta.

Pronto la mosca comenzó a volar alrededor de la habitación y, de repente, como si hubiera tomado una nueva decisión, se lanzó contra la pared invisible estrellàndose horriblemente, y de nuevo comenzò a golpear sus alas contra el cristal con tozudez heroica.

El hombre se levantó, abrió la ventana y, con un soplo, envió a la mosca a su camino. Luego cerró la ventana y se quedó mirando con nostalgia el espacio.

5

Cuando la sirvienta se inclinó adelante con la bandeja con un dulce y una taza de café, frente al padre Yervasios, la señora Polimnia notó los ojos del sacerdote clavados con avidez en los senos abundantes de la joven, y de allí a tientas, más y más hacia abajo.

Debería avergonzarse de sí mismo, se dijo en su agitación. Pero la sonrisa eclesiástica que llevaba en su rostro se mantuvo sin cambios.

Mrs. Polimnia se ha adaptado a sí misma con máximo cuidado en su papel de presidenta de la Asociación de Caridad y llenaba bien su parte.

De mediana edad, corpulenta, una pequeña cara pálida y de doble hilera el doble mentón, evidente por la forma que suspira, levanta los ojos y mira al techo, dotada de todas las virtudes, excepto una: la capacidad de pensar, la que compensa con un enorme talento para la astucia.

El padre Yervasios, a quien no le daba la menor preocupación cuanto pasara tras la sonrisa de la señora Polimnia, pronto recuperó su aspecto venerable, tomó el dulce y sorbió un poco de agua, tras primero haberse vuelto en direcciòn a la señora Polimnia y desearle buena salud. A continuación, sin dejar su café, le informó hasta què punto los asuntos matrimoniales de la familia Vernakides habían llegado.

Pero este asunto, aunque interesante, era sólo el preludio exigido por los buenos modales. Mrs. Polimnia escuchaba, a veces añadiendo un tut-tut para mostrar lo mucho que le importaba, pero en realidad esperando que el reverendo empezara a hablar sobre el verdadero propósito de su visita. A pesar que de ninguna manera esa fuera su primera visita, pues hacìa seis meses habìa estado viniendo regularmente con igual fin, acercándose al asunto del mismo modo indirecto y a ponerse a trabajar con igual pregunta:

–¿Qué piensa usted de la última oferta de la empresa, la señora Polimnia?

–Interesante, por supuesto, –le contestaba con un ligero suspiro–. Pero es tan difícil para mí dejar mi casa, mis comodidades ... voy a tener que pensarlo bien.

–Entiendo cómo se siente. Pero ta genuina preocupación genuina de tan devota feligrés me obliga a advertirle que es una oportunidad de oro.

El asunto en juego era la casa de doña Polimnia, de estilo antiguo con un enorme patio. Ubicada en nueva vía, se encontraba exprimida entre los altos edificios del tipo que en los últimos años han cambiado el aspecto de la capital y el sentido de nuestras vidas.

En medio de toda esta confusión, sólo una cosa la señora Polimnia entendìa: de año en año, incluso de mes a mes, a medida que su casa aumentaba de valor, se sentìa cada vez más segura de sí misma.

Una vez más la visita Padre Yervasios no tendrá ningún resultado satisfactorio. La cuestión se mantendrá en espera y la Sra. Polimnia pretenderá tambalearse al borde de una decisión y esperar por la próxima oferta de la empresa.

Y, el padre Yervasios, que se ha comprometido como intermediario, una vez más irà a decirle a la empresa que "la chica es un hueso duro de roer".

6

En este pequeño país nuestro en palabras del verdadero Papadiamantis es un: "Pequeña la aldea, grande su mal." Aunque esto no sea la regla general, hay entre muchas personas aquí una inexplicable maldad, una inexplicable envidia de sus vecinos.

Quizás porque vivimos muy cerca, unos de otros –y las paredes de nuestras casas son de cristal– que perdemos tanto tiempo espiando a los demás tras de las persianas, perseguiendo las pequeñas rivalidades de nuestros corazones que ya empienzan a pudrirse.

No pocas veces, además, el siguiente cuento árabe resulta ser cierto.

Había una vez un buen musulmán. Y una noche de muchas allí se le apareció un ángel enviado a decirle:

–Allah ha visto su piedad, y para recompensarlo le dará todo lo que pida. Pero le dará el doble a su vecino.

El hombre se hallaba en una difìcil posición. ¿Qué le iba a pedir? Y què posible valor podría tener cualquier regalo de Dios si su vecino adquirìa el doble.

Cayó de rodillas y le pidió al ángel que le diera hasta la noche siguiente para pensarolo. Y el Ángel accedió.

El buen musulmàn pensó y pensó de nuevo y a la noche siguiente ya estaba listo. Cuando apareció el Ángel, se inclinó ante él y le dijo:

–Mi respuesta a Dios es que él debe apagar uno de mis ojos.

7

 

De todas las buenas palabras que el líder del partido, dirigido a su público, a los que habían hecho una impresión especial sobre Leonis figuraba la frase "mi indomable pueblo".

El discurso duró hora y media. Y durante todo ese tiempo Leonis habían visto, como magnetizado por los fuegos artificiales brillantes que brotaban de la boca del orador y flotaban en el aire, brillando, en el parpadeo de palabras sobre el progreso y la prosperidad y "las demandas del pueblo", es decir, para cada miembro del partido, Leonis incluido, por supuesto.

De vez en cuando el orador echaba la cabeza hacia atrás, los ojos desorbitados, el rugido más fuerte, ducho con su público en epítetos halagadores hicieron que Leonis se sintiera importante. E indomable.

Así le dejó la sensación de encuentro: muy satisfecho de sí mismo. Todo parecía sonreírle: el mediodía brillante de la primavera, los escaparates llenos, la gente que camina a lo largo con un humor festivo, el pensamiento del asado del domingo esperándolo en casa.

¿Y por qué no habría de sonreír? A su tienda le estaba yendo bien, y el precio de la tierra en su área iba en aumento. Y dado que era una persona de importancia en el comercio local, el líder del partido le consideraba una figura clave y nada le negaba.

8

La lluvia continuó durante enero. El pueblo estaba hasta las rodillas en barro. Y entonces el cielo se despejó y en los campos bien regados creció el verde de extremo a extremo.

El único árbol en el patio, un almendro que se inclinó con la edad antes de tiempo, logró en unas pocas ramas vivas que le quedaban, soltar unos brotes dispersos que tenìan dentro todo el mensaje de la otra siguiente primavera.

El viejo Kosmas apareciò en la puerta, miró hacia el cielo brillante, a los campos soleados y, apoyado en su bastón, se dirigió a la puerta con aquel paso de arrastre suyo. En el mismo momento el tractor de Nikolis apareció alrededor de la curva creando una fila infernal. Kosmas se detuvo en seco y esperò a que pasara. Cuando Nikolis llegó a la puerta, detuvo el tractor sin apagar el motor. Kosmas sintió cierta sorpresa cuando vio a Nikolis sentado allá arriba, en su tractor, ponerse una gorra de color caqui con el pico ancho: era como si fuera parte de la máquina.

–Buenos días, vecino, –gritó Nikolis lo más fuerte que pudo, para ser escuchado por encima del ruido que el motor estaba haciendo.

–Buenos días–, respondió Kosmas miserablemente–.

–Parece un buen año, eh! –dijo Nikolis apuntando a los campos.

–Si Dios quiere–, dijo Kosmas–, aunque molesto por algo, volvió a entrar en su patio.

Se volvió lentamente a la esquina del patio, donde habìa un viejo carro de dos ruedas, descapotable, podrido, con sus ruedas hundidas en el barro. Se quedó mirándolo, sintiendo una mezcla de bienestar en la promesa de los campos verdes y de amargura por el hecho de que él no tendría ninguna participación en la cosecha. Sus campos estaban en otras manos. Y Kosmas, que había sido agricultor durante tanto tiempo, uno de los mejores en el pueblo, podía esperar más que la renta ahora.

–Por lo menos yo no dejé que me persuadiera de venderlo... Él va a pagar la deuda de un día.

Estaba hablando de su hijo, que había logrado convencer al padre de hipotecar la finca; y había tomado el dinero y se habìa ido a Nicosia. Era un hombre de negocios ahora, eso es lo más lejos Kosmas podía distinguir, un caballero que siempre está ocupado con una cosa u otra, siempre de prisa, que habla mucho, que lleva tratos con gente importante y, al parecer, hace mucho dinero, a juzgar por el hecho de que se la pasa tan descuidadamente.

Kosmas no culpa a su hijo. De hecho, a veces se admiraba. Pero, por otro lado, por mostrar tanta indiferencia hacia su tierra, Kosmas no podía entenderlo.

En ese estado de confusión mental, vio el cabriolet recuperar su belleza original. Oh, si pudiera aprovechar a su yegua de nuevo, la vieja rucia Gris, y la dejó ir tropezando al trote con esa luz al lado de ella, llevándolo de vuelta como en los viejos tiempos.

Volvió sus ojos oscuros en la dirección de la calle principal –mira, ahí va su cabriolet, volando a lo largo de... Pero de repente el panorama cambió y, en lugar de su cabriolet, vio que el autobús del pueblo que se llevaba a los trabajadores a la ciudad, y detrás de él otro autobús y detrás otros varios coches.

–¿Cómo podemos ir, Rucia Gris? Los coches nos van a tumbar, –se dijo Kosmas a sí mismo con aquella sonrisa amarga.

9

En su camino a la exposición, pensaba sobre el artista muerto. Él y unos amigos y admiradores del verdadero artista, habían llegado con la idea de una exposición donde se había hecho todo lo posible por reunir suficientes cuadros para mostrarle al público la naturaleza de su innovadora contribución al arte.

La noche anterior había estado presente en la inauguración del Ministro. Había sido un evento social adornado con elogios adecuados, pero aun había parecido irrelevante para su propósito en la organización de la feria.

–Por supuesto, –dijo, la apertura no tiene nada que ver con la realidad, es sólo una formalidad aceptada, un mal necesario–. Y se decidió a pagarle al programa otra visita, hoy.

Tan pronto como estuvo en la galería, sintió el ambiente que esperaba.

Estaba en una mezcla de placer y de recuerdos estéticos, y se hizo inconsciente a todo lo demás –hasta que se dio cuenta que no había un alma en toda la galería. Su buen humor lo abandonó de inmediato, dando lugar a una amarga sensación de desolación.

Como era su costumbre cuando estaba deprimido, comenzó a caminar por las calles de la ciudad durante horas, sin rumbo; después a los suburbios hasta que, sin darse cuenta, se encontró en la Colina del Arcángel.

Caminó hasta el borde mismo del precipicio y permaneciò allí.

Debajo suyo se extendió un modelo de grandes jardines con árboles frutales y más allá, al fondo, una magnífica vista de los rayos oblicuos del sol de la tarde: la ciudad.

Quedose mirando los jardines de frutas. Las apretadas filas de árboles formando una imagen de orden y armonía que tuvo su efecto en él. Su mente se sentía más tranquila. Fue entonces cuando se dio cuenta de uqe una, dos, tres e incluso más cometas volaban sobre la ciudad. Pensó en los niños, al otro extremo de la cuerda con la mente volando por encima de ellos en el aire.

–Todavía hay esperanza, –dijo. Y se sintió como Anteo iba sintiendo que tocaba a la Madre Tierra.

10

Cuando el buscador de lo ideal se dio cuenta de què se trataba se encontrò que no estaba ni entre sus amigos ni entre sus opositores. Y se encerró en sí mismo.

En un primer momento se encontró con un placer enfermizo en su desilusión, su soledad representaba ante sí mismo como una especie de singularidad. ¿Por cuánto tiempo? Comenzó a sentirse cansado, a perder el sentimiento de lo justo, de hombre justo acongojado que le adormeciera de noche.

Empezó a mentir despierto durante horas, preocupado por una nostalgia subyacente y, de vez en cuando, sumido en un estado entre el sueño y la vigilia, experimentando momentos de pesadilla.

...Como si estuviera caminando por la playa en algún lugar de la isla. La inmensidad del mar brillaba en los primeros rayos del sol. Los campos ondulados pacíficamente a los pies de las montañas yacìan en el tenue frío que la mañana arrastra. Por encima, la masa verde de la montaña se elevaba en el aire.

Y pensar que toda esta belleza que lo sojuzgaba ya no estaba accesible. Sólo podía sentir a su alrededor la presencia deseable e indeseable de las personas, extendiendo la mano de la amistad y, al mismo tiempo, dando la espalda a esta. Todo lo que podía sentir era un dolor hueco, una sensación vaga, como si hubiera sido privado de algo, sin la cual la belleza de su isla perdìa todo significado.

Su cuerpo se puso pesado, como el plomo. Sus pies se hundían cada vez más en la sustancia espesa que, de alguna manera inexplicable, era a la vez la arena mojada y su propio ser. Hasta que, al final, no pudo liberarse más y se quedó allí con sus raíces, lagrimeo desmarcarse entre la realidad que veía con sus ojos y el mundo imaginario dentro de él.

Sin embargo, al llegar, regresó a la obstinación de su voluntad independiente, a evitar ver el significado de los sueños –pese a que se dio cuenta de que iba a hacerlo sufrir sin esperanzas de redención.

11
No sé lo que me hizo pensar que en las montañas boscosas que encontraría refugio del ruido y el aire viciado que nos ahoga en las ciudades.

Puede que haya sido la necesidad de una esperanza.

Pero cuando me encontré allí un domingo y traté de volver sobre mis viejas canciones, me sentí desilusionado. Me senté a un lado de la carretera y sonreì con amargura a mi esperanza inocente, mientras observaba la multitud de la que dichosa, adornada con sus coches como salvajes adornados con cuentas y plumas, perseguìa su propia cola como si estuvieran en una enorme prisa por llegar a algùn sitio, que asfixiaba tanto a los pinos como a mi espíritu con polvo.

Un momento en que el "chuck chuck" de una perdiz se oía desde el fondo de un barranco, parecía como un grito de desesperación proveniente de las entrañas de la montaña. Un instante después un entrenador, lleno de voces jóvenes y canciones, apareció alrededor de la curva. Subiò y se detuvo a mi lado en la cima de la quebrada junto a una multitud ruidosa y colorida de adolescentes y niñas que salieron de ella.

Tal vez la presencia de la juventud fue un soplo de aire fresco, pero me dejó frío y no cambió mi depresión, ni mi estado de ánimo crítico frente a lo que consideraba las afectaciones vacías de la juventud: ropas necias, modales descuidados bastante negativos y nada más.

Estaba a punto de levantarse e irme cuando me di cuenta de Cristina que estaba entre ellos.

Ella me vio también y corrió hacia mí en forma agradable. Se veía preciosa en sus anchos pantalones de colores, la camiseta roja y el cabello castaño, ondeando en el viento. Yo quería mucho a esta niña y sabía que yo era su tío favorito. Pero últimamente mis pensamientos se habían mantenido entre lo que quería para ella siendo ella muy joven para tener su propio punto de vista y la incapacidad mìa de comprender qué era lo que màs quería, ahora que ella con sus propias opiniones no se ocupar de las mías. Era como si estuviera en un banco, en el opuesto, junto con los otros niños de su generación, siguiendo su camino sin ningún significado para mí.

Ella era entusiasta y tenìa prisa.

–Vamos a dar un paseo por el bosque junto a la caída de agua, –dijo, y corrió de nuevo hasta sus amigos.

Sin yo quererlo, me había contagiado un poco su alegría de vivir. Mi estado de ánimo cambió; vi la multitud de jóvenes en dispersión hacer su camino triunfal al bosque, niños y niñas juntos, corriendo alrededor y gritando; algunos en parejas, con los brazos alrededor de los hombros del otro...

A medida que avanzaban en la distancia, Cristina se dio la vuelta y me gritó adiós, agitando su mano derecha en el aire. No se me ocurre por qué, pero aquella onda que me hizo con su mano me hizo pensar en su abuela con quien tenìa algùn parecido, pese a todos los cambios de nombre y demás. Era, como si la sabiduría de la tía Cristaluz, sabiduría que provenìa de su corazón, hubiera volado a través de mi mente como un viento fresco, esparciendo sospechas y temores.

¿Cómo, –reflexioné–, se puede esperar que los niños se sientan obedientemente en la jaula a la que sus padres han aterrizado con toda su complacencia? ¿Cómo se puede esperar que no obedezcan al impulso que los lleva a aplastarse en los bares?

Desde la vertiente opuesta, llegó una vez más el sonido de llamada de la perdiz. Esta vez se trataba de un mensaje de esperanza de una nueva generación rebelde.

__

"Pentadaktylos" (literalmente, "cinco dedos") es la característica más sobresaliente del Rango de Kyrenia, un pico que parece empujar cinco dedos hacia el cielo.

 

Traducido del griego por Jack Gaist 52 REVISTA DE LA DIASPORA HELÉNICA

 

 

VOLVER