Giorgios Vizinos


Giorgios Vizinos

De origen humilde, nació en la villa otomana de Vize. De ahí su apellido. Fue ayudado por Giorgios Zarifis un hombre acaudalado, y por su ayuda estudió primero en Chipre y Atenas y luego en Leipzig donde completó su Doctorado en Psicología, hacia 1881. Entre sus 30 a 36 años vivió duros días en Londres. Fue nombrado lector de filología en la Universidad de Atenas, suplementando su sueldo con lecciones privadas de sicología y lógica en un colegio de niñas. Sufrió innumerables privaciones económicas y le negaron un puesto permanente en la universidad. A raíz de una secreta enfermedad y un amor no correspondido, entró a una institución mental donde murió varios años después. Su obra poética y su narrativa fue poco apreciada en vida, pero tras su muerte, se comenzó a valorarla, buscando elementos autobiográficas en ella. De tal valoración resultó que se le considere hoy el “padre del género del cuento” en Grecia. Es autor de El pecado de mi madre y otros cuentos, más varios poemarios anteriores que publicó.

 

El pecado de mi madre

Giorgios Vyzenos

 

No teníamos otra hermana que Annie. Era la consentida de nuestra pequeña familia, y prácticamente todos la amábamos. Pero de todos, quien más la amaba era mi madre. En la mesa siempre sentaba Annie a su lado y le daba lo mejor que hubiera. Y aunque nos vestía con los vestidos de nuestro difunto padre, a Annie se los compraba nuevos.

Nunca la obligaba a asistir a la escuela; si gustaba, permanecía en casa, algo que a nosotros, jamás nos permitía de manera alguna.

Tales excepciones podían engendrar celos perjudiciales en los niños; incluso en aquellos tan pequeños como mis hermanos  y yo, en el contexto de tiempo cuando suceden estas cosas. Pero téngase en cuenta que en lo más íntimo, sabíamos que mi madre nos daba afecto imparcial e igual a todos. Estábamos seguros de que eran sólo manifestaciones afectuosas externas, cuya benignidad sólo se daba a la chica de nuestro hogar. Y no sólo aceptábamos este especial tratamiento hacia ella, sino que ayudábamos a incrementarlo. Pues Annie, aparte de ser la única hermana, era frágil y enfermiza. Incluso el regalón de la casa, huérfano de padre desde el útero, aquel que tenía  derecho a cosechar del bien maternal más que todos, había cedido su derecho ante su pobre hermana sin vacilar, porque Annie no era arrogante ni exigente en esto.

Por el contrario, se portaba  muy amable con nosotros, y a todos nos amaba. Y, curiosamente, su ternura  hacia nosotros no disminuyó ni con su enfermedad, todo lo contrario. Recuerdo el negro de sus ojos grandes vivaces y sus cejas arqueadas cercanas,  que se veían más oscuras mientras más pálida se notaba su cara. Tenía una cara somnolienta y melancólica, en la que un trazo de felicidad se asomaba cuando estábamos todos reunidos cerca.

Por lo general, solía guardar bajo su almohada la fruta que como medicina le daban las mujeres del vecindario y nos las repartía cuando llegábamos de la escuela. Esto, secretamente, porque siempre enfurecía a nuestra madre que no consentía que nos comiéramos lo que su hija enferma apenas había probado.

Sin embargo, la enfermedad de Annie fue haciéndose peor y la atención de mi madre creció similarmente. Mi madre no había salido de la casa desde que murió mi padre. Porque habiendo enviudado muy joven, se avergonzaba de la libertad que aun en Turquía se daba a la madre de muchos hijos. Pero desde el día en que Annie cayó enferma, echó de lado su modestia. Si alguien había contraído una similar condición, corría a saber cómo se había sanado. Si en algún lugar cierta anciana de viso extraño aparecía o alguien famoso por sus conocimientos de hierbas medicinales, no dudaba en pedirles ayuda. Un entendido, según conocimiento popular, lo sabe todo. Y personas que poseen tales  poderes supernaturales, a veces se esconden tras la apariencia de un pobre caminante.

El gordo barbero vecino, nos visitó por cuenta propia y como si tal fuera su derecho. Era el único médico autorizado en nuestra región. Tan pronto lo vi, corrí para el pulpero porque no se acercaría a la niña enferma sin antes tomarse, cuanto menos, cincuenta tragos de raki.

–Soy un viejo −le dijo con impaciencia a mi madre−, soy un hombre viejo, buena mujer y si no “empino el codo”, que me da cosquilllas, mis ojos no ven bien.

Y no mentía. Mientras más bebía, más fácil parecía discernir cuál de nuestras gallinas en el patio era más gruesa a fin de llevársela cuando se fuera.

Aunque mi madre había dejado de usar de sus medicamentos por buen tiempo, todavía le pagaba regularmente y sin pesar. Primeramente, por no disgustarlo; segundo, porque la consolaba muy a menudo diciéndole que el curso de la enfermedad seguía por buen rumbo y conforme a lo que la ciencia podía esperar a partir de sus recetas. Esto último, por desgracia, era muy cierto. La condición de Annie avanzaba con lentitud de modo imperceptible, siempre hacia lo peor. Y lo prolongado de este mal imperceptible fue transformando a nuestra madre en otra. Como toda enfermedad les era desconocida,  la gente creía que como desorden natural, esta cedería al conocimiento médico rústico del lugar o sino la conducirla a la muerte en poco tiempo. Y tan pronto persistiera o se hiciera crónica, se atribuía a causas sobrenaturales. El enfermo, ubicado en un  lugar maldito, debía cruzar de noche el río en el momento en que las nereidas celebraran sus orgías invisibles o, tal vez, pisar un gato negro, después de todo, no sería otro que el mismo diablo disfrazado.

Mi madre en un principio era más devota y menos supersticiosa; primero porque miraba aquellos diagnósticos con horror y porque se rehusaba a los encantamientos sugeridos por temor al pecado. Ya el sacerdote había recitado los exorcismos del mal sobre la niña enferma, en caso de alguna eventualidad. Pero ahora, había cambiado de parecer. A medida que la condición de debilidad incrementaba, el amor materno triunfaba sobre el temor al pecado y la religión cohabitaba con la superstición. Al lado de la cruz, en los pechos de Annie, ella colgó un amuleto con unas misteriosas palabras árabes. Al agua bendita le seguía la brujería, y tras la oración sacerdotal, los hechizos. Pero todo en vano. La niña seguía peor y nuestra madre paulatinamente irreconocible. Podía decirse que se había olvidado de sus otros hijos.

En cuanto a quién nos alimentaba o nos bañaba o remendaba nuestras ropas, ella siquiera se enteraba. Una anciana de la aldea de Sofidiosa, quien vivía bajo nuestro techo por largos años se ocupaba, según le permitía su edad matusalénica. Hubo tiempos en que no veíamos a nuestra madre por días. Y cuando todos aquellos medios se agotaron y todo remedio intentado, arribamos a nuestro último refugio. Mi madre alzó en brazos la estropeada niña y la cargó hasta la iglesia en cuyo milagroso lugar, con la esperanza de que así sería detenido el mal, nos acomodamos. En la Iglesia, con una vela amarilla, ante los íconos sagrados, la imagen de María y el frío suelo, colocamos a nuestra sola y única hermanita, el dulce objeto de nuestros anhelos.

Todo el mundo decía que estaba poseída por el maligno. Mi madre ya no tenía dudas de ello y hasta la propia enfermita lo percibía. Por tanto, debía permanecer cuarenta días con sus noches en la iglesia, ante el altar, ante la Madre del Salvador, confiada en su misericordia y compasión, a fuer de quedar libre de aquella satánica aflicción que por dentro le consumía, royéndole inmisericorde el tierno árbol de su vida. Cuarenta días y noches. Porque  es terrible el poder de resistencia de los demonios en la invisible batalla de la gracia divina contra ellos. Tras tal periodo, el mal es derrotado y desaparece con toda su desgracia. No faltaron historias en las que el afligido siente en su organismo los retortijones de la final batalla y al enemigo huyendo en forma extraña; sobre todo, en el momento exacto en el que el sacerdote portando la sagrada forma canta el “Con temor.”

Los débiles quedan aplastados bajo el tamaño del tremendo milagro que se ha operado. Mas no hay de qué arrepentirse. Porque si perdieran la vida, al menos ganarían algo más valioso: la salvación de sus almas. La posibilidad de todo esto preocupó profundamente  a mi madre, quien enseguida acomodó a Annie y comenzó a preguntarle solícitamente cómo se sentía. El carácter sagrado del lugar, la vista de las imágenes, la fragancia del incienso tenía al parecer un  favorable efecto a su espíritu melancólico. Luego de unos instantes se animó y comenzó a charlar con nosotros.

–¿Con quién quieres jugar primero –mi madre le preguntó con ternura− con Christakis o con Giorgi?

La enfermita lanzó una mirada de soslayo, expresiva, como si la reprendiera por ser indiferente a nosotros, y contestó lenta y pensativamente:

–¿A cuál de los dos quiero? No quiero a uno sin el otro. Yo quiero a todos mis hermanos.

Mi madre se conmovió de culpa y permaneció en silencio. Luego de un tiempo,  trajo a otro de nuestros hermanos a la iglesia, sólo por aquel primer día. Más tarde, despidió a los demás y se quedó conmigo a su lado. Todavía recuerdo la impresión que causó en mi imaginación infantil aquella noche en la Iglesia. La tenue luz de las lámparas delanteras del iconostasio, solo hacían más asombrosa la oscuridad frente a nosotros como si hasta ese momento hubiéramos estado por completo en la oscuridad.

Cada vez que la flama temblaba me parecía que el santo en el ícono, en la pared contraria, había comenzado a cobrar vida y se movía luchando por librarse de la madera para descender al suelo en sus ropajes rojos y amplios, con el halo en su cabeza y sus vigilantes ojos en aquel rostro pálido e impasible. O cuando el viento frío aullaba  por las ventanas altas, y agitaba ruidosamente sus pequeños vidrios, y yo creía que los muertos, enterrados alrededor de la iglesia, trataban de subir por las paredes y penetrar adentro. Así, paralizado del terror, vi muchas veces frente a mí un esqueleto con sus manos extendidas y descarnadas, listo para calentarlas en el brasero que ardía frente a nosotros.

Y, sin embargo, no me atrevía mostrar la menor aprehensión por amor a mi hermana, considerando un gran honor estar cerca de ella y por mi madre, quien me habría enviado a casa de haber sospechado el más mínimo temor en mí.

Así, durante las noches subsiguientes, mientras sufría aquellos miedos con forzado estoicismo, y llevaba a cabo con presteza  mis obligaciones e intentaba portarme lo más grato posible.

Los fines de semana prendía el fuego, buscaba agua, y barría la iglesia. En días festivos y domingos de madrugada, guiaba a mi hermana de la mano y la ayudaba a estar de pie oyendo lo que el cura leía ante la hermosa puerta. Durante el servicio, esparcía la frazada de lana en la cual la enfermita se acostaba boca abajo para que el sacerdote, portando los sacramentos, pudiera pasar sobre ella. Al finalizar el servicio, traía su almohada frente a la puerta izquierda del santuario interior, de suerte que ella pudiera arrodillarse o el sacerdote poner su mano sobre ella y hacer el signo de la cruz sobre su rostro diciendo: Por tu crucifixión, oh Cristo, la tiranía ha sido destruida, el poder del enemigo aplastado, etc.”

Y en todas estas cosas, mi pobre hermana me seguía con su semblante pálido y melancólico, con sus pasos lentos e inciertos, atrayendo la compasión de los fieles que imploraban con rezos su recuperación que tardaba lamentablemente en llegar. Al contrario, la humedad, el frío y, sí, el horror de aquellas noches en la iglesia, no tardaron en tener su efecto negativo sobre la enfermita, cuyo estado comenzó a inspirarnos lo peor. Mi madre se dio cuenta y comenzó a mostrar notable indiferencia a lo que no estuviera relacionado con la niña directamente. Y no hablaba con nadie excepto con ella y con los santos a quienes rogaba.

Un día, me le acerqué sin que lo notara, mientras ella lloraba de rodillas ante la imagen de Cristo, escuché:

–Llévate al que quieras, –decía, pero déjame mi niña. Veo que es seguro cuanto ha de pasar. Te has acordado de mi pecado y determinaste llevarme un niño de castigo. ¡Gracias, Señor!

Después de varios momentos de profundo silencio, en el que podían oírse sus lágrimas gotear sobre las baldosas, suspiró desde lo más profundo de su corazón y, titubeando un poco, añadió:

–Traje conmigo ante tus pies a dos de mis hijos... ¡Permite que me quede con la niña!

Mientras la oía, un escalofrío helado recorrió mis nervios y mis oídos me zumbaban. No podía oír más aquello. En el momento en que me percaté, mi madre, sobrecogida por una agonía terrible, cayó rendida sobre el mármol del piso, y yo, en vez de correr en su ayuda, me apresuré a salir de la iglesia corriendo frenético y gritando a todo pulmón, como si la muerte misma me estuviera persiguiendo.

Mis dientes castañeaban de pavor y yo corría y continuaba corriendo. Y sin darme cuenta, ya había llegado a considerable distancia de la iglesia. Me detuve entonces a tomar aliento y ver quién venía detrás de mí. Pero no había nadie.

Poco a poco comencé a entrar en razón y me puse a reflexionar.

Reuní todos mis gestos de ternura y cariño hacia mi madre y traté de recordar cuándo la habría ofendido, cuándo la habría desobedecido, pero no recordaba. Al contrario, encontré que desde que nació mi hermanita, no sólo no me había querido como yo deseaba, sino que me había ido dando de codo, cada vez más. Entonces comprendí por qué mi padre se dio a la costumbre de llamarme “el equivocado”. Me sobrecogió un sentido de injusticia y lloré:

–¡Ay!, –decía–, mi madre, no me quiere ni me ama. Jamás volveré a esa iglesia. Regresé a casa triste y deprimido.

Mi madre no tardó en seguirme con la niña. Porque el sacerdote, conmovido por mis gritos, había entrado en la iglesia y al ver la niña enferma, pidió a mi madre que la removiera de allí.

–Dios es grande, hija, –le dijo –y su gracia llega al mundo entero. Si ha de sanar tu hija, lo mismo lo hará en tu propia casa que aquí.

¡Infeliz la madre que aquello escuchaba! Porque eran las razones típicas con que los curas consuelan generalmente a los moribundos, para que no entreguen su espíritu en la iglesia o profanen la santidad del lugar.

Cuando volví a verla de nuevo, estaba tan atribulada como antes. Aun así se comportó muy dulce y gentil conmigo. Me tomó en sus brazos, me arrulló, y me besaba tiernamente, una y otra vez. Yo creí que trataba de compensarme por lo que había dicho. Pero aquella noche no pude comer ni dormir. Yacía en mi cama con los ojos cerrados, y atentos mis oídos a cualquier movimiento de mi madre, quien como siempre, velaba al lado de la enferma. Sería tal vez medianoche cuando empezó a moverse de un lado a otro por el cuarto. Supuse que estaría preparando la cama para acostarse, pero no. Después de un rato, se sentó y en voz queda inició un cántico fúnebre. Era el cántico fúnebre de mi padre. Ella solía cantarlo con frecuencia antes de que Annie enfermara, pero esta era la primera vez que lo escuchaba desde entonces. El canto lo compuso, para el sepelio de mi padre a pedido de ella, un gitano andrajoso quemado del sol, muy conocido en nuestra área por su habilidad para componer tales cánticos. Todavía puedo ver su negro y grasoso cabello, sus pequeños y centelleantes ojos y su peludo pecho desnudo. Se sentó adentro pasando el portón en el patio, rodeado de cachivaches de cobre recogidos para soldar. La cabeza echada a un lado, acompañaba el enlutado canto con los tonos quejumbrosos de su lira de tres cuerdas.

Mi madre estaba frente a él, Annie en sus brazos, escuchando anegada en lágrimas. Yo apegado a su traje, tapando mi rostro con los pliegues de su falda; porque en verdad, pese a lo dulce de la melodía, el rostro del cantor me atemorizaba.

Cuando mi madre se aprendió la luctuosa canción, desató una punta de su velo y de allí sacó dos monedas, −en aquel tiempo teníamos bastante−, y la dio al gitano. Luego le brindó pan y vino más algunas sobras de comida. Y en tanto almorzaba en los bajos, mi madre permanecía en el piso de arriba, repitiendo el canto constantemente para memorizarlo. Debe de haberlo encontrado precioso, pues cuando el gitano estaba por marcharse, corrió tras él para entregarle unos pantalones que habían sido de mi padre.

–¡Dios haya perdonado a tu marido, mujer! –Dijo el bardo sorprendido, cargando sus utensilios de cobre cuando se marchó de nuestro patio.

Este era el canto que mi madre entonaba aquella noche. Lo escuché y dejé correr mis lágrimas en silencio, pero no me atrevía a moverme. ¡De repente, olí fragancia de incienso!

–¡Oh – me dije–, murió nuestra pobre Annie! Y me levanté del colchón. Entonces me encontré ante una escena mucho más extraña.

La pobre niña respiraba pesadamente, como siempre. A su lado, había colocado un traje de hombre, ordenado como si lo fueran a vestir. Y en el taburete cubierto de un paño negro, una palangana llena de agua y dentro dos velas prendidas, una a cada lado. Mi madre de rodillas, echaba el incienso sobre aquellos objetos y observaba muy cuidadosamente la superficie del agua.

Debo haberme puesto amarillo del miedo. Porque cuando me notó, corrió a calmarme.

–No temas, hijo, –dijo misteriosamente – son los vestidos de tu padre. Ven y ruega conmigo a tu padre para que llegue y la sane.

Y me hizo hincarme cerca. Yo grité:

–¡Ven, y llévame, padre, para que Annie se ponga bien! –ahogado en mis sollozos. Y di una mirada lastimera a mi madre, para demostrarle que sabía que oraba para que me muriera en lugar de mi hermana. No me daba cuenta de que con esta acción, −qué tonto yo−, la arrojaba a ella a mayor desesperación. Creo que ella ya me perdonó, pues en ese entonces, era muy joven e incapaz de reconocer cuánto bien había en su corazón.

Luego de profundo silencio, quemó incienso de nuevo sobre aquellos objetos, concentrando su atención en el agua de la palangana y en el taburete. De repente, una pequeña mariposa circuló por encima y tocó ligeramente la superficie de todo aquello. Mi madre se inclinó reverentemente e hizo la señal de la cruz como en la iglesia cuando el cura pasa con los sacramentos.

–¡Persígnate−, hijo mío! −Susurró profundamente conmovida y temerosa de levantar sus ojos.

Obedecí mecánicamente.

Cuando la pequeña mariposa voló al fondo de la habitación, mi madre suspiró con alivio, se levantó y con alegría notable, afirmó:

–¡Esa era el alma de tu padre! –dijo–, mirando con devoción y afecto el vuelo de la mariposa. Luego bebió del agua y me hizo también beber de ella.

Recordé entonces, que en el pasado nos había hecho beber agua de aquella palangana, tan pronto nos levantábamos. Y cuando esto hacía pasaba el día entero alegre y festiva como si disfrutara alguna grande, pero secreta dicha. Tras hacerme beber,  pasó adonde Annie recipiente en mano. La enferma no dormía, pero no estaba totalmente despierta. Sus párpados entreabiertos y sus ojos entrecerrados, miraban a través de las densas pestañas.

Mi madre, con sumo cuidado, levantó el demacrado cuerpo de la niña, mientras sostenía su cabeza en una mano, y con la otra le ofrecía del recipiente humedeciendo sus labios marchitos.

–Ven, mi amor, −decía, toma de esta agua para que sanes.

La paciente no abría los ojos, pero parecía oír su voz y comprendía. Sus labios se abrieron en una sonrisa dulce y agradable. Entonces, sorbió unas gotas de agua que estaban destinadas a curarle, pues enseguida que tragó el agua, abrió los ojos e intentó respirar,  mientras un suspiro se le escapaba y cayó pesadamente sobre el antebrazo de mi madre.

–¡Pobrecita Annie! ¡Ya está libre de todos sus tormentos!

Muchos reprochaban a mi madre que, aunque innumerables mujeres que no eran familia habían llorado sobre el cadáver de mi padre, ella solo virtió lágrimas silenciosas. La pobre mujer lo hacía por temor a ser malentendida y para no sobrepasar los límites de la modestia, pues había quedado viuda muy joven.

No era mucho mayor al morir mi hermana. Pero ahora no le daba el menor pensamiento a cuanto el mundo pensara de sus desgarradores lamentos. Todo el barrio se levantó y vino a consolarla. Mas su dolor era tan increíble como inconsolable.

–Se volverá loca –murmuraban quienes la veían arrodillarse ante las tumbas de mi padre y de mi hermana.

–Los abandonará a su suerte, –decían quienes la encontraban por la calle, –sus otros hijos serán abandonados y quedarán al descuido.

Se necesitó algún tiempo, más amonestaciones y reprimendas de la iglesia, para que entrara en razón y se acordara de sus hijos sobrevivientes; para que retomara de nuevo sus deberes hogareños. Para que se diera cuenta en qué nos habíamos convertido tras la larga enfermedad de nuestra hermana. Todo el dinero del hogar había ido a parar al médico y se había gastado en medicinas. Ella vendió las sábanas de lana, obra de sus propias manos, y muchas alfombras kilimia por pequeñas sumas, o las había regalado en premio de compensación a charlatanes y encantadores. Otras, nos las robaron estos útimos, sacando ventaja de la falta de vigilancia que prevalecía en el hogar. Además, teníamos poco ya de qué vivir, nuestros recursos alimenticios se habían extinguido; pero esto, en lugar de disuadirla la animaba más que antes de Annie enfermarse. Mi madre moderó su pena, o sería mejor decir que lo ocultaba mucho mejor. Logró sobreponerse a su timidez por edad y sexo y, pala en mano, se alquiló como obrera como si nunca hubiera disfrutado de una vida más cómoda e independiente. Por mucho tiempo nos mantuvo mediante el sudor de su frente. Los salarios eran bajos y nuestras necesidades grandes, sin embargo, rehusaba que ninguno de nosotros aliviara su carga trabajando a su lado.

Hacía planes futuros y los examinaba en el hogar día a día. Mi hermano mayor aprendería el oficio de mi padre, a fin de tomar su lugar en la familia. Yo estaba destinado, o al menos eso deseaba, a irme fuera como pasó. Pero primero se hacía necesario aprender de letra, terminar nuestra escuela. Porque, como ella solía decir: “Sin educación, son troncos sin pulir”. Nuestros apuros económicos llegaron al máximo cuando hubo una sequía en todo el país y el precio de los alimentos subió. Pero mi madre, en vez de preocuparse de cómo nos alimentaría, aumentó el número de bocas, tras una larga búsqueda, cuando adoptó una niña ajena. Este hecho, sin duda cambió la monótona y austera vida familiar introduciendo una nueva y abundante viveza.

La ceremonia de adopción tomó aire festivo. Nuestra madre nos vistió con nuestras mejores galas, limpios y bien peinados, y nos condujo a la iglesia como si fuéramos a recibir la comunión. Cuando acabó el servicio, nos detuvimos frente una imagen de Cristo, en medio de una muchedumbre y en presencia de sus verdaderos padres, donde recibió su nueva hija en adopción de manos del cura y prometer para que lo oyeran todos que se comprometía a criarla y amarla como si fuera de su carne carne y su hueso.

La entrada de la niña en casa no fue de menor triunfo y pompa. La mayor de la comunidad y mi madre con la niña, precedían la procesión, luego íbamos nosotros. Nuestros familiares y los de la nueva hermana, nos siguieron hasta el portón de nuestro patio. Afuera, la mayor tomó la niña en manos, la alzó y mostró por unos momentos a todos los presentes. Entonces dijo voz alta:

–¿Quién de ustedes es más pariente o padre o familiar de esta niña que la propia Miguelina y sus críos?

El Padre de la niña, pálido, miraba apesadumbrado. Su esposa, recostada en su hombro, lloraba. Mi madre temblaba de miedo que alguno respondiera “yo” tronchando su alegría. Pero nadie lo hizo. Entonces, los padres la abrazaron por vez última y se marcharon junto a sus otros familiares, mientras los nuestros entraron con la mayor a disfrutar de nuestra hospitalidad.

Desde ese momento, mi madre comenzó a prodigar a nuestra flamante hermana, atenciones que ninguno de nosotros había recibido a esa edad y en tiempos mejores. Mientras tanto yo, poco después, era un triste nostálgico y vagabundo en tierra extraña; mis hermanos dormían por otro lado de aprendices en talleres de algunos artesanos y la niña ajena reinaba en nuestra casa como si fuera la suya propia.

Los irrisorios salarios de mis hermanos podrían haber aliviado a nuestra madre, y por esta razón se lo entregaban, pero en lugar de usar el dinero para el alivio de nuestra carga, lo empleaba para dar a la niña una dote, así que continuó trabajando muy duro como siempre. Yo estaba lejos, muy lejos, y por muchos años ignoraba cuanto acontecía en nuestra casa. Pero antes de que pudiera regresar, la niña ya había sido criada y educada, acumulado dote y finalmente se había casado, tal y como si verdaderamente hubiera sido parte de nuestra familia.

Su matrimonio, deliberadamente apresurado, fue causa de auténtica alegría entre mis hermanos. Los pobres respiraron de alivio al levantárseles aquella sobre carga. Y con razón, porque aquella hija, aparte de que jamás sintió afecto de hermanos hacia ellos, fue bien desagradecida con la mujer que la había cuidado y mostrado el profundo afecto que pocos hijos legítimos suyos disfrutaron. Así, tenían buenas razones para alegrarse y suponían que nuestra madre hubiera ya aprendido su lección.

Imagine su estupefacción cuando, días después de la boda, se presentó en casa con una segunda niña, una bebé en pañales, arrullándola tiernamente en sus brazos

–Pobrecilla – decía inclinándose amorosamente ante su rostro. No era suficiente que hubiera  quedado huérfana en el vientre, sino que muere su madre y la deja tirada por ahí en la calle. Y feliz de la infortunada coincidencia, la exhibía ante mis hermanos mudos de la sorpresa, como botín de su victoria.

La reverencia filial era muy poderosa, y la autoridad de mi madre, inmensa, pero mis pobres hermanos se hallaban tan decepcionados que no dudaron en dejarle saber que mejor sería desistir de sus planes. Pero ella se les mostró muy poco convencida. Entonces, demostraron abiertamente su insatisfacción negándole el manejo de su dinero. Todo en vano.

–No tienen que darme nada, –decía mi madre, –trabajaré y proveeré para ella como lo he hecho con ustedes. Y cuando mi Giorgios regrese del extranjero, él le dará dote y la casará. ¡No lo duden! ¡Me lo prometió! ¡Proveeré para ti y tu niña adoptiva, madre! ¡Sí! Eso es lo que dijo. ¡Dios me lo bendiga!.

Giorgios soy yo. Y sí, había hecho aquella promesa, pero mucho más temprano en el contexto de cuando ella trabajaba para mantener a nuestra primera hermana adoptiva y a todos. Yo la acompañaba durante las vacaciones de escuela, jugando a su lado, mientras ella cavaba o desyerbaba. Un día, suspendimos el trabajo y volvíamos del campo huyendo de un calor insoportable que logró que ella se desmayara. En el camino, cayó un aguacero torrencial de los que caen en nuestra zona, tras haber recibido el caliente hechizo o “calentón” como le dicen nuestros paisanos. No estábamos demasiado lejos de la aldea, pero debíamos cruzar una corriente crecida. Mi madre quiso colocarme sobre sus hombros, pero me rehusé.

–Estás muy débil por el desmayo –le dije –, podrías dejarme caer al río.

Y agarrando mis vestidos, me arrojé a la corriente antes que pudiera aguantarme.

Pero había tenido más confianza de la debida en mi propia fortaleza, porque antes de que pensara en salirme de allí, me fallaron las rodillas y perdí el pie, cayendo en la corriente como cáscara de nuez.

Un grito desgarrador de horror es todo cuanto recuerdo de después de aquello. Fue la voz de mi madre, que se había tirado a la corriente para salvarme. ¿Fue de milagro que yo no causara su ahogamiento o el mío? Cuando dicen que "se lo llevó el río", se trata de alguien que se ahogó cruzando este particular cuerpo de agua... Sin embargo, mi madre, débil como estaba, agotada como iba, y pesada por el agua acumulada en su traje provinciano, no dudó en exponer su vida al peligro, aun cuando se tratara de aquel hijo suyo, el que había ofrecido a Dios a cambio de la primera niña.

Cuando llegó a la casa y me bajé de sus hombros, todavía me encontraba asombrado. Por eso atribuí el percance, no a mi falta de cuidado, sino a la obra de mi madre:

–No trabajes más, mamá, –le dije–, mientras me vestía con ropa seca.

¿Y quién se va a ocupar de nosotros, si no trabajo yo? –preguntó suspirando.

–Yo lo haré, madre, yo–respondí con infantil exhuberancia.

–¿Y nuestra hija adoptiva?

–¡Por ella también!

Mi madre sonrió involuntariamente, debido a la actitud impositiva que asumí. Entonces dio fin a la conversación, diciendo:

–Date alimento a ti primero que ya veremos.

Poco después de esto, partí para el exterior.

Es muy probable que ella no prestara gran atención a mi promesa. Yo, sin embargo, siempre me acordé de su falta de egoísmo al darme una segunda oportunidad en la vida, pues a ella se la debía de primeras. Es por eso que mantuve la promesa en mi corazón y mientras más crecía, más me sentía obligado a cumplirla:

–No llores madre mía, me marcho a ganar dinero, –le dije al partir–. No lo dudes. De ahora en adelante, proveeré para ti y para la niña adoptiva, pero por favor, no quiero que trabajes más, ¿oíste?

Yo no sabía que un chico de diez años no podía mantenerse por sí solo, mucho menos a su madre en la distancia.

Nunca llegué a imaginar las temibles aventuras que me aguardaban, ni cuánta pena causaría por la separación en la que yo creía aliviarle su carga. Por años, no solo no pude enviarle nada, mucho menos carta alguna. Estuvo años recorriendo la calle, preguntando a los transeúntes si me habían visto en algún lado. A veces, alguien le decía que yo estaba en Estambul, en la miseria y que me había hecho turco.

–¡Que se muerdan la lengua quienes dicen tal mentira! – respondía mi madre. ¡Ese de quien hablan no puede ser mi hijo!

Pero luego de un tiempo, temblando de temor, se encerraba en nuestro santuario y oraba a Dios, que me devolviera a la fe de mis padres. Otras, le decían que había naufragado en las costas de Chipre y mendigaba por las calles.

–Que el fuego los ase, –replicaba–, lo dicen por celos. Mi hijo ya debe haber hecho una fortuna y debe haberse ido en peregrinación al Santo Sepulcro.

Pero después, salía a la calle a interrogar a los mendigos viajantes o a dirigirse adonde hubiera algún rumor sobre náufragos, en la esperanza de encontrar en él a su hijo para entregarle sus pocos ahorros, como ocurrió cuando los recibí de manos ajenas. Sin embargo, cuando la interrogan mis hermanos sobre la niña adoptiva, se olvidaba de todo y los amenazaba diciéndoles que, en cuanto yo regresara del extranjero, los avergonzaría con mi generosidad dando a la niña su dote y casándola con ceremonia y pompa.

–¿Eh, y ahora qué dicen? ¡Mi hijo me lo  prometió! ¡Bendito sea!

Afortunadamente aquellas malas noticias sobre mí no eran ciertas. Y cuando tras larga ausencia regresé a casa, estuve en condiciones de cumplirle mi promesa, al menos con mi madre que era tan frugal. En cuanto a la hija adoptiva, no me vio tan dispuesto como esperaba. Por el contrario, no bien recién llegado, le expresé mis objeciones a que permaneciera viviendo entre nosotros, ante su asombro. Aunque en verdad, no me oponía a la debilidad de mi madre, es más, encontraba su parcialidad con las niñas cónsona con mis propios sentimientos y deseos.

No había nada que más deseara a mi regreso que encontrar en la casa una hermanita cuyo alegre rostro, y atenciones amorosas, alejaran de mi corazón y mi memoria, el aislamiento y la melancolía sufridas en tierra extranjera. A cambio, yo habría estado dispuesto a contarle las maravillas de las tierras extranjeras, mis vagabundeos y mis logros; incluso habría estado propenso a complacerla en cuanto deseara: bailes,  fiestas, incluso le habría dado una dote y, finalmente, bailaría en su boda.

Pero yo imaginaba una hermana bella, amable, inteligente, educada, cultivada y diestra en manualidades; en suma, dotada de las virtudes que conocí en las muchachas de los lugares por donde anduve entonces. Y en lugar de eso, ¿qué encntré? Lo contrario. Mi hermana adoptiva era baja de estatura, fea y demacrada, de mala disposición, mal formada y, sobre todo, lenta de mente, con poco ingenio;  me inspiró antipatía desde el principio.

–Devuelve a Katerina, –le dije un día a mi madre. ¡Devuélvela si me amas! ¡Esta vez te hablo sinceramente! ¡Te traeré otra hija de la ciudad! Una bien formada, inteligente, que sea un día adorno de nuestra casa.

De inmediato describí con vivos colores cómo sería la huérfana que le traería, y cómo la amaría. Al levantar mis ojos, ella me sorprendió con gruesas y silenciosas lágrimas que corrían por sus mejillas pálidas, entrecerrando sus ojos en los que expresaba una indecible pena.

–¡Oh! –me dijo con desesperación–. ¡Pensé que amarías a Katerina, más que los otros, pero, me he engañado! ¡Ellos no quieren ninguna hermana, pero tú quieres otra! ¿Y qué culpa tiene la pobrecita si Dios la hizo como es? Si hubieras tenido una hermana carnal estúpida y fea, ¿podrías cambiarla por una lista y bella?

–¡No, mamá! ¡Por supuesto que no! –respondí. Pero aun así sería hija tuya como lo soy yo. En cambio esta nada tuyo es, es una total extraña para todos.

–¡No! –dijo mi madre sollozando, ¡no! ¡La niña no es una extraña! ¡Es mía! La tomé de los brazos de su madre muerta, de solo tres meses de vida, cuando lloraba, le di mi seno para engañarla; la vestí de pañales y la arrullé en tu cuna. ¡Es mi hija y tú eres su hermano!

Después de esas palabras, levantó la cabeza majestuosa e imponente, de modo desafiante, en espera de mi respuesta. No me atreví a pronunciar palabra. Entonces bajó de nuevo los ojos y en voz débil, tristemente afirmó:

–¡Qué se le va hacer! Yo anhelaba que ella fuera mejor, pero mi pecado, verás, que no me ha sido condonado todavía. Dios la hizo así, poniendo a prueba mi paciencia y a la vez con intención de perdonarme. ¡Gracias,  Señor!

Y mientras esto decía, puso su mano sobre el seno derecho, alzó sus ojos llenos de lágrimas al cielo y se quedó en silencio por unos largos instantes.

–Algo debe pesar en tu corazón, madre, –dije a continuación, con estremecimiento: ¡No te enojes! Y agarrando su fría mano, la besé para apaciguarla.

–¡Sí! –dijo con decisión. ¡Algo pesa aquí, demasiado pesado, hijo mío! Hasta ahora, solo Dios y mi confesor lo han sabido. Pero ya eres un hombre educado; a veces hablas como mi director espiritual o tal vez mejor. Levántate, cierre esa puerta y ven a sentarte que te hablaré de eso, tal vez me dé algún consuelo; acaso tú me compadezcas; quizás logres entonces querer a Katerina como si fuera hermana tuya.

Estas razones y la forma en que lo decía, me dejaron descorazonado, presa de una gran confusión. ¿Qué era lo que mi madre deseaba confiarme pero no a mis otros hermanos? Ella me había contado todos sus infortunios durante  mi ausencia. Su vida previa la sabía como un cuento de hadas. Entonces, ¿qué ocultaba que no se atrevía a confesar a nadie sino a Dios y a su confesor? Cuando regresé a sentarme cerca, mis rodillas temblaban de un miedo vago y poderoso. Mi madre colgó su cabeza, como un convicto delante de un juez a quien está a punto de confesar sus terribles crímenes.

–¿Recuerdas tu hermana Annie? –preguntó tras momentos de silencio aplastante.

–¡Sí, madre! ¡Cómo no la iba a recordar! ¡Fue nuestra única hermana, murió frente a mis ojos!

–¡Sí! –dijo en un profundo suspiro –, ¡pero no fue mi única hija! Tú eres cuatro años menor que Cristakis. Un año después de él, nació mi primera hija.

“Fue para el tiempo en que Fotis Milonas planeaba casarse. Tu difunto padre quiso dilatar su matrimonio hasta que yo hubiera terminado mi cuarentena para ir juntos a la ceremonia. Él también quería llevarme ante todos y que disfrutara como mujer casada, dado que tu abuela no me había permitido disfrutar cuando niña. La boda se celebró de mañana, y en la tarde los huéspedes se reunieron en casa. Tocaban violines y la gente comía en el patio, la garrafa de vino pasaba de mano en mano. Tu difunto padre se divertía, y alegre me tiró el pañuelo para que me levantara a bailar. Al verlo bailar, abrí mi corazón a él y siendo como era tan joven, quise también bailar. Y bailamos, todos bailamos de talones, pero nosotros bailamos por más tiempo y mejor. A la medianoche, llamé a tu padre aparte y le dije:

–Tengo conmigo una bebé de cuna y no puedo quedarme más tiempo. Debe de estar hambrienta; mi seno está lleno, ¡cómo lactarla en esta muchedumbre con mi mejor vestido! Quédate, si quieres disfrutar más. Me llevo la bebé a casa.

–¡Oh, muy bien, querida mujer! –dijo quien descanse en paz– y me dio una palmadita en el hombro. Ven a bailar este último baile conmigo, y luego ambos nos marchamos. Además, el vino ya se me sube a la cabeza, necesito una excusa para irme.

Después de bailar la pieza nos fuimos. El novio mandó a los músicos para que nos escoltaran hasta la mitad del camino. Pero aún faltaba mucho para llegar a casa, pues la boda había sido en Karsimachala. El siervo se fue adelante con la linterna. Tu padre llevaba la niña y a mí, igualmente, me llevaba de mano.

–¡Veo que estás cansada, mujer!

–Sí, Miguel, lo estoy.

–¡Vamos, un poquito más esfuerzo hasta que lleguemos! Yo haré la cama. Siento haberte hecho bailar tanto.

–Está bien, hombre, –le dije. Lo hice por ti. Mañana descansaré.

“Cambié y lacté a la bebé mientras él preparaba la cama. Christaki dormía junto a Venetia, a quien había dejado vigilándolo. Poco después nos fuimos a dormir también. Entre sueño escuché llorar la niña. ¡Pobrecita!–pensé. No se lactó lo suficiente. Y me doble sobre su cuna para atenderla. Pero estaba muy cansada y no podía sostenerme. Así que la tomé y la puse cerca de mí en el colchón y le puse el pezón en su boca. En ese instante, me sobrecogió el sueño de nuevo.

"No sé cuanto tiempo pasó hasta la madrugada. Tan pronto sentí que amaneció, pensé devolverla a su cuna. Pero al ir a levantarla, ¿qué noto? ¡Estaba inmóvil!

“Desperté a tu padre. Le quité los pañales, la calentamos, frotamos su naricita, ¡y nada!

–¡Sofocaste al bebé, mujer! –dijo tu padre rompiéndose en llanto. Yo igual empecé a llorar y a gritar a todo pulmón. Tu padre puso su mano sobre mi boca diciéndome:

–¡Calla, por qué gritas, burra! –Eso me dijo–, que Dios lo perdone. Llevábamos tres años de casados y nunca me había dicho algo semejante. Pero lo hizo en aquel instante: Para qué lloras, ¿quieres despertar el vecindario a fin de que conozcan que te emborrachaste y sofocaste tu propia hija?

“Tenía razón. ¡Sea bendito el polvo que lo cubre! Porque de haberse enterado la gente hubiera tenido que abrir la tierra y meterme adentro de pura vergüenza.

"Pero, ¡qué se le va hacer! Pecado es pecado. Cuando enterramos a la niña y regresamos de la iglesia, empezó el lamento grande. Ya no lloraba en secreto. Usted es joven, –me decían–, ya tendrán otros. Pero el tiempo pasaba y Dios no me daba ninguno. ¡Es eso! ¡Dios me castiga por no ser digna de proteger la niña que me dio! Y me sentía mal frente a todo el mundo y temía a tu padre porque todo aquel año pretendió no estar triste para darme consuelo y valor. Más tarde comenzó a volverse silencioso y pensativo. Tres años pasaron sin que pudiera comer con algún disfrute ninguna comida. Pero luego de esos años, tú naciste. Di muchas gracias a Dios e hice mis ofrendas.

"Cuando llegaste mi corazón volvió a su sitio. Pero no hallaba paz. Tu padre quería que fueras niña y un día me lo dejó saber:

–Es también bienvenido, Despinio, pero yo quería que fuera una niña.

"Cuando tu abuela visitó el Santo Sepulcro, yo envié doce camisas y tres monedas de oro para que me trajera un perdón por escrito. ¡Y adivina! Ese mismo mes cuando la abuela regresó con el perdón, quedé encinta de Annie.

"Cada cierto tiempo llamaba a la comadrona:

–Venga acá, Madama, ¿es una niña?

–Sí, hija, –decía la comadrona – ¿no ves? Es niña. No cabes ya en tu ropa.

"Y yo me enternecía de felicidad.

"Cuando nació y resultó ser niña, mi alma me volvió al cuerpo. La llamamos Annie igual que la hija muerta. Así no faltaba ya nadie en casa.

–¡Gracias Dios mío!, –decía día y noche –. ¡Gracias porque has levantado mi vergüenza y has limpiado mi pecado!

"Annie fue la niña de nuestros ojos. Tú te pusiste celoso y casi morías de envidia. Tu padre te llamaba “el equivocado” porque te había destetado demasiado temprano y me recriminaba que yo te hubiera abandonado. Me oprimía el corazón verte dejado pero, verás, yo no podía dejar de mano a Annie. Temía a cada instante que algo pudiera ocurrirle. Y tu difunto padre, no importa cuanto me recriminase, tampoco podía imaginar que ni una gota cayera en su cabeza. Pero la niñita, mientras más atenciones recibía, de peor salud se ponía. Uno podría pensar que Dios se había arrepentido de entregárnosla. Ustedes eran de mejillas rosadas, vivos e inquietos. ¡Ella tranquila, suave y enfermiza! Cuando la vi tan pálida, vino a mi mente la muertita, y la idea de que la había matado se apoderó nuevamente de mí. ¡Todo eso hasta el día en que también mi segunda hija murió!

"Quien no haya pasado por este trago amargo no puede comprender. Ya no tenía esperanza de tener otra niña, tu padre había muerto. De no haber habido unos padres que me dieran su hija para criarla, me habría tenido que escapar a las montañas. Cierto es que no resultó ser de buen carácter, pero mientras la tuve y la cuidé, la mimé, sentí que era mía y propia, y así olvidaba a la que perdí, y calmaba un poco mi conciencia. Es por eso que te digo que ahora no me pidas que salga de Katerina, para traer aquí tu buena y hacendosa niña.

–¡No, no, madre! –le grité– incapaz de aguantarme para interrumpirla. Ya no pido nada, después de todo cuanto has dicho; solo te pido que perdones mi falta de corazón. ¡Yo voy a querer a Katerina como si fuera mi propia hermana y nunca diré nada que la desagrade!

–¡Que Cristo y la Virgen María te bendigan! –Dijo mi madre suspirando. Porque, mira, mi corazón siente piedad por la pobre criatura y no quiero que nadie hable mal de ella. ¿Qué voy yo a saber? ¿Sería el destino? ¿Obra de Dios? No importa cuan mala sea o falta de inteligencia, yo asumí esa responsabilidad por ella y eso es suficiente.

"Su confesión me hizo una profunda impresión. Mis ojos se abrieron. Comprendí muchos de los actos de mi madre, que a ratos me habían parecido supersticiosos y  otros, producto de una obsesión. Aquel terrible infortunio había influido la vida entera de mi madre, todo por ser sencilla, virtuosa y temerosa de Dios. Su conciencia del pecado, su necesidad moral de expiación y al mismo tiempo su imposibilidad, ¡qué infierno más horrible y despiadado! ¡Por veinte años largos años, la infortunada mujer había estado atormentada sin lograr controlar las mordidas de su conciencia, ni en días afortunados ni en los desafortunados!

Desde que me enteré de la terrible historia, concentré toda mi atención en tratar de aliviar su corazón, en tratar de insistirle sobre la involuntaria e inevitable naturaleza del pecado en primer lugar y por otro, en la infinita misericordia de Dios  que en su justicia no devuelve mal por mal, sino que juzga conforme a nuestras intenciones. Y hubo un tiempo en que creí que mis esfuerzos no eran en vano. Sin embargo, tras dos años de ausencia, vino a verme a Constantinopla y pensé, qué bueno, poder hacer algo impresionante a su favor.

En aquel tiempo yo era huésped de una de las más distinguidas casas de la ciudad, y me había relacionado con el Patriarca, Joaquín Segundo. Un día, mientras hablaba bajo la tupida sombra del jardín, le relaté la historia de mi madre e imploré su consejo. Su alta posición religiosa de la que estaba investido, bien podría hacer que inspirara a mi madre la creencia de una absolución a su pecado. Aquel anciano de nunca olvidar, apreció mi fervor religioso y me prometió su más sincera cooperación. Así, la llevé a confesarse con su Santidad el Patriarca. La confesión duró bastante tiempo y por los gestos, guiños y palabras suyas, me fue dando a entender que se hallaba obligado a usar toda la fuerza de una retórica simple y comprensible, para llegar a un resultado deseable. Mi alegría era indescriptible. Mi madre se despidió del venerable Patriarca con sincera gratitud y vino de donde él con tanto contentamiento, tan exuberante, como si le hubieran levantado una gran piedra de molino del corazón. Cuando llegamos a la posada, extrajo de su seno una cruz, regalo de su Santidad, y empezó a besarla poco a poco sumiéndose en sus pensamientos.

–Qué buen hombre el patriarca – le dije–. Supongo que ahora te habrá devuelto el corazón a tu pecho.

Mi madre no respondió.

–¿No tienes nada que decirme, madre? –pregunté–, tras titubear un instante.

–¿Qué se supone que diga, hijo mío? –respondió pensativa–. El Patriarca es sabio y santo. Conoce todas las intensiones, y más aún hasta la voluntad de Dios; él perdona los pecados de todo el mundo. Pero, ¿qué puedo decirte? ¡Es un monje! Nunca ha tenido hijos como para saber lo que significa haber matado a uno propio!

Y entonces sus ojos se llenaron de lágrimas, y yo me quedé en silencio.

 

VOLVER