Niebla
Giorgos Ioannou,
De La única herencia, Kedros,
1982
Trad. Alejandro Aguilar
No sé ya que ocurre con la neblina cuando
sigue cayendo espesa o se perdió completamente como
la escarcha sobre las tejas matutinas. Viendo la
escarcha virginal reluciendo por todos lados, decíamos:
Hizo frío en la noche o las verduras se
van a hacer más dulces con la escarcha, vamos a
hacer dolmades.
Cuando llegaba la época de neblina, tenía
siempre mi mente puesta en ella. Día tras día
esperaba que me cubriera y perderme yo, invisible,
en su interior. Me afligía mucho, sin embargo,
cuando caía todos los días, a la hora que era
castigado con los papeles en la oficina. Rogaba que
durara hasta la noche, pero regularmente, alrededor
del mediodía, era dispersada por un sol
especialmente desagradable.
Pero, una vez, cuando despertaba la tarde,
la hora en que decía que iría al cine o a la
cafetería, veía por todos lados, desde la ventana,
la inmensa vista de la niebla, cambiaba
inmediatamente de planes y de rumbos. Levantaba el
cuello de la gabardina, bajaba con seguridad las
escaleras y me iba hacia la playa, sin más rodeos.
La niebla es para que camines en ella. Atraviesas
algo que es más denso que el aire y te sostiene.
Pero también había algo más, niebla sin puerto es
algo incompatible.
La niebla era aún más dulce, cuando se
bordaba en lo más alto aquella lluvia, una lluvia
muy alta en nuestro cielo. Esa que no te moja, pero
te riega solamente para que brote tu cabello la próxima
semana. Y entonces adquirían sentido las luces, los
tranvías y los cláxones. Incluso las casas se volvían
seductoras en la vaporización.
Después llegaba a la cafetería del puerto,
aquél que desde hace años está ya destruido, a
reencontrarme con mis amigos. Y cuando no estaba ahí
-y no estaba nunca ahí- me sentaba horas y esperaba.
Detrás de los vidrios caminaban en fila las sombras
de aquellos, que ahora han muerto. Pegaban su cara
por un momento en el vidrio empañado y otros
entraban (a adentro), mientras otros se dirigían al
este, a la Torre de la Sangra. Aunque nadie me lo señalara,
salía y seguía una sombra, que nunca pude atrapar.
No me acuerdo de dónde venía la niebla,
probablemente bajaba de lo alto. Ahora, siempre,
sale de lo profundo de los sueños. En aquella época
vivíamos cubiertos con un sombrero pesado, que se
tomaba con presión para que se mantuviera bien.
Cae mucha niebla, me vuelvo uno con ella, y
comienzo. Sigo otras sombras nombrándolas. Camino
observando el empedrado; éste en muchas calles y
callejones todavía se conserva. No existe, con
certeza, dentro de las piedras, la hierba fina, que
había brotado entonces. Todo ha sido destruido o
secado. Ninguna muerte es buena. Ay, si fuera verdad
aquello que dicen, que volveremos a encontrar a
todos…
Siguiendo las sombras, entro siempre a la
misma calle. Los árboles y las plantas se cosechan
en la soledad y en la turbiedad. Se vuelven como
castillos enormes. Llego a la arrogante casa
cubierta de yedra y follaje. A pesar de que las
sombras vacilan como si me señalaran, yo no me
acerco al portón. Me imagino que sólo alguna cara
querida me convencerá alguna vez a pasar.
Me voy y me vuelvo a perder entre los tranvías,
las luces y el movimiento. Mi mente está pegada a
la niebla y a todo lo que vi dentro de ella.
Intentando olvidarme, camino mucho las noches
aniebladas. Siento algún alivio con el caminar. Los
grandes castigos se filtran poco a poco en el cuerpo
y se canalizan de los pies al piso húmedo.
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