Emanuel Roidis

Emmanuil Roídis o Emmanuel Roídis (en griego Εμμανουήλ Ροΐδης; Hermúpolis, 1836 - Atenas, 1904) fue una de las grandes figuras literarias del siglo XIX griego. Miembro de una familia acomodada, viajó por toda Europa y adquirió una cultura cosmopolita y liberal. Es el típico griego europeizado del siglo XIX, enciclopedista, libre de los prejuicios de su época, amante del progreso al tiempo que conservador. Su singularidad estriba sobre todo en su posición de contestatario inconformista cultural, nihilista y escéptico, muy en la línea de los intelectuales europeos contemporáneos suyos, situados en un permanente estado de refutación y duda, para los que la palabra “escribir” significa “oponerse”. Roídis es el prosista más importante y original de la lengua griega moderna. Por su aguda capacidad de observación y crítica, resulta un personaje atípico en la Grecia de su tiempo y precisamente por ello consiguió gozar de enorme popularidad. Su obra de más éxito, la que más se tradujo a otras lenguas y más impacto causó fue su primera producción literaria –escrita en 1866, cuando tenía treinta años- La Papisa Juana, un estudio de la Edad Media, en la que basándose en su erudito conocimiento de los textos medievales, narra la supuesta existencia de la mujer Papa que ocupó la silla de San Pedro en Roma en el siglo IX. Roídis fue también un gran ensayista. En sus artículos periodísticos y ensayos, mediante la ironía y la crítica demoledora en ocasiones, se propone remover el conformismo y la autocomplacencia de sus compatriotas. Entre sus obras se destacan Relatos de Siros junto a Recuerdos y reflexiones (Selección de Relatos con traducción de Carmen Vilela Gallego). 

Emannuel Roidis

Las tribulaciones de un marido sirio

Me da vergüenza confesarlo. Van ocho meses desde la boda y todavía sigo enamorado de mi mujer, aunque la principal razón por la que me casé fue porque mi condición de amante no era exactamente de mi agrado. No creo que ninguna otra enfermedad sea tan tortuosa. No tenía apetito ni ánimo, incluso ni disposición para el trabajo o para la diversión. Fuera de Cristina, todo lo demás me parecía insípido, sin sal, desabrido y aburrido. Recuerdo que un día en el hotel, hice reír a todo el mundo, cuando me quejé de que el atún salado estaba soso, aunque bonito. Mis familiares no querían esta unión porque ella no tenía nada y en cuanto a mí, mi patrimonio era mi casa paterna, tres mil dracmas de ingreso provenientes de dos almacenes y un puesto de ciento sesenta dracmas. Entonces, ¿cómo sería posible que viviéramos con eso?, puesto que la joven carente de dote, era hija única, además tan mimada que gustaba de diversiones, adornos y bailes.

Todo cuanto me advirtieron resultó como me decían. Ni siquiera podía alegar que me había cegado la pasión. No hay otro individuo más positivo que yo. Otros enamorados imaginan el tan inmenso placer de poseer a su amada que, sin miedo al engaño, lo compran al costo que sea. Yo no era romántico. No soñaba con algo particular. Solo esperaba que las cosas regresaran a la normalidad que había antes de enamorarme. Evocaba aquel bendito estado como el enfermo que recuerda el tiempo cuando estuvo sano. Quería a Cristina sólo para el disfrute, para llenarme, aburrirme de ella y comenzar entonces, como antes, a comer, a dormir e ir de paseo, a jugar cartas al club. Aun así, no me habría decidido a casarme, si fuera por un anciano tío al que creíamos indigente, viéndole vestirse a diario como Diógenes, no hubiera muerto en esos días como resultado de privaciones y miserias. Habiendo sufrido de una dolencia del pecho, me había pedido cien dracmas para médicos y medicinas. Pero en lugar de tratarse tal fin, prefirió añadirlos a otros cincuenta mil que había escondido en el colchón de paja en el que lo encontraron muerto una mañana. Su desgracia me hizo reflexionar sobre cuan absurdo era todavía seguir atormentándome por mi falta de sueño y apetito, dado que tenía los medios para sanarme. Me casé con Cristina y me dieron los que uno pasa por la quinina n 'librarse de la fiebre.

Aunque yo era un paciente impaciente, me sentía por una común superstición y nuestro obispo Likouros, de esperar a finales de mayo hasta casarme. Inmediatamente después de la boda nos fuimos a Zian de luna de miel. Allí puedo decir que pasé días de mucha felicidad. Puede que diga lo que allí vi aquel día: La isla era exuberante, nuestra casa veraniega cómoda, la comida excelente, el clima agradable y Cristina aun más amable. Lo que me hizo preferirla por sobre otras chicas es su carencia de los defectos virginales, que repudiaba en otras chicas. Ni era delgada ni anémica o vergonzante, ni tampoco tan joven. Creo que algo mayorcita para mí. De veinte a veintiocho años de edad, morena, alta, amplios hombros, pecho protuberante, fuego en la mirada, elegante y vestida de manera formal. Para que todos esos méritos no suenen increíbles, es suficiente añadir que era de Esmirna.

Nos quedamos en Kea todo el verano y mi recuperación obraba prodigiosamente. Creo haber descubierto el dicho de Bismarck "Bienaventurados los que celebran", antes que él. Los sentimentales ven como un defecto de dicha ocupación y el matrimonio como la tumba del amor. Pero yo no podía tener tal queja puesto que yo me había casado con intención de enterrar el amor, no con deseo de placeres extraordinarios, sino para lograr cierta estabilidad y paz. Y cada día iba teniendo más éxito en mi interés pacifista. De mañana nos bañábamos en el mar; de tarde íbamos de paseos o en excursiones por barco. Volviendo exhausto, comía como lobo y habiendo dicho a Cristina cuanto había que decir dormía como un lirón hasta por la mañana. Ya no tenía sueños, excepto uno que interpretaba como un síntoma de mi convalecencia. La noche era cálida y habíamos ido al balcón por un poco de aire fresco después de cena. No recuerdo ninguna otra luna llena más brillante, ni un mar tan centelleante ni mejores aromas provenientes del bosque y los jardines. Cristina era de lo más encantadora con su vestido blanco suelto o peignoir como se le decía, en el que su cabello desatado colgaba hasta sus rodillas como un refluyentes y negro río.

Ella miraba los susurros del mar, tarareando la cavatina de entonces "Hernani, Hernani, ven y ráptame", cuando de repente, con modestia, tiende sus oídos al canto del ruiseñor en el jardín vecino. Todas estas cosas eran ciertamente poéticas, pero a la cena había comido demasiado atún, de difícil digestión, que bajé con dos o tres vasos del vino dulce de Kea. Me sobrecogió el sueño y entonces... a soñar, no con cánticos de ruiseñor ni negros bucles trenzados ni plenilunios, sino que me encontraba en Siria en el club, y que le ganaba tres manos en ristra a Aluisio Katzaiti, un experto jugador de piquet. Luego de tal sueño, y otro de tres enfermedades de transmisión sexual, en orden. Sería injusto no reconocer que estaba completamente curado. La siguiente semana regresamos a Siria, luego de cuatro meses en Kea, y tras haber recuperado mi anterior tranquilidad y haber ganado toda mi prosa y dos kilos más de peso como corroboré tras pesarme en casa de aduanas al desembarcar.

Me habría reído ciertamente entonces, si alguien me hubiera predicho que después de un tiempo estaría más infeliz y más enamorado que antes de mi boda. La primera causa de la recaída fue un baile, dado por el Sr. Alcalde en honor de un visitante ministro de la Marina que era también su huésped. El baile había sido anunciado tan prematura e inesperadamente que las mujeres de Siria tuvieron poco tiempo de prepararse. Se pusieron en un estado de notable agitación. Durante tres días Cristina corrió a las tiendas comerciales, y al cuarto toda la casa se había convertido en un taller de costura. Había piezas de tela, lino, accesorios sostenes y zapatos que probar por dondequiera. Yo no podía encontrar dónde sentarme. Por la tarde tenía que esperar hasta las nueve o aun más tarde para que la costurera despejara la mesa de almuerzo, a fin tomar alguna una ensalada o algún pescado frito. A nuestra única, y enciclopédica sirvienta, le había ordenado que fuera costurera y ya no tenía tiempo de cocinar. Pero sería injusto de mi parte quejarme de esto, ya que el mal era general. En Siria, excepto en Navidad, Pascua y otras fiestas importantes, es hábito ayunar en la víspera de grandes bailes. Lo peor era la incesante preocupación de Cristina y todos aquellos trozos de papel con que se recogía el pelo de noche. Desde el día en que recibimos la maldita invitación, era como si yo no tuviera mujer.

Pese a lo grande que mi disgusto fuera contra toda aquella preparación, debo admitir que Cristina se había acicalado plenamente, con un vestido de larga cola de seda pesada y sobre su cabeza la último reliquia que quedaba del joyero de su madre, una suerte de diadema antigua de rubíes cuyas púrpuras llamas armonizaban admirablemente con el negro color de su pelo. Así adornada me recordaba a la bella Semiramis, a Fedra,  Cleopatra,  Teodora y a otras heroínas que perturbaban mi sueño cuando niño de escuela.

La casa del alcalde era grande, pero mayor era su miedo a pasar por alto el más mínimo líder de su partido fuera un repostero, un desollador, o curtidor, o incluso algún pulpero. Así había muchísima gente presente, y como ocurre siempre en Siria, los bailarines varones excedían a las mujeres a razón de tres a una. Esperaban por pareja a la puerta principal con tarjetas de pedido de baile en sus manos y las seguían por los escalones suplicando alguna pieza. Cuando entramos, al menos quince de ellos se apresuraron a invitar a Cristina, a quien yo admiraba su valor y destreza con que distribuía como pan sagrado miradas y sonrisas a cada pretendiente. Esta situación duró sin interrupciones a lo largo de toda la tarde. Yo fui el único para quien no quedó nada, aunque la aventura del baile la trajera cercana a mí, unas dos o tres veces. Sin ánimo de bailar y atormentado por mis pensamientos, buscaba alguien conocido entre el gentío, cuando la vi pegada a la pared como un tapiz a la Srta. Claritina Galaxidi, una virgen de cuarenta años, a la que apreciaba mucho, no ciertamente por su belleza madura, sino por su bondad, amabilidad, la ingenuidad de sus maneras y su vestido y por su aparente falta de toda pretensión en lo que a conquista y coqueteo se referería. Bailaba, además, lo suficientemente bien, cuando lograba conseguir pareja. Yo estaba en buenos términos con ella, como amigo, nada más que eso, y a ella le complacía conversar conmigo, darme consejos de salud o de economía doméstica, y ocasionalmente enviarme galletitas de semillas de anís con nueces, para que apreciara su arte de repostería. Basando en todo esto, resulta entendible mi sorpresa cuando nen lugar de extenderme su mano como solía, me recibió el “buenas tardes” con una mirada de frialdad, casi hostil.

- No baila usted esta noche. Le dije sin pensar, olvidando que esto no dependía enteramente de su voluntad.

- No, señor.

- ¿Qué extraño?, siendo usted nuestra mejor bailarina.

- Hay otras cosas mucho más extrañas.

- ¿No me ha de decir cuáles?

- Hay ciertos hombres, que, habiendo asegurado una mujer joven por años, parecería imposible que amaran a otra mujer sabia, tranquila, modesta, buena ama de casa, y luego se van y se casan con una botarate, con una persona voluble, una coqueta, una sesihueca que tenía aventuras con todo el mundo y continuó haciéndolo después de casada.

Luego de esto, me vi forzado a concluir que la señorita Claritina no era cuanto parecía, en sus atenciones, consejos y distribución de galletitas. Esta inesperada revelación de pretensiones matrimoniales de la solterona, que podía ser mi madre de haberse casado a tiempo, era a todas luces risible. Pero esa noche, mis nervios estaban de puntas y en lugar de reírme, no encontré que fuera indigno de mí vengarme diciendo: - No recuerdo jamás haber tenido tal conversación con una joven.

La señorita Claritina mordió sus labios volviéndome la espalda. Pero la frase, "igualmente ha hecho con todo el mundo y ha continuado haciendo igual después de su boda" no cesaba de resonar en mis oídos como el silbido de una víbora. La verdad es que Cristina exageraba. Mientras la espiaba, su distribución de sonrisas y miradas no era tan equitativa como pensaba al inicio. Una enorme porción de ella recaía en un joven elegante y rubio más que en otros. El individuo, tras dos piezas con ella, permanecía detrás mientras ella bailaba, y luego retomaba una larga charla durante el intermedio en la pista. Lo extraño era que el hombre me era enteramente desconocido, dado que los habitantes de Ermópulos se conocen como monjes de un convento.

Perplejo estaba cuando vino a sentarse junto a mí, mi viejo amigo Evangelos Chaldupis, el más perverso e inteligente de los sirios, desvergonzado como un mono y más cínico que Diógenes. A fin de evitar las burlas del mundo, había inventado una risa más fuerte que la de todos, con relación a las destacadas e innumerables infidelidades de su última esposa. Había colgado en la pared de su oficina, figuras de Hefesto, de Agamenón, Menelao, Belisario, Enrique IV y la suya propia para estar en compañía de sus "ilustres cofraternos”. A lo largo de aquellos cinco años de vida matrimonial, nunca una queja salió de sus labios, ni un regaño, ni un reproche, ningún señalamiento, sólo ironía, sorna, y sonrisas tan venenosas, que para muchos la cuestión era, si efectivamente la mujer había muerto de cáncer o por lo cáustico de sus insultos. Tras el luto, anunció que ya era de nuevo un soltero elegible. Sin embargo, por precaución, como dijo, dado que su ingenio se había un tanto desgastado en defensa de su honor, había tomado tres resoluciones respecto a la próxima Sra. Haldupis: que fuera fea, estúpida y rica. Tan codiciada tríada de cualificaciones la encontró encarnada en la señorita Panagota Torlutis, una suerte de joven hipopótamo, cuyo volumen había espantado a todos los demás buscadores de fortuna.

El extraño varón tras observarme por un buen rato con molesta persistencia, me preguntó:

- ¿Qué te pasa?, tienes el rostro más sombrío que las montañas de Yuras.

- Nada, -contesté, solo un pequeño dolor de cabeza.

- Y te duele mucho más, porque no me escuchaste cuando te dije que Cristina no te convendría, que tenía demasiada sangre ardiente en sus venas y que se daba un ligero parecido a mi difunta esposa. Veo que su antiguo amigo Carolo Vituris, está a su lado, añadió señalando al rubio mozalbete que no cesaba de hablarle. Parece que que tienen mucho que decirse.

- ¿Su viejo amigo? Pregunté. ¿Y cómo es que le conozco? Es la primera vez que lo veo.

- Por la razón de que escasamente anteayer, regresó de Europa. Cinco años atrás, antes de que te establecieras en Siria, estuvo locamente enamorado de Cristina, a quien no le era posible desposar por faltarle los medios para mantenerla. Su desesperación fue tal que quiso suicidarse y pudo haberlo hecho si mi esposa no hubiera hecho su causa consolarle. Fue, creo, su primer amante. Los cogí in fraganti en el jardín de Koimos, un día, que pasé a visitar a Anika. Mi esposa pronto se aburrió de él porque era excesivamente sentimental. Además parece que él seguía recordando la tuya. Lo enviaron a Francia para que olvidara de ambas y a estudiar farmacia para seguir la carrera de su padre. Pero parece que no tuvo éxito en conseguir una hierba para el olvido. Observa cómo devora a Cristina con los ojos. Mi consejo es que lo vigiles  y no traigas frecuentemente a tu esposa a bailes.

- Seguiré su consejo usted.

- No te olvides que si aparentas celos o si la angustias e intentas restringirla, es seguro que serás tú quien pague los platos rotos.

- ¿Qué debo hacer, entonces?

- Ni yo lo sé. Pero, dado que no seguiste mi consejo, lo más que puedo sugerirte es que sigas mi ejemplo sin importar lo que suceda y no lo tomes a pecho. Piensa que la cosa en sí no tiene importancia. Podrías tal vez colgar en tus paredes las figuras de Agamenón, Hefesto, Menelao...

Me levanté de forma abrupta temiendo no poder resistir la tentación de escupirle la cara al truhán. En ese momento comenzó el cotillón, que pareció interminable. Gracias a Dios que terminó y la gente comenzó a irse. Fui por el abrigo de piel de mi esposa, la empaqué en este e íbamos hacia la puerta cuando nos salieron al paso tres bailarines, alegando que aún faltaba una pieza final y que ella se la había prometido a los tres. Ella no recordaba. La forma más sencilla y habitual de no comprometerse era alegar cansancio y no bailar con ninguno. En su lugar, les propuso sacar suertes. El destino, o tal vez incluso un poco de manipulación, logró que Vituris ganara y mi tormento se prolongó otra hora. Sin embargo hay que admitir que la música de aquel baile final, del director de la orquesta y del violinista Pacifico, era hermosa y de ritmo tan ágil que puso ala a los del alcalde y de otros sirios igualmente respetables. Pasaron vino tibio lo que llevó la vivacidad general a un máximo, yo me sólo me arrimé a un ángulo de la pared para observar los remolinos que daba Cristina en brazos de Carolos. El Chaldupis deseaba volver a acercarse a mí para verter su veneno en mi herida, pero la mirada que le di al respecto fue, al parecer, tan furiosa que creyó prudente darme la espalda. Fuimos los últimos en salir y al entrar en nuestro dormitorio, el reloj marcaba las cinco.

La paradoja de todo esto y lo que me pareció más extraño, fue que a pesar de todo lo que sufrí por lo que me dijera Chaldupis y por el comportamiento de Cristina, en vez de cambiar mis sentimientos, me hicieron amarla más o al menos desearla más que el día en que me casé con ella a fin de cesar de desearla. Aparte de los celos y diez días de abstinencia, lo que contribuía al ardor de mi deseo era el lujo temporal de su decoración interior de ella, el sostén de seda, faldas bordadas, zapatos satinados y el aroma embriagador a iris y aceite de lavanda. Todas estas cosas las adquieren los felices ciudadanos de las grandes ciudades cuando quieren por una centavería, pero para los desafortunados habitantes de Siria son cosas extraordinarias, que no disfrutan sino cuando hay un gran baile, de la misma manera que probamos dulces franceses, pavo relleno y champaña en Navidad y Pascua. Por eso, cuando me acerqué a Cristina, debo aclarar cuán elocuentes eran mis ojos, como describen en la literatura liviana sus autores, y de quienes, reconozco mi error, me burlaba por decir algo semejante. Antes de poder abrir mi boca Cristina respondió a mi mirada:

-Estoy agotada, a punto de desplomarme, chiquillo, déjame tranquila por favor esta noche.

 

Le deseé buenas noches y me fui con el corazón oprimido a mi habitación.

Aclaremos que ella no era culpable de aquel cuarto aparte. Fui yo quien lo impuso, a nuestra vuelta, por ser más aristocrático y en razón de que estaba un poco ya saciado en Kea. A parte de todo, la gente enamorada tiene esta otra peculiaridad: son incapaces de comprender que pueden sentir hambre cuando están saciados, y que pueden sentirse saciados cuando tienen hambre.

A la mañana siguiente todavía estaba dormida cuando salí para mi oficina como a las once a. m. A mi regreso, la encontré sentada al piano alegre y animada.

- Escucha, me dijo, qué agradable es esta pieza. Yo que no puedo tocar nada sin partitura, la oí una vez, y la recuerdo completa.

A medida que hablaba, comenzó a tocar la tres veces maldita melodía del baile de ayer, cuyos tonos me recordaban mi sufrimiento.

- Estoy ligeramente mareado, contesté bruscamente, y me molesta la música. Deja eso para otro momento.

Me miró algo sorprendida, cerró el piano y se recostó cerca de la ventana. Después de un rato, la vi saludar a alguien con suma gracia y amabilidad.

- ¿A quién hablas? Pregunté con toda la indiferencia que pude.

- Con el profesor de baile, el anciano Kouertzin.

Me apresuré a la ventana de la habitación de al lado y de hecho vi al viejo Kouertzin pasar, recostado del brazo del joven Carolos Vituris. ¿Por qué había mencionado únicamente a Kouertzin cuando la mayor parte de sus saludos habrían ido al lado desigual?

Ese año fue extraordinariamente afortunado para los sirios, quienes balanceadas sus cuentas, se hicieron fanáticos del baile por pura alegría. En un solo mes, se dieron once noches de bailes grandes y pequeños. Cristina no hizo otra cosa que prepararse durante todo el día, sentir cansancio toda la noche y descansar al siguiente; yo no hice otra que acompañarla, mantenerme despierto, ser presa de la ansiedad, estar celoso, espiarla, y soñar con Hefesto, Menelao y Vitoris. Este último, paseaba a diario bajo nuestras ventanas, con suma frecuencia. Suerte que las costumbres de la isla no permiten visitas excepto el primer día del año y en el santo del dueño de la casa. Una visita en días laborables sería vista no menos escandalosa que una irrupción en un harem. Prevalecían no obstante, los bailes y las visitas diarias en los barcos y la plaza pública. Aparte de estos casos, en dos o tres ocasiones vi salir a mi esposa de la farmacia Vituris. Pero no podía considerar esto sospechoso ni reprensible puesto que allí era donde las mujeres de alta sociedad adquirían sus productos de belleza. Pero este pensamiento no evitaba que me mantuviera agitado y nervioso.

Lo que me atormentaba y me preocupaba más era que raras veces podía ver a Cristina tranquila y a solas. Ni un mariscal de campo, en vísperas de una batalla, se veía tan preocupado como ella. A las rápidas excursiones a las tiendas, le sucedían consultas con sus amigas. Unas veces enfada con la costurera por no haberle cumplido una promesa, otras con el único peluquero de Siria, Anastasio, por haber llegado tarde o haberle propuesto peinarla en la tarde por no tener tiempo en la noche. Y luego del baile, rendirse de cansancio inmediatamente, a nuestro regreso, aquel sueño profundo hasta la tarde y mi tortuoso desvelo. No me era posible siquiera permanecer en cama, menos digamos que dormir. Y así como visiones de prados verdes y ríos torturan al viajero en el desierto, así era que yo sufría el recuerdo de los buenos tiempos en Kea, la soledad y el silencio con Cristina postrada horas enteras en aquel diván turco, con su vestido blanco y un libro del hogar a mano. Y cuanto recordaba con mayor pasión ardiente, no eran las delicias de la luna de miel, sino la serenidad y el equilibrio de mente y sentidos, que me permitía ocuparme de otras delicias y placeres de la vida. Ahora, debido a los celos y a la abstinencia, y a la concentración exclusiva de mis deseos en una sola persona, me habían transformado a mí, hombre sensible de Siria, en una especie de viajero, en un declamador erótico qué recitaba sus dolientes monólogos.

Una noche, incapaz de soportar más, abrí la puerta que nos separaba y avancé sin hacer ruido a su cuarto que estaba, como siempre, iluminado por una lámpara de aceite azul que estaba ante el devocionario. La luz azul, que transmitía una irrealidad de ensueño, había sido invento mío en aquellos buenos días de Kea. La fatiga y somnolencia a nuestro regreso había sido tanto que dejó todas sus cosas regadas. El vestido en una esquina del sofá, en el suelo la falda, el sostén en una esquina de la cama, la guirnalda sobre el busto de Koris, y dispersos en todos los asientos el abanico, la faja, sus guantes, y las medallas del cotillón. Su gato favorito dormía en su chal blanco y las joyas de los brazaletes y collares esparcidos en el mantel del mármol. El cuarto parecía el templo de la diosa Desorden. Pero no era posible en semejante caos, pasar inadvertido, lo bien proporcionados que lucían todos sus componentes. Entre otras cualidades de Cristina, debo añadir que gustaba dormir con la mano detrás de la cabeza, la rodilla doblada, como la antigua estatua de Hermafroditas. Al instante podía estar soñando con sus triunfos en el club, a juzgar por la expresión de su sonrisa, similar a la distribuía entre los pretendientes de baile, formada por sus labios ligeramente entrecortados. Di un paso adicional. Pero, de repente, me petrifiqué ante la idea de que si la despertaba, aquella dulce sonrisa se volvería una mueca de descontento, un bostezo, una expresión de ¡uff! Y me daría la espalda. Y tal trato no sería injustificado dado que hacía solamente una hora que nos habíamos acostado y ya la tenue luz del invierno se hacía visible por las grietas de su ventana. Salí en puntillas, cerré la puerta y empecé mi caminata y mi monólogo. Cuando me percaté de lo fácil que sería para mi esposa hacerme el más feliz de los hombres, si le importaran menos las fiestas y el coqueteo, sentí impulsos de estrangularla. Pero no había peligro. No creo que exista en el mundo nadie de corazón más suave que el mío. Si tuviera que matar los pollos que consumo, preferiría alimentarme de salvado como ellos.

Suplico a aquellos que se inclinan por considerarme estúpido, a que consideren lo difícil que es sin poder suplicar como amante ni exigir como marido sin resultarle odioso a la mujer. Temía ambas situaciones hasta tal punto que si Cristina me preguntaba por qué no comía o por qué me veía tan mal dispuesto, yo alegaba mal de estómago, o de cabeza de dientes, y a veces hasta los nervios, con tal de encubrir el verdadero dolor como si fuera un crimen. De hecho, sabía perfectamente no hay nada que la mujer perdone menos, trátese de infidelidad, de insultos y castigos, o todo lo demás, de que la amen más allá de lo que se merece. El día que un  hombre confiese a su mujer cuanto sufre por su causa, no hay nada más que hacer, sino dejarla ese mismo día, o sujetarse al cuello una piedra  y dejarse caer al mar.

Dos días después de aquel doloroso desvelo, tras regresar de mi oficina un poco antes de lo habitual, vi a Cristina cambiar de semblante e intentar ocultar un papel, que tenía detrás del espejo. Mi mente se dirigió inmediatamente a Vituris, y la sospecha de que la carta fuera suya se conformó por la nerviosidad y angustia de mi esposa. Ni en esta ocasión era ya más posible continuar mi sistema de guardar silencio ante todo por temor a lo peor, dado que en esa carta estaba la evidencia que quedaba poco más que temer.

La detonación inminente fue atajada por la puerta que se abrió de par en par, la entrada de la fragancia de almizcle, de la impetuosa esposa del alcalde, mostrándole a mi esposa, su nuevo abrigo y su manto de plumas con capucha. Cristina viose forzada, quisiera o no a recibirla, mientras que yo, fingiendo que quería dejar las damas en lo suyo, me dirigí a la habitación de al lado, tras agarrar el sobre por la fuera detrás del espejo. Me temblaban las manos al abrir el sobre. La carta en cambio no era del romántico Carolos, sino que hallé adentro tres cuentas Paolo Giannopolu y de Geralopulo por sombreros, sedas, velos, cintas y otros artículos, que ascendían a la suma de dos mil setecientas dracmas. La cantidad era indudablemente enorme, pero mayor era el alivio que sentí ante la prueba que me hubiera hecho colega Chaldoupis. Mi alegría era como la de un prisionero, a quien se le ha conmutado la pena de muerte por una pequeña multa. Me hallaba bajo esta sensación, cuando después de la salida de aquella visitante, Cristina algo tímida y humilde creída de no tener ninguna disculpa con que aplacarme. En lugar de regaños o quejas corrí a abrazarla con todo mi corazón, diciéndole: No te preocupes. Estaba sorprendida, le resultaba difícil entender o adivinar, que sería lo que haría para que la considerara digna de abrazos y besos si todo cuanto había hecho era gastar nuestros ingresos de un período de seis meses en unos pocos días.

Después de un rato, se fue a prepararse para nuestro paseo nocturno. Pero el cielo inesperadamente se puso nublado; destellaron relámpagos y comenzó a llover a cántaros. Todavía estaba yo sentado junto a la ventana de nuestra pequeña habitación, mirando la amarilla catarata que caía de las alturas de Alta Siria, viendo correr a la deriva, en la corriente, peladuras de naranja, botellas, escombros, zapatos y cadáveres de gallinas y ratones cuando de pronto el panorama quedó en profunda oscuridad en ambos mis ojos. Tal eclipse había sido causado por Cristina con sus dos manos que, viéndome absorto y divertido observado el aguacero, encontró divertido cegarme de tal modo. Esto me recordó  mis días pasados. Gracias a esa tormenta providencial nos encontrábamos tranquilos y solos por primera vez desde nuestro regreso. Cuando retiró sus manos, la expresión en mi mirada era tan elocuente que se ruborizó. Entonces sonrió, volvió a pasar ante el cierre de la puerta, y fue a sentarse en el sofá y me conminada a que fuera a sentarme junto a ella. En aquel momento en que me sumergía en aquel mar de sensualidades, la tormenta estaba al máximo de su furia. La lluvia había vuelto un diluvio, y el viento levantaba los azulejos de los techos, y golpes de truenos sucesivos resonaban. Estuviera inclinado a ello o no, mi destino era ser romántico. Los ardientes deseos y monólogos nocturnos, se remplazaron al pase del pestillo de la puerta y el acomodarnos en el diván bajo los silbidos de la tormenta. Mi resistencia a la predestinación parecía fútil, por lo que resultaba preferible que las cosas siguieran como estaban. Debo además reconocer mi antipatía contra el romanticismo había disminuido considerablemente en el corto espacio de una hora.

De hecho, comparar los quietos y tranquilos disfrutes cotidianos en Kea, con el sensual temblor que me sobrecogía, tras diez días de exilio, con el que Cristina me había provocado al pedirme que me allegara a ella me hicieron concluir que la cantidad de bienaventuranza, que uno puede sentir cerca de una mujer, es inversamente proporcional a la ansiedad, los celos, las privaciones y los sufrimientos que le precedieron. Sólo quien ha pasado por semejante purgatorio, puede entender que el don de penetrar al santuario de la suprema voluptuosidad, cuyas puertas no puede abrir ni una virgen modesta, ni una cariñosa esposa ni una bienamada amante sino por una elegante mujer, coqueta, caprichosa y no siempre buena.

Los bailes continuaron; mas no los favores de Cristina hacia Vituris, que me habían perturbado el sueño. Ahora parecía preferir los negros bigotes y anchos hombros de nuestro fanfarrón comandante de guarnición, a los rubios bucles y los suspiros del joven sentimental. Después de un tiempo, encontró torpe al comandante en sus maneras, dignas de un griego, al compararle con las formas y la elegancia del nuevo cónsul francés. Pero ni siquiera é tuvo largo reinado. La elegancia de su abrigo parisino quedó eclipsada por el uniforme y las medallas del Jefe de la escuadra inglesa. Luego le llegó el turno al italiano improvisador Regaldi, quien había estado en lugares de interés en el este, en busca de dinero y fama, y no había visto la oportunidad en Siria con ojos indiferentes. Le divertía a ella retener este cisne de Novara por un mes en Siria, y atontarlo al punto de que, no contenta con los acrósticos que le escribió en su álbum, le recitaba desde el escenario un himno “A la sirena del Egeo” con lo que conmocionó a los sirios y especialmente los que entendían el italiano. Pero yo ya me hallaba sereno, viendo sucederse los favoritos, cual fantasmas en una lámpara mítica. Habría sido, de hecho, difícil para cualquiera intentar conquistar a todo el mundo y a la vez hallar tiempo para amar a uno en particular. Llegué a considerar la incontrolable coquetería de mi mujer  como un seguro contra una mayor calamidad, algo así como un pararrayos, o como me dijera Chaldupis, “un detente a los cuernos” Lo único que me preocupaba era que ella tenía muy poco tiempo para mí. Había estado desesperado viéndola calmada y en silencio antes de la Cuaresma, que yo impaciente aguardaba, cuando las fiestas quedaron súbitamente interrumpidas en razón de la muerte del anciano don Lionis qué sé yo ni qué, relacionado de algún modo, con casi todos los organizadores de baile en la isla. Creo que ni siquiera aquellos millones de parientes herederos, siguieron la procesión del funeral con tanta gratitud como la mía por su condescendencia en morir.

Las cosas buenas, como las malas, rara vez vienen solas. Pocos días después de mi liberación de la pesadilla de los bailes, me puse a cotejar en la lista de ganadores, unos billetes de lotería de Hamburgo que había heredado de mi difunto tío, cuando me quedé perplejo al notar el número 14.517. ¡Era el tercer premio que pagaba cincuenta y cinco florines, algo así como trescientos mil dracmas sirios! Corrí sin aliento a decirlo a Cristina, que afortunadamente había salido a visitar. Digo afortunado, porque su ausencia me dio tiempo para pensar qué podría ser más gratificante para mí, y qué me daría mayor ventaja, si en vez de saber ella que estaba rico, me creyera capaz de complacerla en sus caprichos más allá de mis medios. Así que, sin decir palabra a nadie, partí tres días después hacia Viena con el pretexto de consultar unos médicos especialistas por mi inexistente trastorno estomacal que había usado de excusa dos meses atrás para ocultar mi tormento mental. De Viena salté a Hamburgo y tras recoger mis ganancias e invertirlas, regrese al cabo de tres semanas a Cristina con el doble de adornos que me había pedido. Observando su sorpresa y alegría mientras abría la caja, pensaba felicitándome, cuan pobre le hubiera parecido mi oferta, de haber sabido de lo inesperado de mi suerte. Una condición necesaria para la convivencia armoniosa con una mujer coqueta es esconderle cuidadosamente dos cosas: nueve décimas partes del amor, y, al menos, la mitad de lo propios bienes.

Sin propensión de ninguna índole por deslumbrar a los sirios, preferí el silencio y la secretividad extrema a cualquier ostentación de mi creciente prosperidad. Renuncié a mi posición con la excusa de que ganaría más por cuenta propia y, bajo la excusa de que goteaba cuando llovía, renové la casa entera. Le encargué las pinturas de las paredes a un refugiado italiano de nombre Orsati, un diseñador que había trabajado de escenógrafo para La Scala, y quien con éxito decoró el cuarto de Cristina, al que transformó en un verdadero cuarto oriental a imitación del de Zaira de la ópera de Bellini de igual nombre. El parecido era completo mediante el uso de pesadas cortinas de Prusia, un diván cubierto de tela bordada, proveniente de un viejo traje pontificio, un brasero persa, bancos con encajes de madreperla, y un vaso bizantino transformado en magnífico jarrón. Todas estas cosas las había adquirido el decorador en viaje a Naxos donde se pueden encontrar remanentes de lujo de la guerra franco-turca, y logró combinar todos estos elementos con tal maestría y conocimiento preciso de las reglas de contraste de colores y distribución de la luz, que más que encantaba más que deslumbrar al ojo. El invalorable hombre me ayudó a arrebatar por puja o como dicen los sirios, por yugo, al cocinero milanés del obispo de Alta Siria, famoso por sus raviolis, su sopa de camarones y la de lenteja y capón en toda las Cícladas. La tristeza y la indignación del prelado fue tanta que sintió su deber someter una denuncia en mi contra por “proselitismo”.

El embellecimiento de su nido hasta cierto punto cubría por el interminable revoloteo de Cristina. Era mi intención animarle cierta tendencia a la domesticidad al ofrecerle cualquier cosa que le pareciera divertido: plantas de camelia, una colección de sellos, un piano sin cola, un estereoscopio, un maestro de voz y un gato de angora. Ella aceptaba todo esto con gratitud y parecía entusiasmada por algún tiempo. Cierto día, cuando preguntó por el precio de un conjunto de plata para el té que le regalé en su cumpleaños, me dijo de manera lastimera:

- Qué pena que hayas gastado todo ese dinero, con esos seiscientos dracmas me habría mandado a coser un traje de terciopelo.

- Mándate a hacer el vestido-repliqué.

Saltó de alegría, me besó en ambas mejillas y salió corriendo a poner la orden. Su pasión por los adornos parecía incurable, pero, afortunadamente, no me faltaban los medios para complacerla, me parecía más que justo tratarla a este fin para aumentar mis propios placeres. Para ello, la suscribí al «Chronique Elégante» y a la «Vie Parisienne», de las que no tardó en aprender que el verdadero lujo de la vestimenta cotidiana no consiste en cubrirse, como hacen las mujeres de Siria, con satén y algodón moiré sino con camisolas valoradas en cien francos, medias de seda, bragas y lazos de material más sencillo. Así adornada en su recámara dorada, cuyos adornos y telas habían sido arreglados por un experto, de acuerdo a su propósito, y con la sábila ardiendo en el dorado incensario y la luz azul de la lámpara votiva diseminaba brillo de zafiro, Cristina parecía un ídolo en su templo. Tampoco me quedé mucho tiempo en la iluminación azul, pues al igual que Darwin sobre el asunto de la germinación de las plantas, así también quise probar el efecto sobre la imaginación y los sentidos de cualquier color de luz. El rosa era dulce y el verde azul poético, pero incomparablemente más estimulante que ambos era la luz que brillaba a través del dorado vaso de la antigua lámpara de la iglesia.

La iniciación apropiada, antes de entrar a este templo eran, ciertamente, las cenas sacerdotales que el chef milanés nos servía. Para evaluar esta unión piadosa con las normas y las tradiciones de la cocina ortodoxa, solo he de mencionar que los huevos hervidos precisaban el tiempo de un recitado de dos Ave María, y que ella era la primera en enseñar al pescador favorito cómo matar al salmonete con una aguja antes de que los espasmos de la larga agonía en la red hicieran amarga su carne. Ella hervía el rubio con todo tipo de hierbas aromáticas en un caldo de naranjas verdes; y a los pavos que los sirios llaman “pollos pavos”, los hacía comer nuez moscada por tres días antes de sacrificarlos. Pero su obra maestra era el capón negro, o capón de pascua, una invención del padre Clemente Gagkanelli, o sea, pescado adornado de caracoles, mejillones, camarones y otros mariscos Aunque soy de Siria, no soy ni glotón ni gran comedor, desde luego, aprecio la buena comida por el buen estado mental que las acompaña, haciéndonos olvidar nuestros problemas y haciéndonos ver los placeres de la vida como por una lupa. Tal estado de ánimo, es el que parecen perseguir los que fuman opio y hachís. El anterior tiene la ventaja de conseguirse con facilidad y ser barato. Al mismo tiempo, el mórbido estímulo que se deriva de ellos no esta lejos de en la total y simultánea gratificación a nuestros sentidos que nos brinda el tierno hogar, como el reflejo de la luz en la plata y el cristal de la mesa, la fragancia de la flor en el florero, el aroma marino de las ostras, dos o tres copas de vino añejo y la presencia de una mujer cuyo rostro se enrojece gradualmente y cuyos ojos centellean.

El invierno trajo otra vez los bailes con todas sus molestias y ansiedades. Estos fueron disminuyendo, sin embargo, dada la creciente confianza no en las virtudes del amor de mi esposa, sino en su egoísmo y coquetería, que la disuadían de toda suerte tontería peligrosa. Cristina no pertenece al género de las palomas y avecillas, sino a las de los pavos reales. Sus anhelos se limitaron a deslumbrar a las sirias con sus magníficos trajes y amarrar una manada de admiradores a sus joyas De estos, los oficiales visitantes eran afortunadamente pájaros de paso, algo tocados ya por la edad, mientras que las frases sentimentales de sus jóvenes contemporáneos guardaban un parecido a las coplitas que los bomboneras incluían en la cubierta de sus dulces. Y entonces, modesto como soy, no puedo dejar de señalar mis calificaciones extraordinarias como esposo: consentimiento, hipocresía, paciencia, abstenerme de reclamarle y pagar rigurosamente cada una de sus cuentas. Es cierto que sufrí mucho cuando la vi frotar sus hombros desnudos en las doradas hombreras de un oficial marino, o recogerse en una esquina por largo rato mientras susurraba tras su abanico; y más, cuando de regreso a nuestro hogar, solo decía “buenas noches”. Pero la experiencia me había enseñado a examinar las cosas desde dos puntos de vista. Y la otra es que si se hubiera portado mejor conmigo, la habría amado menos, dado que solo por celos y ansiedad puede mantenerse la pasión al máximo. Mi ex prosaica opinión, que limitaba el ejercicio de la felicidad, a uno deshacerse de aquellas torturas, había cambiado por completo cuando pude comprender cómo contribuían al realce del placer sensual. Sería injusto y hasta ingrato quejarme de mi esposa porque se comportara exactamente como debía para hacer más dulce sus besos. Si tuviera esposa a diario no tendría una querida de atributos extraordinarios de vez en cuando.

Me ocupaba en estas cosas mientras fumaba en el balcón después de la cena una tibia tarde de Cuaresma y hallaba el error de quienes opinaban y proclamaban que el mundo está mal hecho por el hecho de que las rosas tienen sus espinas. Pensaba que no sería oscura ingratitud no agradecer a Dios, tomando en consideración que yo tenía menos de treinta años, con un ingreso de treinta mil dracmas de renta, treinta dientes sólidos en mi boca, un estómago de avestruz, una mujer capaz de encarnar los sueños de un sibarita y un cocinero que Talleyrand habría envidiado. Veía mi vida frente a mí, como una larga procesión de buenas cenas, de encajes de nubes transparentes, unos brillantes ojos negros y luces votivas de todos los colores.

Publicado en "Asti" el 4 y 5 de diciembre 1894  

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