Antígona
Elías
Venezis
Llovía
suavemente. Dos mujeres, una, madre de Castoria, y
su hermana de Tebas, sentadas bajo el árbol, más
allá de la horca. Escuchan la lluvia sobre las
hojas.
‒¿Hace
cuántos días lo dijiste?
‒Con
hoy van cuatro. ¿Cómo dejarlo todavía?
Cada
mañana, dicen, hay un soldado alemán para
asegurarse que nadie toque el ahorcamiento, ahí. Y
todas las noches, lo mismo. Ya llegan, mira:
las
hojas. Ayer fue el primer día en que los cuervos se
posaron en la horca. Fue por esta razón que la que
hermana se atrevió acercarse a la noche alemana,
mientras él venía.
‒¿Cuándo?
- dijo llorando. ¿Cuando se lo entregamos a ella
para enterrarle?
El
alemán no entendía. Ella le hizo gestos, una de
sus manos tocó el cuerpo del hermano menor colgado
junto al pozo.
El
alemán se encogió de hombros No
lo sé, - dijo casualmente, mirando a su
izquierda.
Llovía
suavemente., La fosa del hermano pequeño está
abierta. Cuando su cuerpo fue depositado en el
interior, le cubría una ligera capa de tierra, y
sobresalían de cinco a diez dedos. Se
desentendieron del hermano mayor para echarle más
tierra. Ansiosas. Así que la fosa sigue allí,
esperando un segundo cuerpo. Luego más tierra. Así
que entonces: un cuerpo, más tierra: un cuerpo, una
tierra…
Llueve.
La tierra de la fosa coge agua, inundada debajo del
cuerpo, luego la devuelve. El agua hace pequeños,
minúsculos, baches.
¿Cuánto
tiempo ha pasado? Parece algo así como un siglo. La
mujer de Castoria siente la fatiga pasar a sus
miembros, a su sangre, a sus nervios. Entrecierra
los ojos. Todo tan increíble como lejano.
‒¿Dónde
estoy? Él murmura dentro de ella: ¿Cómo
me hallo al lado de una horca? Ayer era un loco y un
león. Hoy, un ahorcamiento. ¿Qué estoy haciendo…?
De
repente sacudió la cabeza para despejar su abandono.
‒¡Mis
hijos! - dijo. ¡Debo volver donde mis hijos!
‒Sí,
tiene que volver, lo entiendo. ¿A qué hora será?
‒A
mediodía será. Puede cambiarse por el conductor.
Irse.
‒Sí,
debo volver. Me estaré quieta.
‒¿Se
quedará quieto?
‒¿Dónde
se queda? - le dice: En
el desierto, es salvaje…
Al
mismo tiempo escucharon las alas. Llegaban.
‒¡Mira!
‒dijo
la hermana de Tebas sobrecogida, y tomó firmemente
del brazo a la otra mujer. ¡Mira allí! De nuevo ¡Vinieron!
Eran
dos cuervos. Sentados en la rama del alto pino, como
si buscaran qué husmear. Con sus alas dobladas,
cual papel de decorado, saltaron a la rama más baja.
Tímidos. Vacilantes. Papel decorativo. El cuerpo
estirado por el ahorcamiento, les llamaba.
La
hermana de Tebas se inclinó, tomando una piedra y
la arrojó contra la madera del pino.
‒Oh-o-o-o!
Lloraba y lloraba. Ves lo que hiciste mujer,
oh-o-o?? - Y agitaba sus manos para espantar los
cuervos.
Nuevamente
una
lluvia más lenta.
‒Me
iré‒,
dice de nuevo la mujer de Castoria. Y dejo esto.
‒Enhorabuena.
Yo me quedaré. Ya está por caer la noche.
La
mujer de Castoria corre a alcanzar el camión. De
repente, el pasado, la idea de que el camión podría
haberse marchado. Buscó en vano, y al no
encontrarlo, maldijo.
‒¡Mierda!
Qué hice, cuan inútil. Digo, a correr.
El
camión estuvo siempre allí, en su lugar. El
conductor aún no llegaba. Todo el mundo arrugado en
dirección al camión, pues llovía. Sus hijos se
abalanzaron y chocaron con este.
‒¿Por
qué nos dejaste, ¿Por qué nos dejas? – decían
llorando y besándola.
‒Cariño,
¿qué pasó...? Comieron. Yo les atenderé. Sopas.
‒Qué
golpe, no nos trajiste nada. No aguanto más, dijo
el grande y miró a sus manos.
‒Bebé,
coraje, un camafeo viene en la noche. Entonces
estaremos en estado. Dará para comer.
No
habló con nadie en el camión. La mujer de Tracia
recogió sus dos hijos, que apoyaron la cabeza en
sus rodillas. Se habían calmado y se quedaron
dormidos. El mayor tenía los ojos de su madre. De
pelo crespo, el mayor. Y la anciana de Tracia, le
decía cállate. Esto con los ojos vendados. No sabía si ya él estaría
durmiendo.
‒¿El
comerciante?... ¿Cuál sería el distribuidor? –
Preguntó la mujer de Castoria.
‒Dijo
esa tontería. Dijo que tomaría el camino de Tebas
a pie. A fin de esperarnos
allí.
‒¿Y
qué si no cualificamos ahora, --Pensó la mujer de
Castoria. Mujeres indefensas como...
‒¿Qué
pasará con nosotras -gruñó con voz ronca la vieja
al abrir los ojos-. ¿Que tienen miedo de decirle
que es usted elegible?
‒Por
mí no. Es por Tutu, -y mostró a los niños.
‒Usted
es…, ¿a que otra hambre han de temer?
‒Entonces,
dice usted...
El
tiempo pasa. No hay lluvia. Todo despacio. Despacio.
Estado latente.
‒Es
un ahorcado‒
dice la de Castoria, por lo cual da vueltas.
‒¿Qué
ha dicho? Los niños están sacudidos por la palabra
irresistible. ¿Has dicho ahorcado? ¿Es de verdad
un ahorcamiento?
‒¿Dónde
se cuelga al asustado? -pregunta la mujer de Tracia?
¿La verdad se cuelga?
‒Dónde
quedó gritando. Los niños se levantan. Ella se
levantó impaciente.
‒Así
le dije a él…, -lamentó la de Castoria-. Así
fue que lo dije… que no era nada…
‒¡Oh!
Poca
conmoción había hecho. Y otra vez cayó.
‒Cuándo
enciendes el motor, ¿cuándo te vas?
‒¿Y
si no prende y si aún de noche no logra recuperar
la cámara y volver?
‒Como
va regresando…
La
lenta lluvia, el frío, el frío propio. El sol
nunca baja detrás de las nubes. Se ve en la luz del
día más oscuro. Relajada. Los coches van subiendo
y bajando por la carretera, la humedad, paralización,
no da ningún sentido a la vida, todos se ven como
fantasmas en la niebla espesa. Estado latente. A la
mujer de Castoria le gustaría cerrar los ojos, para
borrarlo todo, para que todo sea un sueño. Una
forma vertical bajo las ramas del pino y beber agua
de las hojas de pino. Eso será solo un sueño.
De
pronto, alejaba las manos de los dientes, lo vio.
Iba en la parte trasera del coche, como desde la
apertura de una taza. Esto, escrito en un momento de
vaga brisa: hay un pájaro negro. Ya ha pasado.
‒¡Me…!
-dijo la mujer que saltó de Castoria. Empuja ahí.
‒¿Qué
has dicho -dice la anciana.
La
otra escuchaba descorazonada.
‒¿Es
absurdo cuanto dices! ¿Hay más pies? ¿Hay pies?
La
forma vertical; el pájaro negro, la hermana menor
de Tebas.
La
mujer de Castoria se levanta.
‒Quiero
descansar algo. De nuevo, me marcharé un tanto.
‒¿A
dónde vas ¿Adónde vas? ¿Qué digo a tus hijos?
¿Nos dejas?
‒¿No
veo que está lloviendo? Siéntate aquí. ¿Puedo
ofrecerte algo?
Desciende.
En principio camina con precaución sin forcejear
con los pozos de agua. Siguiendo sus pasos siempre
abiertos. En una pequeña carrera, como persiguiendo
algo. Funciona. Doblar por el camino. El pino está
allí, un poco nublado por la lluvia. Funciona.
‒¡Ah!
Corrió
hasta su hermana de Tebas, suspirando con alivio.
Lloró.
‒¿Qué
dice la hija.
‒Nada.
Digamos que él no lo supo, que fue algo al azar.
‒¿Qué
ocurrió? Permaneció allí. Cerca de las mujeres,
el hermano pequeño junto al hoyo, cerca del
gran pino.
‒Llegó
Bass y vio pasar al cuervo.
‒Llegaron
de nuevo. Había uno. Eran muchos. Una vez más la
persecución.
Ahora,
la hermana menor no llora. Parece cansada. Sus ojos
están rojos, alguna que otra oscuros, como actuando
tras su decisión. Divaga. Despacio.
Murmullos.
Sólo sonidos.
‒Decir
la noche... Ahora que me enseñan... estoy empezando
a temer a la noche.
‒¿Qué
es la noche?
‒Dice
de golpe es que vienen de noche. Los cuervos vuelan
de noche, no sé. Una vez más.
‒¿Tú
puedes volar de noche?
‒Tal
vez.
Una
vez más la luz oscura pasa de los ojos como relámpagos.
La hermana de Tebas ya no es la misma mujer que
lloraba y gemía. Su rostro se ha vuelto áspero, ha
ido a ver qué consigue. Gira lentamente sus ojos,
derechos. Zervas, olía en el aire el riesgo y su
peligro. Quietud. Incluso los coches que iban un
poco más allá, en la calle, como si fueran
fantasmas borrosos. Cruzando y dejando...
‒Subo
al pino ‒dice
en voz baja.
Resulta
que el cuchillo de la cabeza en señal de
desaprobación. Despacio. Sus ojos no se apartan
ahora de la cuerda, de su cabeza colgada.
‒¿Qué
significa “lograr”?
‒dice
la de Castoria.
La
otra dice en voz baja:
‒Lo
voy a enterrar.
‒¡Pobre
hombre! ¿Qué estudia? Dice el otro sorprendido, aún
no están preparados para aceptarlo. ¿Y si le
agarran? ¡Desaparecerá con usted, moviendo toda la
casa! Pobre hombre, ¿qué estudiaba?
El
otro hizo un gesto con la mano:
‒No
tema. Yo tomé la decisión.
Avanza
lentamente, sin protección, sin agitación, en
persona, en los pasos. La serenidad se encuentra
ahora en esta persona, con el pelo castaño.
‒¿Qué
va a hacer, que va a lograr. ¿Qué?
Su
hija siempre va al tronco del pino. El otro, como
magnetizado, ve pasos que caminan, que gritan.
Titubea. Pasos que gritan. Comienza secuencialmente.
Sin embargo, la de Castoria, está temblando. La
sensación en las rodillas, en las manos, en el
corazón. Mira cautelosamente a su alrededor. Sin
embargo, en secuencias como hipnotizada.
‒¿Qué
vas a lograr. ¿Qué haces...?
Su
hermana de Tebas llegó al pino. Sus manos sostienen
el cuchillo. Pone el cuchillo en los dientes de la
pinza. Sus manos están ahora en libertad. Abraza el
árbol. Comienza a subir. El árbol está mojado,
las manos resbaladizas. Ahora el colgado. Ahora,
todo se aposenta en el tronco, solo hay un tronco
con una rama encima. ¡Isa! ¡Isa! Sus manos llegan
finalmente a la cruz del árbol, al nacimiento de
las ramas. Con fuerza sostiene el cuerpo y lo alza.
Date prisa. Coloca las manos por la curvatura de las
ramas, se arrastran, se deslizan. Un poco más! ¡Ya
pronto!
‒Gligoris!
Gligoris! Dice llorando suavemente en la parte de
abajo, la mujer de Castoria, mirando hacia la
derecha cada vez más a Zervos.
Las
manos arriba, agarran la cuerda. Las manos toman el
cuchillo colocado en los dientes. La mujer ve más
abajo con el cuchillo, iniciando su trabajo en la
cuerda; oye el sonido. En poco tiempo el cuerpo
colgante queda libre y cae. Caerá.
Inconscientemente la mujer de Castoria abre los
brazos, abrazando sus piernas para aguantar lo que
está colgado. Temblando en los pases, abraza
violentamente a ese resbaladizo, a esa sustancia húmeda.
Bombea, se desliza de las manos del otro, en un
salto se baja del árbol con sus pies en tierra. Sus
pechos ahora descansan en el pecho de él. Resulta
salvaje. No me atrevo a mirarla a la cara. Sus ojos
miran a tierra.
‒Gligoris!
Gligoris! Llora mientras se aprieta cada vez más
contra el cuerpo, dispuesta a no dejarlo vertical a
su izquierda, al cadáver. ¡Gligoris!
La
otra se arrastra nerviosamente del árbol para
bajarse. Apresuradamente, abrazando el tronco.
‒Gligoris!
Gligoris!
Por
último, la hermana de Tebas empuja otra vez la
tierra! Atrapa el cuerpo del fallecido desde la
cabeza. La otra su pie.
‒¡Al
hoyo!, ¡Gligoris!
Va
progresando. La cuerda, que comienza en el cuello,
cae arrastrándose sobre tierra para acompañar al
cuerpo. La lluvia ha cesado. El odioso hoyo tiene un
poco de agua turbia. Bajo el agua turbia está
enterrado el hermanito. Las mujeres lo depositan
ahora en el hoyo, sobre el pequeño hermano ahorcado.
Le colocan la gorra. Los ojos de la mujer miran de
manera salvaje. La mujer de Kastoria ve sólo el
rostro de los muertos, mirando al cielo. Es
horrible.
‒¡Hijo!...
susurra.
‒¡Lánzalos!
-grita la hermana empujando puñados de tierra
apilados junto a la fosa.
Comienza
lo sucio del lanzamiento. Era débil, no resistió.
Lanza a la primera pierna, luego al tronco. La
persona permanece intocada.
‒Hazlo...
dice que la esposa de Castoria.
Se
había olvidado. Levanta la cabeza y tira de la base
de su cuello. La cuerda es como un ser vivo húmedo,
repugnante. El lado mosca. Enciende y firma con las
letras de su pecho. La hermana de Tebas le ve por última
vez en persona. Tenía el pelo húmedo cayendo sobre
la frente, cubriendo sus ojos. Con los dedos
embarrados allana a un lado el pelo de sus ojos. Los
dedos de la izquierda. Se ha ensuciado un poco la
frente. Sus dedos limpian con la caricia, y luego
otra. Luego, lentamente, le cubre con tierra.
Se
puso de pie. El sudor corría de las caras rugosas.
Respiraba profundamente. De repente oyó, en medio
de un torbellino, duro, ruido insistente. Cada vez más
cerca.
‒Esto
es, dice la hija de Tebas. ¡Vámonos! Vienen los
alemanes.
La
moto limpia, se acercó. Dividida entre si saltar
desde la dirección opuesta, hacia el camión. Nos
alojamos en el árbol de pino, desierto, en la tumba,
el cuchillo cortó la cuerda. Brillaba. Y el pino
deja de agitarse.
Atrapadas
con él, para esconderse tras una roca. Vieron los
alemanes bajarse de la moto, continuar hacia el pino,
mirando sorprendidos el pino, y todo alrededor.
Vieron el trozo de cuerda colgando del pino; después,
la fosa. Se acercaron. Vieron igualmente el cuchillo,
la cuerda, la señal, no
lo dejes ahí, sácalo del pozo. Tomó el
cuchillo, tomó la moto salió a toda velocidad para
ir a dar cuenta.
‒Va
a reportarlo! ¡Vamos! Vamos a sacar de aquí a
Gligoris!
‒¿Pero
a dónde ir, di? ¿A dónde ir?
‒Vengan
a nuestro camión! Adelante, tú también!
Toman
la ruta entrecortada, el camión. Los niños gritan.
‒¿Qué
es Por qué estás tan pálida, preguntó a la mujer
de Tracia a la de Castoria. ¿Qué ha pasado?
‒¡Nada!
Nada!
‒¿Qué
es?
‒Nada.
Es una chica de los lugares aquí, de los lugares de
Tebas.
Y
volviéndose él:
‒Vamos,
dice ella, le ayudo a subir al coche.
‒Jesús
y María! ¡No se ve bien! Dice la esposa de Tracia.
Está aterrada. ¿Qué ha pasado?
‒Nada.
Nada.
Sus
hijos de Castoria le preguntaban si les trajo algo
de comer. Era como si perdiera su mente, estaba
volviendo a otro lugar, temblaba. El acto se inició,
ahora sólo para hacer el trabajo dentro de ella,
derramando las olas imponentes.
‒Sí...
sí... merienden ahora -iba diciendo a sus hijos que
querían comida al instante. Por la noche la podrán
comer. Tarde.
‒Yo
digo, que tú eres mi hija, qué haces en la salvaje
Tracia. ¿No, digo, cuanto hago para ver a mis bebés?
¿Qué estás haciendo con estos, que van y vienen?
Es eso lo que quieres?
‒¿Es
de Tebas. Voy a llegar hasta Tebas
‒Vamos
a ver lo que dice y el hombre que pone el coche! ¿Ahora
nadie está a cargo, ni el personal extranjero?
‒No,
yo no estoy a cargo. Pero, ¿dónde está? Incluso
parece…
‒Calle.
Creo que usted se quedaría hasta luego.
El
tiempo pasa. Una vez más, es tranquilo en medio de
la camioneta. En el camino pasan autos, se deslizan,
huyen. Otra vez llueve un poco.
‒Creo
que me puedo quedar hasta luego...
Lentamente
la palabra forma círculos, crece cada vez más. ¿Para
estar allí? La hermana de Tebas como que sola
revive. Como si hubiera habido una brecha entre su
memoria y su trabajo. Y ahora, de nuevo girando el
recuerdo del vínculo con la práctica.
¿Fue
para quedarse aquí? ¿Se mantuvo despierto?
‒¿Qué
dijo? ¿Qué dijo? -dice la esposa de Castoria.
‒Dijo,
que esperemos que no nos pongamos a la par con el
conductor antes de anochezca.
Y pasar aquí la noche.
‒Aquí.
¿Te quedas junto a esto?.
Él
hizo vagar su pensamiento. Pulsando una persistente,
pesada claridad comenzó a llegar de la fiesta de
calle en Tebas. No había ningún coche. Era como el
de la otra, el familiar, el conjunto con la
naturaleza de su práctica. Sólo esta era más
fuerte, más densa.
‒¿Me
está escuchando?
‒Sí,
dice la de Kastoria. ¿Qué es?
‒Escuche
bien!
‒¡Escuche!
¡Escuche! ¿Cree usted que...?
Poco
destacada:
‒¿Cree
que esto es como lo de antes?
Alborotada
saltó hacia su hija:
‒¿Estás
diciendo! ¿No fue solo a él! Fueron muchos! ¡Enemigos!
¡Muchos, y enemigos!
El
estruendo de muchas motocicletas que se acercaban no
les dejó ninguna duda.
‒¡El
enemigo alemán! ¡Hay que irse! ¡Los van a atrapar!
Los
bebés se levantaron, el tracio preguntó con
ansiedad:
‒¿De
qué alemanes hablas, qué dices, miedo a qué?
‒¡Enemigos
alemanes! Me tengo que ir! -gritó la de Tebas. ¡Huye
tú también! gritó la de Castoria. ¡Salga pronto!
Golpeó
el guardalodos del coche.
Al
mismo tiempo, otro camión parecía venir de Tebas
proveniente de Livadia. Era una estupidez, ir
acelerando para irse al máximo de velocidad.
‒¿Qué
te sientes aquí! -gritó el conductor cuando detuvo
el camión. ¡El enemigo alemán! ¡A él lo
colgaron y está enterrado, ven! ¡Te matarán si te
encuentran!
Él
se ha ido.
Ya
el gran jaleo en medio de la camioneta, no era más
‒¡Mierda!
¿Qué les dio con ahorcar en Alemania? –dijo la
esposa al de Tracia.
‒¡Rápido!
Date prisa! -exclamó la hermana de Tebas agachada.
¡Acomode a Gligoris!
‒¡Enemigos!
Enemigos! ¡A recoger a los niños de la Castoriana!
Pusieron
un paquete en mano, dos mantas y una alforja casi
sin darse cuenta, mecánicamente.
‒¡De
prisa, de prisa, ustedes! -gritaban las tracias.
Acomode a Gligoris! Enemigos, es el miedo! ¡Gligoris!
‒¿Oh,
señora mía, ¿qué es esto?, ¿de nuevo otra vez
¿Qué es esto -dijo la esposa de Tracia descargando
sus dos hijos.
Todos
estaban en sus manos, cuando más chatarra descendió.
El estruendo de las motocicletas ya no estaba. Se
trataba de poder acercarse a la carretera.
‒¡Por
aquí! ¡Fuera de aquí!
La
de Tebas, que conocía las cuerdas, cayó
directamente al primer tramo de la calle Zervas. La
tierra estaba húmeda y dura, le enfangó sus pies.
‒¡Vamos!
¡Vamos! Avancen, avancen.
‒Nos
pondremos al día allí! Nos vamos a ocultar por la
roca. En llegando, ¡al acantilado!
Se
detuvieron en la pequeña colina que allí quedaba,
la negra roca sólida. La lluvia había cesado, la
niebla se adelgazaba. Y el sonido de las
motocicletas quedó en silencio. Sin duda, los
alemanes habían llegado al lugar de los pinos.
Vamos ahora a considerar que esto está al punto,
para iniciar averiguaciones.
El
pequeño rebaño de perseguidos, entrecortado llegó
a la roca. La anciana juró y maldijo.
-
Oh, con eso obtiene el triunfo! ¡Ah, pero se
obtiene la maldición! -dijeron las dos mujeres. ¡Lo
que se vuelve problema nuestro! Averigüe y déjenos
saber: ¿Qué sucedió, porque le dejamos?
‒¡Habla
de él! ¿Qué es? -Dijo el otro a la mujer de
Tracia. Díganos, ¿qué es? ¿Por qué le colgaron?
¿Qué dijo? ¿Dijo algo?
‒¡Mira
allí! ¡Mira! -dijo la hermana de Tebas.
Protegida
detrás de la gran roca, miró. El camino desde allí
iba hasta ochocientos mil metros. Los alemanes,
armas en mano, salieron a la calle en su busca. Una
pareja salió de la carretera, un poco a un lado, en
medio de los campos, veía zanjas, iban dando
vueltas. Llegamos al camión desierto. En la movida,
uno fue adentro. Alguien más se allegó, volviéndose
para advertir a los obispos. Volvió donde el
oficial, Spiel. Parece que hicimos decisiones. Un
soldado subió al camión, toma algo de allí. A
continuación, empieza a dar un paseo alrededor, movía
las manos, es lo que hizo. Como tirar algo de la
camioneta.
‒¿Qué
hacen? Preguntó desde la roca, incapaz de
distinguir con claridad lo que estaba sucediendo.
Pronto
las llamas agitadas, envolvían todo el camión.
‒¡Caray,
me…!
‒¡Mal
fuego! ¡Fuego enorme!
‒Quema!
‒¡Es
la quema! ¡Piérdete!
Las
últimas posesiones se quemaron directamente en el
camión. Lo que habían tomado hace un tiempo de
prisa, veo que ya no era importante.
‒¡Estamos
desnudos! ¡Iremos a tierra extranjera, desnudos!
‒¿Ea,
¿por qué me torturan así, que le hicimos, mis
asuntos...
Gemían
las mujeres tracias. Gritaba a los niños. Se
quedaban mirando al fuego y gritaban.
‒¡Oh,
qué desgracia! Bramaba salvaje a su hija la de
Tebas. ¡Les importa
la causa! ¡Nadie me quita de la mente quien
es usted! Lo que quería, serpiente, y la
encontramos en el camino.
Chocó
con ella, la agarró por el pelo, arrastrando las uñas
por sus mejillas.
‒¡Inmundo!
¡Hijo de perrillo! Qué rabia ha enviado por
delante! ¿Qué maldición?
‒¡No
lo hagas! ¡No lo hagas! -Decía derramado sobre la
salvada de Castoria. No le hace, es una pena, que ya
nunca más. Es suficiente amargura. ¡Vino y se
rompió! Yo la… Yo…
La
hija de Tebas, sentada allí, con su negro pelo, con
su cara pálida, inmóvil al ritmo, a la lágrima.
No hizo ninguna movida para salvaguardarse. Nada. Sólo
lloraba suavemente mientras le corrían las lágrimas
por su rostro imperturbable.
‒¡No,
te digo! ¡No lo hagas! Decía gritando la furiosa
mujer de Castoria. Yo soy la causa, te digo! ¡Es mi
culpa! ¡Yo, robé el cadáver!
Era
tan poco probable, en aquel lento día, que tan de
repente tenía luto, y forcejeaba gritando:
‒¡Es
mi culpa, te digo! ¡Mía y del corporal, el cabo de
guardia, también!
‒¿Qué
dijo? ¿Cabo de guardia, ‒dijo?
Las
manos de la anciana golpeaban a su hija de Tebas
resuelta, y se fueron.
‒¿El
corporal decía, diga quién era?
La
castoriana le miró a los ojos.
‒¡El
cadáver te dije! ¡El que colgó a los alemanes! Su
cuerpo ya está enterrado. Los alemanes van a matar
a quien lo enterró. ¡Matarán a quien encuentren!
Revuelve
a sus hijos, se golpea.
‒¡Madre
mía! ¡Madre mía!
‒¿Hizo
qué?, ¿Yo hice esto? Se erguía como tonta y quedé
mirando a la anciana.
‒¡Lo
hice! ¡Yo lo hice!
‒Aliados
execrables! ¡Poseían cómplices! ¡Aliados, para
conseguirnos el infierno! ¿Y qué le importaba el
ahorcamiento?
‒¿Nos
sentamos, entonces.
‒¡A
sentarse! ‒Gritó
la de Tracia. ¡Vamos a salir y a llegar donde
estemos! ¡Vamos!
Con
terror en los ojos, las manos temblorosas,
levantando las pocas cosas que les habían quedado,
decía:
‒¿A
dónde ir ¿Hacia dónde irnos?
Todas
las miradas se volvieron hacia su hermana Tebas.
Todo parecía inquietante, un poco como de humo. Y
un poco más allá del humo, el pino. Como si fueran
extranjeros.
‒¡Diles!
¿A dónde ir? ¡De qué manera ir?
‒A
partir de ahora, -dijo en voz baja, una vez más:
‒A
partir de aquí, la montaña. Una vez más:
‒A
partir de aquí, esta será nuestra montaña.
Luego
levantaron los ojos. ¡Mira! La línea continua,
desnuda, desvergonzada. Persistentemente la noche se
avecinaba. Marchaban en silencio. La hermana de
Tebas al frente; detrás los rostros de los de
Tracia y la gente de Castoria. Se allegaron hasta la
montaña. En las rocas, los cañones habían oído
el grito desgarrador de Edipo ciego que marchaba a
Colona. Edipo, el perdido… Mas el llanto queda en
la montaña atado con rocas. En espera…
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