El bastón
(Cuento para grandes y pequeños)
Antonis Sourounis
1
La mesa sintió de repente dos manos que la levantaron en el medio de la
calle. En el taller del mago se había acostumbrado
a un trato cuidadoso y gentil y este comportamiento
salvaje, en frente de tanta gente, le hizo sentir
vergüenza y perplejidad. Pero muy dentro de si, allí,
alrededor de unos de sus nudos, se encendió por un
momento, un intenso placer, igual a aquel que le
produjo el estremecer del viento o el ardor del sol,
cuando todavía era un árbol.
¡Ah, qué días aquellos!... Decorado con las hojas que se maquillan como
las muchachas y con pájaros que te ensordecen.
Entonces, conocía a las personas sólo desde lejos.
Las veía agachadas sobre la tierra, cambiando su
aspecto manoseándola, y cuando el sol llegaba al
medio del cielo, llegaban para comer y descansar
debajo de su sombra. Había creído que ese era el
objeto de su existencia, hasta que llegaron aquellos
hombres con los serruchos. Con ellos vino la
exterminación también. En pocas horas, él mismo y
todos sus vecinos, estaban a un metro de sus raíces,
tirados sobre la tierra. Estuvieron así algunos días,
hasta que las lágrimas se enjugaron y los cuerpos
se secaron. Por lo menos seguían estando todos
juntos, y eso era algo.
Pero los hombres regresaron. Esta vez los arrastraron muy bruscamente y los
tiraron al río. Por primera vez, cada árbol veía
tantos otros árboles. Se preguntaban el uno al otro
qué sucedía, pero ninguno sabía. Varios de los
viejos, que vivieron cerca del río, recordaron cómo
habían visto algo parecido muchos años atrás,
pero no les interesó mucho, porque en ese tiempo se
sostenían muy fuerte con sus lozanas raíces
enterradas profundamente en la tierra, habían
pasado fuertes pruebas manteniéndose siempre inmóviles.
Entonces no conocieron la existencia de los
serruchos. Se prometieron que desde ahora tendrían
juicio – aunque sabían que la mejor parte de sus
juicios quedaba atrás, dentro de sus serradas raíces.
Entonces la futura mesa decidió escaparse. Se dejó llevar por la corriente
hacia las orillas del río y llegando a un arbusto
fingió que trepaba y trató de esconderse con
cuidado. Pero en ese mismo momento, algo que no era
un árbol, pero era sin embargo de madera y flotaba,
llegó chocando sobre él.
El árbol se sobresaltó, devolvió el golpe y después, mirando con extrañeza
la cosa, que todavía se apoyaba sobre él, preguntó:
–¿Qué carrizo eres? Árbol no eres y por lo que veo eres todo de
madera.
–Los hombres me hicieron barco, dijo calmada y tristemente la cosa.
¡Ruega que tengas mi suerte! Viajo con frecuencia y
veo mucha gente. Una vez que me pusieron en un
enorme cuarto para calafatearme, vi tanta decadencia
de los árboles, que casi me volví loco. A uno lo
llamaban puerta. Le habían metido hierro en un lado
y lo habían clavado en la pared. Eh, entonces, esta
puerta no podía girar más lejos que un cuarto de
ciclo – mucho menos un ciclo entero. ¡Imagínate, sólo de un lado!
–¿Qué es un ciclo? Preguntó el árbol.
Pero no escuchó la respuesta, porque otra madera delgada cayó sobre él y
comenzó a darle golpes al azar.
–¿Por qué golpeas? ¿Qué pasa? Reclamó perturbado el árbol,
subiendo y bajando en el agua.
–¡Soy el remo! Dijo bruscamente la delgada madera, golpeando más
fuerte. Me encuentro continuamente en las manos del
hombre. Esta barcaza no puede dar un paso sin mí.
Vete ahora mismo con los demás para que no sigas
llevando más golpes.
El árbol se fue pensativo. El modo en que golpeaba aquella madera, el remo,
principalmente el tono de su voz, lo asustaba. ¿Existirían,
acaso, muchos remos? ¿Y si él mismo se convirtiera
en remo? Aquí donde vivía había un manzano donde a veces venían personas,
con un remo parecido y lo golpeaban. El árbol creía
que jugaban con él y que el manzano tomaba parte
del juego, tirándoles sus manzanas. ¡Cuánto debe
haberle dolido al pobre! Las personas no paraban de
golpearle hasta que aquel no dejara caer su última
manzana. Después, ya nadie más sabía que se
trataba de un manzano, excepto los agrónomos.
Y ese otro, ¿Cómo dijo que lo llamaban? Puerta. ¡Imagínate que fuese una
puerta y que no pudiera hacer más que un cuarto de
ciclo! Tenía que informarse como fuera qué cosa
era ese ciclo. Seguramente era algo muy malo; mucho
peor debería ser su cuarto.
Afortunadamente tuvo suerte –o por lo menos así pensó. Después que lo
cargaron y lo descargaron tantas veces, después de
viajar por varios lugares, después de esperar
semanas enteras, bajo el sol y la lluvia, un día lo
tendieron sobre una máquina y por mucho tiempo se
ocuparon de su cuidado. Cuando terminaron, no se
reconoció a si mismo. Se había transformado y se
había vuelto bello y limpio. Y lo más importante:
no se había convertido ni en remo ni en puerta.
Lo pusieron cerca de otros, tan similares entre ellos, que parecía que
hubiesen venido todos del mismo árbol. Allí de varías
conversaciones, supo que los cuidaban tanto porque
alguien vendría a comprarlos. Descubrió además
que no habían tomado todavía sus formas finales y
que se las darían aquel, que era algo como un mago.
Y de verdad, vino, y debía haber sido muy buen mago, porque era el primer
hombre que no se comportó mal con las maderas, pero
las miraba, se hincaba y las acariciaba.
Otra vez carga y descarga y luego al taller del mago, donde el árbol –o
lo que haya quedado de éste, en fin – por primera
vez veía maderas con tan extrañas formas. El mago
paseaba en medio de ellas y bastaba con que
acariciara dos o tres veces una de ellas, para que
las vecinas no pudiesen reconocerla. En un momento
se paró sobre el árbol. Dio una vuelta a su
alrededor, mirándolo pensativo, luego se inclinó,
lo acarició como solía hacerlo y dijo:
–¡Mesa!
La madera miró temblando a su alrededor.
–¡Dijo mesa… dijo mesa! ¿Por casualidad eres mesa? Le preguntó
a algo que estaba cerca de ella.
–No, soy una poltrona. Fue la respuesta. La mesa es eso de allí.
–¡Pero, tiene cuatro patas, como los animales!
–Si hubieras observado mejor, verías que yo también tengo cuatro
patas. Esto, sin embargo, no significa nada. No somos ya ni árboles ni animales.
–¿Y por qué no te escapas caminando?
La poltrona se rió de tanta ingenuidad.
Mis patas están clavadas. El hombre nos necesita para vivir cómodamente y
debe tenernos siempre cerca. Sólo él puede
movernos.
–¿Y si necesita otro hombre, qué hace entonces? ¿Lo clava también?
La poltrona se quedó pensativa.
–Eso no lo sé. Aún no he visto ser humano con clavos. He visto sin
embargo una madera sin clavo; la único que he visto.
Hace poco vino alguien y lo puso sobre mí. Era del
grosor de una serpiente. Dijo que se llama bastón y
el hombre lo tiene siempre en la mano. Dijo que ha
visto toda la ciudad y que este hombre lo ama tanto,
que cuando sale a pasear, por un lado sostiene a su
esposa y por el otro a él. Dijo también que conoce
la mitad de las poltronas de la ciudad, porque el
hombre las ama mucho, y que pronto volverá a verme
de nuevo, esta vez vestida, además.
–¿Qué significa “vestida”?
–¡Pues con ropa! Como esa que usa la gente. Ahora estoy desnuda,
como ese bastón. Aquel que está siempre desnudo,
tal vez porque no tiene clavos.
–No quisiera tener clavos.
–Pero si te pusieran clavos, quizás te pongan también ropa. ¿Te
imaginas que te pusieran una camisa roja como la del
mago? ¡Qué belleza que te encontraras así en
medio de la gente!
–No me gustan los clavos, ni las camisas rojas.
La poltrona miró la madera con desdén.
–No es seguro que si te colocan clavos te vestirían de rojo…
Pero la madera ya no escuchaba más. Pensaba cómo odiaba las serpientes y
que si quería convertirse alguna vez en un bastón,
debería volverse tan grueso como una serpiente.
El hombre siguió caminando con las patas de la mesa desvergonzadamente
antepuestas, frente a los transeúntes. Pasó por
una puerta de hierro totalmente abierta, subió
varios escalones y llegando frente a otra puerta, de
madera, la empujó con un pié de la mesa, haciéndola
sacudirse y golpearse con la pared.
–Disculpe… dijo con vergüenza la mesa.
– No te preocupes. No importa cuanto me golpeen, no paso nunca más
allá de un cuarto de ciclo.
–¿Un cuarto de ciclo? ¿Eres acaso la puerta?
–Esa soy aunque no lo quisiera. Supiste de mí antes de conocerme.
Esto ocurre sólo donde existe mucho interés o ninguno. ¡Oh! ¡Cuánto me avergüenza mi vida!
El bochorno de la mesa creció, mientras el hombre, tratando de pasarla
dentro de la habitación, volvió a pegarla contra
la puerta. La compadecía mucho, al verla así,
pegada a la pared, sin embargo entendía que era una
oportunidad única de comprender qué era finalmente
ese ciclo.
–¿Qué es ciclo? Preguntó rápidamente.
–Mira, si no existiera esta pared detrás de mí y pudiera girar
totalmente y encontrarme de nuevo en el mismo lugar
de origen, entonces haría un ciclo. Pero, por lo
que sé, no hay puerta que logre por si sola hacer
un ciclo entero.
–Pero, sería más fácil para mí pasar si giraras completamente, y
no te pegaría para nada.
La puerta sonrió como signo de comprensión.
–Lamentablemente no soy hecha para ti. Las mesas raramente pasan por mi
apertura. Fui hecha para el hombre y a éste le es
suficiente un cuarto de ciclo para poder pasar. Con
frecuencia le basta mucho menos. Para que tengas una
idea de qué se trata, los hombres usan entre ellos
palabras como “entré a hurtadillas”, “salí a
hurtadillas”, “me escurrí”, es decir,
palabras que hacen problemática mi existencia a su
interlocutor. Sin embargo, debes saber que cada ser
humano abre y cierra por lo menos cuatro puertas por
día y así realiza el ciclo completo.
–Me enteré de una puerta que tenía hierro de un lado pero veo que
tu tienes por ambos lados.
Debes ser muy infeliz.
– Ah. Estas son mis cerraduras. Pero no soy tan infeliz como éste
que me abre y me cierra. Aquí entre nos, te digo
que si el hombre me destruyera se salvaría.
Mientras más hierro me pone, más infeliz se vuelve.
En las cárceles las puertas son completamente de
hierro, por eso los presos son los más infelices.
La mesa quiso preguntar qué significa “presos”, pero en ese momento el
hombre logró pasarla y muy triunfalmente la colocó
en medio de la habitación.
De inmediato una mujer vino de la cocina y, limpiándose las manos en el
delantal, se inclinó para probar su resistencia y
para admirar su belleza. Después sacó de una
gaveta un mantel rojo y la vistió.
La mesa recordó aquella poltrona y se lamentó que no estuviese aquí para
verla. El sueño de ésta de vestir una ropa roja se
hizo realidad de inmediato, sobre ella. Si hubiese
sido su sueño ya se habría cumplido. Pero su mente
pensaba continuamente en las serpientes, y con
desesperación se confesaba a si misma que nunca había
visto serpiente gruesa como su pata.
Cuando la pareja salió de la habitación, la mesa dio una mirada llena de
curiosidad a su alrededor.
Con satisfacción se daba cuenta de que el nuevo ambiente se parecía un
poco al taller del mago.
En un rincón, de hecho, había otra mesa pero sin ropa sobre ella. Hizo
como si no la había visto y continuó escrutando
todo cuanto había allí adentro, descubriendo
simultáneamente cuán poco sabía de las obras del
mago.
Como siempre ocurre, su mirada se detuvo en un momento a su lado, y allí
con sorpresa vio una poltrona con borlas y bordados.
–¡Bah, una poltrona! Exclamó la mesa, no sin arrogancia, por un
lado para demostrar que había visto suficiente de
este mundo y por otro lado, porque no podía olvidar
la megalomanía de la poltrona que había conocido.
–¡Bah, una mesa! Con burla exclamó también la poltrona.
–Conocí a una poltrona que soñaba con una ropa como la mía,
continuó la mesa con el mismo tono.
–Conocí miles de personas con ropa como la tuya; y todos hablaban
de sus vestidos.
–¿Es tan significativo entonces este vestido?
–No, esan esas personas insignificantes.
La mesa entendió que estaba cerca de una poltrona distinta a la otra.
Preguntó entonces con la sinceridad del bosque en
el cual creció:
–¿Hay también poltronas insignificantes?
–¡Pues, claro! Principalmente las jóvenes. Pero la mayoría de las
veces, llevando sobre ellas por muchos años hombres
insignificantes, se vuelven un día significativas.
Esto, sin embargo, puede sucederle a los hombres. Yo
me he forzado a romper mis patas seis veces, por las
tonterías que escuchaba.
Las fibras de la mesa se estremecieron. Pensó que se encontraba a una pequeña
distancia de su sueño y se preparaba a preguntar cómo
rompe su pata una mesa, pero temió que tal vez algo
así se consideraba como una gran tontería y sería
una vergüenza insoportable, si la poltrona rompiera
su pata por séptima vez, así inesperadamente, sin
el peso humano. Prefirió entonces preguntar sobre
la otra mesa que vivía allí.
–Veo que hay otra mesa aquí adentro, dijo, dirigiéndose a la
poltrona, pero suficientemente fuerte para que fuera
escuchado en toda la habitación. Me pregunto por qué
me trajeron a mí también.
La poltrona se rió con un tono de anciano y por eso con mucha bondad.
–Hay sólo un tipo de poltrona; todas están hechas para que el
hombre se sienta. Pero de mesas hay muchos tipos.
Hay mesas para poner flores encima de ellas y mesas
para poner el televisor.
Esa allí es para escribir sobre ella, tú estás para que coman.
–¿Para que coman? Pero incluso antes de convertirme en mesa, los
hombres comían sobre mis raíces. Hubiesen podido
dejarme allí donde estaba, visto que no tenía otra
cosa distinta que hacer en mi vida.
–Tendrías razón, si no disminuyeran cada día más, las personas
que comen debajo de los árboles.
Tal vez, incluso aquellos que venían a tus raíces hayan comprado hoy en día
una bella mesa. Este es el motivo por el que hacen
tantas mesas.
Una imagen graciosa pasó rápidamente por la mente de la mesa. Imaginó un
bosque donde, en lugar de árboles, brotasen mesas y
crecerían, crecerían y vendrían personas a
cortarlas y hacer árboles.
–¿Y si quedara un hombre que le gustase comer debajo de los árboles
y no encontrara ni siquiera uno?-Preguntó teniendo
todavía en su mente el inverosímil bosque de
mesas.
–Ah, creo que este hombre la encontraría. Mientras exista un hombre
de ese tipo, en algún lugar existirá un árbol
para él.
Durante los días siguientes, la mesa conoció a todos los que vivían allí
adentro.
Aquella mesa desnuda, que estaba destinada para que escribieran sobre ella,
y por eso la llamaban “escritorio”, detestaba
todo, incluso sus propias gavetas, las cuales
hicieron su propia revolución familiar, cada vez
que les daban la oportunidad de abrirse y cerrarse.
Cuando se dirigía a los demás, lo hacía sólo
para maldecirlos o para burlarse de ellos. Sostenía
que merecía vivir solo en una habitación, o, al máximo,
junto con la biblioteca y una bella poltrona en el
lugar de aquella ordinaria silla. Demandaba estar
siempre decorado con plumasfuente, papeles y tintas,
pero nunca obtenía todo junto, porque entonces,
cuando todo esto quedase inútil, tal vez demandase
una nueva dueña.
La mesa supo que “biblioteca” era esto que estaba adherido a la pared,
atiborrado de libros, que solía quedarse silencioso
y pensativo. Le simpatizaba y a la vez la compadecía,
porque era la única allí adentro que nunca
descansaba, pero soportaba su carga día y noche. De
la poltrona escuchó que también las personas que
hacen compañía con las bibliotecas padecen la
misma enfermedad. Mientras, es decir, todos los demás
abandonan en algún momento su trabajo y reposan por
un rato, quienes leen libros los cargan por siempre
dentro de sus cabezas y se vuelven silenciosos y
pensativos.
–He allí, tal como esa biblioteca, enfatizó la poltrona. Pierden
su sueño, su despertar y después vienen y caen
sobre mí para curarse. ¿Pero yo qué puedo hacer
ya? Puedo hacer descansar un cuerpo, no una mente.
Ah, te digo con certeza, que si no existieran las
bibliotecas, nosotras las poltronas, viviríamos una
vida dichosa.
Cerca de la biblioteca colgaba también una extraña pintura. Mostraba una
montaña con un río corriendo a sus pies, pero lo
mismo fácilmente podrías decir que mostraba una
piedra y a su lado un pedazo de vidrio. La mesa, de
las pocas montañas y ríos que había visto en su
vida, no podía creer que exista de verdad algo así.
Pero la pintura a su alrededor tenía una madera muy
bien elaborada y no hacía nada más que mirarse en
el espejo que se encontraba frente a ella.
Uno de los primeros días, la mesa le preguntó qué hacía colgada allí
arriba.
–Doy belleza a esta pobre habitación, dijo la pintura y se miró
otra vez al espejo.
–Discúlpame, pero ¿Cómo das la belleza? Preguntó de nuevo la
mesa.
–Al estar aquí colgada. Si me encontrara tendida en algún lugar,
sería bella sólo para mí y esto no serviría de
nada. Las personas cuelgan la belleza para que todos
la vean. Ha quedado tan poca belleza en el mundo que
–créeme– son capaces de colgar su semejante,
basta que sea bello. Dime, pues, ¿Te gusta mi
madera? ¡Ah, soy tan bella!
–¡Ah, es tan bella! Dijo desde el frente el espejo. Y dirigiéndose a la
mesa añadió: No la escuches, yo que la conozco
bien, te digo con certeza que todavía no sabe qué
representa. Lo único que le gusta ver es la madera
que la ornamenta.
La mesa miró al espejo.
–Veo allí dentro una pata como la mía, pero más bella. ¿Para qué
te sirve a ti?
La innata vergüenza del espejo creció, porque sintió el bochorno por la
mesa también.
–Es tuya… dijo en voz baja.
–Mientes. A menos que tu también seas hecho como la pintura, para
mostrar las cosas más bellas de lo que son en
realidad.
–No te miento y fui hecho para decir la verdad. No es mi culpa que
todos vean dentro de mí eso que quisieran ser y no
eso que en realidad son.
–Dice la verdad, confirmó la biblioteca, y el espejo le agradeció
inmediatamente.
–A ti nadie te preguntó, dijo molesta la mesa.
–Existo para que me pregunten, susurró la biblioteca.
La mesa paró de improviso.
–Bah. Eso no lo sabía, trató de burlarse. Y… dime, ¿Para qué
me serrucharon a mí los hombres y me hicieron una
mesa para comer sobre mí, mientras que siendo árbol
también comían, debajo de mí?
–Porque eras joven y robusto, dijo la biblioteca.
–¿Qué? Se preguntó la mesa. ¿Porque era joven y robusto?
Entonces debían haberme dejado tranquilo y venir a
cortarme cuando hubiese envejecido.
–La biblioteca suspiró.
–Aquí, en mi estante debajo, hay un librito con extraños cuentos.
Entonces, uno se refiere a un maestro que un día
tomó a sus alumnos y fueron a recibir la clase en
el bosque. Allí, sin embargo, vieron todos los árboles
cortados y tirados sobre la tierra. Sólo uno
permaneció todavía derecho y fueron a su sombra
para comer y reposar un rato. Los chicos le
preguntaron al maestro por qué a éste no lo
cortaron y éste preguntó a los leñadores.
–Porque es inútil, respondió uno de ellos, con el serrucho en la
mano. Este no sirve ni para
mueble, ni para madero, ni para carbón. Es inútil, les digo.
Entonces el sabio maestro se volvió y les dijo a sus alumnos:
–¡Vean! Así de inútiles sean ustedes, chicos, como este árbol.
Para que no los serruchen y los hagan mesas, ni
sillas para que se sientan sobre ustedes, ni carbón
para que los quemen y que se calienten ellos. Inútiles
sean y que vengan los hombres, como nosotros,
enhorabuena, para descansar en sus sombras.
La mesa no entendió mucho, pero se avergonzaba preguntar, cómo se vuelve
alguien inútil, además era ya tarde para eso, por
lo que preguntó sobre el otro tema que le
interesaba más. –Y… A ver, dime, tú que
todo lo sabes, ¿cuál es el modo para convertirte
en bastón?
–¿Para convertirme en bastón?, ¡Vaya tipo de pregunta! Me hiciste recordar
ahora un sueño de mi juventud. Pero hoy ya no tengo
razones para querer convertirme en bastón. Fueron
necesarios muchos años para adquirir todos estos
libros y me dolería muchísimo si debiese
despedirme de ellos. Estoy muy apegado a este rincón
y con las manos que me escrutan, y un tal deseo me
obligaría a privarme de todo lo que he amado todo
este tiempo. No, no soportaría una catástrofe así.
Además, para volverme en bastón deberían primero
hacerme en miles de pedazos.
–Pero yo no te hablé de miles de bastones; la pregunta era sobre un
solo bastón y no más.
–No trates de confundirme, es como te digo. Si era para convertirme
en miles de bastones, entonces preferiría miles de
veces seguir siendo una biblioteca.
La mesa contemplaba su pata en el espejo. “Ven en mí aquello que querrían
ser…” había dicho el espejo. Lo encontró alto,
bello, robusto, más alto, más bello, más robusto,
más bello,… y, de repente, apareció allí dentro
un verdadero bastón, empuñado por una fuerte mano,
que caminaba al lado del falso río de la pintura,
debajo de la falsa montaña, en una calle que olía
a virutas recién cortadas.
La mesa supo que en la habitación de al lado vivía sola una cama grande.
Con frecuencia dormía, algunas veces, sin embargo,
escuchaban su voz, que pedía una vez una cosa, otra
vez otra. Se lo reveló un día una pequeña mesa
con ruedas, que entraba y salía por todas las
habitaciones, transportando los más extraños
objetos. Desde el primer momento la mesa sintió
honda simpatía por esa ágil cosita, que no se
quejaba nunca y trabajaba más que todos, aparte de
la biblioteca – si pudiera considerarse, digamos,
como un trabajo, eso que hacía.
–Viven una vida misteriosa las camas, explicó la mesita con ruedas.
Inmediatamente después de sus patas, las personas
las tienen en mucha estima. Sobre las camas duermen,
sueñan y se encuentran con su Dios, para conversar
sobre asuntos pendientes que hayan en sus relaciones.
–Deben ser interesantes sus vidas.
–Si, mientras sean jóvenes y obedientes. Pero, a la primera que se
vuelvan un poco duras o protesten, la gente las
botan y compran nuevas. Aquí, donde me ves, he
visto hasta ahora dos que han sido botadas de aquí
adentro.
La mesa sintió parar su respiración.
–¿Cómo puede reclamar una mesa para que la boten?
–Esto es un poco difícil; las mesas no tienen razones tan
importantes para reclamar. Como ves, las personas no
se acuestan ni se sientan sobre ustedes. Lo único
que sostienen son cinco platos, y eso por dos horas
al día. La poltrona reclamó repetidamente por
muchas razones personales, pero no la botan. Está
harta de romperse y cada vez la vuelven a reparar.
Lo único que logró es que hoy en día le tengan
algo de respeto y que prohíban a algunos gordos
sentarse sobre ella. Por otra parte, la chica, que
tenía nuestra ama en la cocina, la primera vez que
reclamó, fue echada. Cosas extrañas, dirás, pero
nunca sabes a quién necesitan y a quién no. ¿Tienes
intención de reclamar?
La mesa pensó que era muy temprano todavía, para confiar sus secretos a
cualquiera.
–Oh, era una simple pregunta, por curiosidad. Nadie sabe qué puede
pasarle de un momento a otro.
–Eso es verdad, reconoció la mesita. Principalmente, para mí que
me muevo con frecuencia.
Corro el riesgo de romperme de un momento a otro. Pero tú que estás inmóvil,
es muy difícil que te suceda un mal como ese.
–Si, así es… dijo triste la mesa.
–Lo que permanece inmóvil vive mucho, continuó filosofando la
mesita. Nada te llega gratis. Yo personalmente no
podría vivir colgada en una pared.
La mesa sintió brotar muy dentro de si la envidia por esa cosita, que
proclamaba de esa manera su felicidad.
–¿Estás entonces tan contenta que ya no quieres nada más?, –preguntó.
–Bueno, cuando llegué aquí hace años, pasábamos con el automóvil
por una calle en descenso.
¡Ah, éste era un itinerario! Se te cortaba la respiración y creías que
morías, y de inmediato otra vez resucitabas. Por
tanto, lo que quiero es que me lleven a la cima de
aquella calle y me dejen sola. No pido nada más.
–¡Pero te volverás pedazos!
La mesita rió alegremente.
–Tal vez. Sin embargo, una muerte feliz está entre mis pocos deseos.
En ese momento, la señora de la casa llegó y la rodó a la cocina.
La mesa se puso melancólica. En un momento llegaron huéspedes y llenaron
con sus pesos todas las sillas y por supuesto la
poltrona. La mesa quedó solitaria e inútil en el
medio de la habitación.
Eran tantas las personas, que por un momento tuvo la esperanza que quizás
una extraña persona se sentara sobre ella. Eso sin
embargo no sucedió. Trajeron sillas de al lado y
todos se sentaron alrededor y sonrieron incluso a
los muebles.
Pasaron algunos días sin que nada sucediera, excepto aquella rebelioncita
de la puerta. Toda la noche llovió y en la mañana,
que el amo salió a su trabajo, tomó el pomo pero
la puerta no abría.
Puso sus dos manos y la agitó, pero aquella continuaba siendo una con la
pared. Los muebles contemplaban esta sublevación y
deseaban que tuviera éxito. La mesa estaba a punto
de desmayarse de temor. Se enfrentó a la primera
revolución de la madera y, preparando la suya, se
moría de la curiosidad por ver como terminaría.
Mientras tanto, el amo golpeaba la puerta a puñetazos y patadas, amenazándola
con voz muy violenta que la haría mil pedazos. La
puerta permanecía inmóvil y la mesa sospechó que
muy probablemente su sueño sería una ilusión suya
y de muchos de los que estaban allí dentro.
Cuando el amo se cansó de golpear, llamó por teléfono y dijo algo. Al
rato llegaron dos personas con uniformes azules,
sacaron la puerta de su lugar, la lijaron en varias
partes y después la fijaron otra vez en sus
bisagras. Ahora era mucho más obediente que antes.
Cuando la abrió el amo para irse, no necesitó
tocar más que con un dedo.
La mesa con tristeza comprobó que lo único que había subsistido de esta
revolución eran varias virutas en el suelo. Llegó
a la conclusión de que ella no tenía muchas
posibilidades de rebelarse, excepto quizás de las
horas de la comida. Dos veces al día se montaba un
festejito a su alrededor – y eso era todo. Las demás
horas permanecía en el medio de la habitación,
casi como los muertos con las cuatro sillas en torno
a ella chismeando como plañideras.
Un domingo – con frecuencia los domingos suceden estas cosas – la mesa
se confrontó con su sueño. Desde muy temprano en
la mañana, una agitación reinó en la casa, como
cada vez que esperaban huéspedes. Con la ayuda de
la ama se limpió todo, excepto, por supuesto, la
biblioteca, que no le importaba esas cosas. La mesa
se preguntó otra vez si estos que vendrían tenían
intención de comprar algunos objetos o, simplemente,
visitar a los amos.
De improviso entró en el cuarto un hombre con tres pies. La mesa observó
mejor. ¡Pero no! No, uno no era pie, era madera.
Madera gruesa como una serpiente. ¡Oh, plátanos y
nogales, era el bastón!
Le llegó el deseo de volverse pedazos. Miraba vorazmente este modesto
pedazo de madera, que hubiese podido ser tal vez
cualquiera de sus ramas y que ahora, cogido por una
mano humana, seguía un destino humano.
Porque, de verdad, el hombre lo tenía continuamente en su mano y de vez en
cuando resaltaba sus palabras con él. No lo soltó
de su mano excepto cuando llegaron los platos. Lo
apoyó en una de las patas de la mesa, que ni
siquiera respiraba, por el miedo de tirarlo al suelo.
¡Esto, pues, era, finalmente! La mesa tenía todo el tiempo para escudriñarlo
mientras el hombre comía. El bastón, por otra
parte, no parecía molesto para nada por este
escrutinio. Sólo que en algún momento preguntó, más
por curiosidad que por rabia:
–¿Pero qué buscas encontrar en mí?
–Nada, honestamente nada… respondió turbada la mesa. Simplemente
quisiera ser como tú.
El bastón rió sin la más mínima presunción.
–¿Como yo? No se puede ya, acéptalo. En todo caso, no creas que
las cosas para mí son tan color de rosa, con ese
tipo tan estrafalario con quien vivo. Ni siquiera sé
donde estaré de un momento a otro. Y lo peor es que
le gusta la lluvia y pasear.
La mesa, confundida, evitó hablar. La lluvia era algo que siempre le gustó
y creía que el paseo le deleitaría igualmente. Sería
algo como el estremecer del viento.
–Aquí adentro no te mojas, ni tienes frío, continuó el bastón.
Tienes buena compañía, por lo que veo, y una bella
ama que te cuida.
–Todo esto me tiene sin importancia.
El bastón suspiró magnánimamente.
–Nadie te pregunta. Te hacen como les sirve y del modo como te
necesitan. Da un vistazo a tu alrededor y dime: ¿Quién
quería ser lo que ahora es?
–¿Ni siquiera tú?
–¿Yo? Yo menos que ninguno. Estaba muy bien como una ramita, en las
afueras de la ciudad y mientras miraba al hombre que
se apoyaba en mí y descansaba, hizo un movimiento
repentino con su mano y, crack, me cortó. Me dio
forma rápidamente con un cuchillo y ya. Desde
entonces me encuentro todo el día en su mano, como
si fuera su dedo grande.
–¿Pero, no pasaste por el taller del mago? Preguntó extrañada la
mesa.
–Ni siquiera lo he visto. Fui hecho en tres minutos y juro que el
viejo estrambótico que me tiene es cualquier cosa
menos un mago. Tengo la impresión de que por el
mago pasan sólo las maderas que van a vivir
clavadas y adornadas.
–No quiero seguir siendo mesa.
–Quítatelo de la mente, le aconsejó el bastón. Es como si yo
quisiera convertirme en mesa.
“Si, pero no quieres”, pensó la mesa.
La comida había terminado hacía ya rato. El hombre tomó el bastón y lo
golpeó dos veces en el suelo.
–En cualquier momento se levantará para irnos. Así me avisa cada vez.
–¿Volverás?
El bastón gesticuló tristemente.
–Sólo éste sabe. Quizás, tan pronto salgamos de aquí, me rompa o
me tire. Pero tú estarás aquí, ¿Cierto?
–No sé… contestó con el mismo gesto la mesa, tratando de creer
que lo que decía tal vez fuera verdad. Puede que,
apenas se vayan, me rompan y me tiren.
El bastón sonrió con entendimiento y se alejó, apenas tocando el suelo,
como niño que camina de puntillas sosteniendo su
abuelo de la mano.
Un día la ama llevó a la casa un gran reloj de madera que contaba las
horas. Lo colgó al lado de la pintura y, al parecer,
era un reloj muy valioso, por eso la ama lo mostraba
a todos los visitantes y ellos expresaban pequeñas
ovaciones. Se supo que tenía más de cien años y
que lo encontró en un negocio de esos que venden
las cosas de la gente que ha fallecido mucho tiempo
atrás. La mesa se preguntó cuál habría sido,
acaso, el destino del bastón, cuando su amo muriese.
Recordó cuando le dijo que “vive como su dedo
grande” y pensó si sería más justo que los
bastones muriesen junto con las personas con las
cuales vivían. Porque qué razón tendría un bastón
de deambular sólo en el mundo como un gran dedo y
además estirado.
Al principio, todos se divertían con el tic tac del reloj, pero poco a poco,
uno a uno, comenzaron a exasperarse. La primera que
se manifestó fue la pintura. Últimamente no se veía
tanto al espejo y pensativa medía los golpes del
reloj. Medía sin descanso, como alguien muy enfermo
que mide sus pulsos. De repente dejó de medir y
gritó:
–¡Basta ya! ¡Deténganlo, me volveré loca!
El reloj la miró silenciosamente, continuando siempre sus golpes. Por un
rato predominó un murmullo de desaprobación en el
cuarto, que no sabrías si era hacia la pintura o
hacia el reloj.
Finalmente habló la poltrona sensata y racionalmente:
–Personalmente, a mí, no me molestas para nada, pero hazle el favor
de parar de vez en cuando.
¿No la ves cómo se ha vuelto? Se ha descolorido y no distingues cuál es
la montaña y cuál es el río. Ten un poco de
conmiseración por ella.
–Es imposible que yo pueda detenerme, dijo el reloj. Y no me
molesten, porque cada palabra que decimos toma un
segundo y yo quiero estar de acuerdo con el sol.
–¿Y cuando no hablamos? Preguntó la mesita con ruedas. ¿Cómo logras medir
cuando no
hablamos?
–Cada respiro toma un segundo, continuó con su neutra voz el reloj.
Todas las habitaciones que he visto estaban llenas
de respiraciones. Desagradable esto, cuando se
juntan muchas, hieden como cadáveres. No me enreden
en habladeras porque pierdo mi ritmo.
–¿Y nunca viste ningún cuarto lleno de palabras? Preguntó otra
vez con curiosidad la mesita.
–No, porque nunca me ponen en habitaciones de niños; los niños no
me necesitan, dijo el reloj, y nadie en el cuarto
podía entender si en su voz había lamento o rabia.
–¡Ni yo te necesito! Gritó con histeria la pintura.
–El reloj continuó golpeando imperturbable ante estas descargas.
–No, susurró. Ni siquiera tú me necesitas; ¡pero yo a ti sí te
necesito!
Esta declaración trajo perturbación. ¿Qué quiso decir, entonces, el
reloj? Algo así no podría
decirlo ni siquiera la biblioteca de sus libros.
Todos miraban incrédulos sus manecillas, mientras cumplían sus amenazantes
ciclos. La mesita con ruedas, obviamente perturbada,
confesó que en la habitación con la cama había
una invención semejante a la madera del reloj, que
en lugar de reloj, tenía adentro pintados los
dioses de la gente. Invocó por eso también el
testimonio de la cama, que concordó con su sonora
voz y recalcó lo siguiente:
–No sé qué cocinan allí al lado, pero aquí hay algo así y la
gente lo llama icono. Cada noche rezan mirándolo y
le piden el bien del mundo.
La mesita hizo un rápido recorrido de un cuarto al otro y, regresando, dijo
con acento intrigante que los dos se parecen tanto
entre ellos, que no puede decir con certeza si
dentro del icono vio el reloj o dentro de la madera
del reloj vio las pinturas con los dioses de la
gente. Dijo además que al lado de este icono vio
una cruz de madera que tenía clavado sobre ella un
hombre de madera.
Esta novedad sobre el hombre clavado provocó tal alboroto, que ni siquiera
la noticia sobre el bastón sin clavos había
causado. Pero como unos creían las palabras de la
mesita con ruedas y otros no, pidieron, por segunda
vez, en medio de poco tiempo, el testimonio de la
cama, y aquella con calculado retraso, respondió:
–Si, desde hace tiempo veo algo así, pero no lo encuentro para nada
extraño y concluyó con tristeza: ya no hay nada
que sea extraño para mí.
En medio de la perturbación general la mesa tomó la palabra y dijo que
conoció alguna vez una poltrona que le reveló que
todo lo que necesita el hombre lo clava, para
tenerlo siempre cerca de él. Recordó, en efecto,
que le preguntó qué sucede cuando una persona
necesita otra, pero la poltrona no sabía la
respuesta.
–Quizás, concluyó, éste era un hombre que necesitaban y por tanto
lo clavaron para tenerlo cerca de ellos.
Esto produjo gran impresión. Todas las miradas se habían dirigido a la
mesa, que consideró buena idea continuar con su
maravillosa reflexión:
–Pienso entonces que tal vez este reloj es nuestro dios y nuestra
ama lo trajo aquí para que recemos y pidamos lo que
queramos.
Todos estuvieron de acuerdo en que podría ser así, y sólo la biblioteca
refutó en un modo diciendo: “Pero qué podría
darnos a nosotros un dios…” Sin embargo su
reacción fue muy exánime y nadie le dio
importancia.
Había una atmósfera de dicha en toda la habitación ahora. Hasta la
pintura parecía estar contenta.
Todos miraban al reloj y, por respeto a su deseo de estar de acuerdo con el
sol, no se atrevieron a hablar.
Cuando cayó la noche y todo comenzó a perder su forma y no se escuchaba más
nada que el respiro del dios Crono, la mesa mostró
su pata y rogó:
–Dios Crono, ahora que te ayudé y te convertiste en dios, ayúdame
también tú para volverme bastón.
Ahora entonces, con un dios allí por lo alto, la vida dejó de ser aquella
que era. Todos trataban de comportarse entre ellos
con mayor benevolencia de la que disponían y esto
tuvo como resultado que se volvieran, día a día, más
y más mentirosos e hipócritas.
Mientras tanto el dios Crono continuaba sus golpes divinos, con sus
manecillas corriendo hacia el futuro, que nadie sabía
qué traería. La pintura había ya renegado
completamente al espejo.
Rezaba por horas, con un murmullo rápido y a baja voz, y nadie, ni siquiera
el mismo dios Crono, entendía qué en fin pedía.
El escritorio, las sillas, la poltrona, todos tenían
cada uno un deseo, que lo vociferaban lo más fuerte
posible, para que se escucharan en medio de todo ese
ruido.
Un día el dios Crono, furibundo por todo ese pandemonio, paró por un
momento su tic tac, algo que trajo de inmediato un
silencio sepulcral, porque desde que se convirtió
en dios, no dejó ni una palabra ni un respiro sin
medir.
–¡Me hastiaron con sus rezos! Bramó. No puedo distinguir ya nada y
confundo las plegarias de uno con el otro. Trato de
hacer la pintura romper su pata y la mesa cumplir un
ciclo, como si fuera la puerta. ¡Basta ya! Elijan
alguno a quien decirle qué quieren y ese me lo dirá
en orden, para saber qué me llega.
Los muebles se alegraron que finalmente encontrarían alguien para hacerse
cargo de toda esta gritería y casi unánimemente
delegaron la mediación a la poltrona. Aquella los
agradeció, como corresponde, y como había empezado
ya a decir su primera imploración, que por
casualidad era la suya, el dios Crono la interrumpió
y dijo otra vez:
–Bien, tenéis alguien que rezará por ustedes. Ahora debéis elegir
otro que pensará por ustedes.
No puede ser que por un lado penséis y por el otro cumpláis al mismo
tiempo la meta de vuestra creación. No perder mi
ritmo, con todo lo que he escuchado como dios aquí
dentro, es debido exactamente a mi condición divina.
Debéis entonces elegir un rey que asumirá vuestros
pensamientos y vosotros asumid vuestra verdadera
meta. Cuidad sin embargo, el rey no debe tener mucho
contacto con ustedes, para que penséis sin
distracción y para que le tengáis el respeto
debido.
Un silencio siguió esas palabras. Todos los muebles pusieron sus mentes a
pensar quién podría ser el rey. Pensaban con tanta
intensidad, que al final lo único que podían
pensar era que pensaban, y nada más. Seguían
pensando no obstante, en cuanto parecía que ésta
era la última vez que tenían el derecho de pensar
con la bendición de su dios. Dos o tres sugirieron
la cama, mientras que el escritorio se propuso a si
mismo. Fueron rechazados sin embargo ambos.
Entonces la mesita con ruedas dijo creer que existe ya el rey de ellos y que
vive solo en el baño.
–Cada mañana, la gente van y charlan con él. Bajan sus bragas, se
sientan en su abrazo y le dejan lo que traen dentro
de ellos.
–Tal vez el tributo del día anterior, interrumpió la biblioteca.
Es sabido esto…
–Es todo de piedra y sólo su corona es de madera, continuó la mesita
–¡Ése debe ser! Exclamó el dios Crono. Construcción de piedra,
corona de madera, impuestos…
–¡Ése es! Los reyes de los humanos también tienen muy pocas cosas
humanas. ¡Sed sumisos a vuestro rey y juradle
eterna obediencia!
Todos hicieron como dijo, y la mesa arriesgó un pensamiento, segura que no
infringía, mientras que no pensaba por ella sino
por el bastón. Pensó, es decir, por qué un bastón
empuñado por un viejo excéntrico, bajo la lluvia,
por las calles, necesitaría un rey, y hasta un dios.
Era un día de fiesta que eligió la mesita para morir. La casa llena de
personas y ésta corriendo en medio de ellas. De vez
en cuando paraba, pero antes todavía que el dios
Crono tuviera tiempo de medir una respiración,
empezaba de nuevo su loca travesía. Habían tantas
personas y aquella estaba íngrima y sola…
Por un momento quedó detrás en un rincón jadeante tratando de respirar,
pero una gran mano peluda la empujó con fuerza mandándola
a la otra esquina donde varias personas la esperaban
con gritos y risas. La mesita llegó aturdida cerca
de ellos y éstos después de llenar sus vasos con
las botellas de la mesita, la regresaron de la misma
manera. El hombre con la mano peluda repitió lo
mismo y empezó un juego entre las dos esquinas del
cuarto.
La mesa siguió con indignación y veía que todos sus amigos allí dentro
sentían lo mismo. Era obvio que la mesita no
soportaría por mucho tiempo más.
El dios Crono hizo lo único que podía hacer para ayudarla: paró sus
manecillas.
De repente la mesita se inclinó a un lado, vaciando su carga en el suelo y,
aliviada ya, cambió trayecto corriendo como
enloquecida hacia la otra esquina, donde no se
encontraba nadie.
Era tanta su rabia, que sin mediar ninguna palabra o despedida – ni
siquiera a su mismo dios – cayó con fuerza sobre
la pared y se volvió pedazos.
Por un rato no se oía nada. La mesa no podía creer lo que veían sus ojos.
Sucedió todo tan rápida e inadvertidamente, que ni
siquiera pena podía sentir. La mesita yacía allí
delante, en fragmentos, dispersa en medio de los
pies de las personas que por tantos años había
servido.
El suelo se limpió velozmente por la ama y los pedazos fueron botados, así
como había sucedido con aquella chica que tenía la
ama en la cocina. Las personas continuaron su
diversión y sólo el dios Crono seguía callado,
con sus manecillas unidas, así como si rezara.
Aquel sueño irrealizado era la única evidencia de que en ese lugar también
había vivido una mesita con ruedas.
Cuando se fueron todos los huéspedes, la ama se puso a recoger los platos y
los vasos y el amo viendo el reloj detenido, subió
a la silla para repararlo. Pero como no alcanzaba,
tiró la mesa cerca de la pared y trepó sobre ella.
Un fuerte estremecimiento se apoderó de repente de la mesa, impidiéndole
el equilibrio. ¡Por fin! Le dieron la única
oportunidad que pedía. El dios Crono, que recordó
la plegaria de la mesa y cuánto le había ayudado
para llegar a ese puesto divino, escapaba
continuamente de las manos humanas, retrasando a
propósito al amo.
La mesa concentró toda su atención sobre una de sus patas. Se encogió, se
encogió y de repente la habitación se estremeció
por un melódico crack y la mesa se dividió en tres
partes. El hombre se encontró tirado en el piso, en
la misma hora que el dios Crono empezó de nuevo a
correr hacia el futuro. Gritando y blasfemando se
levantó y cogiendo una pata de la mesa, abrió la
ventana y la arrojó a la calle. Luego agarró los
otros pedazos y los tiró al patio.
Don Renco, desde hace ya muchos años, daba cada mañana la vuelta por la
ciudad antes de que pasara el camión de la basura
y, escarbando en la basura, juntaba en un saco lo
que pensaba que podría vender o serle de utilidad.
Esa mañana, mientras cojeando daba su paseo, en medio del frío, tropezó
con la pata de una mesa. Para Don Renco todo era
normal y ni siquiera se preguntó qué hacía la
pata de una mesa tan temprano en medio de la calle.
La levantó, la miró a la luz del alba, dio dos
pasos de prueba tomándolo al lado de su pié cojo y
después la volvió a ver contento. La madera estaba
bastante bien y pensó que en torno al mediodía,
cuando terminara su recorrido, podría hacer de ésta
un bastón de primera calidad. Tal vez incluso le
daría su nombre, grabándolo allí donde apoyaría
su mano.
Traducción de Keli Spiropoulou y Porfirio Pestana.
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