La espigadora
Alexandros
Papadiamantis
La
vecina Zerbino fue quien más se sorprendió cuando
la vio el día de Navidad en 187_, a la vieja
Achtitsa, con un pañuelo en la cabeza y sus dos
nietos Yeros y Patrona, luciendo camisas limpias y
zapatos nuevos.
¡Con
toda razón! Era bien sabido que la vieja Achtitsa
había sido testigo de la venta de la dote de su
hija en subasta pública a fin de pagar las deudas
de su yerno; que estaba en la miseria y viuda, y que
criaba sus nietos huérfanos, recurriendo a
trabajos ocasionales. Era una de esas personas que
jamás tiene un golpe de suerte. Su vecina Zerbinio se
compadecía de la pobreza de la anciana mujer y de
ambos huérfanos. Pero ella escasamente tendría dinero con que ayudarles
o servirles de remedio.
El
fallecido Barba-Mikelios, que se había adelantado a
su mujer a la tumba, tuvo la suerte de no haber
visto las dificultades que se alzaron tras su muerte.
Era un alma buena, aunque fuera en vida solo un
pobre hombre. Los dos niños, “nuestros perdidos”,
Yorgos y Vasilis, se hundieron con su goleta y se
ahogaron en el invierno de 186_. La goleta se perdió
con toda su tripulación a bordo. ‒¡Qué
tragedia, qué mala suerte!‒ No deseo cosa tan
terrible a ningún buen cristiano.
Su
tercer hijo, el loco bueno-para-nada, se había ido
al extranjero y vivía, se decía, en Estados Unidos.
Se había sacudido el polvo de sus pies. ¿Lo había
visto alguien o escuchado de él? Algunos
compatriotas afirmaban que se había casado por allá
y había tomado, decían, una novia por vía
franca, una chica de habla inglesa, extraña, que no
sabía palabra de griego. ¡La peor de las suertes!
Pero ¿qué hacer? ¿Se puede maldecir a un hijo, a
la propia carne y sangre?
La
hija se le murió al dar a luz a su segundo hijo,
dejando a la vieja Achtitsa de herencia dos huérfanos.
Pobre excusa de un padre que todavía vivía (¿a
dónde irían sus demandas sin fin?) En realidad, ¡lo
que es ser jefe de familia, lo que es un vago,
bueno para nada! Jugador de cartas, borracho, y
todavía con otras tantas virtudes por mostrar. El
rumor era de que volvió a casarse en otro sitio, a
fin de hundir a otra familia, ¡canalla! ¡Tales
hombres! . . . ¡Había encontrado un marido bueno,
¡qué marido! (¡Una maldición a su cabeza!)
¿Qué
otra cosa podía hacer? Empujó lo bastante como
pudo, tratando de ganarse la vida por los huérfanos.
¡Qué lamentable! ¡Qué de cosas malas!
Dependiendo de la temporada, recogía hierbas, vides
podadas, aceitunas; trabajaba de jornalera.
Recogía también madroños con que hacer raki. Raspados de
uvas prensadas aquí, hojas de maíz allí,
utilizaba todo. Luego, en octubre, una vez que las
almazaras se abrían, tomaba una cucharada estaño
de cincuenta dracmas en una pequeña jarra y daba la
vuelta por los depósitos en los que se depositan
sedimentos y recogía aceite de allí. De esta
manera guardaba suficiente combustible para su
linterna que durara para un año.
Pero
la tía Achtista derivaba su ingreso primario de
espigar maíz. Cada año para junio tomaba un barco,
zarpaba y llegaba a Eubea. Fue así como debió
soportar el sobrenombre despectivo 'barquera' que
otras mujeres le dieron, ya que aún se consideraba vergüenza que una mujer viajara por mar. Allí,
junto al resto de otras mujeres pobres, reunían trigo que se caía de las haces de los segadores y
de la carga de los carros. Año por año, los
campesinos de Eubea y sus mujeres se burlaban de
ellas:
‒¡Aquí vienen las faldas! ¡Las faldas están de
vuelta otra vez!
Pero
ella se inclinaba con paciencia, en silencio, a
recoger los granos caídos de la rica cosecha de
Eubea, para llenar tres o cuatro bolsas, el
suministro de un año entero para ella y sus dos huérfanos,
a los que había dejado en confianza al cuidado de
Zerbinio, y luego a navegar de vuelta a su aldea junto
al mar.
Sólo
que este año los cultivos habían fracasado en
Eubea. Las aceitunas fallaron en la pequeña isla
donde vivía la vieja Achtitsa. Las viñas se
perdieron y el maíz, incluidos los madroños, casi
fracasó. Todos los cultivos se perdieron.
Debido a que nunca las desgracias llegan solas, un
fuerte invierno se plantó en las regiones del norte.
Desde noviembre, cuando el viento del sur apenas había
comenzado a soplar y la lluvia a caer, la nieve llegó.
Una
nevada se detenía y otra enseguida se ponía en
marcha.
A
veces, un viento seco del norte soplaba, empacando aún
más nieve, que no se fundía en todas las montañas.
Se esperaba siempre más.
La
anciana había logrado transportar a su espalda un
par de brazas de leña seca de los barrancos y
bosques ‒lo suficiente como para durarle dos o
tres semanas‒ cuando descendió el pesado
invierno.
Cerca
de mediados de diciembre, se produjo una pequeña
tregua en el tiempo y algunos tímidos rayos de sol
aparecieron, brillando como el oro en los más altos
techos. La vieja Achtitsa salió corriendo al bosque
a fin de llevar un poco de leña al interior,
mientras tuviera oportunidad. Al día siguiente,
el invierno pulsó sobre todos más amargamente.
Hasta
Navidad no habría ni un solo día bueno, ni un
parche claro de cielo para mirar, ni un rayo de sol.
El
penetrante viento del norte, “el portador de nieve”,
explotó en vísperas de Navidad. Los techos de las
casas estaban cargados de nieve compacta. Los juegos
de calle usuales y las peleas con bolas de nieve se
detuvieron. Aquel invierno no era de juego.
Cristales enanos colgaban de las tejas como fruta
madura, pero incluso al barrio ya no le picaba el
apetito de comerlos.
La
noche del veintitrés, Yeros había vuelto a casa
desde la escuela lleno de alegría pues las
lecciones terminaban al día siguiente. Incluso,
antes de alzar su mochila escolar bajo su brazo,
abrió con avidez el armario, pero no encontró
siquiera una corteza. La anciana se había ido, quizás
en busca de algo de pan. La pobre Patrona se
desplomó cerca de la chimenea, pero el hogar estaba
frío. Hurgó en las cenizas, pensando en su
simplicidad infantil (tenía sólo cuatro años, la
pobrecita) que la chimenea significaba calor, aunque
no estuviera iluminada. Pero la ceniza estaba mojada
por gotas de agua de nieve derretida, quizá por algún rayo de sol secreto y
transitorio que se había
filtrado.
*.*.*
Yeros,
de solo siete años, estaba al borde de
las lágrimas por no haber encontrado con qué
saciar su hambre. Abrió la única ventana, de tres
palmos de ancho. Toda la casa, con su techo bajo,
medios paneles y diván de hecho de toda
clase, estuvo a sólo dos brazos de altura
desde el suelo hasta el techo.
Yeros,
levantó un taburete en la ventana, junto al alféizar
de piedra, se subió a la banqueta apoyándose con
la mano izquierda, sobre el obturador abierto y,
llegó audazmente a los aleros; extendió su derecha
y desprendió un carámbano de las
“estalagmitas” que adornaban el techo. Empezó a
chupar lentamente y con placer, y dio una a Patrona.
¡Los pobres se morían de hambre!
Un
poco más tarde, la vieja Achtitsa regresó con algo
envuelto en su seno. Yeros, reconociendo por
experiencia que el pecho de su abuela no se abultaba
sin razón, dio un salto y corrió hasta su pecho
pegando la mano y dejó escapar un grito de alegría.
Esa buena noche aunque un tanto estricta, la abuela
había conseguido un trozo de pan, ¿quién
sabe cuanto habría tenido que rogar y suplicar?
Pero,
¡qué le iba a hacer!, a qué sacrificios no iba a
llegar por amor de ambos niños que eran suyos dos
veces, ¡los hijos de su hijo! Sin embargo, no quería
complacerlos mucho, ser demasiado blanda con ellos.
El chico, se llamaba Yeros porque llevaba el nombre de
su real "yeros", es decir, el "viejo",
o sea el difunto Barba Micaelos, cuyo nombre
a ella le dolía escuchar y decir en voz alta. La
infeliz niña se llamó así por el halagüeño
nombre de Patrona, como señora pobre que era, no
podía soportar el de “Argyro” que significa
"audiencia", el nombre que a su hija había dado su
madre a hoy la huérfana, mientras agonizaba tras darla
a luz. A excepción de estos pequeños apodos, no
les concedió mayor ternura a las dos pobres
criaturas, siempre pendiente de sus necesidades
diarias. También los protegió como pudo.
La
anciana preparó una cama para ambos huérfanos y
se acostó a su lado mientras le instruía a que
respiraran bajo la manta para mantenerse calientes.
Diciendo una mentira, pero deseando que pudiera ser
cierto, les prometió que el siguiente día Cristo traería madera y pan y un hervidor de agua
bullendo en el fuego. Ella permaneció despierta
hasta pasada la medianoche, meditando su amarga
suerte.
Por
la mañana, después de la liturgia (era vísperas
de Navidad), el párroco, el padre Dimitris, apareció
de repente en la puerta de aquella humilde morada:
‒Buenas
Nuevas ‒y se dirigió a ella con una sonrisa.
‒¿Buenas
nuevas? ¿De quién podría esperar noticias buenas?
‒Achtitsa,
recibí una carta para ti, ‒dijo el anciano
sacerdote, sacudiéndose la nieve de la sotana y el
mantón.
‒¡Entre,
Maestro! ¡Si hubiera fuego ‒susurró
para sí misma‒, un dulce o raki que
ofrecerle!
El
sacerdote subió los cuatro escalones y fue a
sentarse en el taburete. Metió la mano en su sotana
y sacó un sobre grande, cubierto con una variedad
de sellos oficiales y sellos postales.
‒¿Una
carta, padre, dijo? ‒Achtitsa repetía,
empezando a captar lo que el sacerdote le había
dicho.
La
carta que había sacado de su pecho, parecía estar
abierta por un extremo.
‒Esta
mañana llegó el barco, ‒volvió a decir el
sacerdote‒ y trajo esto, justo cuando salía de la
iglesia. ‒Y poniendo la mano en el sobre, sacó
un papel doblado.
‒La
carta está dirigida a mí‒añadió‒,
pero le concierne.
‒¡Qué!,
¿A mí?, ¿a mí? ‒Repitió la anciana
sorprendida.
El
padre Dimitris desdobló la carta.
‒Dios
ha mirado su sufrimiento y le ha enviado un poco de
alivio, ‒dijo el buen sacerdote. Su hijo le ha
escrito desde América.
‒¿De
Estados Unidos? ¡Yannis! ¡Yannis, se acordó de mí!
‒gritaba la anciana de alegría, persignándose;
luego agregó:
‒¡Gloria
a Dios!
El
sacerdote se puso las gafas y empezó a tratar de
traducir.
‒Tengo
dificultad para leer los caracteres que se utilizan
en estos días, pero voy a tratar de acercarme a lo
que dice, está pobremente escrito, ‒dijo‒,
y comenzó a leer con dificultad y marcados
tropiezos:
“Padre
Dimitris, beso su mano. En primer lugar, confío en
que usted esté bien, etc., etc. He estado fuera
durante muchos años y no sé lo que haya pasado allá,
si están vivos o muertos. Estoy muy lejos, hacia
abajo, en Panamá, y no se tiene contacto con otros
griegos que viven en Estados Unidos. Hace tres años
conocí a (así, así) y (así, así), sino que
también estuve en el extranjero muchos años sin
noticias de mi familia.
"Si
mi madre o mi padre están vivo, dígales que me
perdonen, porque a pesar de que siempre luchamos por
el bien, muchas veces las cosas nos salen mal. Caí
dos veces gravemente enfermo de una de las
infecciones más desagradables que se agarran aquí,
y pasé mucho tiempo en el hospital. Di todo mi
dinero a los médicos y apenas escapé con vida. Me
casé hace diez años, según la costumbre local,
pero ahora soy viudo, y no quiero nada más que
reunir lo suficiente dinero para regresar a casa, a
tiempo, para obtener la bendición de mis padres. Dígales
que no tengan nada contra mí, porque es voluntad de
Dios y no podemos ir contra ella. No deben guardarme
rencor ya que, a menos que Dios no quiera, el hombre
no puede llegar a ningún sitio.
“Le
envío un giro de cambio escrito a su nombre, padre,
para que su Reverencia lo firme y cuide de llevarle
el efectivo de mi padre o mi madre, si aún viven.
Si, y espero profundamente que así no sea, ellos
estuvieran muertos y enterrados, ¿sería su
Reverencia tan amable de cobrarlo y darle el dinero
a uno de mis hermanos ‒si igualmente están
vivos, o a un sobrino o alguna otra pobre alma? Y,
Padre, si mis padres están muertos, por favor
reserve parte del dinero para cuarenta liturgias a
su memoria. . .”
La
carta tenía mucho que decir, pero también omitía
una cosa importante. No se hacía referencia a la
cantidad de dinero que debía cobrarse. Tomando nota
de la omisión, el padre Dimitris supuso que el
autor de la carta había asumido, por la omisión,
que ya se había especificado la cantidad de dinero
a inicios de la carta considerando que no era
necesario repetirla más adelante. Por eso había
escrito simplemente: “tal cantidad”.
La
alegría de Achtitsa era inefable al recibir
noticias de su hijo, después de tantos años. Cual
si hubiera estado durmiendo bajo la ceniza durante
largos años, la chispa del amor maternal le subió
al rostro desde lo más profundo suyo y el rostro
envejecido, arrugado y maltratado se transformó,
brillando con juventud y belleza.
Aun
cuando ellos no entendían lo ocurrido, ambos niños,
al ver la alegría de su abuela, comenzaron a saltar
y a brincar.
*.*.*.
Kir
Margaritis no era precisamente una casa de cambio,
el prestamista o comerciante era todo eso juntos.
La
vieja Achtitsa, parecía estar en necesidad urgente;
tomó la promisoria nota de su hijo en la que aparecían
caracteres negros y rojos, escrito a mano, de la que
ni el párroco sabía mucho y se fue a la tienda de
Kir Margaritis.
Kir
Margaritis tomó una pizca de tabaco, se sacudió
los pantalones completos de los que siempre algo caía,
bajó su gorra hasta las cejas, se colocó sus
espejuelos y comenzó a examinar largamente el pagaré.
‒¿Viene
de Estados Unidos? ‒Dijo. Tu hijo te ha
recordado, ya veo. ¡Bravo! Me alegro por ti.
Luego
continuó:
‒Tiene
un número diez, pero no sé en qué moneda, diez
chelines, diez rupias, diez diademas, o diez. . . .
Se
detuvo antes de decir “diez libras esterlinas”.
‒Digamos
profesor‒murmuró Kir Margaritis‒, que
tal vez usted sabrá cómo leerlo. ¿Qué lengua es
de cualquier modo?
El
maestro de escuela, que estaba sentado al lado
viendo un partido de chiamo, convocado se acercó a
la tienda de Kir Margaritis, rígido y erecto en su
modo de andar, entró y cogió la carta y pidió a
Kir Margaritis que le prestara sus gafas; empezó a
sondear los caracteres latinos.
-Debe
ser Inglés, ‒dijo, ‒ a menos que sea
alemán. ¿De dónde viene este documento?
‒
Es de América,
Señor, ‒respondió la vieja Achtitsa.
‒¿De
Estados Unidos? Entonces es inglés. Y diciendo esto,
trató de sondear las palabras: “diez libras
esterlinas”, ‒escritas a mano en el cheque.
‒Esterlinas,
‒dijo. Esterlina significaría Talero, ‒creo‒.
La palabra parece ser de esta derivación, ‒se
pronunció dogmáticamente.
Volvió
la carta a manos de Kir Margaritis.
‒Será
eso, entonces, ‒dijo‒, y dado que el número
diez se escribe en la parte superior de la página,
tiene que ser un pagaré de diez táleros. Pero a
decir verdad, yo no soy experto en asuntos
financieros. Los hombres de letras nos ocupamos de
otras cosas.
Y
con eso, ya que sentía escalofríos en la tienda de
losa con pavimento de Kir Margaritis, regresó a la
casa de café a calentarse.
Kir
Margaritis había empezado frotándose las manos y
parecía perdido en sus pensamientos.
‒Ahora
bien, ¿qué hacemos? ‒Dijo, dirigiéndose a
la anciana. Los tiempos están difíciles. Los
negocios lentos. ¿Acepto y cambio esto en dinero en
efectivo para ti?, ¿cómo sé que mi dinero está
garantizado, o si el giro no es fraudulento? ¿Se
espera honestidad de allá, de ese mundo perdido?
Todos los fraudes, todos los falsificadores proceden
de allí. Esos vagabundos, ¿cómo se dice?,
‒con perdón, yo no incluyo a su hijo en esto‒,
vagan por ahí durante tanto tiempo, por allá, en
la tierra donde el sol calienta el pan y no se
molestan nunca en enviar dinero al verdadero hogar,
en efectivo adecuado, y sólo envían esos trozos de
papel sin valor.
*.*.*.
Dio
dos vueltas alrededor de su enorme oficina de
contabilidad y dijo:
‒Y
no es mínima hazaña, le haré saber. ¡Hablamos de
diez táleros! Si yo tuviera diez táleros, me casaría.
Luego
continuó:
‒Pero,
¿qué le puedo decir? Lo siento por usted ‒buena
mujer, con dos huérfanos que cuidar. Voy a quedarme
con tálero y medio, por los riesgos que implica y,
en cuanto a los ocho y medio restantes. . . así,
sin duda, que usted no va buscando coronas, le voy a
dar cinco francos para que quede balance entre
nosotros. . . Así... esto hace ocho francos y medio
con cinco francos. . . ¡Ah!, me olvidaba. . .
Pero
al contrario no se había olvidado. Había estado
pensando en eso desde el inicio.
‒Tu
difunto marido, Micaelos, algo me debe, no recuerdo
cuánto, era... hace un momento. . .
Y
se volvió a su libro de cuentas:
‒Ah,
sí, y creo que el bueno-para-nada de yerno, se alzó
con dos táleros míos.
Y
armado con sus gigantescas cuentas en su registro, añadió:
‒Es
correcto y apropiado, después de todo, que yo
retenga ese dinero. . . no importa la cantidad que
te quede, te parecerá un regalo del cielo.
Abrió
la caja registradora.
Las
densamente anotadas páginas de dicho registro parecían
campos fértiles, rica tierra. Lo que se sembraba en
ella daba frutos con creces.
Era
como la poda de hojas de un árbol joven, cada vez
que se hacía un nuevo desembolso de dinero. La raíz
permanecía bajo tierra, preparándose a brotar de
nuevo.
Enseguida
Kir Margaritis encontró el registro de las dos
cuentas.
‒Su
difunto marido me nueve y quince debía ‒le
dijo‒, y dos táleros prestados que
no pagó su yerno, hace. . .
Y
tomando la pluma, empezó a sumar las cantidades
adeudadas y la conversión de táleros en dracmas, y
luego a restar la suma total de diez táleros
franceses.
‒Así
y todo sale de mí darle. . .
‒Kir Margaritis ‒empezó a decir.
En
ese momento, una nueva figura apareció en escena.
Era
un comerciante de Siro, en su breve recorrido por la
isla por razones de negocios.
Con
un aire de confianza y seguridad en sí mismo, caminó
hasta el escritorio donde Kir-Margaritis se levantó.
‒¿Qué
es lo que tenemos aquí, Kir-Margaritis?. . . ¿Qué
es esto? ‒Le preguntó con una mirada rápida
al pagaré de la pobre viuda que estaba sobre la
mesa.
Y
luego, recogerlo:
‒La
letra de cambio es por diez libras inglesas, de América,
‒dijo con voz clara‒. ¿De dónde viene
esto? ¿Usted hace este tipo de negocios también,
Kir Margaritis?
‒¡Por
diez libras! La vieja Achtitsa repetía de forma
espontánea al oír la palabra pronunciada sin
incertidumbre.
‒Bueno,
sí, y por diez libras inglesas ‒dijo de nuevo
el comerciante de Hermópolis, ‒esta vez
dirigiéndose a ella. ¿Es suyo, tal vez?
‒Por
supuesto‒.
Por
lo general, cuando la vieja Achtitsa estaba de
acuerdo con algo siempre decía "sí".
Pero esta vez no entendía cómo se le ocurrió el más
formal 'por supuesto'.
‒¿Tal
vez por diez napoleones? ‒Murmuró Kir
Margaritis, mordiéndose el labio.
‒Yo
digo que es por diez libras inglesas, ‒repitió
el hombre proveniente de Siro.
‒¿No
entiendes?
Dio
otra mirada larga al pagaré: “Se garantiza el
dinero, en plata constante y sonante”, ‒le
digo. Mujer, ¿va a cobrarlo, aquí y ahora?
‒Le preguntó, empezando a sacar la bolsa.
‒¿Alguien
podría darle nueve. . . Libras francesas, ‒preguntó
Kir Margaritis, vacilante.
*.*.*.
‒¿Francesa?
Me lo llevo a nueve inglesas.
Y
girando la hoja de papel sobre, vio la firma del
buen sacerdote, lo comprobó con el nombre que
aparecía en el texto, y encontró que era idéntico.
Luego,
abriendo su bolso, contó en la mano de la viuda
Achtitsa, ante sus ojos deslumbrados, nueve brillantes
libras inglesas.
Y
así fue como sucedió que el día de Navidad la
pobre viuda llevaba un nuevo pañuelo blanco y los
dos huérfanos tenían camisas limpias en sus
cuerpecitos delgados y zapatos calientes para sus
pequeños pies congelados.
[1889]
De
la traducción al inglés de Elizabeth Clave Fowden
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