Reportero: Alberto Chimal


Uno descubre la poes�a como puede, y si desea hacerlo: si no es una imposici�n o un privilegio por el que no hace falta preocuparse, tomar� todas las opciones que est�n a su alcance. Para m�, la m�s extra�a fue un escaparate de la Cineteca Nacional, de una tienda que ya no existe.

Hace algunos a�os tuve la temeridad de nacer en Toluca, una ciudad de provincia (como a�n le dec�an) y cuando crec�, y mir� a mi alrededor, y quise escuchar m�sica, a las radios de mi casa no llegaba la influencia ben�fica de Rock 101; tampoco, triste de m�, sospechaba de la existencia del tianguis del Chopo, de las Ins�litas Im�genes de Aurora, de la Sociedad Ponce, de Rockdrigo Gonz�lez, de la Sala Margol�n, de nada: aquellos a�os fueron el vac�o, �lvaro D�vila, Roc�o D�rcal, Sandro de Am�rica. Y la lectura �ese vicio tan desagradable� me hab�a ense�ado a sentirme insatisfecho: incluso, hab�a excitado mi imaginaci�n, lo que tendr�a consecuencias funestas para mi futuro prefijado de profesionista respetable y productivo.

Pero estoy divagando. En una de las pocas visitas que pude hacer a la Cineteca durante mi adolescencia �para ver, desde luego, esas pel�culas que jam�s llegaron a mi ciudad natal� salimos de la sala por la noche, con fr�o, pero no nos apresuramos al autom�vil: �ramos varios amigos, gozando de nuestra proverbial libertad lejos de casa, de sentirnos sofisticados, pobres palurdos (el auto era del m�s rico de nosotros). As� nos detuvimos ante el escaparate que mencion� arriba. Nunca voy a olvidar el aire helado en mi cara, la luz p�lida que alumbraba los discos, los extra�os dibujos de algunas portadas, las fotos movidas y misteriosas de otras, los nombres �Ninot, Mam� Z, El Personal� y, especialmente, la imagen del hombre envuelto en tela de alambre, mirando hacia un lado, de Ayunando entre las ruinas de Arturo Meza.

No sospechaba que, para esta nota, me hubiera convenido m�s exaltar All the Rage, de Bob Ostertag interpretado por el Kronos Quartet, o Electric Counterpoint, de Steve Reich interpretado por Pat Metheny, o el Danz�n 2 de Arturo M�rquez dirigido por Diemecke, o cierta escena de Blue Velvet, con la m�sica amenazante y misteriosa de Angelo Badalamenti; o presumir cualquier grabaci�n de la colecci�n Das Alte Werk (por ejemplo, la enorme Bach 2000, que adem�s es car�sima); o hablar de mis colecciones (nunca la he tenido) de Franck, Gor�cki o Stephen Sondheim, o de �Chan Chan� del Buenavista Social Club, o del aria �Signore, ascolta� de Turandot interpretada por Mar�a Callas, o de la cinta de m�sica arar�, grabada in situ, que un amigo nos dio en Cuba, o al menos, al menos de c�mo me fue cuando estuve (no estuve) en el concierto de la Maldita Vecindad para el CEU, o de c�mo me gustaba, oh mis vern�culos or�genes: Jos� Alfredo, Timbiriche, Joaqu�n Sabina, y qu� y qu�.

Pero no: por no ser clarividente tuve que gastarme mis ahorros en Ayunando entre las ruinas y asomarme a cierta porci�n de la m�sica, y de la poes�a, por el lado menos apropiado: por la obra de un m�sico que se ha mantenido, desde hace 25 a�os, al margen, que s�lo se encuentra por azar (incluso en el Chopo y en el Napster) y que precisamente ahora, oh inconveniencia, ostenta una actitud al mismo tiempo m�stica y anticlerical, a favor de Jes�s y contra Mammon.

Pero no me importa. Gracias a �l, cierta parte de mi historia (al contrario de la del resto de mi generaci�n) no es de rebeld�a agotada ni de complacencia uniforme. Puede que la m�sica de sus canciones no sea tan revolucionaria. (Su Suite Koradi y su R�quiem son extra�os, inclasificables; su Homenaje a Borges es el mejor �disco tributo� que he escuchado.) Puede que su voz no sea perfecta y sus letras exhiban torpezas. Pero para m�, en ese momento, y ahora, que lo escucho nuevamente, representa un esp�ritu libre (esa cosa tan obsoleta y tan antigua), al modo del Incurable de David Huerta o del Roger Waters menos negro: uno que comienza una canci�n, su �Lamento�, con un retumbar que pelea contra el silencio, y que evoca la marcha de la humanidad con ese sonido insistente, mon�tono, lleno de oscuridades. Uno que responde a mi propia insatisfacci�n, a mi imaginaci�n excitada, a mi futuro prefijado (al de cualquiera) con una exaltaci�n de la amargura de la existencia, pero no de la desesperaci�n:

La sierpe de las sombras
llamada hombre
no quiere so�ar el universo.





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� 2000 Eduardo Rodriguez Esparza


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