Vida para el hombre, muerte para el planeta 


El hombre se levantó, como siempre, a las seis de la mañana. Era un hombre moderno, de una ciudad moderna. Su desayuno fue jugo de naranja y leche fría en envases de plástico que sacó del refrigerador. Después se montó en su auto para ir a su oficina. Como hacía calor, puso el aire acondicionado del vehículo. 
En su oficina trabajó en computadoras, y almorzó comida rápida llevada también en un envase de plástico térmico. De vuelta a su casa, se sentó a reposar en su sillón de espuma de lana artificial. 

El doctor Lavern Dumont tiene algo que decir de la vida moderna. «Todo esto es muy cómodo y esencial para el hombre moderno —dice el médico, investigador de la Universidad de París—; pero este hombre, y otros millones que hacen lo mismo que él, están matando el planeta tierra. Todo lo que él usa y disfruta despide fluorocarbonos, y los fluorocarbonos destruyen la protectora capa de ozono de la tierra.» 

Ponemos de relieve esto por dos razones. Una es porque casi todo lo que el hombre moderno usa para su comodidad está destruyendo de alguna manera el medio ambiente de la tierra. En busca de comodidad y placer, el hombre moderno destruye su propio hogar, que es el planeta en que todos vivimos. 

En segundo lugar, tratamos este caso porque es una parábola de la vida moral. Hay hombres que echan mano de todo lo que les da placer inmediato —el cigarrillo de marihuana, el trago de licor, la aventura galante con la mujer ajena— sin saber que eso está destruyendo su conciencia, su alma y su vida, por no decir su hogar, su esposa y sus hijos. 

Los fluorocarbonos destruyen el ozono; el egoísmo destruye el alma. Todas las cosas que hacemos tienen consecuencias: las sanas, consecuencias buenas; las malas, consecuencias destructivas. Esa es una ley inexorable que actúa en la naturaleza y actúa en el hombre. San Pablo la expuso en estos términos: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).

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