Martes 23 de agosto de 2005
A la mesa de la política nacional se coló, sin invitación, un nuevo
comensal: el zapatismo. No viste de etiqueta ni guarda las formas. Usa un
lenguaje altanero, lanza improperios y en lugar de limitarse a dar patadas por
debajo de la mesa a sus contrincantes, como ordenan los manuales de urbanidad
política, desafía de frente a los huéspedes permanentes. Y, en el colmo de la
transgresión, su vocero se resiste a seguir la moda fitness y hace
ostentación de una imprudente barriga.
La mesa estaba puesta para el festín de 2006 y las reglas establecidas. Al
banquete sólo puede entrar, debidamente registrada, la clase política. Ya la Suprema
Corte de Justicia salió al quite de la partidocracia. La política, sentenció,
es monopolio de los partidos y sus profesionales. Pero, sin pedir permiso o
perdón, los del sur profundo se metieron al festejo.
La afrenta incomoda y ha provocado las más diversas respuestas. "¿Dónde
está su invitación?", les preguntan unos. "¡Cuiden su
lenguaje!", exigen otros. "Calladitos se ven más bonitos",
advierte alguien por ahí. "Aguarden un poco, no desesperen, en cuanto lleguemos
les abrimos la puerta a los que se quedaron afuera", prometen varios más.
"¡Pónganse a dieta!", solicita alguna dama obsesionada con la cultura
de la buena apariencia corporal.
Pero, a pesar de las descalificaciones, los rebeldes no cejan en su empeño
de hacerse presentes donde no los quieren. Buscan abrir un espacio para ellos y
para millones que no tienen representación política real. Apuestan a cambiar
drásticamente las reglas del juego. Los rebeldes son otro jugador que en lugar
de mover las piezas del ajedrez de la política institucional dan jaque a los
adversarios poniendo su bota en el tablero. Otro jugador que quiere que la
política deje de ser patrimonio de los profesionales. Y el que rechacen la
política tradicional o a la clase política no quiere decir que deserten de la
política, sino, como ellos han dicho, "a una forma de hacer
política".
El zapatismo no se propone ocupar el gobierno ni tomar el poder; se
ubica frente al poder, lo resiste. No es un partido de oposición, no habla su
lenguaje, no se mueve en el terreno de las instituciones políticas
tradicionales. No lo es porque, en palabras del ensayista Tomas Segovia, no se
propone sustituir un equipo de gobierno por otro y se niega a comportarse con
las reglas del juego del poder como hacen los partidos de oposición. No lo es,
además, porque la oposición se opone a un gobierno, pero no al poder, mientras
la rebelión se opone al poder y rechaza sus reglas de juego.
La rebelión resiste, esto es, afirma su potencia, su capacidad de invención,
de producción de sentido. Defiende derechos y valores que el poder atropella,
reprime, relega. Resiste, desde su singularidad, las propuestas de formateo
social del orden constituido, la injusticia realmente existente. Resiste y
estimula la voluntad de cambio.
La resistencia anticipa la posibilidad de llevar a cabo otro tipo de
política y de programa. Lejos de rechazar las posibilidades de transformación
social profunda, las acerca. Que no exista hoy plenamente esa política no
quiere decir que no vaya a existir. La Sexta Declaración y la otra campaña
anuncian la determinación de avanzar en esa ruta.
¿Por qué así? ¿Por qué de esa manera? Entre otras causas, el "otro
jugador" rechaza la política institucional porque los sectores cuyos
intereses expresa han sido previamente excluidos de ella. Su participación ha
sido bloqueada. No tienen cabida en su seno, salvo en condiciones de absoluta
subordinación. Y no contenta con esta segregación, la elite política se ha
burlado, ha ofendido y engañado a los zapatistas, mientras algunos de sus
integrantes se tomaban la foto con el subcomandante Marcos. Sin ir más
lejos, el Estado mexicano (los tres poderes) canceló en 2001 la posibilidad de
que los pueblos indígenas tuvieran representación política sustantiva por la
vía del reconocimiento de sus derechos culturales diferenciados, la única que
les garantizaría una representación real.
Para abrirse paso en el tablero político nacional una fuerza emergente
necesita precisar con claridad que quienes hablan en su nombre en la esfera
institucional no la representan realmente. La elite política mexicana es
diestra en administrar y negociar desde las alturas intereses ajenos, en hablar
y acordar a nombre de otros para conseguir ventajas propias. No sería extraño
que el drástico deslinde del EZLN con el PRD esté parcialmente inscrito en esta
lógica. Su crítica al sol azteca bien pudiera consistir en una forma de
informar a la nación que ese invitado permanente a la mesa política nacional
que habla a nombre de los de abajo es un suplantador que no los representa ni a
ellos ni a su causa.
Hace ya muchos años, un clásico de la picaresca política nacional, hoy tan
en desuso como deslegitimado, el hoy difunto José López Portillo, se
preguntaba, no sin razón: "En la Reforma habló el centro. En la
Revolución, el norte. ¿Cuándo hablará el sur?" Desde enero de 1994 la
rebelión del sureste hizo sonar su palabra y en agosto de 2005 subió el tono.
No está de más preguntar a los "colados incómodos" si para hacerse
escuchar, sin demérito de sus raíces y sus razones, pueden prescindir de lo que
hoy pervive como lo mejor del legado político del norte y del sur o, lo que es
lo mismo, del liberalismo y el nacionalismo revolucionario.