La pseudociencia no puede progresar
porque se las arregla para interpretar cada fracaso como una confirmación, y cada
crítica como si fuera un ataque... como la magia y como la tecnología, la
pseudociencia tiene un objetivo primariamente práctico, no cognitivo, pero, a
diferencia de la magia, se presenta ella misma como ciencia y, a diferencia de
la tecnología, no goza del fundamento que da a ésta la ciencia.
Mario Bunge
Ya en 1976 Illich1
alertaba que "el compromiso social de proveer a todos los ciudadanos de
las producciones casi ilimitadas del sistema médico amenaza con destruir las
condiciones ambientales y culturales para que la gente viva una vida autónoma y
saludable. La medicina institucionalizada ha llegado a ser una grave amenaza
para la salud". La parafernalia tecnológica desempeña un papel singular,
por ejemplo, en el enfermo terminal, ya que contribuye a ignorar que la
prolongación de la muerte no es sinónimo de prolongación de la vida.
Paralelamente, se ha producido un auge espectacular de la producción y
comercialización farmacológicas que ha permitido que la industria farmacéutica
escale el tercer lugar mundial en cuanto a volumen de ganancias y al adquirir
un poder económico manipular el consumo mundial de fármacos.
Paralelamente, cabe tener en cuenta
que por medio de la práctica social las sociedades han desarrollado
experiencias y sistematizado formas especiales de "conocer y saber"
acerca de la salud y la enfermedad, que han ido configurando un conjunto de
nociones y conocimientos formados en la práctica cotidiana y espontánea de la
gente común, hasta llegar a la práctica empírica que concentra y sistematiza la
experiencia de la colectividad en largo tiempo.2 Este saber
informal, de indudable valor cultural, es considerado por algunos salubristas
como algo que es necesario conservar o recuperar debido a su valor secular.
Todo ello explica en parte la
tendencia a que cada vez más gente eluda la "medicina oficial" y
acuda a procedimientos marginales o alternativos, parte de los cuales se
encuadran en la llamada Medicina Natural y Tradicional (MNT), fenómeno que
emerge con especial énfasis en países desarrollados pero que ha alcanzado gran
empuje en Cuba, donde se parte de una cultura popular propensa a este tipo de
prácticas y de un favorable contexto sociocultural e histórico. Cuba es un país
con gran tradición de yerberos y prácticas mágico-religiosas, como señalaba
Fernando Ortiz en 1951:3
La medicina folklórica es la que más
se practica en la realidad, pues las clases pobres, que son más numerosas e
ignorantes, tienen que acudir en sus dolencias a la medicina casera y a los
recursos del curanderismo profano o religioso, benéfico o explotador, bien
intencionado o con malicia y eficaz o inútil y hasta nocivo, por no tener ellas
a su alcance otros medios defensivos de su salud.
Las terapias de este tipo producen, sin
embargo, un marco polémico. Se identifican en la actualidad dos posiciones
extremas: una, caracterizada por la defensa sectaria y vehemente de estas
prácticas; la otra, representada por su negación categórica desde posiciones
cientificistas. Posiblemente, ambas sean perniciosas. Naturalmente, entre esos
dos polos se ubica una amplia gama de posiciones, en muchos casos matizadas por
la confusión y el desconcierto.
Este proceso se ha venido
desarrollando a lo largo de los últimos años en un marco carente de nítidas
directrices orientadoras en lo que se relaciona con la investigación y el
carácter científico o no de las diversas expresiones posibles de la MNT. Parece
claro que la actividad de investigación en este campo ha sido -con excepción de
la fitoterapia- fragmentada, no exigida ni sistematizada, muy escasamente
estimulada y no sentida como necesaria por la casi totalidad de los
practicantes, quienes se contentan en general con sus observaciones y las
anécdotas que pueden relatar.
Es imposible valorar una propuesta
científica si no se cuenta con un marco teórico potente que permita distinguir
entre ciencia y pseudociencia. Con frecuencia se escuchan debates en que
intervienen declaraciones del tipo "la práctica X sí es científica pero la
Y no lo es, en tanto que la teoría Z aún está en discusión". Muchas veces,
lamentablemente, se trata de palabras vacías de contenido, pues no dimanan de
un examen sistemático y correcto de X, Y y Z, sino de convicciones nacidas de
la intuición, de la asimilación inercial de lo que dicen o hacen otros, o de
una concepción errónea de los objetivos y procedimientos de la ciencia.
Por lo tanto, lo primero que debe
establecerse con transparencia es que el propósito central de la ciencia es el
establecimiento de las leyes que rigen los fenómenos que examinan, así como
conformar teorías (sistemas de leyes) que expliquen los acontecimientos, tanto
los actuales como los potenciales. Tal esfuerzo se orienta a conseguir, a la
postre, el control tecnológico más fructífero de esos acontecimientos.
Es bien conocido que el proceso de
conformación de dichas leyes y teorías exige la aplicación de un método
riguroso, que muchas veces es arduo y árido, complejo y lento, a diferencia de
la especulación no científica, que resulta más fácil y en principio más
interesante que la paciente colección de datos objetivos en un marco teórico
previo y el proceso subsiguiente de desentrañarlos y organizarlos dentro de
estructuras teóricas que sean interna y externamente coherentes.
La ciencia no pretende ser final,
incorregible y definitivamente cierta. Como resume Bunge,4 lo que
afirma la ciencia es:
·
que
es más verdadera que cualquier modelo no científico del mundo
·
que
es capaz de probar, sometiéndola a contrastación empírica, esa pretensión de
verdad.
·
que
es capaz de descubrir sus propias deficiencias
·
que
es capaz de corregir sus propias deficiencias.
Lo que se propone sobre estas bases
es construir representaciones parciales de la realidad que la modelen de manera
cada vez más adecuada. Nunca parte de postulados mesiánicos e inamovibles; en
todo caso, de hipótesis siempre abiertas a ser desechadas o mejoradas si se
hallan motivos para ello. Ninguna especulación extracientífica es tan modesta
ni da tanto de sí. La pseudociencia es, en cambio, típicamente arrogante, se
autoproclama dueña de la verdad y raramente se autocritica.
Las especulaciones no científicas
acerca de la realidad suelen caracterizarse por uno o más de los siguientes
rasgos:
·
no suelen formular interrogantes transparentes, sino más bien problemas
para los que ya se tienen respuestas anticipadas
·
no proponen hipótesis ni explicaciones fundamentales y contrastables;
para averiguar la verdad se valen de técnicas inescrutables
·
no se proponen hacer contrastaciones objetivas de sus tesis y desdeñan o
eluden los estándares universalmente admitidos para ello
·
suplen los argumentos estructurales con ilustraciones de sus
concepciones y las evidencias estadísticas con anécdotas
·
las leyes que esbozan o enuncian son básicamente especulativas y se
definen a través de categorías difusas y elusivas
·
permiten la coexistencia de contradicciones internas en su propia
formulación; su carácter sectario no consiente las enmiendas que se podrían
derivar de dichas contradicciones.
Algunos defensores de prácticas que carecen de toda explicación racional o que
están en franca oposición a leyes comprobadas de la ciencia, arguyen que lo
único importante es si el método funciona o no. Esto trae a colación un viejo
dilema: si los tratamientos no suponen iatrogenias ni efectos secundarios
negativos, y además hay testimonios favorables a su efectividad, ¿por qué
cuestionarlos?, ¿por qué no aprovechar el recurso terapéutico sin más
discusión?, ¿cuál es la posición científicamente válida ante este dilema?
Hay dos razones de naturaleza
diferente pero cada una suficiente para objetar la traslación de este burdo
pragmatismo a la ciencia médica. La primera concierne al espíritu del pensamiento
científico. Aceptar las terapias a partir exclusivamente de sus éxitos
clínicos, supone un error metodológico, porque tiende a convalidar la renuncia
a determinar su base teórica y restringe la investigación, si es que la admite,
a un marco puramente empírico. El problema de aceptar oficial o socialmente
terapias sin base científica, y manejarlas como válidas, puede suponer un freno
y un retraso grave en dicha investigación, e implicar a la larga grandes
despilfarros en inversiones y subvenciones. Además de lo anterior, hay que
enfatizar que tal convocatoria supone restringir nuestras herramientas
valorativas al marco del pragmatismo, como si la teoría y el conocimiento
general no pudieran ser útiles incluso para el propio perfeccionamiento de dichas
terapias. Cabe no perder de vista una realidad admitida en todos los entornos
mundiales en que rige un sentido estratégico de la ciencia: "La práctica
sin teoría es ciega y la teoría sin práctica es estéril".5
Por otro lado, hay otra razón
práctica: no es nada insólito que un paciente, ante una enfermedad grave,
preocupado o irritado por una ausencia de mejoría, acuda al terapeuta
alternativo abandonando el tratamiento prescrito inicialmente. Cuando más
tarde, en ausencia de mejoría o tras una recaída, vuelve a su médico habitual,
el abandono del tratamiento ha resultado clave. Esta pérdida de tiempo, puede
resultar trágica.6
La especulación acientífica ofrece
muy poco a la ciencia contemporánea. Prestar atención automática a cada
propuesta, por descabellada y contradictoria que sea, no puede ser la regla de
conducta, aunque sólo fuera por mero afán de racionalidad y de ahorro de
recursos humanos y materiales. Sin embargo, aun en casos como estos, pudiera
ser aconsejable contrastar rigurosamente y con estándares valorativos
indiscutibles las pretensiones de corte pseudocientífico, pues establecer que
ellas son falsas significará adquisición de conocimiento y, llegado el caso,
permitirá combatir convicciones absurdas o erróneas, especialmente cuando han conseguido
extenderse.
La condición más importante que
tiene que cumplir una tecnología terapéutica para verse dignificada por el
escrutinio científico no es, sin embargo, que se asiente en un cuerpo teórico
adecuado. Aunque ello, desde luego, es altamente recomendable para, como se ha
dicho, no despilfarrar recursos, no resulta absolutamente indispensable.
Existen diversas expresiones
terapéuticas alternativas que invocan sistemáticamente la existencia de
energías desconocidas para la física, y procesos fisiológicos no descubiertos
por la bioquímica ni la biología. La pertinaz y enmarañada alusión a tales
energías y procesos no sólo no aporta un ápice de evidencia en favor de su
existencia real (del mismo modo que la repetición machacona de que se ha alcanzado
un obejtivo no contribuye en nada a la convicción de que se ha alcanzado) sino
que obstaculizan seriamente su valoración. Por lo tanto, constituye una demanda
crítica que la propuesta tecnológica esté definida claramente y no maneje
términos borrosos e inapresables; y lo que sí es simple y directamente
imprescindible para proceder a la contrastación rigurosa que demanda su
convalidación inicial es que formule con nitidez sus presuntas virtudes.
Se vislumbra un confuso entramando
teórico-conceptual que involucra a todos: practicantes, investigadores,
personalidades científicas y dirigentes de la ciencia. La disparidad de
actitudes y posiciones entre personalidades relevantes de las ciencias de la
salud es tal que se registra desde gran entusiasmo hasta honda preocupación y
alarma; no se observa, sin embargo, indiferencia. Es necesario aprovechar ese
interés para promover espacios de discusión científica dentro y entre los
estamentos involucrados.
Luis Carlos Silva Aycaguer, Dr. C.
Vicerrectoría de Investigaciones y Posgrado
Instituto Superior de C. Médicas de la Habana
1.
Illich
I. Némesis médica. Joaquín Ortiz, México, 1978.
2.
Breilh
J. El deterioro de la vida. Corporación Editora Nacional, Quito, 1990.
3.
Ortiz
F. La medicina folklórica de Cuba. Bohemia/1951;12(48):16-8.
4.
Bunge
M. La investigación científica. Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro,
La Habana, 1972.
5.
Bernal
J. La ciencia en nuestro tiempo. Nueva Imagen, México DF, 1979.
6.
Tellería
C, Sanz VJ, Sabadell MA. La homeopatía: historia, descripción y análisis
crítico. Alternativa Racional a la Pseudociencia. Zaragoza, 1994.