No quisiera revelar la identidad de cierto conocido
de origen europeo que, muchos años atrás, hizo la siguiente confesión.
Transcurría la segunda guerra mundial y, en su calidad de ingeniero, se le
encomendó la tarea de realizar mediciones para determinar posibles fuentes de
agua subterránea en la región. El primer día salió al campo con su equipamiento
de prospección para comenzar el trabajo, pero todo parece indicar que el
insistente silbido de los tiros a diestra y siniestra lo persuadieron de la conveniencia de
utilizar una estrategia menos arriesgada. Simplemente, decidió inventar
las mediciones: entregó a sus superiores un detallado conjunto de valores de
parámetros geofísicos totalmente salidos de su cabeza. Pero su sorpresa fue
mayúscula cuando comprobó que, tras ser procesadas sus “mediciones”, se perforó
en el lugar que los cálculos indicaban y...¡el agua brotó!. O bien habían
tenido mucha suerte...o la región asignada era extremadamente rica en aguas
subterráneas.
Anécdotas como
ésta indican claramente lo escabroso que se torna evaluar científicamente la
efectividad de una tecnología. Aún más difícil es evaluar la veracidad ó no de
las innumerables afirmaciones que encontramos en la vida diaria sobre
“capacidades” ó “poderes” que dicen poseer ciertas personas, ó, incluso, que se
dice poseen ciertos objetos inanimados. Y no estoy hablando sólo del simple
engaño (como el de la anécdota introductoria), sino de casos en los que existe
la creencia honesta en tales poderes. Uno de los más ancestrales es,
justamente, la supuesta capacidad de detectar agua subterránea u objetos
metálicos con el simple uso de una vara de madera.
Considerando la
enorme capacidad de sugestión y de auto-sugestión que posee el ser humano
(¡consciente ó incons-cientemente!), creo firme-mente que la única forma válida
de evaluar científicamente muchas de estas afirmaciones, es utilizando el
llamado “ensayo doble-ciego”. Muy
simplificada-mente, este ensayo consiste en que ni las personas que “adivinan”
ni las que “evalúan” saben, a priori,
cuál es la “respuesta correcta”. Sólo así se evita que la subjetividad
de “adivinadores” y “evaluadores” distorsionen la medición ó la interpretación
de los datos experimentales. Pero pongamos un ejemplo concreto, como el
experimento que realizó en 1997 el investigador R. Hyman para comprobar las
habilidades de cierto sujeto que aseguraba ser capaz de localizar agua
subterránea u objetos metálicos escondidos usando tan sólo una vara de madera.
Un grupo de colaboradores colocó 100 cubos plásticos boca-abajo, entre los
cuales 10 (o sea, el 10%) tenían un objeto metálico en su interior. Para que el
ensayo fuera realmente “doble ciego”, ni el adivinador ni el que lo hacía pasar
al recinto donde estaban los cubos sabían en qué cubos se encontraban los
objetos. Entonces, se invitaba al
adivinador a detectar un cubo que contuviera un objeto metálico. Si lo
detectaba, el acompañante anotaba un éxito y, si no, anotaba un fracaso. Nuevamente, el equipo de colaboradores
cambiaba la posición de los objetos metálicos dentro de los cubos sin que el
adivinador y el acompañante estuvieran presentes, y se procedía a repetir el
experimento. El proceso se repetía
muchas veces. El sentido común (y la teoría de las probabilidades) indica que,
si aproximadamente el 10% de los intentos era exitoso, entonces la localización
había sido puramente casual, y no había tenido que ver con ningún “poder
especial”. Para demostrar que la capacidad de detección era real, se debía
lograr bastante más de un 10% de éxitos. Lamentablemente, el resultado del
experimento de Hyman fue el siguiente: el adivinador se paseaba una y ora vez
con su vara a lo largo de la fila de cubos, diciendo que “no conseguía una
señal fuerte”. De hecho, nunca logró encontrar ni un solo objeto metálico. Como
en ensayos anteriores del mismo tipo, el adivinador se encontraba genuinamente
turbado por su fracaso –evidentemente no estaba tratando de engañar
conscientemente a nadie. En verdad, hubiera sido fabuloso que existieran
realmente personas capaces de detectar objetos metálicos con una tecnología tan
primitiva como un palo: ¡cuántas vidas se hubieran salvado de las traicioneras
minas terrestres plantadas en países pobres, cuánto se habría ahorrado en el
sofisticado equipamiento científico que se utiliza para detectar yacimientos
minerales metálicos, ó en simples detectores de metales en los aeropuertos de
todo el mundo!.
Los ensayos
doble-ciego son también utilizados, por algunas entidades médicas y
farmacéuticas, para comprobar la efectividad de tratamientos o de
medicamentos. Aquí el método puede
consistir, por ejemplo, en fabricar píldoras reales y píldoras “de mentira” de
igual apariencia y sabor que las reales (éstas últimas conocidas por
“placebos”), y administrarlas a pacientes sin que éstos (ni las personas que se
las administran) sepan si están tomando la real ó la ficticia. Luego, terceras
personas estudian la evolución de los síntomas de la enfermedad en todos los
pacientes, y deciden, mediante cuidadosos estudios estadísticos, si la mejoría
o no de la enfermedades está realmente asociadas a las píldoras “reales”, ó
están provocadas por efectos subjetivos. La posible mejoría ó sensación de
mejoría asociada (en nuestro caso) al uso de píldoras falsas, se conoce como
“efecto placebo”. En mi opinión, si bien el uso del “efecto placebo” con fines
terapéuticos pudiera ser conveniente desde cierto punto de vista, también puede
constituir un arma letal. Imagínese, por ejemplo, el caso hipotético en que un
paciente logre mejorar su dolor de cabeza durante cierto tiempo debido a los
efectos de auto-sugestión provocados por la administración de una píldora “de
mentira” que “le va a resolver todos los problemas”. Meses después, el dolor de
cabeza es tan fuerte que no se puede controlar mediante la píldora placebo. El
paciente se somete a una tomografía, y se detecta que la causa del dolor era un
tumor cerebral. Desgraciadamente, en el momento de la tomografía éste ha
crecido tanto, que ya es inoperable: aquí, la ciencia ha llegado demasiado
tarde para salvar al paciente.
Desde luego,
algunos efectos curativos pueden ser especialmente difíciles de poner a prueba
utilizando ensayos doble-ciegos. Imagínese el caso hipotético de que alguien
afirme que se pueden sacar las espinas clavadas en los dedos colocando sobre
ellas un octaedro de papier-maché orientado hacia Jerusalem durante tres horas. En mi opinión, para comprobar la veracidad o
no de ésta propuesta, se debería hacer un ensayo doble ciego que implicaría
montar un experimento muy complejo, como el siguiente. Primero, se les clavan
espinas idénticas, a la misma profundidad, en las mismas condiciones de
asepsia, en el dedo índice de la mano derecha, a 100 pacientes de parámetros de
salud lo más similares posibles. Se fabrica una pared con otros tantos
orificios de tal suerte que, cuando los pacientes meten los brazos a través de
ellos, no puedan ver sus manos. Entonces, un equipo de colaboradores
independientes, del otro lado de la pared, coloca octaedros sobre el 50% de los
dedos índices, seleccionados aleatoriamente, sin que los pacientes sepan a
quién se le aplicó el octaedro. Tres horas más tarde, los pacientes sacan sus
brazos de los orificios, y un equipo de médicos totalmente aislado de las
personas que habían colocado los octaedros, examina los dedos, para ver en
cuáles quedan espinas, y en cuáles no.
Finalmente, un equipo independiente compara la lista de los médicos con
la lista de a quiénes se les colocaron los octaedros, y realizan un estudio
estadístico que finalmente indica si existe una relación causa-efecto
científicamente confiable entre la aplicación del “tratamiento” octaédrico, y
la eliminación de las espinas. Como ser humano lleno de prejuicios, confieso
que me complacería consignar aquí, descarnadamente, mi opinión sobre el
resultado que arrojaría un estudio como éste, si se aplicara a muchas creencias
sobre poderes curativos y otros. Pero como científico, debo controlar mis
impulsos humanos: esperaré a que personas competentes efectúen los ensayos
doble-ciego que creo exige el método científico en cada caso. En él, y sólo en
él, mi fe es ciega.