El fraude homeopático

 

Posted: 20 Jan 2017 12:21 AM PST

Por Martín Bonfil Olivera

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de enero de 2017


A fines de diciembre pasado la revista Proceso publicó los resultados de la Encuesta Nacional de Ciencia y Tecnología 2015, elaborada por la UNAM, donde se revela, entre otras tristes muestras de la falta de cultura científica en nuestra población, que “los mexicanos tienen
más confianza en los horóscopos que en la ciencia”.

El resultado no es sorprendente:
otras encuestas llevadas a cabo con cierta regularidad en nuestro país ofrecen siempre resultados similares: poca confianza en la ciencia, poco conocimiento de ella, incapacidad para distinguir entre ciencia legítima y seudociencias.

El problema de distinguir entre la ciencia digna de confianza y sus imitaciones fraudulentas no es algo que se resuelva fácilmente: ha ocupado durante más de un siglo a científicos, filósofos y otros especialistas, quienes lo conocen como el “
problema de la demarcación”.

Y es que tanto la ciencia como muchas falsas ciencias tienen el mismo origen: la curiosidad humana, la búsqueda de respuestas a problemas, el uso del sentido común, de la observación y la experimentación para tratar de obtener conocimiento sobre la naturaleza, que nos permita entender el movimiento de los astros o los ciclos naturales del planeta, curar enfermedades y tomar decisiones en la vida. La diferencia es que muchas disciplinas se conforman con respuestas que suenen lógicas o coherentes, y toman en cuenta sólo los datos que coincidan con ellas. Surgen así disciplinas seudocientíficas como la
astrología, la alquimia, el espiritismo o la grafología (en la vertiente que pretende revelar el carácter de una persona a través de su escritura).

La ciencia legítima, en cambio, ha hecho esfuerzos a lo largo de cientos de años para desarrollar métodos que impidan a los científicos engañarse a sí mismos, pues reconocen la multitud de
sesgos cognitivos que nuestra especie posee y que nos hacen pensar, por ejemplo, que porque algo ocurre una vez ocurrirá siempre, o que porque dos eventos ocurrieron uno después de otro hay entre ellos una relación de causa y efecto. La observación y experimentación repetidas y controladas, y sometidas a la revisión y crítica de terceros, así como el uso de la estadística, son parte del complejo sistema de control de calidad que la ciencia moderna usa para tratar de reducir al mínimo la tendencia humana a engañarse.

Aun así, se puede defender el derecho de las personas a creer en aquello que les convenza, sean éstas historias de extraterrestres que nos visitan en platillos voladores, influencias planetarias que afectan nuestro destino, o la existencia de fantasmas y otros seres sobrenaturales. Simplemente, hay que insistir en que dichas creencias carecen de todo sustento científico, como lo demuestran numerosas investigaciones llevadas a cabo durante décadas.

Pero cuando se trata de la salud pública, hay que marcar límites. Existe una infinidad de seudociencias médicas que proliferan en todos los países y afirman, en contra no sólo de la lógica y el conocimiento científico, sino de toda la evidencia disponible, poder curar enfermedades.
Acupuntura, homeopatía, reiki, aromaterapia, flores de Bach, curación con cuarzos o péndulos, terapias “cuánticas”… la lista es interminable.

En particular la
homeopatía tiene una larga historia: fue inventada a fines del siglo XVIII por el alemán Samuel Hahnemann, quien a partir de los efectos contra la fiebre de la quinina –que servía para combatir la malaria, pero que tomada por alguien sano podía producir fiebre– hizo la generalización de que “lo semejante cura lo semejante”. A partir de ese y otros caprichosos principios, como el de que una sustancia se hace más “potente” cuanto mayor sea su dilución (siempre y cuando antes se agite vigorosamente cien veces, claro), y manteniendo ideas provenientes de la medicina hipocrática, Hahnemann creó la homeopatía.

La explicación de la gran popularidad de esta seudomedicina es compleja. El caso es que a principios del siglo XX tuvo gran popularidad en Francia, de donde fue importada, a instancias de homeópatas mexicanos,
por el gobierno de Porfirio Díaz, que fundó el Hospital Nacional Homeopático (que subsiste hasta nuestros días, como parte de la Secretaría de Salud, y que fue recién remodelado y reinaugurado en 2014), y la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que hoy es parte del Instituto Politécnico Nacional y forma, lamentablemente, médicos con preparación científica y al mismo tiempo homeopática.

El problema con la homeopatía es que, a pesar de sus más de dos siglos de historia, ha demostrado ser una terapia
completamente inútil: numerosísimos estudios hechos durante décadas en todo el mundo lo confirman. Por supuesto, mucha gente afirma haberse curado con tratamientos homeopáticos. Lo mismo ocurre con otras terapias, o con quien pone una veladora a la virgen o se hace una limpia. Pero estas curaciones son sólo producto del efecto placebo: la aparente acción terapéutica de un tratamiento que no se debe realmente a éste. Por otro lado, los principios teóricos de la homeopatía van en contra de todo el conocimiento químico y farmacológico acumulado durante siglos. El efecto de una sustancia disminuye, no aumenta, con su dilución, y las diluciones homeopáticas frecuentemente implican que la solución no contiene ya ni una sola molécula de la sustancia supuestamente curativa (los homeópatas explican esto diciendo que lo que se preserva es su “espíritu curativo”).

Aunque hay homeópatas en todo el mundo y
una industria transnacional que fabrica estos inútiles medicamentos, y aunque en Alemania –tan dada a las supersticiones naturistas– goza de gran prestigio, en numerosos países avanzados como el Reino Unido, Francia, España, Australia, Holanda o Suiza las autoridades y la comunidad médica han reconocido su inutilidad terapéutica, y en algunos países se ha logrado que los tratamientos homeopáticos dejen de recibir apoyo del sistema de salud pública. Y en noviembre de 2016 la Comisión Federal de Comercio de los Estados Unidos determinó que “Los remedios homeopáticos (…) tendrán ahora que venir con una advertencia que especifica que están basados en teorías anticuadas no aceptadas por la mayoría de los expertos médicos modernos y que no hay evidencia científica de que el producto funcione”.

Desgraciadamente, sus raíces históricas y amplia aceptación hacen que la homeopatía siga formando parte del sistema de salud mexicano. Recientemente, el diario La Jornada publicó
varios reportajes donde presenta, con la opinión de homeópatas y fabricantes de medicamentos homeopáticos, a esta seudomedicina como una opción no sólo válida, sino mejor que la medicina científica (a la que los homeópatas llaman, erróneamente, “alopática”), con el argumento de que “no causa efectos secundarios”. E informa, asimismo, que en el Diario Oficial de la Federación se publicó, en agosto pasado, la “Primera Actualización del Cuadro Básico y Catálogo de Medicamentos Homeopáticos”.

Con esto, el gobierno federal, y las autoridades de salud,
continúan avalando una terapia inútil que muchas naciones avanzadas ya están, afortunadamente, comenzando a rechazar, pues defrauda la confianza de los ciudadanos al ofrecer tratamientos ineficaces para tratar enfermedades reales.

Cierto: los mexicanos confiamos más en los horóscopos que en la ciencia. Y también en las seudomedicinas.

 

 

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