Mitos Transgénicos

 

Rosa Porcel

Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas

Universidad Politécnica de Valencia

Condensado de El Escéptico 50, anuario 2021


 

Desde que se inició la agricultura hace más o menos 12 000 años se fueron domesticando los cultivos gracias a distintas técnicas. Básicamente, mediante selección. ¿Qué se seleccionaba? Pues alguna cualidad que resultara interesante.

El brócoli, el rábano, la col de Bruselas, la coliflor, el romanesco, el kai-lan, la berza, etc. proceden todos de la misma planta, la Brassica oleracea. En función de la parte que quisieran desarrollar más, se fueron generando distintos alimentos. Por ejemplo, si pretendían potenciar flores y tallo, obtuvieron el brócoli. Si solo querían desarrollar el tallo, se obtuvo el rábano. Si buscaban mayor producción de hojas aparecieron la berza, la col o el kai-lan... y en el caso de las flores, el romanesco y la coliflor.

Aún hoy en día, nos sigue interesando seleccionar. Por ejemplo, que las plantas tengan un tamaño determinado, que todas las espigas maduren simultáneamente o que el tamaño de la semilla sea mayor.

Una de las acciones más importantes fue bloquear genes responsables de la toxicidad. La patata, la berenjena, el tomate y el pimiento pertenecen a la familia de las solanáceas. Se llama así por la presencia de un compuesto tóxico llamado solanina. A lo largo de cientos y miles de años hemos conseguido ir reduciendo el contenido de ese alcaloide en estos cultivos lo suficiente como para no morir, aunque aún podemos detectarlo. ¿Has visto alguna vez una zona verde en una patata, incluso bajo la piel? Esa es la solanina, y sigue presente. De hecho, los tomates verdes, aquellos que son verdes estando maduros (no los inmaduros), tienen mayor contenido de solanina. El cultivo original de tomate silvestre consistía en una pequeña baya del tamaño de una aceituna, tan tóxica que podía matar.

 

Fig. 1: a) Sandía original (bodegón de Giovanni Stanchi); b) Plátano original con semillas; c) Espigas de teosinte, antecesor silvestre del maíz (Wikimedia)

 

En la figura 1 tenéis la evolución de distintas plantas. La A es una sandía de un cuadro de Giovanni Stanchi, del siglo XVII. Hace 400 años la sandía era dura, tenía la carne blanca, probablemente muy poco dulce y estaba llena de semillas. Hoy en día las sandías no tienen pepitas y están dulces.. Los primeros plátanos eran mucho más pequeños (Fig.1B) y estaban tan llenos de semillas que prácticamente no tenían parte comestible. Actualmente no tienen semillas (por eso son estériles). El maíz original (Fig. 1C) era una pequeña espiga que fue mejorada a lo largo del proceso de domesticación para darnos lo que hoy disfrutamos como una mazorca.

A lo largo de cientos y miles de años se ha ido modificando ese ADN a través de procesos de selección, hibridaciones, cruzamientos, y ya en la década de los años setenta con la mutagénesis. A través de esta tecnología se ha obtenido la mayoría de los cultivos que tenemos hoy en día.

Después surgió la ingeniería genética. Por definición, un transgénico es un organismo donde se ha introducido un fragmento de ADN que procede de otro organismo distinto, y esto se ha hecho mediante ingeniería genética.

Este término, que parece tan novedoso, no lo es. Basta con ir a la propia naturaleza para ver que ya estaba inventado. Uno de los métodos que tenemos para hacer plantas transgénicas se basa en el uso de una bacteria presente en el suelo llamada Agrobacterium tumefaciens (actualmente Rhizobium radiobacter). Esa bacteria tiene la capacidad de infectar una planta y provocar tumores, porque introduce en su genoma la información para que esto ocurra. Nosotros aprovechamos esta capacidad de introducir información genética en la planta para cambiarla por la que queremos, de manera que introducimos una nueva cualidad sin provocar ninguna enfermedad en la planta.

 

Mitos económicos

La superficie de cultivo biotecnológico modificado genéticamente es superior a la convencional (aunque no siempre)[1]. En la gráfica de la figura 2 se puede ver que a lo largo del tiempo, desde más o menos 1996 que fue cuando empezaron a despuntar, hasta 2018, que es de cuando tenemos cifras, el área destinada a cultivos biotecnológicos ha ido aumentando con el tiempo. La mayor superficie es ocupada por la soja, luego el maíz, seguida del algodón y la colza. Claramente se ve que en el caso de la soja y del algodón hay mayor superficie de cultivos biotecnológicos, cosa que no ocurre, por ejemplo, con el maíz o con la colza.

Está muy extendida la creencia de que las compañías biotech, especialmente Monsanto (que ya no existe), son las únicas que se benefician de esta tecnología, o bien que una sola empresa tiene el monopolio. No es cierto. En la figura 3 se puede ver el desarrollo de los cultivos por cada uno de los países. Hay países como Ecuador, Cuba, Nigeria, Uganda, Bangladés, Filipinas, Indonesia e incluso Kenia y Sudáfrica. Algunos cultivos están en investigación todavía, pero en otros como Cuba, Bangladés o Indonesia ya están aprobados. Todos estos desarrollos se han llevado a cabo en universidades o centros de investigación públicos, no hay ninguna empresa detrás que cope el mercado.

Hablemos de los agricultores. ¿Se ven obligados a comprar semillas modificadas genéticamente cada año? Sí, es cierto que cada año compran semillas. ¿Pero por qué? Simplemente porque les interesa. Si siembran la semilla que obtienen, cada año van a tener menos rendimiento y esto no se debe a ninguna manipulación de la semilla, es cuestión de genética. Las plantas no van a ser tan fuertes, ni serán tan resistentes a la sequía o a otro tipo de estrés. En definitiva, van a tener una peor calidad si se cultivan esas semillas. Los agricultores saben que esto ocurre y no se arriesgan a perder productividad, así que compran semillas cada año. Pero esto pasa tanto con las semillas biotecnológicas como con las semillas convencionales. No tiene nada que ver con que sean cultivos transgénicos.

 

Fig. 2: a) Evolución de la superficie dedicada a cultivos biotecnológicos (1996-2018) b) Proporción dedicada a distintos tipos de cultivo: Soybeans (soja); maize (maíz); cotton (algodón); canola (colza); others (otros: remolacha, patata, manzana, calabacín, papaya y berenjena); (isaaa.org).

 

Fig. 3: Distribución mundial de investigación pública en cultivos transgénicos (agrobio.org)

 

Mitos ambientales

Nos vamos al medio ambiente. Mucha gente piensa que un problema puede ser la polinización cruzada entre cultivos modificados genéticamente y otros convencionales. ¿Podría suceder? La verdad es que sí, si no se toman las medidas adecuadas. Lo que ocurre es que los agricultores llevan a cabo una serie de prácticas para evitar que esto tenga lugar. Por ejemplo, distancia e hileras de aislamiento entre los cultivos, diferentes fechas de floración, limpieza de equipos, trazabilidad, etiquetado, etc.

Otro de los mitos frecuentes es que «los cultivos transgénicos, resistentes a insecticidas, afectan a otros animales». El más sonado de este tipo de cultivos es el maíz BT que, por cierto, es el único que se cultiva actualmente en la Unión Europea y del que España es el mayor productor. Este maíz tiene la característica de estar modificado para producir un insecticida natural. Produce una toxina generada por el Bacillus thuringiensis. Es una tecnología que se lleva usando sesenta años en la agricultura ecológica y tiene un mecanismo de acción específico. Se ha visto que esta estrategia tiene menos efectos secundarios que los pesticidas convencionales y es selectiva y respetuosa con el medio ambiente.

 

Mitos sobre la salud

Es el tema que más nos preocupa. ¿Son perjudiciales los transgénicos? Cifras del último informe de la Comisión Europea, dicen que en veinte años de cultivo de alimentos transgénicos se han producido cero problemas de salud y cero problemas medioambientales.

Fig. 4: Esquema del mecanismo de evaluación de riesgos para la salud de un alimento transgénico

 

Si un alimento transgénico está en el mercado[2], podemos decir que es seguro. Cada transgénico es un evento independiente y se tiene que evaluar de forma independiente. Esa evaluación consiste en un duro, largo y costoso proceso donde tienen que cumplir unos requisitos de manera que, si llega al final, pueda obtener la autorización (Fig. 4). El coste económico que implica un proceso tan largo es lo que hace, entre otras cosas, que principalmente lo puedan asumir grandes multinacionales. Si en algún momento del proceso de evaluación se demuestra que puede existir el más mínimo riesgo, se descarta y finalmente no se aprueba.

Hay quien puede pensar que «pueden producir alergia, eso no se sabe, porque no llevan tanto tiempo usándose o consumiéndolos como para saber que no la producen». Hay alimentos convencionales que las producen y los vamos a encontrar en el supermercado: frutas como el plátano, el melocotón o el kiwi, sobre todo. También los frutos secos, el marisco, los huevos, el pescado, etc.

Por el contrario, sí se han desarrollado distintos alimentos transgénicos precisamente para combatir problemas de alergia, por ejemplo, el arroz transgénico frente al polen: hay gente que es alérgica al polen de cedro y al ciprés y desarrolla asma bronquial. Este arroz combate los síntomas de dicha alergia.

 

¿Para qué sirven los transgénicos? ¿Son realmente necesarios?

Vamos a dejar la alimentación un momento y nos vamos a ir a la medicina. En este sector tenemos el claro ejemplo de la insulina, que ya tiene casi cuarenta años de desarrollo. Antes de que la insulina fuera transgénica y se obtuviera de levaduras y bacterias como la Escherichia coli, la insulina se obtenía del páncreas de los cerdos. Una persona diabética insulinodependiente necesitaba 50 cerdos, 50 páncreas a lo largo del año para satisfacer sus necesidades de insulina. Esto hacía que fuera un tratamiento caro, solo al alcance de unos pocos e inseguro, porque podía generar problemas de rechazo además de venir de cerdos en granja que podían estar enfermos.

Se consiguió introducir el gen responsable de la síntesis de insulina humana en otros organismos para que estos la produjeran, con lo cual ya no había rechazo, y la cantidad de proteína producida y el bajo coste del proceso hacía que cualquier persona que la necesitara tuviera acceso a un tratamiento seguro. Fue una auténtica revolución médica de la que se benefician actualmente millones de personas.

Mediante esta tecnología hemos obtenido además anticoagulantes, la hormona del crecimiento, la paratiroidea, factores hematopoyéticos e incluso vacunas. Pero también se han desarrollado terneras que dan leche maternizada cuya composición es muy similar a la leche materna humana. Otras terneras producen leche con insulina o con otras moléculas terapéuticas (hormonas, colágeno, fibrinógeno, lactoferrina…).

Siguiendo con las aplicaciones médicas, podemos desarrollar cerdos para xenotrasplantes, es decir, utilizar cerdos como fuente de órganos y tejidos, de manera que evitaríamos el problema del rechazo y la consiguiente administración de un tratamiento crónico.

Como curiosidad, el primer medicamento obtenido mediante ingeniería genética utilizando animales transgénicos fue aprobado por la FDA en 2009, obtenido a partir de cabras transgénicas. En 2014 se aprobó uno obtenido en conejos y en 2015 en pollos.

El molecular pharming, un juego de palabras para designar la granja molecular, es un área de la biotecnología que trata de utilizar plantas para producir compuestos de interés farmacológico o de interés industrial, ya que pueden ser no solo moléculas con aplicaciones terapéuticas, sino también pigmentos o enzimas.

De las plantas no solo podemos producir productos de interés farmacológico, sino que directamente, comiéndonos una determinada planta, nos podríamos inmunizar frente a cierto tipo de enfermedades. Pongamos un ejemplo: se ha desarrollado una lechuga que al comerla nos inmunizamos frente a la hepatitis B. Tenemos patatas que inmunizan frente al cólera o espinacas frente a la rabia. Se podría dotar de estos cultivos para evitar personal sanitario, agujas y pinchazos. Además, es barato.

Cuando al principio desarrollábamos cultivos transgénicos, hace ya veinte años, se trataba de que ofrecieran una ventaja sobre todo al agricultor: cultivos resistentes a enfermedades, a herbicidas o a varias condiciones ambientales como sequía, por ejemplo. Pero llegó un momento en el que se empezó a pensar no solo en el agricultor, sino también el consumidor.

En el sudeste asiático, el arroz es la base de la alimentación de 800 millones de personas. A pesar de ser un alimento nutritivo, es deficiente en betacaroteno, precursor de la vitamina A, lo que origina que más de un millón de niños mueran al año por enfermedades derivadas de la falta de esta vitamina y medio millón sufra xeroftalmia severa (la mitad morirá el mismo año). Este arroz ha demostrado a lo largo de los años, y de muchísimas investigaciones científicas, ser efectivo para evitar este problema tomando solo 60 g al día, algo que es completamente viable. Sin embargo, a pesar de esto y de ser un producto cuya patente fue liberada para fines humanitarios, no termina de llegar a todos. Preguntemos a los grupos ecologistas, que durante años han ejercido tal presión (en contra)[3] que, en una carta firmada por más de 100 premios nobel, se llegó a calificar este bloqueo de crimen contra la humanidad.

 

Fig. 5: Piña rosa (Piqsels.com) y tomate púrpura (Tiffany Woods, Flickr), enriquecidos en antioxidantes

 

En el mercado tenemos una piña de color rosa (Fig. 5), debido a su contenido en antioxidantes, moléculas de efecto anticancerígeno. De forma similar, también enriquecido en antioxidantes tenemos un tomate púrpura o el arroz púrpura, de un precioso color morado. Disponemos de patatas con menor contenido en acrilamida, compuesto tóxico originado con la fritura, trigo apto para celíacos, cultivos donde se ha conseguido que la proporción de ácidos grasos sea más saludable o que contengan el aminoácido del que carecían para conseguir un perfil nutricional más completo. En definitiva, todos tendrán mejores propiedades organolépticas o nutricionales.

Yo creo que es tarde para decir que no a los transgénicos. Llevan con nosotros muchísimo tiempo, en forma de insulina, billetes de euro hechos con algodón transgénico, productos de limpieza, líquido de lentillas, algodón sanitario… La tecnología empleada para obtener todo esto es la ingeniería genética y algunos de esos cultivos, como el algodón, son transgénicos.

Sin embargo, a pesar de que muchos de los productos con los que convivimos tengan su origen en esta tecnología, prácticamente no estamos comiendo alimentos transgénicos. España es uno de los países donde por ley se tiene que etiquetar si el contenido supera el 0,9 %. Y en cuanto a la percepción social de los transgénicos, por suerte están cambiando las cosas. En una encuesta donde se preguntó a la sociedad si el uso de transgénicos suponía más beneficios que perjuicios, la opinión mejoró de 2014 a 2016.

De hecho, en otra encuesta de la FECYT se preguntó si comer un fruto modificado genéticamente cambiaba los genes de la persona que lo come. Durante algunos años, la proporción de gente que contestaba afirmativamente (de forma errónea) era alta y hemos sido testigos poco a poco de que el porcentaje ha ido disminuyendo. Parece que hay más gente informada y que algunos probablemente tenían una opinión formada y la han cambiado. Quiero pensar que la divulgación científica también ha tenido algo que ver.

Ver para creer y leer para ser libre.

 


[1] N. del E.

[2] Europeo (N. del E.)

[3] N. del E.