Desde que se
inició la agricultura hace más o menos 12 000 años se fueron domesticando los
cultivos gracias a distintas técnicas. Básicamente, mediante selección. ¿Qué se seleccionaba? Pues alguna cualidad que resultara
interesante. El brócoli, el
rábano, la col de Bruselas, la
coliflor, el romanesco, el kai-lan, la berza, etc. proceden todos de la misma
planta, la Brassica oleracea. En función de la parte
que quisieran desarrollar más, se fueron generando distintos alimentos. Por
ejemplo, si pretendían potenciar flores y
tallo, obtuvieron el brócoli. Si solo querían desarrollar el
tallo, se obtuvo el rábano. Si buscaban mayor
producción de hojas aparecieron la berza, la col o el
kai-lan... y en el caso de las flores, el romanesco
y la coliflor. Aún hoy en
día, nos sigue interesando seleccionar. Por ejemplo, que las plantas tengan
un tamaño determinado, que todas
las espigas maduren simultáneamente o que el tamaño de la semilla sea mayor. Una de las acciones más importantes fue bloquear genes responsables de la toxicidad. La patata, la berenjena, el tomate y el pimiento pertenecen a la familia de las solanáceas. Se llama así por la presencia de un compuesto tóxico llamado solanina. A lo largo de cientos y miles de años hemos conseguido ir reduciendo el contenido de ese alcaloide en estos cultivos lo suficiente como para no morir, aunque aún podemos detectarlo. ¿Has visto alguna vez una zona verde en una patata, incluso bajo la piel? Esa es la solanina, y sigue presente. De hecho, los tomates verdes, aquellos que son verdes estando maduros (no los inmaduros), tienen mayor contenido de solanina. El cultivo original de tomate silvestre consistía en una pequeña baya del tamaño de una aceituna, tan tóxica que podía matar.
Fig. 1: a) Sandía original (bodegón de Giovanni Stanchi); b)
Plátano original con semillas; c) Espigas de teosinte, antecesor silvestre
del maíz (Wikimedia) En la figura 1
tenéis la evolución de distintas plantas. La A es una sandía de un cuadro de Giovanni Stanchi, del siglo XVII. Hace 400 años
la sandía era dura, tenía la carne blanca, probablemente
muy poco dulce y estaba llena de semillas. Hoy en día las
sandías no tienen pepitas y están dulces.. Los
primeros plátanos eran mucho más pequeños (Fig.1B) y estaban tan llenos de
semillas que prácticamente no tenían parte comestible. Actualmente no tienen
semillas (por eso son estériles). El maíz original (Fig. 1C) era una pequeña
espiga que fue mejorada a lo largo del proceso de domesticación para darnos
lo que hoy disfrutamos como una mazorca. A lo largo de cientos y miles
de años se ha ido modificando ese ADN a través de procesos de selección,
hibridaciones, cruzamientos, y ya en la década de los años setenta con la
mutagénesis. A través de esta tecnología se ha obtenido la mayoría de los
cultivos que tenemos hoy en día. Después surgió la ingeniería
genética. Por definición, un transgénico es un organismo donde se ha
introducido un fragmento de ADN que procede de otro organismo distinto, y
esto se ha hecho mediante ingeniería genética. Este término, que parece tan
novedoso, no lo es. Basta con ir a la propia naturaleza para ver que ya
estaba inventado. Uno de los métodos que tenemos para hacer plantas
transgénicas se basa en el uso de una bacteria presente en el suelo llamada Agrobacterium
tumefaciens (actualmente Rhizobium radiobacter). Esa bacteria
tiene la capacidad de infectar una planta y provocar tumores, porque
introduce en su genoma la información para que esto ocurra. Nosotros
aprovechamos esta capacidad de introducir información genética en la planta
para cambiarla por la que queremos, de manera que introducimos una nueva cualidad
sin provocar ninguna enfermedad en la planta.
Mitos económicos
La superficie de cultivo
biotecnológico modificado genéticamente es superior a la convencional (aunque
no siempre)[1]. En la gráfica de la figura 2 se puede ver que a lo largo
del tiempo, desde más o menos 1996 que fue cuando empezaron a despuntar,
hasta 2018, que es de cuando tenemos cifras, el área destinada a cultivos
biotecnológicos ha ido aumentando con el tiempo. La mayor superficie es
ocupada por la soja, luego el maíz, seguida del algodón y la colza.
Claramente se ve que en el caso de la soja y del algodón hay mayor superficie
de cultivos biotecnológicos, cosa que no ocurre, por ejemplo, con el maíz o
con la colza. Está muy extendida la creencia
de que las compañías biotech, especialmente Monsanto (que ya no
existe), son las únicas que se benefician de esta tecnología, o bien que una
sola empresa tiene el monopolio. No es cierto. En la figura 3 se puede ver el
desarrollo de los cultivos por cada uno de los países. Hay países como
Ecuador, Cuba, Nigeria, Uganda, Bangladés, Filipinas, Indonesia e incluso
Kenia y Sudáfrica. Algunos cultivos están en investigación todavía, pero en
otros como Cuba, Bangladés o Indonesia ya están aprobados. Todos estos
desarrollos se han llevado a cabo en universidades o centros de investigación
públicos, no hay ninguna empresa detrás que cope el mercado. Hablemos de los agricultores. ¿Se ven obligados a comprar semillas modificadas genéticamente cada año? Sí, es cierto que cada año compran semillas. ¿Pero por qué? Simplemente porque les interesa. Si siembran la semilla que obtienen, cada año van a tener menos rendimiento y esto no se debe a ninguna manipulación de la semilla, es cuestión de genética. Las plantas no van a ser tan fuertes, ni serán tan resistentes a la sequía o a otro tipo de estrés. En definitiva, van a tener una peor calidad si se cultivan esas semillas. Los agricultores saben que esto ocurre y no se arriesgan a perder productividad, así que compran semillas cada año. Pero esto pasa tanto con las semillas biotecnológicas como con las semillas convencionales. No tiene nada que ver con que sean cultivos transgénicos.
Fig. 2: a) Evolución de la
superficie dedicada a cultivos biotecnológicos (1996-2018) b) Proporción
dedicada a distintos tipos de cultivo: Soybeans (soja); maize (maíz); cotton
(algodón); canola (colza); others (otros: remolacha, patata, manzana,
calabacín, papaya y berenjena); (isaaa.org).
Fig. 3: Distribución
mundial de investigación pública en cultivos transgénicos (agrobio.org)
Mitos ambientales
Nos vamos al medio ambiente.
Mucha gente piensa que un problema puede ser la polinización cruzada entre
cultivos modificados genéticamente y otros convencionales. ¿Podría suceder?
La verdad es que sí, si no se toman las medidas adecuadas. Lo que ocurre es
que los agricultores llevan a cabo una serie de prácticas para evitar que
esto tenga lugar. Por ejemplo, distancia e hileras de aislamiento entre los
cultivos, diferentes fechas de floración, limpieza de equipos, trazabilidad,
etiquetado, etc. Otro de los mitos frecuentes es que «los cultivos transgénicos, resistentes a insecticidas, afectan a otros animales». El más sonado de este tipo de cultivos es el maíz BT que, por cierto, es el único que se cultiva actualmente en la Unión Europea y del que España es el mayor productor. Este maíz tiene la característica de estar modificado para producir un insecticida natural. Produce una toxina generada por el Bacillus thuringiensis. Es una tecnología que se lleva usando sesenta años en la agricultura ecológica y tiene un mecanismo de acción específico. Se ha visto que esta estrategia tiene menos efectos secundarios que los pesticidas convencionales y es selectiva y respetuosa con el medio ambiente.
Mitos sobre la salud Es el tema que más nos
preocupa. ¿Son perjudiciales los transgénicos? Cifras del último informe de
la Comisión Europea, dicen que en veinte años de cultivo de alimentos
transgénicos se han producido cero problemas de salud y cero problemas
medioambientales.
Fig. 4: Esquema del
mecanismo de evaluación de riesgos para la salud de un alimento transgénico
Si un alimento transgénico está
en el mercado[2], podemos
decir que es seguro. Cada transgénico es un evento independiente y se tiene
que evaluar de forma independiente. Esa evaluación consiste en un duro, largo
y costoso proceso donde tienen que cumplir unos requisitos de manera que, si
llega al final, pueda obtener la autorización (Fig. 4). El coste económico
que implica un proceso tan largo es lo que hace, entre otras cosas, que
principalmente lo puedan asumir grandes multinacionales. Si en algún momento
del proceso de evaluación se demuestra que puede existir el más mínimo
riesgo, se descarta y finalmente no se aprueba. Hay quien puede pensar que
«pueden producir alergia, eso no se sabe, porque no llevan tanto tiempo
usándose o consumiéndolos como para saber que no la producen». Hay alimentos
convencionales que las producen y los vamos a encontrar en el supermercado:
frutas como el plátano, el melocotón o el kiwi, sobre todo. También los
frutos secos, el marisco, los huevos, el pescado, etc. Por el contrario, sí se han desarrollado distintos alimentos transgénicos precisamente para combatir problemas de alergia, por ejemplo, el arroz transgénico frente al polen: hay gente que es alérgica al polen de cedro y al ciprés y desarrolla asma bronquial. Este arroz combate los síntomas de dicha alergia.
¿Para qué sirven los
transgénicos? ¿Son realmente necesarios? Vamos a dejar la alimentación
un momento y nos vamos a ir a la medicina. En este sector tenemos el claro
ejemplo de la insulina, que ya tiene casi cuarenta años de desarrollo. Antes
de que la insulina fuera transgénica y se obtuviera de levaduras y bacterias
como la Escherichia coli, la insulina se obtenía del páncreas de los
cerdos. Una persona diabética insulinodependiente necesitaba 50 cerdos, 50
páncreas a lo largo del año para satisfacer sus necesidades de insulina. Esto
hacía que fuera un tratamiento caro, solo al alcance de unos pocos e
inseguro, porque podía generar problemas de rechazo además de venir de cerdos
en granja que podían estar enfermos. Se consiguió introducir el gen
responsable de la síntesis de insulina humana en otros organismos para que
estos la produjeran, con lo cual ya no había rechazo, y la cantidad de
proteína producida y el bajo coste del proceso hacía que cualquier persona
que la necesitara tuviera acceso a un tratamiento seguro. Fue una auténtica
revolución médica de la que se benefician actualmente millones de personas. Mediante esta tecnología hemos
obtenido además anticoagulantes, la hormona del crecimiento, la paratiroidea,
factores hematopoyéticos e incluso vacunas. Pero también se han desarrollado
terneras que dan leche maternizada cuya composición es muy similar a la leche
materna humana. Otras terneras producen leche con insulina o con otras
moléculas terapéuticas (hormonas, colágeno, fibrinógeno, lactoferrina…). Siguiendo con las aplicaciones
médicas, podemos desarrollar cerdos para xenotrasplantes, es decir, utilizar
cerdos como fuente de órganos y tejidos, de manera que evitaríamos el
problema del rechazo y la consiguiente administración de un tratamiento
crónico. Como curiosidad, el primer
medicamento obtenido mediante ingeniería genética utilizando animales
transgénicos fue aprobado por la FDA en 2009, obtenido a partir de cabras
transgénicas. En 2014 se aprobó uno obtenido en conejos y en 2015 en pollos. El molecular pharming,
un juego de palabras para designar la granja molecular, es un área de la
biotecnología que trata de utilizar plantas para producir compuestos de
interés farmacológico o de interés industrial, ya que pueden ser no solo
moléculas con aplicaciones terapéuticas, sino también pigmentos o enzimas. De las plantas no solo podemos
producir productos de interés farmacológico, sino que directamente,
comiéndonos una determinada planta, nos podríamos inmunizar frente a cierto
tipo de enfermedades. Pongamos un ejemplo: se ha desarrollado una lechuga que
al comerla nos inmunizamos frente a la hepatitis B. Tenemos patatas que
inmunizan frente al cólera o espinacas frente a la rabia. Se podría dotar de
estos cultivos para evitar personal sanitario, agujas y pinchazos. Además, es
barato. Cuando al principio
desarrollábamos cultivos transgénicos, hace ya veinte años, se trataba de que
ofrecieran una ventaja sobre todo al agricultor: cultivos resistentes a
enfermedades, a herbicidas o a varias condiciones ambientales como sequía,
por ejemplo. Pero llegó un momento en el que se empezó a pensar no solo en el
agricultor, sino también el consumidor. En el sudeste asiático, el
arroz es la base de la alimentación de 800 millones de personas. A pesar de
ser un alimento nutritivo, es deficiente en betacaroteno, precursor de la
vitamina A, lo que origina que más de un millón de niños mueran al año por
enfermedades derivadas de la falta de esta vitamina y medio millón sufra
xeroftalmia severa (la mitad morirá el mismo año). Este arroz ha demostrado a
lo largo de los años, y de muchísimas investigaciones científicas, ser
efectivo para evitar este problema tomando solo 60 g al día, algo que es
completamente viable. Sin embargo, a pesar de esto y de ser un producto cuya
patente fue liberada para fines humanitarios, no termina de llegar a todos.
Preguntemos a los grupos ecologistas, que durante años han ejercido tal
presión (en contra)[3] que, en una
carta firmada por más de 100 premios nobel, se llegó a calificar este bloqueo
de crimen contra la humanidad.
Fig. 5: Piña rosa
(Piqsels.com) y tomate púrpura (Tiffany Woods, Flickr), enriquecidos en
antioxidantes En el mercado tenemos una piña
de color rosa (Fig. 5), debido a su contenido en antioxidantes, moléculas de
efecto anticancerígeno. De forma similar, también enriquecido en
antioxidantes tenemos un tomate púrpura o el arroz púrpura, de un precioso
color morado. Disponemos de patatas con menor contenido en acrilamida,
compuesto tóxico originado con la fritura, trigo apto para celíacos, cultivos
donde se ha conseguido que la proporción de ácidos grasos sea más saludable o
que contengan el aminoácido del que carecían para conseguir un perfil nutricional
más completo. En definitiva, todos tendrán mejores propiedades organolépticas
o nutricionales. Yo creo que es tarde para decir
que no a los transgénicos. Llevan con nosotros muchísimo tiempo, en forma de
insulina, billetes de euro hechos con algodón transgénico, productos de
limpieza, líquido de lentillas, algodón sanitario… La tecnología empleada
para obtener todo esto es la ingeniería genética y algunos de esos cultivos,
como el algodón, son transgénicos. Sin embargo, a pesar de que
muchos de los productos con los que convivimos tengan su origen en esta
tecnología, prácticamente no estamos comiendo alimentos transgénicos. España
es uno de los países donde por ley se tiene que etiquetar si el contenido
supera el 0,9 %. Y en cuanto a la percepción social de los transgénicos, por
suerte están cambiando las cosas. En una encuesta donde se preguntó a la
sociedad si el uso de transgénicos suponía más beneficios que perjuicios, la
opinión mejoró de 2014 a 2016. De hecho, en otra encuesta de
la FECYT se preguntó si comer un fruto modificado genéticamente cambiaba los
genes de la persona que lo come. Durante algunos años, la proporción de gente
que contestaba afirmativamente (de forma errónea) era alta y hemos sido
testigos poco a poco de que el porcentaje ha ido disminuyendo. Parece que hay
más gente informada y que algunos probablemente tenían una opinión formada y
la han cambiado. Quiero pensar que la divulgación científica también ha
tenido algo que ver. Ver para creer y leer para ser
libre. |