Fuente: Diario “El Mercurio”, Santiago de Chile, 27 Enero 2002,
E1-E2
LA DEPRESIÓN BIPOLAR:
EL
PELIGRO DE UNA MODA
MARCO ANTONIO
DE LA PARRA
PSIQUIATRA Y
ESCRITOR
Es imposible, a comienzos del siglo
XXI, desconocer los hallazgos realizados tanto en el enfoque biológico como en
el psicoterapéutico para el tratamiento de muchas dolencias, como también es
perentorio abandonar posiciones reduccionistas en
ambos territorios.
Los últimos
descubrimientos relativos a la función de los neurotransmisores en el mecanismo
etiológico de las depresiones bipolares han hecho replantearse la misma idea
diagnóstica de un cuadro depresivo, dejando éste de ser excluyente y tornándose
peligrosamente ambiguo en sus límites nosológicos. Todos los psiquiatras en
ejercicio podemos atestiguar una proliferación evidente del diagnóstico de
depresión bipolar, hasta el punto de convertirse en un hecho sociológico, como
lo fue la histeria en tiempos florecientes del psicoanálisis. Tal como todos
fueron histéricos, hoy todos somos bipolares o estamos en un evidente riesgo de
ser diagnosticados como tales Me atrevería a sugerir una investigación cruel,
pero cierta, que revele que el cincuenta por ciento de los pacientes que
visiten una consulta psiquiátrica saldrán con este diagnóstico, a pesar de
padecer síntomas ambiguos que serán lamentablemente “precisados “ por el propio “interrogatorio”. Durante mi formación he
visto muchas veces “crear” síndromes a partir de la entrevista, y esto ha sido
un problema duro de llevar por toda la profesión. La indagación clínica seria
es lenta y delicada, y por supuesto nos involucra en nuestros enfoques. Toda la
idea de la “mirada” depende de quién mira, y no cabe duda de que, como Goethe decía, se ve lo que se sabe o más bien lo que se
cree que se sabe.
La
depresión bipolar o los supuestamente así diagnosticados pacientes se han visto
notablemente aliviados de la existencia de un arsenal farmacológico cada vez más
preciso, de respuestas clínicas más evidentes y rápidas, careciendo de molestos
efectos secundarios. Ante estos avances la mirada clínica se ha vuelto atrás, corrigiendo
el muchas veces revisado esquema nosológico. En mis
años de formación fuimos estrictamente
entrenados para diagnosticar esquizofrenias en una proporción de ocho a
uno respecto de los cuadros depresivos. Con los años de evolución, hemos podido
seguir a pacientes que, diagnosticados en serias reuniones clínicas como cuadros psicóticos graves, han tenido
una mejoría completa gracias al cambio de orientación terapéutica y a la puesta
en interrogación de nuestras convicciones anteriores.
Al
momento actual es muy difícil desconocer que cualquier entrevista médico-paciente
crea un clima de comunicación interactiva, en que la aparición de un diagnóstico
incluye a quien lo diagnostica, y no solamente al diagnosticado. Esto no es un
defecto del instrumento, sino una advertencia en su propio uso. Las referencias
al sueño genético de una explicación final y mecánica de las patologías se
deshace frente al hallazgo de neurobiólogos y experimentadores en genética:
ciertos genes se activan ante ciertas experiencias vitales quebrando la ilusión
positivista de una sola explicación de las enfermedades. Nos enfermamos en ciertos
momentos de nuestra historia, después o antes de ciertas enfermedades y bajo la
bandera de ciertos sucesos. Ciertos estilos de vida nos alteran más el soma y
el mundo psíquico es difícil separarlo e incluso integrarlo bajo el neologismo
de lo psicosomático sin ser brutalmente mezquinos. El ejercicio de la medicina,
que jamás debe abandonar su condición de generalista,
nos lleva una y otra vez a entrevistar desde un cuerpo a otro. El cuerpo del médico
al cuerpo del enfermo.
Necesidad de
integración
Sabemos
que desde Vasalio y Descartes el modelo de la máquina
ha dañado la mirada (el imperio del ojo) clínica y dejado a un lado la eficacia
simbólica de los tratamientos, el sitio donde van a parar los efectos de la
relación médico-paciente en lo que no se refiere a medidas groseramente
corporales. La presencia de la palabra y el diálogo en el ejercicio de la
medicina remite a una teatralidad original pura, en relación directa con el
oficio religioso, donde la fe y la esperanza no son términos excluidos. No sólo
es eso, sino que además es posible hoy reconocer que la palabra puede contener en
sí no solamente información, sino efectos afectivos, transmisión de
experiencias complejas, referencias históricas, religiosas, personales,
antropológicas y ancestrales que complican la utilización de cualquier
paradigma.
Debajo
de la simplificación de la mirada solamente biológica o estrechamente psicoanalítica
(por nombrar sólo dos), así como la de ciertas medicinas alternativas
(igualmente jibarizantes), hay una tendencia a
convertir en pseudocientífico lo que es meramente
ideológico, una defensa contra la modestia de nuestro saber enfrentado a los
misterios del cosmos. En toda construcción clínica es necesario volver a los orígenes
y “poner entre paréntesis”, como señalarían los fenomenólogos, toda idea
referente a la explicación o causa de lo
que estamos estudiando.
El
efecto placebo, causa de probablemente un cuarto de las mejorías de nuestros
pacientes, ya no basta con ser atribuido
a la sugestión (elemento nada despreciable en nuestro oficio) o dejado a un
lado para quedarse con lo que nos satisface. La actual terapia antidepresiva no
mejora con una mirada única. No basta con un fármaco, sino que es necesario
prescribirlo y ya la fenomenología de la prescripción nos dice que se trata de
un acto del habla, una creación de lenguaje entre médico y paciente donde estará
presente siempre lo que llama el psicoanálisis la transferencia, la
identificación proyectiva, el amor, el odio, el carácter del médico, la
orientación de la clase, hasta la moda (subproducto ideológico, claro está).
Supongo
que una perspectiva de este orden (otra vez el imperio de la mirada) pudiera
resultar desilusionante para quien intente un fin de
la historia, un modelo único, o una solución terminal para cerrar la necesidad
de pensar y volver a pensar en lugar de meter el conocimiento en cajas de
zapatos. Tal cosa nos tienta frecuentemente ante un oficio inquietante como es
este de enfrentar el dolor humano una y otra vez sintiendo bajo nuestros pies cómo
se quiebra el límite siempre difuso entre lo sano y lo patológico, entre el
cuerpo y el alma.
El
mismo campo biológico debe mantenerse perplejo frente a sus propios aportes. Aún
no se sabe exactamente por qué mejoran los serotoninérgicos
ni cómo actúa realmente la serotonina. Sorprende
describir la neurogénesis, la renovación de neuronas,
en el uso de estos nuevos antidepresivos y llama la atención que la descripción
de otrora renombrados entiepilépticos se transcriba
al área de las depresiones bipolares. El campo de la neurobiología se vuelve
fascinante. Los estudiosos del sueño están al borde de descubrir el patrón clásico
de la actividad enlectroencefalográfica del soñante
(me refiero a actividad onírica) depresivo y quizás se pueda pensar a pocos
años en un tipo de examen específico que confirme la mirada clínica actual,
estrechada en descripciones como el sistemático DSM-IV americano.
Por
otro lado se ve cómo ciertos momentos de la depresión mejoran en su evolución
con el respaldo psicoterapéutico donde, es cierto, no sabemos aún cómo la
palabra, la emoción, la compañía, pueden ser una experiencia tan antidepresiva
tan activa como el fármaco. El estrés, el cansancio, el dolor físico o mental
crónico, pueden ser activantes de una constitución
(por así llamarla) depresiva. El mundo calificado como sano está lleno de espoletas
de un estallido psicótico. Tal como cualquier cerebro puede tener un ataque de
gran mal epiléptico, quizás son muchos los que pueden sufrir un quiebre en los
neurotransmisores de tipo depresivo. ¿Qué es hoy el cansancio? ¿Por qué el síndrome
hiperestésico emocional, de tanta similitud con lo depresivo, es tan inespecífico?
¿Qué pasó con las distimias de antes? No cabe duda que la neurosis de angustia
de principios del siglo XX era una depresión mayor, así como muchos trastornos
de carácter resultan hoy ser cuadros mixtos de larga data. Quien haya padecido
de un cuadro depresivo poco activo pero de prolongada evolución sabe cómo eso ha
afectado su carácter. No es otra cosa que la resonancia anímica lo que nos da
una idea de nosotros mismos. El ánimo altera lo cognitivo y viceversa. ¿Dónde
poner este listón tan optimista?
Diagnosticar
es nombrar
El
cuerpo es presencia, historia, identidad. Del cuerpo salen las palabras. En el
idioma está la historia de un pueblo, su idea de madre, padre, futuro, pasado,
niño, porvenir, esperanza, desgracia, Dios, infierno, pecado, gracia y
castigo. La palabra es presencia, acción,
representación.
El
psicoterapeuta, el curador que habla, el que con las palabras sana la mente,
debe ser un filólogo preciso, un conocedor tanto de sus propias falencias como
de las del paciente, sabedor de que es la resonancia mutua la que cura, así
como la que puede enfermar. El sobrediagnóstico puede tornarse patologizante.
Desconoce la riqueza de una experiencia depresiva o maníaca que colinda
dolorosamente con la muerte y la vida, arrasa con una persona o la hace
contactarse con lo sublime, como vemos en la depresión bipolar y creatividad
artística, quizás entre depresión y arte, entre show y manía.
Pensar
hoy, biología o psicologismo mediante, que el cuerpo
es sólo una parte deparada del ser humano o que el cerebro es una máquina
aislada en el cráneo de su entorno (en ambas orientaciones es lo mismo), es
negar un aspecto fundamental de la condición humana: vamos y venimos en nuestro
cuerpo, hacia él y desde él. Nos limita y nos significa. Estas líneas no son
otra cosa que mi cuerpo ausente. Aprendí, como todos, a hablar cuando ya no
pude estar ahí. Toda la cultura intenta suplir la presencia de la muerta en el
cuerpo. Estamos, ya no estaremos,
estuvimos. Creemos, creímos. En mi uso de esdrújulas y de la puntuación puedo
descubrir mi carácter. En el odio del psicoterapeuta, en la escucha emocional,
hay algo que nos trae la música, la huella del dolor, de la emoción de eso que
la depresión bipolar nos muestra cómo puede convertirse en patologías, así como
ser tan pariente de lo sano. Los más fascinante de la escucha clínica es poder
distinguir el timbre entre lo enfermo y lo saludable, el registro de los
cotidiano o de lo abisal. Si la biología es la letra y la psicología es la música
(otros dicen que son el hardware y el software), digamos que el uso de la
palabra no podrá jamás prescindir de una de las dos. Diagnosticar es nombrar,
prescribir es entrar en un cuerpo con sustancias químicas que además entran en circuitos
de agua potable, contaminan el ambiente y provocan cambios en el sistema que
ignoramos. ¿Dónde van a parar los residuos metabólicos de todos esos fármacos?. La desconfianza hacia “la química” de muchos alternativos como de los
consumidores de vino tinto (“el blanco es química”) es efecto de la sospecha
despertada por la concepción maquinista, tan pequeña, de la enfermedad humana.
Lo patológico sigue siendo aquello que nos hace perder libertad, que nos
restringe en nuestra capacidad de crear normas o adaptarnos a nuevas
condiciones. Ya sea una gripe o una depresión. Por eso el desanimado se
confunde con el hipotiroideo, el maníaco con el genio y el triste con el
depresivo. Quizás es bueno recordar lo brutal que es la pérdida de conciencia
del depresivo respecto de su propia depresión, incapaz de reconocerla como un
hecho del cuerpo y culposo de no poder corregirla por su propia voluntad. Su ánimo
lo atrapa y le desfigura la percepción y la propia experiencia. La depresión se
torna negación de la historia, el arrinconamiento de la voluntad humana en su
fuero interno, incapaz de recibir como bueno el amor ajeno, intolerante del
error propio, autoflagelante, autoexigente, cruel con
su propia idea de sí mismo, creyente diabólico en su sola voluntad dañada.
Locura del ánimo, la depresión bipolar nos enseña la posible biología de muchos aspectos de la vida del sano: el
amor, la mística, la creatividad, la exaltación del paisaje. Da tristeza oírla
con una sola oreja (o verla con un solo ojo).