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En revista “Muy Interesante”, Noviembre 2001, N°172, pp. 26-31

 

QUÉ NOS QUEDA DE ANIMALES

 

CONDUCTAS HUMANAS QUE AÚN COMPARTIMOS CON OTRAS ESPECIES

 

 

Lejos de ser una especie exclusiva, el ser humano comparte multitud de comportamientos con animales tan dispares como una abeja y un chimpancé. Los científicos empiezan ahora a conocer qué es lo que NO nos hace ser tan distintos.

 

La próxima ve que alguien le diga “animal”, no debería sorprenderse en exceso, pues quien se lo dijo sólo está corroborando, quizá sin saberlo, una realidad científica. Como señala en su libro El animal humano Eric Alonso de Medina, profesor de zoología de la Universidad de Barcelona, el hombre es en realidad un animal social, doméstico y cultural, y así, mientras en otros animales las pautas de comportamiento dependen en su casi totalidad de adaptaciones filogenéticas, en el hombre debemos tener en cuenta las adaptaciones culturales que determinan series de estrategias de supervivencia que, a su vez, repercuten en la conducta social humana”.

 

El reptil que llevamos dentro se deja ver

 

Debajo de ese personaje casi excelso perfilado durante siglos por quienes veían en nuestra especie la obra maestra de la Creación, habita un ser más antiguo y más primitivo prisionero de su pasado ancestral. Como dijo Sigmund Freud, “el humano puede haberse convertido en una levita y un monóculo pero de alguna forma subconsciente alberga toda su prehistoria”. Efectivamente, en nuestro acervo biológico hay genes y conductas que hemos heredado de nuestros ancestros, desde los homínidos que dieron pábulo a la humanidad, hace algo más de cuatro millones de años, hasta los reptiles que vieron la luz en el carbonífero.

 

Desde la escuela se nos enseña que las facultades de pensar y planificar son el sello característico de la mente humana. Se suele argumentar que la razón, que hace posible el pensamiento, es un distintivo exclusivamente humano. Pero esta cómoda hipótesis que descarta el raciocinio animal empieza a desmoronarse como un castillo de naipes. Los popes de la moderna etología, ciencia que, entre otras cosas, estudia comparativamente el comportamiento del primate humano con el de las otras especies, empiezan a contemplar la posibilidad, antes remota, de que algunos animales puedan pensar: inferir conceptos, formular planes y emplear una lógica sencilla para resolver problemas cotidianos.

 

Vuelo en formación de abejas, murciélagos y aves

 

Despojado de la soberbia de su ego y de cualquier connotación religiosa que conciba el hombre a imagen de una divinidad creadora, muchas facetas del comportamiento humano se antojan propias de animales y viceversa. Así, por ejemplo, el vuelo en formación de criaturas como las aves, los murciélagos y las abejas, que coordinan sus trayectorias como si hubiera un acuerdo instantáneo y unánime, guarda un sorprendente paralelismo con la conducta de los peatones humanos. Las reconstrucciones realizadas en computadora de aquellos desplazamientos  animales permitieron demostrar, ya en la década de los ochenta, que la simple interacción entre los individuos más próximos es suficiente para generar un enjambre de abejas, una bandada de jilgueros o un banco de sardinas.

 

A decir verdad, este tipo de movimiento colectivo no es ningún misterio para los físicos, pues lo han observado en los átomos cuando, por ejemplo, un líquido se congela o una barra de hierro se magnetiza al enfriarse. En el hierro, todos sus átomos se comportan como un pequeño imán, lo que es lo mismo, lo que es lo mismo, como la aguja de un compás que señala en una dirección determinada. Al calentarse por encima de 770 °C, los átomos férricos apuntan en direcciones que no guardan relación alguna. Ahora bien, al enfriarse el metal por debajo d esta temperatura, ocurre un fenómeno asombroso: todas las agujas atómicas del hierro se alinean y unen sus fuerzas para reforzar el campo magnético, magnetizando así el hierro. Ningún átomo es capaz de saber lo que están haciendo los demás, aparte de sus vecinos más próximos, pero de algún modo todos llegan a un consenso para orientarse en una misma dirección.

 

En la década de los noventa, los físicos húngaros Tomas Bishkek y Andras Czirók descubrieron que existía un paralelismo entre las leyes que rigen las denominadas transiciones de fase, que implican, como hemos visto, una especie de conciencia comunal por parte de los átomos de una sustancia, y las conductas de las bandadas de pájaros. ¿Pueden aplicarse estas leyes a los seres humanos?.

 

Hasta hace poco, los científicos asumían que los complejos patrones de la conducta humana escapaban a cualquier modelo matemático. Hoy se sabe que esto no es del todo cierto: la mortífera avalancha de público en un concierto no es muy distinta de la estampida de una manada de ñúes acosada por un grupo de leones.

 

El peligro de seguir los movimientos de la masa

 

Los científicos descubrieron que muchos aspectos del comportamiento de los peatones se pueden plasmar en modelos que contienen algunas suposiciones básicas de cómo se mueven las masas humanas. Estudios sociopsicológicos indican que la gente que camina en lugares públicos, por ejemplo, en una calle concurrida o dentro de una multitud, tal es el caso de un estadio de fútbol, se guía por unos pocos impulsos: cada individuo se mueve en una dirección determinada, a una velocidad concreta y a una distancia mínima de los demás. A partir de éstos y otros hechos constatados, el físico alemán Dirk Helbing, de la Universidad de Dresden, y sus colegas húngaros Illés Farkas, del Instituto  para Estudios Avanzados del Colegio de Budapest, y Tamás Bishkek, de la Universidad Eotvos, crearon una muchedumbre virtual y la sometieron a una situación de pánico: un incendio en un local cerrado. Como puede leerse en un artículo publicado en la revista science de Septiembre de 2000, el programa informático incluía las reacciones que la gente normalmente experimenta en casos de agolpamiento, pánico y reducción de visibilidad. En estas situaciones, los peatones ya no evitan el contacto físico con los extraños, sino que se empujan unos con otros. El equipo de físicos simuló además la manifiesta tendencia de la gente a hacer lo que la mayoría y a seguir a la masa, pero también proporcionó a los individuos la posibilidad de adoptar estrategias personales.

 

“Helbing y sus colegas demostraron que, debido a un aumento de velocidad, los peatones presos de pánico bloquean una salida por la que podrían pasar cómodamente si hubieran mantenido la velocidad del paso”, dice David J. Low, de la Universidad Heriot-Watt, en Edimburgo. Por otro lado, en el caso de que existan dos posibles salidas, las personas tienden a utilizar sólo una de ellas. “También – agrega Low – comprobaron que, cuando la salida se efectúa a través de un pasillo, un ensanche en éste hace que la gente tienda a aglomerarse en esta zona en vez de fluir con mayor rapidez, como era de esperar”.

 

Los organismos sencillos actúan como autómatas

 

Helbing pretende que su modelo ayude a diseñar los pasillos de salida de un recinto, prever el número y la localización de las puertas de emergencia, y detectar las áreas en las que las aglomeraciones de público pueden causar problemas y muertes.

 

“La supuesta libertad del ser humano para elegir entre diferentes pautas de comportamiento ante una situación dada queda en duda cuando un arrebato de cólera se presenta en un momento inoportuno, manifestándose un comportamiento visceralmente agresivo en circunstancias en que debería haber imperado la calma”, explica el profesor español Alonso de medina. Lo mismo puede decirse para la situación de emergencia que agolpa a una multitud presa del pánico hasta el extremo de morir pisoteada. “¿Cuántas veces – se pregunta este etólogo – nos dejamos llevar por nuestro temperamento en contra de nuestra voluntad? El comportamiento innato es más importante en nuestras vidas de lo que imaginamos.” Efectivamente, los organismos sencillos actúan como autómatas. La mayor parte de su conducta está determinada desde su nacimiento, Los movimientos de las abejas son estereotipados, al igual que la respuesta de una rana ante un insecto o cualquier cosa parecida a éste que cruce su campo visual. Incluso los pollitos, patitos y gansos están programados para seguir al primer objeto en movimiento que ven después de salir del cascarón, como lo descubrió en los años treinta el etólogo austríaco Konrad Lorenz.

 

Comportamiento innato y experiencia

 

No cabe duda de que los animales tienen la capacidad de aprender, ya sea de forma autodidacta o copiando el comportamiento observado a sus congéneres. Pero, como señala James L.Gould, etólogo de la Universidad de Princeton, “es posible que los tipos de comportamiento adaptativo complejo que tanto nos impresionan tengan necesariamente que ser innatos, por la sencilla razón de que sería imposible aprenderlos desde cero... El aprendizaje que modifica el comportamiento en función de la experiencia no es, pues, un indicio claro de pensamiento por sí solo”. Los científicos conocen numerosos casos de aparente discernimiento animal. Hacia 1930, en Europa, cuando se repartía la leche a domicilio, los herrerillos comunes taladraban la tapa metálica y probaban la leche para sorpresa de los compradores. Para el profano, todo parece indicar que alguno de estos pájaros descubrió esta estratagema y la enseñó a sus congéneres. Ahora bien, un experimentado ornitólogo sabe que los herrerillos taladran la corteza de los árboles para buscar las larvas de los insectos. Puede que, como dice Gould, la primera de esta aves que recolectase leche de las botellas de leche “fuera soberanamente estúpida en lugar de asombrosamente lista, al haber confundido una botella con un tronco de árbol”. Algo similar sucede con la pesca de termitas por parte de los chimpancés: éstos fabrican largas ramitas que insertan en los termiteros, para extraer los insectos que se sujetan al ingenioso cebo. Mientras que algunos zoólogos creen que estamos ante un comportamiento aprendido, otros defienden que se trata de una pauta preestablecida. La prueba: los chimpancés criados en laboratorio ponen de manifiesto la obsesión que muestran estos primates por introducir objetos alargados en agujeros, como lapiceras en enchufes.

 

El hombre no es una excepción y también presenta una abultada lista de pautas innatas. Cualquier bebé nace sabiendo mamar, llorar, reír, sonreír y aferrarse a su madre, entre otras cosas. No pocas actitudes del ser humano adulto son la expresión de un legado de nuestros antepasados simiescos.

 

Los bonobos hacen el amor cara a cara

 

Algunas pautas las compartimos con nuestros compañeros en la escala evolutiva, los chimpancés: unos y otros tienden a aislarse en subgrupos, muestran un comportamiento de amenaza tremendamente parecido, y patalean el suelo y enseñan los dientes  en los ataques de ira y cólera. Los monos capuchino pagan a otros por ayudarles a realizar su trabajo y los bonobos, una especie de chimpancé, hacen incluso el amor cara a cara.

 

Bajo los pliegues del neocórtex o corteza cerebral, sede de la conciencia, nuestro cerebro de mamífero primitivo, que reside en el denominado sistema límbico, asume la lucha por la supervivencia, la conservación del individuo y de la especie. De esta estructura emergen los comportamientos de la alimentación, la lucha, la huída y la propia actividad sexual. La mayor parte de las emociones, al menos las primarias, son básicas para la supervivencia, tanto de una iguana como de un hombre. No requieren un pensamiento o un sentimiento conciente. La amígdala, una estructura del sistema límbico, juega una papel destacado en las reacciones emocionales animales: miedo, aversión, júbilo, envidia, ira, compasión...

 

Más difíciles de definir en el mundo animal son las emociones secundarias. Éstas, que involucran a las áreas cerebrales superiores, permiten al individuo meditar y sopesar los beneficios relativos de diferentes acciones en circunstancias específicas. Como reconoce Marc Bekoff, profesor de la Universidad de Colorado, en Boulder (EEUU), “ignoramos qué animales, aparte de nuestra especie, son capaces de llevar a cabo una reflexión consciente de sus emociones”. No obstante, los neurólogos descubrieron que muchos animales poseen las estructuras y la bioquímica cerebrales necesarias para percibir lo que se conoce como emociones concientes. Esto ha hecho que algunos expertos consideren que las emociones secundarias no sean exclusivas del hombre.  Ejemplos en la naturaleza no faltan: las mamás leones marinos gimen y gritan desconsoladas cuando una cría es asesinada por un depredador, los delfines intentan revivir al bebé muerto, la mamá elefante permanece durante días junto a la cría que ha nacido sin vida y los bebés de elefante que han presenciado la muerte de sus padres se despiertan barritando e incluso llegan a caer en estados depresivos.

 

Lo que nos distingue de los animales a nivel de comportamiento, según algunos neurólogos, es la proporción que existe entre materia gris preestablecida y sin establecer, ya que las neuronas que al nacer no tienen asignada una función, la asumen mediante el aprendizaje. Por ejemplo, todas las células nerviosas de un anfibio o un reptil procesan directamente la información sensitiva – el input – o controlanel movimiento – el output -. Sin embargo, el ser humano muestra una extensa región cerebral que fluctúa entre el input sensitivo y el output motor. Ocupa las tres cuartas partes de la corteza: los lóbulos frontales, los parietales, los occipitales y parte de los temporales. Son regiones que se asocian con la consciencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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