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EL MUNDO, 19 de noviembre de 2001
El Islam espiritual EUGENIO
TRÍAS Cuando
hablamos de religión tendemos a mezclar y confundir lo que debe siempre
distinguirse. No es lo mismo la Inquisición española que la mística de Juan de
la Cruz o de Teresa de Avila; ni la figura política estelar de Inocencio III
que el mensaje evangélico de Francisco de Asís; ni el ejercicio del poder del
emperador cristiano Teodosio que los grandes textos de Agustín de Hipona;
nadie confundirá jamás a Pío XII con un pontífice carismático y atractivo
para cualquier persona, confesional o no, como fue Juan XXIII. Pero corremos el riesgo
de que estas distinciones tan elementales, que se producen con espontaneidad
en nuestro trato con la religión que nos es más próxima, se entumezcan, por
ignorancia, desidia o mala fe, cuando se habla del Islam. Se tiende a aplicar
entonces una distinta vara de medir, de manera que los excesos de las formas
políticas recientes (particularmente obscenas) que pueden hacerse en su
nombre hagan olvidar las más brillantes tradiciones espirituales,
filosóficas, gnósticas o místicas de su larga historia. Puede suceder, por
tanto, que no acertemos a diferenciar las formas más literales y agrestes de
interpretar el Corán (en clave sociológica, o política) de esas modalidades
espirituales de acercarse a él, tan abundantes en esa importante religión. La gran paradoja del
Islam consiste en lo siguiente: lo que más se le reprocha desde Occidente es,
justamente, lo que menos hace justicia a sus mejores esencias. Se dice a
veces, con tono frívolo, que los creyentes de esa religión no han traspasado
la edad media.Una edad media de caricatura o cómic, que es el saldo o la
rebaja descerebrada de un discurso ilustrado convertido en baratija convencional.
Pero lamentablemente lo
más dañino y nocivo del Islam de hoy no es, precisamente, lo que proviene de
esa «edad media» tan denostada como escasamente conocida. Por el contrario,
constituye más bien la peculiaridad de un literalismo puritano y rigorista
que surge y que se expande hace muy pocos siglos; en el siglo XVIII, para ser
más precisos; hablo del llamado wahabismo, hoy imperante en Arabia Saudí, y
que desde allí se ha propagado por todos los integrismos reales o
potenciales, hasta alcanzar cuotas de locura frenética en el experimento
talibán. Por el contrario, son
muchas de las tendencias que proceden de la edad media, y que están
lamentablemente bajo sospecha desde que esa desviación rigorista y literal se
ha ido adueñando de muchas voluntades en el mundo islámico, las que debieran
ser recreadas, pues es en ellas donde puede el Islam hallar, creo, uno de sus
perennes focos de atractivo imperecedero; hablo de la gran mística del
sufismo; hablo de ese Islam espiritual que desde Asín Palacios a Cruz
Hernández, o desde Henry Corbin a Christian Jambet, o a Chodkiewitz, ha sido
objeto de detenido estudio, traducción e interpretación. Se asume incluso en
medios pretendidamente cultos e intelectuales que el Corán no es texto que
deba ser visitado, como si de un simple código legislativo se tratase (que
desde luego lo fue).En el Islam espiritual se especuló de forma bien precisa
sobre la distinción entre la literalidad del texto y su sentido esotérico (o
espiritual), o entre ese carácter de «profecía legisladora» del texto y su
necesaria asunción, a través de la interpretación, de algunos de sus más
emocionantes momentos (que abundan más de lo que cierta lectura apresurada
podría suponer). Con emoción vuelvo a
leer los pasajes hermosos en que comparece en el Corán la figura de Jesús
hijo de María, donde coinciden los estudiosos en afirmar que allí confluyen
tradiciones llamadas (en sentido estricto) «judeo-cristianas», de procedencia
oriental, no paulinas, unidas a tradiciones cercanas a los evangelios
gnósticos de infancia. El Jesús del Corán, antecedente último de Mahoma en la
transmisión profética, presagia la figura del «señor de la resurrección» de
los últimos días. Ese «amigo de Dios», al igual que el profeta antidiluviano
Enoch, «andaba con Dios», fue ascendido a sus moradas celestiales, y aunque
fue perseguido por las intrigas de sus compatriotas quedó a salvo en razón de
esa predilección divina; no se dice que fuese muerto y sepultado; era el
profeta de la vida; el profeta vitalista capaz de conceder vida a los
muertos; de niño hacía figuras de barro que al soplar sobre ellas las
convertía en pajarillos que volaban por los aires. He aquí uno de los más
hermosos textos que la inspiración lírica y mística ha producido: «Dios es la luz de los
cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara.
La lámpara está dentro de un cristal. El cristal es como si fuera un astro
resplandeciente.Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que ni es
oriental ni occidental, cuyo aceite casi reluce aunque el fuego no lo ha
tocado. Luz sobre luz. Dios guía su luz hacia quien El quiere, Dios expone
parábolas a los hombres, y El es el Conocedor de todas las cosas». ¿Quién ha escrito este
hermosísimo texto, en el que, en línea neoplatónica, se sugiere una
propagación de figuras luminosas, o iluminadas, la hornacina, la candileja,
el cristal rutilante? Todo ello alumbrado, sin roce, por un enigmático árbol,
Arbol de la Vida, un olivo «que casi reluce aunque el fuego no le ha tocado».
Sobre ese texto se
centrará la gran meditación platónica, aristotélica y neoplatónica que,
procedente de fuentes siriacas, alimentará una de las más grandes filosofías
de toda la historia: Ibn Sina, o Avicena; Ibn Rusd, o Averroes, Al-Gazzali, o
Algazel, por citar a los más conocidos. Este último es, por cierto, una
figura incomprendida por ciertas tradiciones que siempre se abrevan del
clásico estudio decimonónico de Ernest Renan sobre Averroes. Pero sobre todo
en ese texto se apoyará la tradición del sufismo, que tiene en Ibn Arabí su
figura más grande; y lo mismo otras tradiciones (especialmente iraníes) en
las que chiísmo y sufismo se entrecruzan; y que llegan a siglos más cercanos
(como a través de Molla Sadra, en pleno renacimiento satavi, en el siglo XVI).
Ese texto citado
pertenece al Corán. Constituye parte de su célebre «aleya de la Luz». Y es
que el Corán se halla mucho más impregnado de tradiciones a la vez
proféticas, sapienciales y de raíz helenística de lo que podemos imaginarnos.
Está mucho más impregnado de platonismo y neoplatonismo de lo que quisiéramos
reconocer quienes ignoramos hasta qué punto esas tradiciones no son
exclusivamente europeas.O no son patrimonio exclusivo occidental. Llegan al
Islam. La sombra de Platón y de Plotino es alargada. Se habla de un modo
tópico y convencional de la decadencia del Islam tras la invasión mogol, o
después de Averroes, en el canónico sentido trazado por Ernest Renan en el
pasado siglo en un estudio célebre (pero hoy en muchos aspectos anticuado); toda
la investigación islámica reciente se esfuerza en corregir ese corte drástico
a favor de una percepción más compleja, que incluya muchas formas vivas de
espiritualidad que se prolongan con relación al momento en que ciertos
aspectos de la filosofía islámica son acogidos por la escolástica cristiana.
Lo malo es que no nos libramos de concebir siempre esas tradiciones de manera
instrumental; tienen valor sólo en razón del uso que de ellas pudo hacerse en
el occidente cristiano (por parte de Tomás de Aquino, por ejemplo). Sucede lo
mismo en el terreno del arte. Se olvida, por ejemplo,
cuando se habla de dicha decadencia (que suele datarse por lo general en el
siglo XIII) nada menos que el gran Imperio Mogol del norte de la India, que
surge en pleno Renacimiento, por referirnos a nuestro calendario histórico
occidental; allí se desarrolla, sobre todo desde el siglo XVII, una de las
formas arquitectónicas más extraordinarias de toda la historia de la
construcción (siendo el Taj Mahal, simplemente, la perla de esa corona; pero
desde luego no la única). O se olvida que el
Islam mantuvo, y mantiene, vivas sus tradiciones místicas y sapienciales, o
gnósticas. Y así ha sido hasta hoy, o al menos hasta que esa secta
literalista y rigorista, el wahabismo, se fue enseñoreando del inequívoco
resurgimiento de una cultura postrada por el colonialismo, por el fracaso del
experimento nacionalista o socialista, o por el fracaso también, en parte, de
una occidentalización unilateral. Ese infortunado triunfo de la vertiente más
reaccionaria del Islam moderno se ha dedicado, desde su hegemonía reciente, a
omitir y silenciar, o a prohibir, lo más brillante de ese Islam espiritual. Pero el Islam no tiene
que buscar muy lejos la fuente de su renovación; basta con que reavive las
mejores tradiciones de su espiritualidad, librándose de la estrecha horma que
el wahabismo le ha impuesto; en esas tradiciones puede encontrar formas
extraordinarias en que prevalece el Dios del Amor (o de la Misericordia)
sobre ese Dios terrible en que cierta caricatura del Islam parece a veces
deleitarse en los últimos tiempos. Espigando el propio
Corán pueden hallarse, si se sabe leer y subrayar lo que merece ser leído y
subrayado, todo aquello imperecedero del texto que puede proporcionar
remansos de inspiración y reflexión, hoy como ayer, a quien vive en el marco
de esa religión; y a todo aquél que posee suficiente sensibilidad para
dejarse impregnar de los mejores contenidos que encierran siempre los libros
sagrados. No hace falta mucha
imaginación para contextualizar en el Corán los pasajes que son propios de la
legislación de la época, y los que, por todas partes, permiten enriquecer un
legado de espiritualidad y de posible mística que el Islam, lo mismo que el
judaísmo o el cristianismo, supo generar, quizá con el fin de amortiguar su
rigorismo monoteísta (como también sucedió con la gnosis kabalista, tan
estupendamente estudiada por Gershom Scholem, el amigo de Walter Benjamín, en
relación al también rigorista monoteísmo talmúdico de las tradiciones
judías). El Islam necesita su
tempo. Desde Einstein sabemos que la contemporaneidad es un concepto físico
falaz; no son los mismos los relojes ni las varas de medir que rigen aquí en
la tierra, en la estrella Sirio, o en una convulsión infernal cuasi-estelar;
mucho más debiera asumirse ese principio de relatividad generalizada en el
ámbito, más complejo, de los eventos históricos y culturales.Si es cierto,
como dice Huntington, en uno de los pasajes más brillantes de su texto, que
la revolución iraní recuerda la teocracia rigorista implantada por el
consorcio sacerdotal calvinista en la ciudad de Ginebra, también debiéramos
saber que países como Irán, que han podido efectuar esa peculiar modalidad
revolucionaria islámica (en versión chiíta duodecimal), se hallan ya sumidos
en un proceso imparable e irreversible de cambio. Irán ha sido siempre una de
las grandes canteras de la renovación espiritual del Islam. Algún día los pueblos
islámicos despertarán de ese mal sueño patriarcalista y falócrata que tanto
les perjudica. Mahoma siempre anduvo rodeado de grandes mujeres, su viuda
protectora, su hija Fátima, y tantas más. Ciertos pasajes del Corán,
perfectamente comprensibles en el contexto histórico en que surgieron, si se
saben leer con sensibilidad histórica, no entumecen los pasajes perennes que
el texto puede sugerir a una lectura atenta. El Corán, como todos los textos
sagrados, no puede leerse literalmente, sino siempre con respeto, empatía y
distancia. Y no vale decir: «Aunque ese texto sea el Libro Santo revelado por Dios»; aquí, como siempre, rige la norma de Proust: les «quoiques» sont «parce que» inconnues. ¡Precisamente porque es Libro revelado por Dios (o tenido por tal por el Islam) debe leerse espiritualmente! Sólo así la letra resplandecerá en su brillo verdadero. 02
EL MUNDO, 9 de mayo de 2002
Occidente, palabra
equívoca EUGENIO
TRÍAS La
filosofía medieval disputaba sobre si el ser era palabra unívoca, análoga o
equívoca. Se planteaba con ello la relación de Dios con la criatura, o del
ser necesario con el ser contingente. No es mi intención terciar en tan
ilustre polémica sino evocarla en relación con lo que en nuestra época ocupa
un papel semejante al ser necesario. Me refiero a una palabra cuyo sentido se
nos ha evaporado de tanto usarse y abusarse. Dio título al libro de
Oswald Spengler, que hablaba de su decadencia irreparable. Sirve para muchos
de coartada para la legitimación y la autocomplacencia; a otros, para la
diatriba más acerba. Convoca referencias crepusculares porque literalmente
evoca el ocaso o el lugar en donde el sol se pone. Forma pareja con su lugar
antípoda, o lugar de emergencia solar. Sólo cobra sentido contrapuesta a
Oriente, y en ello revela su gran miseria semántica. Comencemos con Oriente.
¿Tiene algún sentido perpetuar el uso de esta palabra para referirse a mundos
tan distintos como Egipto, Irán, el subcontinente indio, Tailandia,
Filipinas, Japón, la China continental, o la mitad (oriental) del antiguo
imperio soviético? Tienen razón los críticos de esta noción: fue un invento
occidental sobre culturas que provocaban fascinación y repulsión a la vez; o
que servía, como sucede con los chivos expiatorios o con los dobles
siniestros, para que el propio Occidente se definiera y se reconociera a sí
mismo. Hoy el término
occidente se nos descompone en la palabra y en la escritura. No es un término
unívoco, pues alude a realidades cada vez más dispares, diferenciadas y hasta
enfrentadas. Ni siquiera por analogía podemos usar el término, ya que no hay
parámetro alguno que nos lo imponga. Desde el punto de vista de la formación
socioeconómica dominante (capitalismo tardío quizás) se deshace un concepto
que descubre, como actores hegemónicos del mismo, a Europa y a Estados
Unidos, desde luego, pero también a Japón, a Singapur, a Taiwán y seguramente
a sustanciosos ámbitos de la China litoral. Desde el punto de visto
geopolítico sucede lo mismo, esta vez con el agravante de que el binomio
perfecto del vocablo, Estados Unidos y Europa, va revelando, a medida que
pasa el tiempo, su latente disconformidad; incluso una particular divergencia
en asuntos importantes (sobre todo de política internacional). La sensación de que
Estados Unidos gira en torno a su propia órbita, envuelto en ese
aislacionismo espléndido que sólo sabe romper, en buena lógica narcisista,
con irrupciones (aéreas) de una agresividad sin límites se impone cada vez de
manera más evidente entre los europeos. Hoy el Medio Oeste
mental domina en Estados Unidos, hasta el punto de mostrar tendencia de
absorción de enclaves que servían de puente (California, Nueva Inglaterra).
Leer prensa americana, escuchar sus televisiones, hablar con colegas y
conocidos de ese país que hasta anteayer nos podía resultar próximo se
convierte, salvo contadas excepciones, y con creciente intensidad, en una
comprobación de la lejanía que se ha impuesto entre ambas sociedades. El Atlántico se ha ido
ensanchado cada vez más por esa zona del norte. Europa nos puede proporcionar
sustos políticos, como recientemente Francia, pero Estados Unidos provoca
agresiones reales, comprobables (directas o inducidas). No se trata ya del
vago antiamericanismo que flotaba hace unos años en ciertos sectores de las
derechas y las izquierdas (siempre extremas). Se trata de algo peor y más
grave, o más irreversible: de un auténtico divorcio; y lo que es más
sorprendente: de un progresivo desinterés. Un desinterés cultural, que llega
a derivar incluso en multitud de productos que de allí provienen. Estados Unidos en
Europa empieza a cansar, a hastiar; sus formas culturales; la exhibición de
sus propias costumbres, incluso de las más respetables. Y sobre todo harta a
unos y a otros una mórbida autocomplacencia en las propias maravillas que sus
voceros no parecen tener freno alguno en declarar («somos la mejor democracia
del planeta», recordaba recientemente uno de sus representantes oficiales en
España). Podría decirse que
compartimos la misma cultura, o que existen unas raíces comunes, sobre todo
religiosas, que revelan nuestra participación en un mismo entorno de
civilización. Es verdad que el inglés es lengua de origen europeo, lo mismo
que el español (por referirme a las lenguas más habladas en ese continente
americano).También es verdad que pueden hallarse múltiples referencias
comunes en literatura, arte, cine, teatro, música. Pero este fenómeno es
común a todo el globo (y debe situarse dentro de la expresión
«globalización», que bajo ningún concepto puede creerse equivalente a
«occidentalización»). Los orígenes de las cosas importan, pero sobre todo son
relevantes sus distribuciones y usos; y hoy ya no puede hablarse sin más de
la técnica, de la lengua inglesa o del cine como realidades «occidentales».
Nuevamente perpetuamos con este término un equívoco que encubre un errado
juicio de valor (que sin embargo es conveniente para ciertos usos ideológicos
y políticos). En terminología añeja
podría decirse que Occidente es una palabra ideológica; responde a una «falsa
conciencia» que usa la vaguedad de significaciones del término para servir de
coartada a ciertos intereses de la sociedad dominante o hegemónica. Es muy
útil hablar de supremacía de la cultura o de la sociedad «occidental», o
sugerir formas sinónimas entre «democracia» y «occidente». También podría decirse
que Estados Unidos y Europa poseen la misma raíz cultural en un terreno
particularmente sensible: el religioso. Ambas son sociedades cristianas, o
mayoritariamente cristianas. O en las que el cristianismo ha permitido que
cristalizase una cultura propia y específica, en Europa desde el año 1000
(quizás con el antecedente carolingio) y en Estados Unidos desde la
colonización inglesa y la gesta de los pioneros. Algunos analistas como
Samuel Huntington hablan de la «civilización occidental» con el fin de
diferenciarla de otras (todas ellas marcadas, para este autor, por su raíz
religiosa). Habla Huntington de la civilización islámica, india, china, ruso
ortodoxa y occidental.En su libro, esta última es, en la práctica, sinónima
de la norteamericana (siendo la europea, en su concepción particularmente
etnocéntrica, un apéndice de aquella). Huntington se las ve y se las desea
para encajar en su lecho de Procusto (que eso es su defectuoso patrón de
diferenciación) a las sociedades y culturas latinoamericanas, que ni se
ajustan a su concepto de «civilización occidental» ni le inspiran una
formación propia y autónoma. El libro de Huntington es revelador de una de
las peculiaridades más sorprendentes de una mentalidad de la cual da buena
cuenta un estilo político determinado: el que impera sin discusión en el
planeta americano. Se trata de una
autocomplacencia sin límites en la propia excelencia aislada. Lo importante
es mostrar al mundo la propia supremacía sin confrontación alguna con la
alteridad (pues nadie podría disputarla). Y en seguir en todas las cosas la
lógica del «sagrado egoísmo») que rige en el propio Estado nación, cuya
peculiaridad y rasgo de supremacía moral estriba en su carácter multiétnico,
integrador. Hablo de Estado nación, no de imperio. Estamos en un mundo que
requiere a gritos soluciones imperiales, ya que los problemas que nos acechan
e instigan son globales, ecuménicos, universales. Pero un imperio no puede
existir sin el ejercicio de una auctoritas que legitima el monopolio de la
potestas. Un imperio siempre generará, en su ejercicio, descontentos
marginales; pero no es tal si provoca agrios resentimientos casi universales.
Un imperio no es aquél que ejerce presión e influencia en las sociedades que
domina; es aquél que, además de vencer en la acción bélica y en la vida
material, también convence.O que atiende también al núcleo, existente en todo
ser humano, en que sus necesidades materiales conectan con sus formas de
creencia, de autorespeto o de sentido de la propia dignidad. La sociedad americana,
que ha exportado con éxito formas materiales de vida que invaden todos los
países y naciones, no ha sido capaz de generar consensos ni sentimientos de
aceptaciones en su errático deambular político por el globo, en sus inicuas
filias y fobias o en su incomprensión radical de muchos de los fenómenos
políticos, religiosos o ideológicos que forman parte del paisaje de nuestro
mundo actual. A Estados Unidos le sobra potestas; pero le falta auctoritas.
No es, de hecho, ni parece querer serlo, lo que podría ser: un verdadero imperio.
Le falta voluntad política y autoconvencimiento para ello. Pero vuelvo a la
falacia occidental, ya que de eso se trata: de un término falaz para reunir
realidades que se irán dando progresivamente la espalda: Estados Unidos y
Europa. Podría decirse también: Occidente es, quizás, un eufemismo; lo que se
quiere significar con ese término es una cultura o civilización: la
cristiana. Occidente y cristianismo serían, así, casi términos sinónimos (si
no fuese porque existe un cristianismo ortodoxo, y otros cristianismos muy
vivos en el Próximo Oriente). Ni siquiera desde este
punto de vista puede aceptarse el carácter unívoco o análogo del término
Occidente. El cristianismo europeo y el que subyace a muchas de las
manifestaciones religiosas norteamericanas es radicalmente diferente. E
importa subrayarlo, ya que este aspecto de la cuestión es particularmente
revelador. En él conviene demorarse. Las raíces cristianas
de la sociedad y cultura norteamericana son múltiples; pero en gran medida se
caracterizan por una exacerbada tendencia véterotestamentaria. Procede ese
cristianismo de minorías expulsadas de sus países de origen de tendencia
calvinista radical; en ellas parece que el cristianismo retrocediera a sus
raíces del Antiguo Testamento, o que, frente al mensaje del Nuevo
(evangelios, epístolas de Pablo, etcétera), se regresase al Pentateuco y a
los libros históricos. En ese cristianismo
popular norteamericano, la idea de Pueblo Elegido es predominante. Y con ella
la familiaridad entre el Antiguo Testamento y la experiencia que vivieron en
su día los pioneros y colonizadores de un inmenso territorio por descubrir y
habitar, en el que fueron creando sus propios asentamientos, en lucha con los
habitantes aborígenes del lugar (hasta culminar la epopeya en la práctica
extinción de éstos). Esta conciencia de Pueblo Elegido, y de Tierra de
Promisión, se halla en la raíz de las más arraigadas creencias del pueblo
americano. Forma parte de su paideia. En cierto calvinismo extremo, a
diferencia del reformismo luterano y del catolicismo, parece que se retroceda
del Nuevo Testamento al Viejo. La figura de Jesús de
Nazaret marca la diferencia; también las epístolas de Pablo. El ecumenismo
del mensaje contrasta con la focalización de todos los asuntos en el Pueblo
Elegido, o en un mesianismo en el cual al final siempre es ese Pueblo Elegido
el que, en el banquete del último día, juzga y discrimina las naciones. Y la
prueba de la elección viene dada por la pertenencia a una comunidad que se
halla en lucha con las poblaciones preexistentes, que provienen de un orden
natural corrompido radicalmente por la Caída originaria del primer hombre y
que pueden ser siempre objeto de exterminio y de persecución (actual o
escatológica) por parte de la única Nación predilecta a los ojos del Dios
Unico. En ese calvinismo
radical esa corrupción de la naturaleza primigenia que se comprueba en todos
los «gentiles» deriva de un decreto originario, de naturaleza inexorable, en
el cual, ya con la creación, y con los eventos siguientes (pecado original,
redención), se destaca la diferencia abismal entre los elegidos de Dios y los
pueblos sometidos a reprobación. Esta convicción se
transfiere, secularizándose sólo de modo aparente, a la doctrina del «destino
manifiesto» y de la Gran Nación (integradora de puertas adentro,
extremadamente excluyente de puertas a fuera), predilecta entre todas por
Dios y llamada a ejercer su poderío sobre todas las demás naciones de la
Tierra. En los ámbitos
europeos, católicos, luteranos, anglicanos, se advierte en cambio la
inclinación hacia una lectura del texto bíblico en dirección a las premisas
del Nuevo Testamento. Lutero tradujo la Biblia entera, pero su texto de
identificación fue sobre todo la Epístola a los Romanos de Pablo. Su concepto
relativo a la corrupción del pecado original (y el carácter cuestionable del
libre albedrío) no condujo en ningún caso a una regresión tan ostentosa hacia
la geografía religiosa y mental del Pentateuco o de las crónicas de la
monarquía davídica. Lo cual explica (mucho
mejor que las referencias a lobbies, que por supuesto existen) las sintonías
espontáneas que se producen en el imaginario de ese país con realidades
políticas que siempre se entienden del mismo modo; y que son especialmente
sangrantes en Oriente Próximo. Podría ser conveniente para la clarificación mental y moral del mundo en el que vivimos que ciertos estados aliados se convirtiesen en una estrella más dentro de la unión de estados federados que compone la Nación. En la cual importa más destacar con el máximo de potestas su carácter de Pueblo Elegido, aun a costa de arruinar un proyecto de auctoritas imperial que en el aspecto religioso requiere, lo mismo que en el cultural y en el político, un cambio de escenario mental; quizás el que se advierte nada más transitar de los últimos profetas menores a los textos evangélicos o a las epístolas paulinas. 03
EL MUNDO, 29 de junio de 2002
El fanatismo es
contagioso EUGENIO
TRÍAS El
fanatismo es una de las expresiones de lo inhumano más evidentes, más
dañinas, y así mismo más prestas a propagarse como la chispa en un reguero de
gasolina derramado por el suelo. El fanático se asemeja
a la serpiente áspid que, con sólo mirarla, produce una fascinación tal en la
víctima que ésta queda prendida, prendada, seducida y finalmente arrebatada
del mundo de los vivos. El fanático encandila con su infinita seguridad y
evidencia; y puede provocar una verdadera catástrofe y colisión moral en
quien se deja inocular del reto letal que lanza. El fanático es
porfiado: no ceja en su venenosa emisión de líquido homicida. Fanáticos hay
por todas partes y en todos los bandos: potenciales agentes del Terror
(blanco, rojo, islámico, hebreo, cristiano, hindú, de derechas, de izquierdas,
de pequeñas naciones sin Estado o de grandes naciones con vocación imperial).
La propensión humana
hacia lo inhumano tiene una larga historia; tan vieja como la propia historia
del hombre; esa inclinación tiene su origen, según nuestra tradición bíblica,
en un crimen que se origina en el comienzo mismo del relato; un fratricidio
originario; ese acto inaugural, lúgubre y siniestro, cubre con su tenebroso
manto el ser mismo de la condición que somos. Es propia del ser
humano la espontánea inclinación a la conducta inhumana; en su válvula
cordial se asientan sentimientos y pasiones diferentes; una de ellas, la más
sombría, es el Odio. También una de las más intensas; y más generosamente
extendidas. Uno de los grandes
méritos de ese extraordinario artista, muchas veces incomprendido, que fue
Richard Wagner consiste en haber dado figura imperecedera a uno de los
personajes más sombríos e inquietantes de su Tetralogía; hasta el punto de
que domina, sin discusión, el escenario de los dramatis personae de la última,
y quizás la más hermosa, de las cuatro óperas. Me refiero al hijo del
nibelungo Alberich; hijo, por tanto, del responsable de la disonancia radical
que en el curso del mundo se produce, según el relato de la ópera, cuando
tiene lugar la conversión del Oro en Anillo; y con la renuncia al amor, y la
maldición posterior, por parte del inquietante personaje. El hijo de
Alberich, Hagen, es llamado en la ópera Hijo del Odio. El Odio tiene múltiples
formas y facetas; como el Amor, como el Ser, «se dice de muchas maneras». Uno
de esos modos, el más reconcentrado quizás, y uno de los más «odiosos» (y
valga la redundancia), es el fanatismo. Generalmente el fanático es,
inicialmente, lo que Hegel llamó en un texto memorable «alma bella». Un alma
bella que, empecinada en la Verdad inmarcesible de sus Principios, incapaz de
aceptar el curso del mundo, se convirtió en lo que el propio Hegel denominó,
en su Fenomenología del espíritu, «corazón duro». En el fanático la
propensión hacia lo inhumano se ha apoderado de forma nuclear de todos sus
centros emocionales e intelectuales; la semilla del Odio ha hecho metástasis;
la célula cancerígena de la aversión al Otro (demonizado, convertido en doble
siniestro y en chivo expiatorio) se ha apoderado, de forma paulatina, e irreversible,
de todos sus registros sensibles e intelectuales, o de toda su vida emocional
y verbal. El Odio (con mayúsculas) se ha instalado de tal modo de sus hábitos
mentales de raciocinio que no es posible ya el debate, la conversación, la
controversia. El fanatismo es
contagioso; lo mejor que puede hacerse con él es adoptar consignas
brechtianas o asumir formas de «distanciamiento» que impidan que el miasma de
su acción se apodere de nosotros, o inocule su efecto vírico, epidémico,
sobre nuestra piel cerebral. El mundo actual
constituye la casa común de nuestra compartida especie; pero en esa Aldea
Global conviven, por lo mismo, las más diversas culturas, con sus tiempos
propios; con sus relatos e historias específicos. Está por ver si esa casa
común puede ser escenario de formas de mestizaje y cruce (siempre fecundas)
entre etnias, culturas, pueblos, o bien prevalece el siniestro modelo,
teorizado por Huntington, del «choque de las civilizaciones». Y esa variedad, lo
mismo que las situaciones constantes de cohabitación de territorios y
ciudades, debidas a los graves desequilibrios de carácter económico y, sobre
todo, demográfico, es el mejor fertilizador de actitudes cruzadas en las que,
en siniestro juego de espejos (de espejos distorsionados, torvos, ondulados o
deformes), se van lanzando Mal de Ojo los alevines que surgen de los huevos
de serpiente; de serpiente áspid (la que mata con sólo echar una mala mirada,
una mirada envidiosa). En un mundo así es muy
tentadora la relajación de los hábitos morales; quizás eso es «lo que nos
pide el cuerpo», como suele decirse; o lo parece pedirnos también el
sentimiento del honor, o una conciencia herida del propio orgullo, o las
lesiones que sufrimos (sobre todo si poseemos un Ego a todas luces
hipertrofiado); lo que parece apetecer a la parte menos sofisticada de
nuestra alma. Esa parte que puede reaccionar, de modo espontáneo, con «rabia
y orgullo», siempre que los hábitos de reflexión no prevalezcan (y para usar
los términos del ex abrupto que acaba de publicar, en edición millonaria,
Oriana Fallaci). Es tentador dejarse
contagiar por el fanatismo que se supone en otros, o que se les atribuye, de
manera que se responda a ese envite con idéntico talante. Vuelvo a decirlo:
el fanatismo es contagioso. Y sobre todo tiende a reproducirse de forma
especular, en un juego de espejos deformes en el cual se idealiza la figura
propia, o la del propio mundo, a expensas de una caricatura de aquel
adversario o enemigo a quien se pretende combatir. El único modo de
contrarrestar esa fascinación que produce el Mal de Ojo (aquél según el cual
el Otro, con mayúsculas, se nos aparece como Eje del Mal), consiste en el
difícil aprendizaje que la experiencia nos posibilita en el trato, siempre
paciente, siempre dignificado por la entereza, con todo cuanto se distingue
de nuestros hábitos y costumbres; incluida nuestra alimentación y vestimenta;
o nuestro ajuar; o las distancias aceptables entre los cuerpos; o la
tolerancia en relación a los olores y sabores; o todo el infinito listado de
costumbres; de Buenas o Malas Costumbres.Esa actitud se convalida por sí
misma, y muestra su superioridad en no exigir ni requerir reciprocidad. La Ley del Talión es,
en estos trances, la expresión de un atraso secular, de un radical atavismo
mental, legal, político. Es prueba, además, de extrema debilidad e
indigencia. La grandeza del Nuevo Testamento consistió en mostrar modos
simbólicos de trascender esa siniestra ley. Es terrible el
wahabismo que una dinastía moralmente execrable, la de Arabia Saudí, ha ido
inoculando en grupos islámicos a través de la faz de la tierra; como terrible
es que los grupos fundamentalistas religiosos hebreos decidan el destino de
un Estado (Israel) que se presenta como democrático pero que recuerda mucho a
la vieja Esparta, con sus periecos e ilotas, o a la Sudáfrica del apartheid,
por fortuna desaparecida. Difícilmente puede
trazarse ningún perfil intelectual, moral o político, hoy por hoy, sin
aceptar el hecho de que el mundo en que vivimos es común a todos los que en
él convivimos; pero eso común se esparce y desaparrama por una diversidad
cultural que debe ser atendida (sean cuales sean sus características, o sus
formas de expresión). Y es estéril todo gesto farisaico de rasgarse las
vestiduras ante los caracteres más obscenos de las formas inhumanas que en él
se descubren. Importa aquí arbitrar expedientes más inteligentes. Llama la atención,
además, que justamente la sociedad provista de mayor fortaleza y potencia
(económica, cultural, social, política y sobre todo militar) tenga que
requerir la ayuda de espontáneos valedores que promueven su propia
legitimidad mostrándose como adalides de Occidente. A una escala más humana
que otros valedores espontáneos, generalmente políticos, políticos con escasa
legitimidad, o con las manos bastante ensangrentadas, también la célebre
periodista Oriana Fallaci parece cultivar, en sus últimos tiempos, cierta
vocación tardía de Centinela de Occidente. Así se nos presenta en su libro,
recientemente aparecido en español, titulado La rabia y el orgullo. Quizá valdría la pena
interrogarse sobre lo que haya de sustancia en esa noción de «occidente».
Quizás constituya una palabra equívoca que une o conjuga, de forma bastante
falaz, realidades que deben ser diferenciadas. Por ejemplo, Estados Unidos y
Europa.O quizás el consorcio de sociedades ricas y poderosas. Me remito a un
artículo que publiqué hace más de un mes sobre este tema. Pero también sería
necesario comenzar a introducir elementales matices y distingos en lo que tan
a la brava, y de forma estulta e ignorante, se simplifica con la simple
pronunciación (generalmente malintencionada) de la palabra Islam. Importaría introducir
distinciones sin las cuales el Islam constituye una penosa caricatura de
ignorantes, o de paletos culturales; debería diferenciarse siempre en toda su
compleja variedad (árabe y no árabe; chií y suní); o distinguir el Islam como
religión y el Islam como forma cultural y de civilización; del mismo modo
como nos hemos habituado a distinguir entre cristianismo y cristiandad,
evitándonos de este modo multitud de falacias y de absurdos. Y sobre todo se impone
distinguir el Islam, tanto en su acepción religiosa como en su condición de
forma cultural, de ese islamismo fanatizado que, con el nombre de wahabismo,
se ha ido apoderando de muchos grupos islámicos; grupos diseminados a través
de unas formas de cultura y de religión que en el mundo en que vivimos
componen uno de sus pilares insustituibles. Vamos hacia un mundo
complejo y mestizo; pero podríamos ir también, para desgracia y horror de
todos, hacia un «choque de civilizaciones».El mestizaje es la forma propia de
una común condición que es fronteriza entre lo humano y lo inhumano. O que es
también fronteriza porque es, además de viviente, potencialmente inteligente
(y capaz de mostrarse así en su inmenso caudal imaginativo y simbólico).Pero
esa condición se conquista en la aventura de libertad que cada uno
protagoniza. Puede también arruinarse y perderse para siempre. Creo que el problema
filosófico más importante de este naciente siglo y milenio será la
articulación de lo que nos es común, o de lo que subsiste e insiste como
humana conditio, y la gran variedad de formas culturales en que ésta se
manifiesta. Llamaba Pico della
Mirándola al hombre ese «gran camaleón» que, siendo artífice de sí mismo, en
razón de su libertad, podía mostrar un sinnúmero de formas variadas de
concreción; y que por esta razón se asemejaba a la figura mitológica de
Proteo. ¿Cómo conjugar lo Uno y
lo Vario, lo que nos es a todos común y lo que es distintivo y diferencial en
cada cultura o civilización? En cierto modo,
resolver este problema puede parecer algo semejante a cuadrar el círculo.
Pero es propio de la historia humana ( y de la filosofía) moverse entre contradicciones.
La contradicción, lejos de ser la excepción, es la regla misma en que nuestra
conducta, nuestra acción y nuestro pensamiento con pasmosa frecuencia se
encuentran. Moverse en la
contradicción, sin pretender obviar o menospreciar los lados agrestes y
fieros de la misma, pero situándose de algún modo en ella, y dándole así el
curso más apropiado, eso es lo que se nos pide a todos: hombres del común,
ciudadanos; y por supuesto a políticos, artistas, poetas, periodistas o
pensadores. Y esa contradicción se
nos ofrece, en el tiempo en que vivimos, en esta modalidad peculiar: entre
una forma común y una flagrante diversidad. Insisto: la cuadratura del
círculo. Eugenio Trías es
filósofo. |