Posdatas

«Apuntes virtuales sobre el mundo real»

IR AL BLOG EN:

posdatas.blogspot.com


Índice de secciones en:

PORTADA

Home > Artículos > Eugenio Trías

 

Contenido:

§          El Islam espiritual

§          Occidente, palabra equívoca

§          El fanatismo es contagioso

 

01

EL MUNDO, 19 de noviembre de 2001

El Islam espiritual

EUGENIO TRÍAS

Cuando hablamos de religión tendemos a mezclar y confundir lo que debe siempre distinguirse. No es lo mismo la Inquisición española que la mística de Juan de la Cruz o de Teresa de Avila; ni la figura política estelar de Inocencio III que el mensaje evangélico de Francisco de Asís; ni el ejercicio del poder del emperador cristiano Teodosio que los grandes textos de Agustín de Hipona; nadie confundirá jamás a Pío XII con un pontífice carismático y atractivo para cualquier persona, confesional o no, como fue Juan XXIII.

Pero corremos el riesgo de que estas distinciones tan elementales, que se producen con espontaneidad en nuestro trato con la religión que nos es más próxima, se entumezcan, por ignorancia, desidia o mala fe, cuando se habla del Islam. Se tiende a aplicar entonces una distinta vara de medir, de manera que los excesos de las formas políticas recientes (particularmente obscenas) que pueden hacerse en su nombre hagan olvidar las más brillantes tradiciones espirituales, filosóficas, gnósticas o místicas de su larga historia.

Puede suceder, por tanto, que no acertemos a diferenciar las formas más literales y agrestes de interpretar el Corán (en clave sociológica, o política) de esas modalidades espirituales de acercarse a él, tan abundantes en esa importante religión.

La gran paradoja del Islam consiste en lo siguiente: lo que más se le reprocha desde Occidente es, justamente, lo que menos hace justicia a sus mejores esencias. Se dice a veces, con tono frívolo, que los creyentes de esa religión no han traspasado la edad media.Una edad media de caricatura o cómic, que es el saldo o la rebaja descerebrada de un discurso ilustrado convertido en baratija convencional.

Pero lamentablemente lo más dañino y nocivo del Islam de hoy no es, precisamente, lo que proviene de esa «edad media» tan denostada como escasamente conocida. Por el contrario, constituye más bien la peculiaridad de un literalismo puritano y rigorista que surge y que se expande hace muy pocos siglos; en el siglo XVIII, para ser más precisos; hablo del llamado wahabismo, hoy imperante en Arabia Saudí, y que desde allí se ha propagado por todos los integrismos reales o potenciales, hasta alcanzar cuotas de locura frenética en el experimento talibán.

Por el contrario, son muchas de las tendencias que proceden de la edad media, y que están lamentablemente bajo sospecha desde que esa desviación rigorista y literal se ha ido adueñando de muchas voluntades en el mundo islámico, las que debieran ser recreadas, pues es en ellas donde puede el Islam hallar, creo, uno de sus perennes focos de atractivo imperecedero; hablo de la gran mística del sufismo; hablo de ese Islam espiritual que desde Asín Palacios a Cruz Hernández, o desde Henry Corbin a Christian Jambet, o a Chodkiewitz, ha sido objeto de detenido estudio, traducción e interpretación.

Se asume incluso en medios pretendidamente cultos e intelectuales que el Corán no es texto que deba ser visitado, como si de un simple código legislativo se tratase (que desde luego lo fue).En el Islam espiritual se especuló de forma bien precisa sobre la distinción entre la literalidad del texto y su sentido esotérico (o espiritual), o entre ese carácter de «profecía legisladora» del texto y su necesaria asunción, a través de la interpretación, de algunos de sus más emocionantes momentos (que abundan más de lo que cierta lectura apresurada podría suponer).

Con emoción vuelvo a leer los pasajes hermosos en que comparece en el Corán la figura de Jesús hijo de María, donde coinciden los estudiosos en afirmar que allí confluyen tradiciones llamadas (en sentido estricto) «judeo-cristianas», de procedencia oriental, no paulinas, unidas a tradiciones cercanas a los evangelios gnósticos de infancia. El Jesús del Corán, antecedente último de Mahoma en la transmisión profética, presagia la figura del «señor de la resurrección» de los últimos días. Ese «amigo de Dios», al igual que el profeta antidiluviano Enoch, «andaba con Dios», fue ascendido a sus moradas celestiales, y aunque fue perseguido por las intrigas de sus compatriotas quedó a salvo en razón de esa predilección divina; no se dice que fuese muerto y sepultado; era el profeta de la vida; el profeta vitalista capaz de conceder vida a los muertos; de niño hacía figuras de barro que al soplar sobre ellas las convertía en pajarillos que volaban por los aires.

He aquí uno de los más hermosos textos que la inspiración lírica y mística ha producido:

«Dios es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara. La lámpara está dentro de un cristal. El cristal es como si fuera un astro resplandeciente.Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que ni es oriental ni occidental, cuyo aceite casi reluce aunque el fuego no lo ha tocado. Luz sobre luz. Dios guía su luz hacia quien El quiere, Dios expone parábolas a los hombres, y El es el Conocedor de todas las cosas».

¿Quién ha escrito este hermosísimo texto, en el que, en línea neoplatónica, se sugiere una propagación de figuras luminosas, o iluminadas, la hornacina, la candileja, el cristal rutilante? Todo ello alumbrado, sin roce, por un enigmático árbol, Arbol de la Vida, un olivo «que casi reluce aunque el fuego no le ha tocado».

Sobre ese texto se centrará la gran meditación platónica, aristotélica y neoplatónica que, procedente de fuentes siriacas, alimentará una de las más grandes filosofías de toda la historia: Ibn Sina, o Avicena; Ibn Rusd, o Averroes, Al-Gazzali, o Algazel, por citar a los más conocidos. Este último es, por cierto, una figura incomprendida por ciertas tradiciones que siempre se abrevan del clásico estudio decimonónico de Ernest Renan sobre Averroes. Pero sobre todo en ese texto se apoyará la tradición del sufismo, que tiene en Ibn Arabí su figura más grande; y lo mismo otras tradiciones (especialmente iraníes) en las que chiísmo y sufismo se entrecruzan; y que llegan a siglos más cercanos (como a través de Molla Sadra, en pleno renacimiento satavi, en el siglo XVI).

Ese texto citado pertenece al Corán. Constituye parte de su célebre «aleya de la Luz». Y es que el Corán se halla mucho más impregnado de tradiciones a la vez proféticas, sapienciales y de raíz helenística de lo que podemos imaginarnos. Está mucho más impregnado de platonismo y neoplatonismo de lo que quisiéramos reconocer quienes ignoramos hasta qué punto esas tradiciones no son exclusivamente europeas.O no son patrimonio exclusivo occidental. Llegan al Islam. La sombra de Platón y de Plotino es alargada.

Se habla de un modo tópico y convencional de la decadencia del Islam tras la invasión mogol, o después de Averroes, en el canónico sentido trazado por Ernest Renan en el pasado siglo en un estudio célebre (pero hoy en muchos aspectos anticuado); toda la investigación islámica reciente se esfuerza en corregir ese corte drástico a favor de una percepción más compleja, que incluya muchas formas vivas de espiritualidad que se prolongan con relación al momento en que ciertos aspectos de la filosofía islámica son acogidos por la escolástica cristiana. Lo malo es que no nos libramos de concebir siempre esas tradiciones de manera instrumental; tienen valor sólo en razón del uso que de ellas pudo hacerse en el occidente cristiano (por parte de Tomás de Aquino, por ejemplo). Sucede lo mismo en el terreno del arte.

Se olvida, por ejemplo, cuando se habla de dicha decadencia (que suele datarse por lo general en el siglo XIII) nada menos que el gran Imperio Mogol del norte de la India, que surge en pleno Renacimiento, por referirnos a nuestro calendario histórico occidental; allí se desarrolla, sobre todo desde el siglo XVII, una de las formas arquitectónicas más extraordinarias de toda la historia de la construcción (siendo el Taj Mahal, simplemente, la perla de esa corona; pero desde luego no la única).

O se olvida que el Islam mantuvo, y mantiene, vivas sus tradiciones místicas y sapienciales, o gnósticas. Y así ha sido hasta hoy, o al menos hasta que esa secta literalista y rigorista, el wahabismo, se fue enseñoreando del inequívoco resurgimiento de una cultura postrada por el colonialismo, por el fracaso del experimento nacionalista o socialista, o por el fracaso también, en parte, de una occidentalización unilateral. Ese infortunado triunfo de la vertiente más reaccionaria del Islam moderno se ha dedicado, desde su hegemonía reciente, a omitir y silenciar, o a prohibir, lo más brillante de ese Islam espiritual.

Pero el Islam no tiene que buscar muy lejos la fuente de su renovación; basta con que reavive las mejores tradiciones de su espiritualidad, librándose de la estrecha horma que el wahabismo le ha impuesto; en esas tradiciones puede encontrar formas extraordinarias en que prevalece el Dios del Amor (o de la Misericordia) sobre ese Dios terrible en que cierta caricatura del Islam parece a veces deleitarse en los últimos tiempos.

Espigando el propio Corán pueden hallarse, si se sabe leer y subrayar lo que merece ser leído y subrayado, todo aquello imperecedero del texto que puede proporcionar remansos de inspiración y reflexión, hoy como ayer, a quien vive en el marco de esa religión; y a todo aquél que posee suficiente sensibilidad para dejarse impregnar de los mejores contenidos que encierran siempre los libros sagrados.

No hace falta mucha imaginación para contextualizar en el Corán los pasajes que son propios de la legislación de la época, y los que, por todas partes, permiten enriquecer un legado de espiritualidad y de posible mística que el Islam, lo mismo que el judaísmo o el cristianismo, supo generar, quizá con el fin de amortiguar su rigorismo monoteísta (como también sucedió con la gnosis kabalista, tan estupendamente estudiada por Gershom Scholem, el amigo de Walter Benjamín, en relación al también rigorista monoteísmo talmúdico de las tradiciones judías).

El Islam necesita su tempo. Desde Einstein sabemos que la contemporaneidad es un concepto físico falaz; no son los mismos los relojes ni las varas de medir que rigen aquí en la tierra, en la estrella Sirio, o en una convulsión infernal cuasi-estelar; mucho más debiera asumirse ese principio de relatividad generalizada en el ámbito, más complejo, de los eventos históricos y culturales.Si es cierto, como dice Huntington, en uno de los pasajes más brillantes de su texto, que la revolución iraní recuerda la teocracia rigorista implantada por el consorcio sacerdotal calvinista en la ciudad de Ginebra, también debiéramos saber que países como Irán, que han podido efectuar esa peculiar modalidad revolucionaria islámica (en versión chiíta duodecimal), se hallan ya sumidos en un proceso imparable e irreversible de cambio. Irán ha sido siempre una de las grandes canteras de la renovación espiritual del Islam.

Algún día los pueblos islámicos despertarán de ese mal sueño patriarcalista y falócrata que tanto les perjudica. Mahoma siempre anduvo rodeado de grandes mujeres, su viuda protectora, su hija Fátima, y tantas más. Ciertos pasajes del Corán, perfectamente comprensibles en el contexto histórico en que surgieron, si se saben leer con sensibilidad histórica, no entumecen los pasajes perennes que el texto puede sugerir a una lectura atenta. El Corán, como todos los textos sagrados, no puede leerse literalmente, sino siempre con respeto, empatía y distancia.

Y no vale decir: «Aunque ese texto sea el Libro Santo revelado por Dios»; aquí, como siempre, rige la norma de Proust: les «quoiques» sont «parce que» inconnues. ¡Precisamente porque es Libro revelado por Dios (o tenido por tal por el Islam) debe leerse espiritualmente! Sólo así la letra resplandecerá en su brillo verdadero.

 

02

EL MUNDO, 9 de mayo de 2002

Occidente, palabra equívoca

EUGENIO TRÍAS

La filosofía medieval disputaba sobre si el ser era palabra unívoca, análoga o equívoca. Se planteaba con ello la relación de Dios con la criatura, o del ser necesario con el ser contingente. No es mi intención terciar en tan ilustre polémica sino evocarla en relación con lo que en nuestra época ocupa un papel semejante al ser necesario. Me refiero a una palabra cuyo sentido se nos ha evaporado de tanto usarse y abusarse.

Dio título al libro de Oswald Spengler, que hablaba de su decadencia irreparable. Sirve para muchos de coartada para la legitimación y la autocomplacencia; a otros, para la diatriba más acerba. Convoca referencias crepusculares porque literalmente evoca el ocaso o el lugar en donde el sol se pone. Forma pareja con su lugar antípoda, o lugar de emergencia solar. Sólo cobra sentido contrapuesta a Oriente, y en ello revela su gran miseria semántica.

Comencemos con Oriente. ¿Tiene algún sentido perpetuar el uso de esta palabra para referirse a mundos tan distintos como Egipto, Irán, el subcontinente indio, Tailandia, Filipinas, Japón, la China continental, o la mitad (oriental) del antiguo imperio soviético? Tienen razón los críticos de esta noción: fue un invento occidental sobre culturas que provocaban fascinación y repulsión a la vez; o que servía, como sucede con los chivos expiatorios o con los dobles siniestros, para que el propio Occidente se definiera y se reconociera a sí mismo.

Hoy el término occidente se nos descompone en la palabra y en la escritura. No es un término unívoco, pues alude a realidades cada vez más dispares, diferenciadas y hasta enfrentadas. Ni siquiera por analogía podemos usar el término, ya que no hay parámetro alguno que nos lo imponga. Desde el punto de vista de la formación socioeconómica dominante (capitalismo tardío quizás) se deshace un concepto que descubre, como actores hegemónicos del mismo, a Europa y a Estados Unidos, desde luego, pero también a Japón, a Singapur, a Taiwán y seguramente a sustanciosos ámbitos de la China litoral. Desde el punto de visto geopolítico sucede lo mismo, esta vez con el agravante de que el binomio perfecto del vocablo, Estados Unidos y Europa, va revelando, a medida que pasa el tiempo, su latente disconformidad; incluso una particular divergencia en asuntos importantes (sobre todo de política internacional).

La sensación de que Estados Unidos gira en torno a su propia órbita, envuelto en ese aislacionismo espléndido que sólo sabe romper, en buena lógica narcisista, con irrupciones (aéreas) de una agresividad sin límites se impone cada vez de manera más evidente entre los europeos.

Hoy el Medio Oeste mental domina en Estados Unidos, hasta el punto de mostrar tendencia de absorción de enclaves que servían de puente (California, Nueva Inglaterra). Leer prensa americana, escuchar sus televisiones, hablar con colegas y conocidos de ese país que hasta anteayer nos podía resultar próximo se convierte, salvo contadas excepciones, y con creciente intensidad, en una comprobación de la lejanía que se ha impuesto entre ambas sociedades.

El Atlántico se ha ido ensanchado cada vez más por esa zona del norte. Europa nos puede proporcionar sustos políticos, como recientemente Francia, pero Estados Unidos provoca agresiones reales, comprobables (directas o inducidas). No se trata ya del vago antiamericanismo que flotaba hace unos años en ciertos sectores de las derechas y las izquierdas (siempre extremas). Se trata de algo peor y más grave, o más irreversible: de un auténtico divorcio; y lo que es más sorprendente: de un progresivo desinterés. Un desinterés cultural, que llega a derivar incluso en multitud de productos que de allí provienen.

Estados Unidos en Europa empieza a cansar, a hastiar; sus formas culturales; la exhibición de sus propias costumbres, incluso de las más respetables. Y sobre todo harta a unos y a otros una mórbida autocomplacencia en las propias maravillas que sus voceros no parecen tener freno alguno en declarar («somos la mejor democracia del planeta», recordaba recientemente uno de sus representantes oficiales en España).

Podría decirse que compartimos la misma cultura, o que existen unas raíces comunes, sobre todo religiosas, que revelan nuestra participación en un mismo entorno de civilización. Es verdad que el inglés es lengua de origen europeo, lo mismo que el español (por referirme a las lenguas más habladas en ese continente americano).También es verdad que pueden hallarse múltiples referencias comunes en literatura, arte, cine, teatro, música. Pero este fenómeno es común a todo el globo (y debe situarse dentro de la expresión «globalización», que bajo ningún concepto puede creerse equivalente a «occidentalización»). Los orígenes de las cosas importan, pero sobre todo son relevantes sus distribuciones y usos; y hoy ya no puede hablarse sin más de la técnica, de la lengua inglesa o del cine como realidades «occidentales». Nuevamente perpetuamos con este término un equívoco que encubre un errado juicio de valor (que sin embargo es conveniente para ciertos usos ideológicos y políticos).

En terminología añeja podría decirse que Occidente es una palabra ideológica; responde a una «falsa conciencia» que usa la vaguedad de significaciones del término para servir de coartada a ciertos intereses de la sociedad dominante o hegemónica. Es muy útil hablar de supremacía de la cultura o de la sociedad «occidental», o sugerir formas sinónimas entre «democracia» y «occidente».

También podría decirse que Estados Unidos y Europa poseen la misma raíz cultural en un terreno particularmente sensible: el religioso. Ambas son sociedades cristianas, o mayoritariamente cristianas. O en las que el cristianismo ha permitido que cristalizase una cultura propia y específica, en Europa desde el año 1000 (quizás con el antecedente carolingio) y en Estados Unidos desde la colonización inglesa y la gesta de los pioneros.

Algunos analistas como Samuel Huntington hablan de la «civilización occidental» con el fin de diferenciarla de otras (todas ellas marcadas, para este autor, por su raíz religiosa). Habla Huntington de la civilización islámica, india, china, ruso ortodoxa y occidental.En su libro, esta última es, en la práctica, sinónima de la norteamericana (siendo la europea, en su concepción particularmente etnocéntrica, un apéndice de aquella). Huntington se las ve y se las desea para encajar en su lecho de Procusto (que eso es su defectuoso patrón de diferenciación) a las sociedades y culturas latinoamericanas, que ni se ajustan a su concepto de «civilización occidental» ni le inspiran una formación propia y autónoma. El libro de Huntington es revelador de una de las peculiaridades más sorprendentes de una mentalidad de la cual da buena cuenta un estilo político determinado: el que impera sin discusión en el planeta americano.

Se trata de una autocomplacencia sin límites en la propia excelencia aislada. Lo importante es mostrar al mundo la propia supremacía sin confrontación alguna con la alteridad (pues nadie podría disputarla). Y en seguir en todas las cosas la lógica del «sagrado egoísmo») que rige en el propio Estado nación, cuya peculiaridad y rasgo de supremacía moral estriba en su carácter multiétnico, integrador. Hablo de Estado nación, no de imperio.

Estamos en un mundo que requiere a gritos soluciones imperiales, ya que los problemas que nos acechan e instigan son globales, ecuménicos, universales. Pero un imperio no puede existir sin el ejercicio de una auctoritas que legitima el monopolio de la potestas. Un imperio siempre generará, en su ejercicio, descontentos marginales; pero no es tal si provoca agrios resentimientos casi universales. Un imperio no es aquél que ejerce presión e influencia en las sociedades que domina; es aquél que, además de vencer en la acción bélica y en la vida material, también convence.O que atiende también al núcleo, existente en todo ser humano, en que sus necesidades materiales conectan con sus formas de creencia, de autorespeto o de sentido de la propia dignidad.

La sociedad americana, que ha exportado con éxito formas materiales de vida que invaden todos los países y naciones, no ha sido capaz de generar consensos ni sentimientos de aceptaciones en su errático deambular político por el globo, en sus inicuas filias y fobias o en su incomprensión radical de muchos de los fenómenos políticos, religiosos o ideológicos que forman parte del paisaje de nuestro mundo actual. A Estados Unidos le sobra potestas; pero le falta auctoritas. No es, de hecho, ni parece querer serlo, lo que podría ser: un verdadero imperio. Le falta voluntad política y autoconvencimiento para ello.

Pero vuelvo a la falacia occidental, ya que de eso se trata: de un término falaz para reunir realidades que se irán dando progresivamente la espalda: Estados Unidos y Europa. Podría decirse también: Occidente es, quizás, un eufemismo; lo que se quiere significar con ese término es una cultura o civilización: la cristiana. Occidente y cristianismo serían, así, casi términos sinónimos (si no fuese porque existe un cristianismo ortodoxo, y otros cristianismos muy vivos en el Próximo Oriente).

Ni siquiera desde este punto de vista puede aceptarse el carácter unívoco o análogo del término Occidente. El cristianismo europeo y el que subyace a muchas de las manifestaciones religiosas norteamericanas es radicalmente diferente. E importa subrayarlo, ya que este aspecto de la cuestión es particularmente revelador. En él conviene demorarse.

Las raíces cristianas de la sociedad y cultura norteamericana son múltiples; pero en gran medida se caracterizan por una exacerbada tendencia véterotestamentaria. Procede ese cristianismo de minorías expulsadas de sus países de origen de tendencia calvinista radical; en ellas parece que el cristianismo retrocediera a sus raíces del Antiguo Testamento, o que, frente al mensaje del Nuevo (evangelios, epístolas de Pablo, etcétera), se regresase al Pentateuco y a los libros históricos.

En ese cristianismo popular norteamericano, la idea de Pueblo Elegido es predominante. Y con ella la familiaridad entre el Antiguo Testamento y la experiencia que vivieron en su día los pioneros y colonizadores de un inmenso territorio por descubrir y habitar, en el que fueron creando sus propios asentamientos, en lucha con los habitantes aborígenes del lugar (hasta culminar la epopeya en la práctica extinción de éstos). Esta conciencia de Pueblo Elegido, y de Tierra de Promisión, se halla en la raíz de las más arraigadas creencias del pueblo americano. Forma parte de su paideia. En cierto calvinismo extremo, a diferencia del reformismo luterano y del catolicismo, parece que se retroceda del Nuevo Testamento al Viejo.

La figura de Jesús de Nazaret marca la diferencia; también las epístolas de Pablo. El ecumenismo del mensaje contrasta con la focalización de todos los asuntos en el Pueblo Elegido, o en un mesianismo en el cual al final siempre es ese Pueblo Elegido el que, en el banquete del último día, juzga y discrimina las naciones. Y la prueba de la elección viene dada por la pertenencia a una comunidad que se halla en lucha con las poblaciones preexistentes, que provienen de un orden natural corrompido radicalmente por la Caída originaria del primer hombre y que pueden ser siempre objeto de exterminio y de persecución (actual o escatológica) por parte de la única Nación predilecta a los ojos del Dios Unico.

En ese calvinismo radical esa corrupción de la naturaleza primigenia que se comprueba en todos los «gentiles» deriva de un decreto originario, de naturaleza inexorable, en el cual, ya con la creación, y con los eventos siguientes (pecado original, redención), se destaca la diferencia abismal entre los elegidos de Dios y los pueblos sometidos a reprobación.

Esta convicción se transfiere, secularizándose sólo de modo aparente, a la doctrina del «destino manifiesto» y de la Gran Nación (integradora de puertas adentro, extremadamente excluyente de puertas a fuera), predilecta entre todas por Dios y llamada a ejercer su poderío sobre todas las demás naciones de la Tierra.

En los ámbitos europeos, católicos, luteranos, anglicanos, se advierte en cambio la inclinación hacia una lectura del texto bíblico en dirección a las premisas del Nuevo Testamento. Lutero tradujo la Biblia entera, pero su texto de identificación fue sobre todo la Epístola a los Romanos de Pablo. Su concepto relativo a la corrupción del pecado original (y el carácter cuestionable del libre albedrío) no condujo en ningún caso a una regresión tan ostentosa hacia la geografía religiosa y mental del Pentateuco o de las crónicas de la monarquía davídica.

Lo cual explica (mucho mejor que las referencias a lobbies, que por supuesto existen) las sintonías espontáneas que se producen en el imaginario de ese país con realidades políticas que siempre se entienden del mismo modo; y que son especialmente sangrantes en Oriente Próximo.

Podría ser conveniente para la clarificación mental y moral del mundo en el que vivimos que ciertos estados aliados se convirtiesen en una estrella más dentro de la unión de estados federados que compone la Nación. En la cual importa más destacar con el máximo de potestas su carácter de Pueblo Elegido, aun a costa de arruinar un proyecto de auctoritas imperial que en el aspecto religioso requiere, lo mismo que en el cultural y en el político, un cambio de escenario mental; quizás el que se advierte nada más transitar de los últimos profetas menores a los textos evangélicos o a las epístolas paulinas.

 

03

EL MUNDO, 29 de junio de 2002

El fanatismo es contagioso

EUGENIO TRÍAS

El fanatismo es una de las expresiones de lo inhumano más evidentes, más dañinas, y así mismo más prestas a propagarse como la chispa en un reguero de gasolina derramado por el suelo.

El fanático se asemeja a la serpiente áspid que, con sólo mirarla, produce una fascinación tal en la víctima que ésta queda prendida, prendada, seducida y finalmente arrebatada del mundo de los vivos. El fanático encandila con su infinita seguridad y evidencia; y puede provocar una verdadera catástrofe y colisión moral en quien se deja inocular del reto letal que lanza.

El fanático es porfiado: no ceja en su venenosa emisión de líquido homicida. Fanáticos hay por todas partes y en todos los bandos: potenciales agentes del Terror (blanco, rojo, islámico, hebreo, cristiano, hindú, de derechas, de izquierdas, de pequeñas naciones sin Estado o de grandes naciones con vocación imperial).

La propensión humana hacia lo inhumano tiene una larga historia; tan vieja como la propia historia del hombre; esa inclinación tiene su origen, según nuestra tradición bíblica, en un crimen que se origina en el comienzo mismo del relato; un fratricidio originario; ese acto inaugural, lúgubre y siniestro, cubre con su tenebroso manto el ser mismo de la condición que somos.

Es propia del ser humano la espontánea inclinación a la conducta inhumana; en su válvula cordial se asientan sentimientos y pasiones diferentes; una de ellas, la más sombría, es el Odio. También una de las más intensas; y más generosamente extendidas.

Uno de los grandes méritos de ese extraordinario artista, muchas veces incomprendido, que fue Richard Wagner consiste en haber dado figura imperecedera a uno de los personajes más sombríos e inquietantes de su Tetralogía; hasta el punto de que domina, sin discusión, el escenario de los dramatis personae de la última, y quizás la más hermosa, de las cuatro óperas. Me refiero al hijo del nibelungo Alberich; hijo, por tanto, del responsable de la disonancia radical que en el curso del mundo se produce, según el relato de la ópera, cuando tiene lugar la conversión del Oro en Anillo; y con la renuncia al amor, y la maldición posterior, por parte del inquietante personaje. El hijo de Alberich, Hagen, es llamado en la ópera Hijo del Odio.

El Odio tiene múltiples formas y facetas; como el Amor, como el Ser, «se dice de muchas maneras». Uno de esos modos, el más reconcentrado quizás, y uno de los más «odiosos» (y valga la redundancia), es el fanatismo. Generalmente el fanático es, inicialmente, lo que Hegel llamó en un texto memorable «alma bella». Un alma bella que, empecinada en la Verdad inmarcesible de sus Principios, incapaz de aceptar el curso del mundo, se convirtió en lo que el propio Hegel denominó, en su Fenomenología del espíritu, «corazón duro».

En el fanático la propensión hacia lo inhumano se ha apoderado de forma nuclear de todos sus centros emocionales e intelectuales; la semilla del Odio ha hecho metástasis; la célula cancerígena de la aversión al Otro (demonizado, convertido en doble siniestro y en chivo expiatorio) se ha apoderado, de forma paulatina, e irreversible, de todos sus registros sensibles e intelectuales, o de toda su vida emocional y verbal. El Odio (con mayúsculas) se ha instalado de tal modo de sus hábitos mentales de raciocinio que no es posible ya el debate, la conversación, la controversia.

El fanatismo es contagioso; lo mejor que puede hacerse con él es adoptar consignas brechtianas o asumir formas de «distanciamiento» que impidan que el miasma de su acción se apodere de nosotros, o inocule su efecto vírico, epidémico, sobre nuestra piel cerebral.

El mundo actual constituye la casa común de nuestra compartida especie; pero en esa Aldea Global conviven, por lo mismo, las más diversas culturas, con sus tiempos propios; con sus relatos e historias específicos. Está por ver si esa casa común puede ser escenario de formas de mestizaje y cruce (siempre fecundas) entre etnias, culturas, pueblos, o bien prevalece el siniestro modelo, teorizado por Huntington, del «choque de las civilizaciones».

Y esa variedad, lo mismo que las situaciones constantes de cohabitación de territorios y ciudades, debidas a los graves desequilibrios de carácter económico y, sobre todo, demográfico, es el mejor fertilizador de actitudes cruzadas en las que, en siniestro juego de espejos (de espejos distorsionados, torvos, ondulados o deformes), se van lanzando Mal de Ojo los alevines que surgen de los huevos de serpiente; de serpiente áspid (la que mata con sólo echar una mala mirada, una mirada envidiosa).

En un mundo así es muy tentadora la relajación de los hábitos morales; quizás eso es «lo que nos pide el cuerpo», como suele decirse; o lo parece pedirnos también el sentimiento del honor, o una conciencia herida del propio orgullo, o las lesiones que sufrimos (sobre todo si poseemos un Ego a todas luces hipertrofiado); lo que parece apetecer a la parte menos sofisticada de nuestra alma. Esa parte que puede reaccionar, de modo espontáneo, con «rabia y orgullo», siempre que los hábitos de reflexión no prevalezcan (y para usar los términos del ex abrupto que acaba de publicar, en edición millonaria, Oriana Fallaci).

Es tentador dejarse contagiar por el fanatismo que se supone en otros, o que se les atribuye, de manera que se responda a ese envite con idéntico talante. Vuelvo a decirlo: el fanatismo es contagioso. Y sobre todo tiende a reproducirse de forma especular, en un juego de espejos deformes en el cual se idealiza la figura propia, o la del propio mundo, a expensas de una caricatura de aquel adversario o enemigo a quien se pretende combatir.

El único modo de contrarrestar esa fascinación que produce el Mal de Ojo (aquél según el cual el Otro, con mayúsculas, se nos aparece como Eje del Mal), consiste en el difícil aprendizaje que la experiencia nos posibilita en el trato, siempre paciente, siempre dignificado por la entereza, con todo cuanto se distingue de nuestros hábitos y costumbres; incluida nuestra alimentación y vestimenta; o nuestro ajuar; o las distancias aceptables entre los cuerpos; o la tolerancia en relación a los olores y sabores; o todo el infinito listado de costumbres; de Buenas o Malas Costumbres.Esa actitud se convalida por sí misma, y muestra su superioridad en no exigir ni requerir reciprocidad.

La Ley del Talión es, en estos trances, la expresión de un atraso secular, de un radical atavismo mental, legal, político. Es prueba, además, de extrema debilidad e indigencia. La grandeza del Nuevo Testamento consistió en mostrar modos simbólicos de trascender esa siniestra ley.

Es terrible el wahabismo que una dinastía moralmente execrable, la de Arabia Saudí, ha ido inoculando en grupos islámicos a través de la faz de la tierra; como terrible es que los grupos fundamentalistas religiosos hebreos decidan el destino de un Estado (Israel) que se presenta como democrático pero que recuerda mucho a la vieja Esparta, con sus periecos e ilotas, o a la Sudáfrica del apartheid, por fortuna desaparecida.

Difícilmente puede trazarse ningún perfil intelectual, moral o político, hoy por hoy, sin aceptar el hecho de que el mundo en que vivimos es común a todos los que en él convivimos; pero eso común se esparce y desaparrama por una diversidad cultural que debe ser atendida (sean cuales sean sus características, o sus formas de expresión). Y es estéril todo gesto farisaico de rasgarse las vestiduras ante los caracteres más obscenos de las formas inhumanas que en él se descubren. Importa aquí arbitrar expedientes más inteligentes.

Llama la atención, además, que justamente la sociedad provista de mayor fortaleza y potencia (económica, cultural, social, política y sobre todo militar) tenga que requerir la ayuda de espontáneos valedores que promueven su propia legitimidad mostrándose como adalides de Occidente.

A una escala más humana que otros valedores espontáneos, generalmente políticos, políticos con escasa legitimidad, o con las manos bastante ensangrentadas, también la célebre periodista Oriana Fallaci parece cultivar, en sus últimos tiempos, cierta vocación tardía de Centinela de Occidente. Así se nos presenta en su libro, recientemente aparecido en español, titulado La rabia y el orgullo.

Quizá valdría la pena interrogarse sobre lo que haya de sustancia en esa noción de «occidente». Quizás constituya una palabra equívoca que une o conjuga, de forma bastante falaz, realidades que deben ser diferenciadas. Por ejemplo, Estados Unidos y Europa.O quizás el consorcio de sociedades ricas y poderosas. Me remito a un artículo que publiqué hace más de un mes sobre este tema.

Pero también sería necesario comenzar a introducir elementales matices y distingos en lo que tan a la brava, y de forma estulta e ignorante, se simplifica con la simple pronunciación (generalmente malintencionada) de la palabra Islam.

Importaría introducir distinciones sin las cuales el Islam constituye una penosa caricatura de ignorantes, o de paletos culturales; debería diferenciarse siempre en toda su compleja variedad (árabe y no árabe; chií y suní); o distinguir el Islam como religión y el Islam como forma cultural y de civilización; del mismo modo como nos hemos habituado a distinguir entre cristianismo y cristiandad, evitándonos de este modo multitud de falacias y de absurdos.

Y sobre todo se impone distinguir el Islam, tanto en su acepción religiosa como en su condición de forma cultural, de ese islamismo fanatizado que, con el nombre de wahabismo, se ha ido apoderando de muchos grupos islámicos; grupos diseminados a través de unas formas de cultura y de religión que en el mundo en que vivimos componen uno de sus pilares insustituibles.

Vamos hacia un mundo complejo y mestizo; pero podríamos ir también, para desgracia y horror de todos, hacia un «choque de civilizaciones».El mestizaje es la forma propia de una común condición que es fronteriza entre lo humano y lo inhumano. O que es también fronteriza porque es, además de viviente, potencialmente inteligente (y capaz de mostrarse así en su inmenso caudal imaginativo y simbólico).Pero esa condición se conquista en la aventura de libertad que cada uno protagoniza. Puede también arruinarse y perderse para siempre.

Creo que el problema filosófico más importante de este naciente siglo y milenio será la articulación de lo que nos es común, o de lo que subsiste e insiste como humana conditio, y la gran variedad de formas culturales en que ésta se manifiesta.

Llamaba Pico della Mirándola al hombre ese «gran camaleón» que, siendo artífice de sí mismo, en razón de su libertad, podía mostrar un sinnúmero de formas variadas de concreción; y que por esta razón se asemejaba a la figura mitológica de Proteo.

¿Cómo conjugar lo Uno y lo Vario, lo que nos es a todos común y lo que es distintivo y diferencial en cada cultura o civilización?

En cierto modo, resolver este problema puede parecer algo semejante a cuadrar el círculo. Pero es propio de la historia humana ( y de la filosofía) moverse entre contradicciones. La contradicción, lejos de ser la excepción, es la regla misma en que nuestra conducta, nuestra acción y nuestro pensamiento con pasmosa frecuencia se encuentran.

Moverse en la contradicción, sin pretender obviar o menospreciar los lados agrestes y fieros de la misma, pero situándose de algún modo en ella, y dándole así el curso más apropiado, eso es lo que se nos pide a todos: hombres del común, ciudadanos; y por supuesto a políticos, artistas, poetas, periodistas o pensadores.

Y esa contradicción se nos ofrece, en el tiempo en que vivimos, en esta modalidad peculiar: entre una forma común y una flagrante diversidad. Insisto: la cuadratura del círculo.

Eugenio Trías es filósofo.

 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1