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§          La utopía de los necios

§          Sobre la guerra y el terrorismo

 

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EL PAÍS,  5 de diciembre de 2001

La utopía de los necios

NICOLÁS SARTORIUS

I. Ocurre siempre que los periodos de complacencia son, de manera casi invariable, preludio de tragedias. Es como si la autosatisfacción embotara los sentidos a los poderosos y les impidiera olfatear las movidas que tienen lugar en las profundidades de las sociedades. Así ha ocurrido no pocas veces en el pasado con significados bien distintos. El reinado de Luis XVI, por ejemplo, parecía uno más de la serie interminable de los Borbones de Francia hasta que en poco más de unos meses la Revolución acabó con una monarquía casi milenaria ante el estupor de Europa. En los primeros años del siglo XX, los imperios centrales y el otomano, más la Rusia zarista, actuaban como si la historia estuviese de su parte y los zares, káiseres y emperadores hacían y deshacían alianzas, planeaban conquistas y amagaban -o en ocasiones golpeaban- con variadas guerras como si Europa, que era el mundo que contaba, fuese parte de un patrimonio sobre el que podían disponer a su antojo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y, según defienden no pocos historiadores, un trágico error de cálculo, mezcla de irresponsabilidad, codicia e incompetencia, condujo a Europa a la catástrofe del año 14 y a millones de europeos a la tumba, en uno de los mayores crímenes cometidos contra la humanidad. En el pecado de la autocomplacencia tuvieron los gobernantes su penitencia. Aquellos imperios que hundían sus raíces en las profundidades de la historia y parecían eternos fueron barridos en el transcurso de cuatro años por el vendaval de la guerra y de las revoluciones que ésta había provocado. Pero como la memoria de los humanos es corta y el ansia de disfrutar poderoso, a los pocos años de aquella hecatombe las 'minorías selectas' ya vivían en un ambiente que tuvieron a bien denominar, no menos irresponsablemente, como la belle époque, olvidándose de lo poco bella que era la vida de los de abajo. Una época dorada, reflejada en no pocas novelas y películas y, por supuesto, con vocación de eternidad. La crisis del 29, el ascenso de los fascismos al poder en Italia y Alemania y la guerra de España acabaron pronto con las ilusiones de que la historia se había detenido y, una vez más, a una bella época de complacencias le pisaba los talones una nueva tragedia. La segunda guerra, esta vez mundial, fue aún más mortífera que la primera. Sepultó todavía a más millones de europeos y americanos y, gracias al sacrificio de muchos de ellos, a los fascismos -salvo los ibéricos-; señaló el principio del fin de los imperios coloniales europeos; creó uno nuevo -el soviético- y confirmó la hegemonía de los Estados Unidos. Como siempre, acabaron llegando, con el tiempo, años de bonanza, de crecimiento y mayor bienestar, aunque no para todos, y nos instalamos en el mejor de los mundos posibles. En el Este se impuso un complaciente estancamiento, el de la era Bréznev y sucesores, como si el régimen de los sóviets fuese el único autorizado a frenar la evolución de las sociedades, por aquello de que era la supuesta encarnación de la marcha victoriosa de la historia hacia el comunismo. Craso error el suyo. Una vez más la pretensión de frenar la historia y perpetuar los privilegios a cualquier precio pasó su factura. En poco más de una semana, la implosión de 1989 se llevó por delante el 'socialismo irreal' y, poco después, a la propia Unión Soviética. Revolución de alcance mundial que nadie previó en su momento aunque ahora se puedan determinar con precisión los factores que la hacían necesaria.

II. A partir de ahí el mundo occidental, en este caso, se instala en la autosatisfacción. El triunfo del capitalismo es total y definitivo -se afirma-, como si el fin del comunismo y de la Unión Soviética hubiese supuesto la superación de todas las quiebras o contradicciones que padece la humanidad. Las crecientes desigualdades en el reparto de las riquezas, la degradación paulatina del medio ambiente, la insoportable discriminación de las mujeres, la explotación de la infancia, las matanzas que originan las viejas y las nuevas guerras y enfermedades, habrían desaparecido del mapa. Al mismo tiempo, la hegemonía política y militar de los EE UU deviene absoluta, de tal suerte que la pax americana se globaliza y no surgen, de momento, poderes políticos globales que permitan nuevos equilibrios y matizaciones. Incluso el éxito de la nueva economía -Internet, etcétera- convertía en obsoletas las teorías sobre los ciclos económicos, pues los aumentos continuos de productividad, que las nuevas tecnologías proporcionaban, garantizaban un crecimiento sostenido, al resguardo de los vaivenes de las recesiones de otros tiempos. Se habían terminado para siempre las 'utopías de los ilusos' que desde Tomás Moro en adelante habían pretendido voltear la historia de los humanos. Y la historia, como ha demostrado más de una vez, no es proclive a dejarse empujar y mucho menos cuando las condiciones no están maduras. En esos casos, la utopía puede perderse en los vericuetos que conducen al crimen.

Lo curioso del caso es que hasta tiempos recientes la utopía era patrimonio de las mentes progresistas, de la izquierda, o de todo tipo de revolucionarios de diferente pelaje. Las ideas utópicas siempre estaban referidas a proyectos, más o menos irreales, de cambios y transformaciones sociales, económicos, políticos e incluso religiosos. Pero a partir de 1989 ha vuelto a reverdecer la vieja utopía que da título al presente escrito: la utopía de los necios, es decir, la de aquellos que pretenden frenar la historia. No me refiero especialmente a las ideas de un pensador de segunda fila, más o menos ligado al Departamento de Estado americano, que sigue predicando el fin de la historia, en versión revisada. Me refiero a la idea, bastante extendida, consciente o no, de que el sistema actual -en su versión global- es el estadio definitivo de las sociedades modernas y que, en consecuencia, otro mundo no es posible. Es decir, que los miles de millones de seres humanos que viven en la más absoluta de las miserias se tienen que resignar definitivamente a su suerte o emigrar en masa a los países ricos, cuyo bienestar es inalcanzable sin un nuevo orden mundial. Se habría impuesto así una especie de utopía al revés, la de los conservadores infinitos que son, desgraciadamente, los que se permiten hoy tener y defender utopías.

Utopía que ha durado la vida de un suspiro, pues ya estamos otra vez en recesión, los despidos empiezan a ser copiosos y en Occidente hemos entrado en trance de confusión con ribetes de histeria, que podría conducir, de no remediarse, a recortes de libertades. Situación que ya existía antes del 11 de septiembre y que este espantosocrimen no ha hecho más que agravar.

III. La duda que podría asaltar en estas circunstancias es si este sistema -tal cual lo conocemos- será capaz de proporcionar condiciones de bienestar global, es decir, una vida digna al conjunto de la humanidad o si, por el contrario, como señalaban los clásicos, el desarrollo cada vez más desigual forma parte de su naturaleza y condición de su propia subsistencia. Igualmente, se podrían tener dudas más que razonables sobre su capacidad para generar ese bienestar a nivel mundial sin depredar y, a la postre, dañar de forma irreversible el propio planeta en el que habitamos. De momento, y aunque no se conozca alternativa contrastable, pues las ensayadas han fracasado, no ha demostrado ninguna de las dos cosas. Y quizá no convenga olvidar que los sistemas sociales perduran mientras son capaces de seguir generando riqueza dentro de un mínimo orden de cohesión social y, hoy también, de sostenibilidad medioambiental. De esta suerte, lo más sensato cara al futuro sería oponer a la utopía de los ilusos y a la de los necios la utopía de los cuerdos, es decir, aquella que comprende que la mejor manera de transformar las sociedades y la vida es implantando y profundizando cada vez más en la democracia, entendida como síntesis de procesos crecientes de libertad e igualdad, o si se prefiere -y yo lo prefiero- de procesos de libertad entendida como liberación humana en todas las direcciones. Pienso que quizá ésta sea la utopía del siglo que comienza, la de garantizar de una vez por todas el protagonismo de los propios ciudadanos, de los poderes democráticos, que sean capaces de conducir la evolución del conjunto de la humanidad -y no sólo de una parte- por el camino de la cohesión social, de la sostenibilidad medioambiental, de la liberación personal, en fin, de un nuevo orden mundial que sea racional.

 

02

EL PAÍS, 19 de septiembre de 2002

Sobre la guerra y el terrorismo

NICOLÁS SARTORIUS

 I. Reconozco que no soy un pacifista, si por tal se entiende aquel que en ninguna circunstancia admite el uso de la fuerza armada. Creo, por el contrario, que en determinadas situaciones el uso de la fuerza está justificado, por ejemplo, contra la tiranía o contra amenazas ciertas de carácter totalitario o ante invasiones de unos países por otros con la pretensión de dominarlos. No obstante, observo que en la actualidad no es el pacifismo -que respeto, aunque no comparta- el que tiene el viento a favor, sino el pensamiento belicista, es decir, aquel que ante las mismas circunstancias entiende que la primera y mejor acción que se debe emprender es la bélica, sin importarle un adarme las consecuencias de la misma. Resulta escandaloso, por lo tanto, que se hable en la actualidad con tanta ligereza de la guerra como si ésta fuese una acción política más y no la tragedia más espantosa que uno pueda imaginar, de tal suerte que sólo debe desencadenarse ante situaciones límite, con agotamiento de todos los medios pacíficos y en legítima defensa. Nada de lo anterior se está teniendo en cuenta en el caso de Irak. Probablemente porque en estas guerras la potencia hegemónica ataca con total impunidad, las víctimas se producen siempre del otro lado y, además, tampoco se cuantifican ni aparecen ante el público.

II. Esta actitud belicista se ha entronizado como doctrina con la Administración de Bush en EE UU, con Sharon en Israel, y ha impregnado a ciertos acólitos europeos como Aznar, Berlusconi o Blair, que siguen los dictados del imperio sin el mínimo criterio independiente. Bush ha declarado que, a poco de producirse el 11 de septiembre, acudió a la zona cero de Mannhatan para consolar a los familiares de las víctimas de aquel espantoso crimen y éstas le pidieron 'sangre'. Entonces comprendió y decidió declarar la guerra total al terrorismo.

Pero, en realidad, ¿a quién ha declarado la guerra? Porque el Terrorismo, tal como lo presentan el presidente estadounidense y otros, no existe. Lo que sí subsisten son múltiples fenómenos terroristas en diferentes partes del planeta que obedecen a causas distintas, con historias diferentes y que, en la mayoría de los casos, no tienen nada que ver unos con otros. No es lo mismo Al Qaeda que la guerrilla colombiana; ETA, que el ejército 'moro' de Filipinas; las acciones de Hamás, que los actos terroristas en Chechenia, Argelia o Cachemira. No existe un centro mundial del terrorismo que coordine todos estos foros de violencia. Por ejemplo, la Administración de Bush tendría que explicar cómo se compadece su guerra total al terrorismo con su alianza con la dictadura paquistaní del general Musharraf, que, como todo el mundo sabe, es más que condescendiente con los terroristas de Cachemira, lo que ha estado a punto de provocar una guerra -en este caso sí que con armas nucleares- entre India y Pakistán. Se puede sostener que todos los terrorismos (actos de violencia indiscriminada e injustificada con el fin de producir terror en la ciudadanía) son nefastos. Pero es de todo punto equivocado concluir de lo anterior que todo terrorismo exige el mismo tratamiento. Si deseamos, de verdad, ir desactivando los diferentes foros de violencia en el mundo, distingamos bien cada caso, analicemos con exactitud las causas y apliquemos remedios adecuados. Es evidente, por ejemplo, que una solución equitativa al contencioso Israel-Palestina resolvería algunos focos de violencia terrorista. Un más justo reparto de la riqueza a nivel mundial también contribuiría a lo mismo. No distinguir los diferentes supuestos, meterlo todo en el mismo saco, no sólo aleja la solución de los problemas, sino que genera nuevos escenarios de terrorismo allí donde no los había.

III. El drama es que al actual Gobierno de EE UU no le interesan estas matizaciones, porque donde no aparece una amenaza global no se justifica un poder mundial. Para justificar el rearme, el recorte de libertades o la intervención allí donde se crea oportuno tiene que existir una amenaza de naturaleza mundial -similar a la que significó el comunismo en el pasado- y no amenazas parciales, aisladas, cada una de su padre y de su madre, cuyo tratamiento no es precisamente 'la guerra' con barcos, aviones, misiles, etcétera. La manipulación y la pirueta se ha visto con claridad en el caso de Irak -como ya antes en el de Afganistán-. Como no se puede bombardear o invadir al 'terrorismo mundial', pues carece de un territorio concreto, se seleccionan algunos países débiles, desafectos y, si es posible, con petróleo, y se les declara el 'eje del mal' o los representantes de ese supuesto terrorismo global. A partir de ahí todo está admitido. Ahora bien, ¿qué tiene que ver Al Qaeda con el régimen dictatorial pero laico de Irak o Corea del Norte? Ahora la amenaza para la humanidad es Sadam Husein, dictador de un país que vive en la miseria -debido al bloqueo-, empaquetado entre dos zonas de exclusión que son bombardeadas sistemáticamente por la aviación anglo-americana y que como gran argumento se nos dice -sin pruebas de ningún tipo- que puede llegar a tener el arma atómica u otras de destrucción masiva, o que hay una conexión iraquí de Al Qaeda, como si fuésemos retrasados mentales. Es cierto que Husein es un dictador -nefasto sobre todo para su pueblo-, pero dictaduras hay muchas y no por eso se bombardean e invaden los países que las soportan. Husein no cumple las resoluciones de Naciones Unidad y debe cumplirlas, pero tampoco las respeta Israel desde hace décadas o Marruecos en el caso del Sáhara y no por eso se les ataca, sino que son fieles aliados. Cuando la legalidad no es igual para todos se convierte en arbitrariedad y pierde legitimidad. Claro que sería positivo acabar con el régimen de Sadam, pero no por medio de una guerra devastadora de incierto resultado y con miles de muertos inocentes. Hay que presionar desde todos los ángulos a ese régimen y, sobre todo, hay que contribuir a que surja una alternativa democrática al mismo, que responda a los intereses del pueblo de Irak. Porque sin duda se puede invadir Irak, derribar a Sadam, y luego, ¿qué?, ¿otro Gobierno títere, inestable y que sólo sirva para fomentar nuevos terrorismos?

IV. Para la UE esta guerra puede ser desastrosa. Por lo menos a corto plazo dificultaría la recuperación económica por el aumento del precio del petróleo; desestabilizaría aún más su frontera sur; dividiría a los gobiernos de la Unión en un momento clave en el proceso de la construcción política de Europa. Hay que ser conscientes de que no siempre los intereses estadounidenses coinciden con los de la UE. El mundo islámico no es frontera de EE UU; en este país no viven decenas de millones de inmigrantes árabes: el 'keynesianismo bélico' que practica Bush puede aliviar de momento la economía de EE UU, pero perjudica la europea. Aunque cabría interrogarse con fundamento si un ataque a Irak realmente beneficia al pueblo estadounidense o sólo a los grupos económicos que apoyaron a Bush -petroleras, armamentos, etcétera- Me inclino a pensar que lo que pretenden Bush-Cheney y compañía es controlar, mediante un Gobierno amigo, el petróleo iraquí. Es obscena la propuesta que se ha hecho a los aliados vacilantes de repartir el botín petrolero. Mas, ¿qué saca Europa de todo esto? Sólo mayores amenazas para el futuro, gastos en la reconstrucción de Irak, pues suele ser Europa la encargada de este menester, y una debilidad aún mayor ante el coloso americano. Ante esta situación, los europeos tenemos que reaccionar. Los partidos de izquierda, los sindicatos, los intelectuales tienen que oponerse con firmeza a este belicismo que sólo conduce al rearme, al sacrificio de la ayuda al desarrollo, al recorte de libertades civiles en aras de una supuesta seguridad, como si la libertad y la seguridad fuesen separables, al deterioro de las condiciones sociales y a una involución de la cultura ante el avance de la 'estupidez única' del que no está conmigo está contra mí y además es un traidor. El interés de Europa está en una ayuda sostenida al mundo árabe para que se desarrolle y se democratice y no en echar petróleo en un incendio que nos puede costar muy caro en todos los sentidos.

Nicolás Sartorius es abogado y vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.

 

 

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