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Publicado en EL PAÍS, 2 de mayo
de 2002 Einstein, Israel y
Palestina JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ
RON Algunos de mis mejores
amigos son estadounidenses de origen judío. Como historiador de la ciencia,
una de cuyas supuestas especialidades es la física del siglo XX, entre los
personajes que más admiro figuran varios científicos de origen judío,
alemanes, por supuesto, pero también de otras nacionalidades, como
austriacos, húngaros, holandeses o norteamericanos. Creo, asimismo, haber
dejado constancia en mis escritos, cuando la ocasión lo requería, de los
sufrimientos, humillaciones y persecuciones con que se encontraron a lo largo
de, sobre todo, la primera mitad de esa centuria muchos de esos científicos
judíos cuyas vidas y obras tanto tiempo me han ocupado; y tampoco olvidé
esforzarme por intentar mostrar los ejemplos de grandeza moral que en
ocasiones se pueden encontrar entre ellos. Como historiador sé, asimismo, que
el pasado que nos afanamos en reconstruir transcurrió las más de las veces
por territorios sinuosos, a través de escenarios más propicios a los
claroscuros que a rotundas luces y sombras, por, en definitiva, universos
sociales en los que se enfrentaron muy diversos intereses y motivaciones, que
no siempre es fácil -o posible- subordinar o enjuiciar desde los puntos de
vista de la justicia, la ética o la razón desapasionada. Y también sé que si
el pasado fue así, ¿por qué iba a ser diferente el presente? Aclaro todo esto no
porque pretenda dar ninguna lección o desempeñar algún protagonismo personal,
sino, únicamente, por intentar dejar claro desde el principio que mi visión
del mundo no es, creo, ni radical ni intransigente con respecto al universo
humano, intelectual o histórico que se suele denominar, sin demasiada
precisión, 'judío'; que no me encuentro entre los que no se sienten, por
decirlo de alguna manera, cómodos en, o ante, él. Establecido todo esto,
pasaré al punto concreto que deseo tratar. La historia puede
enseñarnos, como he señalado, que la realidad humana, individual e
institucional es compleja y no siempre libre de contradicciones, pero esto no
quiere decir que no sea posible en ningún caso establecer criterios o juicios
morales; esto es, que sea imposible distinguir entre situaciones o posturas
inaceptables o injustas. En mi opinión, esto es lo que ocurre en la
actualidad con las actitudes, planteamientos y actuaciones del Gobierno -y, a
través suyo, del pueblo- de Israel con respecto a los palestinos. No ignoro,
sin embargo, que es difícil encontrar nuevos argumentos para defender
semejante juicio; que la historia y las palabras, de tanto ser usadas, a
veces se convierten para aquellos a los que pretenden convencer, a los que
van especialmente dirigidas, en algo así como letanías, en voces lejanas,
rutinarias y, en última instancia, vacías. Por eso quiero utilizar en esta
ocasión la palabra de un judío muy admirado y honrado en Israel: Albert
Einstein. Que Einstein contribuyó
de manera destacada a la 'causa judía' es un hecho tan conocido como
innegable. Los ejemplos en este sentido son demasiado numerosos como para
intentar siquiera resumirlos; citaré, a modo de ejemplo, alguno: su primer
viaje a los Estados Unidos lo realizó en 1921 en compañía de Chaim Weizmann,
para conseguir fondos destinados a crear una Facultad de Medicina en la
entonces Universidad Hebrea que se planeaba edificar en Jerusalén, la misma
institución a la que siempre ayudó (durante su única visita a Palestina, en
1923, pronunció la conferencia inaugural de la Universidad, a la que a su
muerte dejaría, por legado testamentario, todos sus papeles y derechos de
autor). Las fotografías y otros documentos que nos han llegado muestran
claramente la entusiasta, desbordante, recepción que la ciudadanía de Nueva
York le brindó, con lo que el viaje adquirió una importancia que se extendió
mucho más allá de la mera recogida de fondos para una institución académica.
Y es que la principal aportación de Einstein a la causa del pueblo judío fue
el que éste haya podido contarle públicamente entre sus miembros, así como
disponer sin reservas de su imagen, la imagen del sabio respetado y admirado
mundialmente. Su palabra, que tantas veces utilizó para defender a los
judíos, fue importante, sin duda, pero seguramente menos efectiva que su
imagen y ejemplo. No es sorprendente por ello que en noviembre de 1952, tras
la muerte de Weizmann, el primer presidente del Estado de Israel, Einstein
recibiese la oferta de sucederle en el cargo, oferta que en nombre del primer
ministro Ben Gurion le transmitió Abba Eban, entonces embajador de Israel en
Estados Unidos, en una carta fechada el 17 de noviembre. El día siguiente,
Einstein rechazaba la propuesta: 'Estoy profundamente conmovido por la oferta
de nuestro Estado de Israel', escribió, 'y al mismo tiempo apesa-dumbrado y
avergonzado de no poder aceptarla. Toda mi vida he tratado con asuntos
objetivos; por consiguiente, carezco tanto de aptitud natural como de
experiencia para tratar propiamente con personas y para desempeñar funciones
oficiales. Sólo por estas razones me sentiría incapacitado para cumplir los
deberes de ese alto puesto, incluso si una edad avanzada no estuviese
debilitando considerablemente mis fuerzas. Me siento todavía más
apesadumbrado en estas circunstancias porque, desde que fui completamente
consciente de nuestra precaria situación entre las naciones del mundo, mi
relación con el pueblo judío se ha convertido en mi lazo humano más fuerte'.
El 21 del mismo mes de noviembre revelaba una razón suplementaria al director
del periódico Ma'ariv: 'También pensé en la difícil situación que
podría surgir si el Gobierno o el Parlamento tomasen decisiones que pudiesen
crear un conflicto con mi conciencia; ya que el hecho de que uno no pueda
influir realmente en el curso de los acontecimientos no le exime de
responsabilidad moral'. En este último punto
nos encontramos con otra de las características de la visión que Einstein
poseía de la 'cuestión judía': era la suya una visión crítica, en absoluto
incondicional. Precisamente por esto es por lo que merece la pena recordar
sus opiniones en estos días. Y lo primero que hay que decir es que el creador
de las teorías especial y general de la relatividad se vio conducido al
judaísmo como un acto de solidaridad. Un acto de solidaridad -que se vería
reforzado tras la llegada de Hitler al poder en 1933- con un grupo de
personas que sufrían discriminaciones, y del que sabía que formaba parte, aunque
a él inicialmente no le atrajese la idea de 'formar parte de algún grupo'; si
acaso, como repetidamente expresó a lo largo de su vida, se encontraba a
gusto en Suiza, en donde estudió y cuya nacionalidad adoptó en 1901, después
de haber abandonado la alemana en 1896. 'Cuando vivía en Suiza, no me daba
cuenta de mi judaísmo', respondió en una entrevista publicada en el Sunday
Express el 24 de mayo de 1931. 'No había nada allí', continuaba, 'que
suscitase en mí sentimientos judíos. Todo eso cambió cuando me trasladé a
Berlín. Allí me di cuenta de las dificultades con que se enfrentaban muchos
jóvenes judíos. Vi cómo, en entornos antisemitas, el estudio sistemático, y
con él el camino a una existencia segura, se les hacía imposible'. En el
mismo sentido, con mayor brevedad y claridad aún, si es que cabe, dos años
antes había escrito: 'Hace 15 años, al llegar a Alemania, descubrí por
primera vez que yo era judío, y debo ese descubrimiento más a los gentiles
que a los judíos'. De manera similar, más de uno seguramente pensará durante
estos días que debe a los judíos, al Gobierno de Ariel Sharon y todos
aquellos que explícita o implícitamente le secundan o toleran, el
descubrimiento y sentimientos de simpatía por el pueblo palestino, aun
sabiendo que este pueblo, como el de Israel, acoge en su seno a personas que
con sus actos no respetan ese tesoro que es la vida de otros humanos. Einstein era judío por
origen, sí, pero más importante para él era ser, o intentar ser, una persona
digna e independiente: 'Por herencia, soy un judío; por ciudadanía, un suizo,
y por mentalidad, un ser humano, y sólo un ser humano, sin apego
especial alguno por ningún Estado o entidad nacional', escribió el 7 de junio
de 1918 a Adolf Kneser; y el 3 de abril de 1935 a Gerald Donahue, un
estadounidense que le había escrito expresando la idea de que los judíos eran
primero, y por encima de todo, ciudadanos de sus países: 'En última
instancia, toda persona es un ser humano, independientemente de si es un
americano o un alemán, un judío o un gentil. Si fuese posible obrar según
este punto de vista, que es el único digno, yo sería un hombre feliz'. Aun así, es cierto que
también se planteó preguntas que muchos, antes y después que él, se han
formulado: ¿en qué consiste ser judío? Y en numerosos lugares ofreció
respuestas que, legítima y razonablemente, fueron y son utilizadas por los
defensores de la causa hebrea. Así, en la revista estadounidense Collier
manifestó en 1938: '¿Cuáles son las características del grupo judío? ¿Qué es,
de hecho, un judío? No existe una respuesta sencilla a esta pregunta... El
judío que renuncia a su religión (en el sentido formal del término) continúa
siendo un judío'. Tras lo cual añadía, en unas palabras que resuenan
dolorosamente en la actualidad: 'Lo que une a los judíos y los ha unido
durante miles de años es, en primer lugar, un ideal democrático de justicia
social y la idea de la obligación de ayuda mutua y tolerancia entre toda la
humanidad'. ¿Y qué pensaba sobre la
posibilidad de que se crease un Estado judío? Apoyó la idea, desde luego, del
retorno institucional de judíos a Palestina. Pero es preciso detenerse en sus
opiniones y en los diversos argumentos que utilizó. Así, en un discurso que
pronunció en Nueva York el 17 de abril de 1938, con motivo de un acto
organizado por el Comité Nacional de Trabajo para Palestina, reconocía que
'el pueblo judío ha contraído una deuda de gratitud con el sionismo. El
movimiento sionista ha revivido entre los judíos el sentimiento comunitario,
y ha llevado a cabo un esfuerzo que supera todas las expectativas', y también
que los judíos se encontraban en una situación difícil en Palestina ('los
campos que se cultivan durante el día han de tener protección armada durante
la noche, a causa de los ataques de bandidos árabes fanáticos'). Pero
Einstein no terminaba su exposición ahí, tenía más cosas que decir, en las
que mostraba temores que desgraciadamente no han resultado infundados:
'Quiero agregar unas pocas palabras, a título personal, acerca de la cuestión
de las fronteras. Desearía que se llegase a un acuerdo razonable con los
árabes sobre la base de una vida pacífica en común; me parece que esto sería
preferible a la creación de un Estado judío. Más allá de las consideraciones
prácticas, mi idea acerca de la naturaleza esencial del judaísmo se resiste a
forjar la imagen de un Estado judío con fronteras, un ejército y cierta
cantidad de poder temporal, por mínima que sea. Me aterrorizan los riesgos
internos que se derivarían de tal situación para el judaísmo; en especial los
que surjan del desarrollo de un nacionalismo estrecho dentro de nuestras
propias filas, contra el que ya hemos debido pelear con energía, aun sin la
existencia de un Estado judío'. ¿Qué habría pensado y dicho sabiendo de la
existencia de campos militares israelíes de confinamiento de palestinos en
Ofer, cerca de Ramala, en Salem, en Yenín? ¡Campos de confinamiento de los
que son responsables los hijos del Holocausto! ¿Habría resistido su corazón
el viaje que ha conducido a su pueblo, utilizando la dramática expresión
empleada en este mismo periódico por José Saramago, de las piedras de David a
los tanques de Goliat? Urgía Einstein, como
vemos, una solución del conflicto árabe-judío en Palestina basada en un mutuo
acuerdo y comprensión, aunque bien es cierto que en 1948 se resignó a la idea
de una solución que implicase la partición del territorio. En cualquier caso,
hasta prácticamente los últimos días de su vida mantuvo estas preocupaciones.
El 4 de enero de 1955, pocos meses antes de su muerte (falleció el 18 de
abril), escribía a Zvi Lurie, un prominente miembro de la Agencia Judía en
Israel: 'El aspecto más importante de nuestra política debe estar siempre
presente: manifestar el deseo de instaurar una completa igualdad para los
ciudadanos árabes que viven en nuestro medio, y darse cuenta de las
dificultades inherentes en su situación actual... La actitud que adoptemos
hacia la minoría árabe significará la prueba verdadera de nuestros valores
morales como pueblo'. Albert Einstein no dejó
nunca, es evidente, de apoyar la causa judía, un aspecto de su personalidad
que le ennobleció por todo lo que significaba en una persona de su tipo ('una
naturaleza de temple fino', manifestó en 1918, 'anhela huir de la vida
personal para refugiarse en el mundo de la percepción objetiva y el
pensamiento'), pero he intentado demostrar que, aunque sus simpatías, su
solidaridad y su, aunque fuese primitivo, sentido de pertenencia
perteneciesen inequívocamente al 'pueblo' hebreo, no fue ciego a las razones
y sentimientos de los árabes palestinos. Se puede argumentar que, ante la
violencia palestina que, sin duda, de ninguna clase existe y ha existido
violencia terrorista (no tengo ningún problema en calificarla de esa manera
si es preciso, aunque sí de adjudicar al pueblo palestino la propiedad
exclusiva de tal violencia), Einstein habría terminado justificando (o
'comprendiendo') actuaciones drásticas por parte del Gobierno y pueblo del
Estado de Israel con respecto a los palestinos; incluso se puede en este
punto recordar que él, el pacifista declarado de la Primera Guerra Mundial,
terminó dirigiendo -porque temía lo que Hitler pudiera llegar a hacer- la
famosa carta de agosto de 1939 al presidente Roosevelt, misiva que ayudó a
poner en marcha el Proyecto Manhattan, que condujo a la fabricación de las
bombas atómicas que se lanzaron sobre Japón. Personalmente, dudo mucho de que
hubiese justificado o comprendido jamás semejantes actuaciones del Gobierno
que una vez pudo presidir o del Estado que ayudó a formar. No encuentro en
sus escritos palabras que sustenten semejante interpretación, y sí muchas que
revelan de manera transparente su capacidad de ver los dos lados del
problema, lo mucho que le desagradaba cualquier tipo de nacionalismo y
violencia, y cuánto valoraba los sentimientos humanitarios, que es tanto como
decir su capacidad de compasión y solidaridad para con los débiles. Por esa
compasión y sentimiento de solidaridad había descubierto y aceptado, repito,
su pertenencia al pueblo bíblicamente legendario que es Israel. Y cuando se compara la
fortaleza de israelíes y palestinos hoy día, pocas dudas pueden caber de
quién es el más débil. Las imágenes de las ruinas de Yenín, de puertas de
hogares palestinos marcadas con cruces por soldados israelíes, el aislamiento
forzado (en Ramala) de un Gobierno que, aunque pueda ser cuestionado posee
legitimidad, debería hacer sangrar los espíritus de aquellos que sufrieron lo
que hoy denominamos con toda propiedad Holocausto. A ellos más que a ningún
otro. El débil siempre tiene un poco más de razón, aunque sólo sea porque
tiene muchas menos oportunidades de defender sus razones. Israel, recordemos,
posee no sólo los tanques de Goliat, sino también armamento atómico (un
reciente estudio -1996- del International Peace Research Institute de Estocolmo
evalúa el arsenal nuclear israelí en entre 55 y 95 bombas atómicas). El 19 de octubre de
1947, contribuyendo al acto en el que puso la primera piedra de un monumento
a la batalla del gueto de Varsovia y a los judíos que perecieron en Europa
que se iba a erigir en Nueva York, Albert Einstein escribió: 'La solemne
reunión de hoy posee un profundo significado. Pocos años nos separan del más
horrible crimen de masas que la historia moderna tiene que relatar; un crimen
cometido no por una masa de fanáticos, sino en un frío cálculo del gobierno
de una nación poderosa. El destino de las víctimas que han sobrevivido de la
persecución alemana es el testimonio del grado en que se ha debilitado la
conciencia moral de la humanidad'. Algunos pensamos que, rebajadas en la
medida que haga falta, con todos los 'peros' y precisiones que sea preciso
introducir, aceptando que Sharon y Arafat no son probablemente demasiado
diferentes en cuanto a historial y estatus moral, esas palabras se podrían
aplicar también a algunos de los actos y políticas actuales del Gobierno de
Israel en Palestina. Bastantes años antes de
esas manifestaciones, el 25 de noviembre de 1929, Einstein escribió a Chaim
Weizmann otras frases que también deberían estar, hoy acaso más que nunca, en
la mente del pueblo de Israel: 'Si no logramos encontrar el camino de la
honesta cooperación y acuerdos con los árabes, es que no hemos aprendido nada
de nuestra vieja odisea de dos mil años, y mereceremos el destino que nos
acosará'. José Manuel Sánchez Ron es
catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid. |