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Serie de artículos publicados en LA
VANGUARDIA (22/01/2004) La revolución neoconservadora en EE.UU. WILLIAM R. POLK Los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001
contra el World Trade Center en Nueva York y el Pentágono en Washington
permitieron el acceso al poder en Estados Unidos de una notable camarilla de
hombres cuidadosamente preparados, con grandes relaciones entre sí y una gran
motivación ideológica. Pese a haber sido nombrados por el entrante gobierno
de Bush, la llegada a la supremacía de los neo- conservadores (“neocons”) ha
sido tan espectacular que algunos han considerado que se trataba casi de un
golpe de Estado. En un grado sin precedentes en la experiencia política
estadounidense, los neoconservadores guían hoy las políticas del presidente
George W. Bush y su Consejo de Seguridad Nacional; trabajan conjuntamente y
bajo los auspicios del vicepresidente Dick Cheney; controlan casi por
completo el “establishment” militar más poderoso del mundo y neutralizan las
opiniones contrarias en el Departamento de Estado. Cuando fueron incapaces,
al menos en un principio, de convencer a los organizaciones de los servicios
de inteligencia para que afirmaran lo que ellos querían oír, fundaron su
propia “Oficina de Planes Especiales”. La política exterior estadounidense
opera con el mapa neoconservador y según sus especificaciones. Actuando en
conjunción con la dirección republicana en el Senado y la Cámara de
Representantes, formando estrechos y lucrativos lazos con los principales
contratistas de defensa en lo que el presidente Dwight Eisenhower denominó el
“complejo militar-industrial”, garantizando una financiación masiva para sus
“laboratorios de ideas” y utilizando el poder de sus cargos para silenciar a
los críticos, los neoconservadores forman hoy un gobierno virtual dentro del
propio Gobierno de Estados Unidos. Siendo como son hombres con un poder tan inmenso y sin
precedentes al mando de campañas militares en todo el mundo con operaciones
en más de 150 países que repercuten en las relaciones económicas entre los
países y postulando como postulan un programa orientado a dominar el mundo
del siglo XXI, resulta sorprendente lo poco conocidos que son todavía los
neoconservadores. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Qué los motiva? ¿Cómo están
tan vinculados entre sí? ¿Cómo extraen fuerzas del gobierno de Bush en la
Casa Blanca, la dirección republicana en el Congreso y una amplia diversidad
de empresas estadounidenses? ¿Cómo han conseguido silenciar a sus oponentes y
convencer a la mayoría de estadounidenses de que no son revolucionarios
radicales, sino conservadores tradicionales? ¿Qué hacen ahora y que se
proponen hacer? Este artículo y los que seguirán responden a todas estas
preguntas. Cuando los miembros de la Administración de Bush tomaron
posesión de sus cargos, pocos observadores prestaron atención a los
neoconservadores. Casi ninguno procedía de la tradicional “elite del poder”
de Washington. Muchos eran antiguos académicos; unos pocos llegaron al
gobierno como la mayor parte del gobierno de Bush, procedentes del mundo
empresarial, y, en tanto que mayoritariamente judíos, pocos pertenecían a los
clubs sociales y políticos de los republicanos, que solían ser todavía “wasp”
(blancos, anglosajones y protestantes). No cabía duda de que eran “outsiders”,
aunque habían sido adoptados ya por los funcionarios de la “vieja guardia”.
El vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld
habían trabajado con algunos en la década de 1980, durante los gobiernos de
Reagan y Bush padre; luego, en la década de 1990, mientras duró el gobierno
de Clinton, colaboraron con ellos en proyectos orientados a moldear las
políticas estadounidenses con miras a una vuelta al poder. Durante la
transición desde la Administración de Clinton a la de Bush, Cheney los
utilizó como agentes suyos y colocó a muchos en cargos gubernamentales clave.
En consecuencia, aunque pocos periodistas o miembros del
Congreso se hubieran fijado demasiado en ellos durante los primeros meses del
nuevo gobierno, los neoconservadores ocupaban ya cargos cuando el ataque
terrorista del 11 de septiembre de 2001 les brindó su oportunidad. Tras el
atentado, eran los únicos del entorno presidencial que tenían un plan,
estaban decididos a llevarlo a cabo y tenían la capacidad para hacerlo.
Confuso y asustado por los acontecimientos, el presidente Bush, alentado por
el vicepresidente y el secretario de Defensa, se volvió hacia ellos en busca
de consejo; en realidad, lo que hizo fue entregarles las riendas del
gobierno. Los neoconservadores se apoderaron ávidamente de ellas y se
lanzaron en el acto a una guerra de represalias contra las huestes talibán
del movimiento Al Qaeda que encabeza Ossama Bin Laden. El éxito aparente o al menos inicial de la guerra afgana
contribuyó a solidificar su influencia sobre el presidente Bush y su equipo
y, a pesar de los recelos, sobre el estado mayor militar. Ni siquiera los
periodistas, de costumbre escépticos, plantearon objeción alguna. Los
neoconservadores no sólo parecían tener respuestas para todas las supuestas
amenazas a la seguridad de Estados Unidos, sino que sintonizaban con la opinión
pública. La campaña afgana suscitó una respuesta patriótica instintiva, fue
tremendamente popular y proporcionó una tranquilizadora demostración del
poderío estadounidense. Ahora bien, por útiles que resultaran en la consolidación
de su poder, Afganistán y el movimiento Al Qaeda nunca fueron los asuntos
centrales para los neoconservadores. Desde el primer día después de los
atentados del 11-S, tal como informó el jefe de la camarilla, Paul Wolfowitz,
al presidente Bush, el verdadero objetivo era el régimen de Saddam Hussein en
Iraq. Afganistán suponía sólo un primer paso, una especie de prueba de lo que
sería una campaña casi ilimitada –conocida en el alto mando militar como
“drenaje de la ciénaga”– con ataques proyectados contra Iraq, Siria, Líbano,
Libia, Irán, Somalia y Sudán. Llevaban planeándolo desde la década de 1980 y
por fin tenían la capacidad para hacerlo. Con el fin de comprender qué planeaban y por qué lo
planeaban, debemos presentar a los integrantes de la camarilla y explicar la
intensidad de su compromiso con la remodelación de Oriente Medio y, en última
instancia, de todo el mundo islámico. Y... más allá. Quién es quién en la camarilla neoconservadora WILLIAM R. POLK Cuando los
neoconservadores empezaron a dominar la política del Gobierno estadounidense
tras los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington,
el primer hombre en el que se fijó la prensa fue el recién nombrado
subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz. El instinto de los periodistas
acertó: Wolfowitz era el más influyente, el más estratégicamente situado y el
más experimentado de las dos docenas de miembros del grupo. Nacido en
Nueva York en 1943 de padres judíos polacos, se trasladó a Washington nada
más salir de la universidad. A continuación, tras un breve aprendizaje en la
Administración, se matriculó en la escuela de posgrado de la Universidad de
Chicago. En Chicago, quedó marcado por la influencia de dos hombres que
establecerían los parámetros ideológicos de todo el movimiento
neoconservador, el estratega de la guerra fría Albert Wohlstetter y el
entonces poco conocido politólogo Leo Strauss. Armado con
un doctorado en Ciencias Políticas, volvió a Washington en 1972 para una
primera temporada en el Pentágono. Ya reconocido como joven de gran habilidad
y firme ideología por los miembros mejor situados de la Administración de
Reagan, no tardó en ser ascendido. En los años cruciales entre 1977 y 1980,
trabajó como subsecretario y luego fue nombrado jefe del Consejo de
Planificación de Políticas del Departamento de Estado. Desde ese cargo, el
primer presidente Bush lo nombró subsecretario de Estado para Asuntos del Pacífico
y el Este Asiático y luego lo envió como embajador a Indonesia. Con la
llegada de Bill Clinton a la presidencia, Wolfowitz se unió al éxodo
republicano. Con su doctorado de Chicago, su amplia experiencia gubernamental
y sus contactos con el “establishment” republicano, resultó un candidato
atractivo para el puesto de decano de la Escuela de Estudios Internacionales
Avanzados (SAIS) de la Universidad John Hopkins. La SAIS resultó ser un
semillero para la preparación de hombres de sus mismas creencias cara a la
vuelta republicana al poder bajo George W. Bush. Como
miembro fundador del Gobierno de Bush, Wolfowitz parece haberse convertido en
amigo íntimo del presidente. Experimentado, inteligente, partidario de la
línea dura y en posesión de un plan, ha ofrecido a la Administración un
programa que encaja con sus necesidades de una política exterior coherente y,
al mismo tiempo, con sus inclinaciones políticas. En los corrillos de
Washington se dice que Bush consideró la idea de nombrarlo secretario de
Defensa, pero que, advertido de que resultaría demasiado polémico para un
cargo tan prominente, lo hizo adjunto del menos radical y más integrado en el
“establishment”, Donald Rumsfeld, sobre quien se esperaba que su influencia
fuera grande. De acuerdo con
un guión teatral casi perfecto, Wolfowitz se encontraba en su despacho el 11
de septiembre del 2001 cuando el tercer avión secuestrado se estrelló contra
el Pentágono. Acababa de comentar a un grupo de visitantes del Congreso:
“Esperamos algunas sorpresas desagradables”, refiriéndose a enemigos en el
extranjero. De modo que el atentado le causó una impresión intensa y
duradera, a él y a los visitantes. Como
respuesta, Wolfowitz ya sabía lo que había que hacer. En realidad, lo tenía
planeado desde hacía más de una década. “Ese fin de semana, delante del
presidente en Camp David”, escribió Sam Tanenhaus en “Vanity Fair”, (1)
“sorprendería a algunos funcionarios defendiendo un ataque no contra las
bases de Al Qaeda en Afganistán, sino contra el Iraq de Saddam Hussein.” Se
trataba de un curso de acción en el que insistió resueltamente hasta que
logró convertirlo en política gubernamental y acabó haciéndolo realidad dos
años más tarde. Wolfowitz
fue sorprendentemente franco sobre las razones de la guerra en Iraq. Mientras
en el Gobierno de Bush todos los demás se centraban en la supuesta búsqueda
de armas de destrucción masiva, Wolfowitz declaró que esa justificación era
sólo “burocrática”: se trataba de una cuestión sobre la que todos estaban de
acuerdo. Tampoco prestó demasiada atención a las otras justificaciones que
corrían por entonces, como la tiranía de Saddam o la acusación –que ya se
sabía que era falsa– de que Saddam apoyaba el terrorismo. Por el contrario,
se centró en la cuestión estratégica clave, el petróleo. En la cumbre de
seguridad de Asia celebrada en Singapur, sorprendió a su público al atribuir
la guerra al hecho de que Iraq “nadaba” en petróleo. A pesar de su interés
periodístico, puesto que difería por completo de las afirmaciones del Gobierno,
la prensa estadounidense no informó de esa observación, que fue recogida por
dos periódicos alemanes. (2) Menos
experimentado y menos coherente en su pensamiento estratégico que Paul
Wolfowitz, su amigo y colega Richard Perle fue nombrado presidente de la
influyente Junta de Política de Defensa del Pentágono. A diferencia de
Wolfowitz, quien aceptó dedicarse completamente a la Administración, Perle se
mantuvo con un pie en el mundo de los negocios. En su caso, eso significaba
el comercio de armas y el periodismo. (3) Dichas actividades lo implicarían
en un escándalo relacionado con un conflicto de intereses –el segundo en que
se vio envuelto– y lo obligarían a dimitir como presidente en el 2003. El
escándalo fue “empapelado”, por utilizar la expresión de Washington, y en la
actualidad sigue siendo miembro de la Junta. Sionista
ferviente y amigo personal del primer ministro israelí, Ariel Sharon, Perle
es también miembro del consejo de redacción de “The Jerusalem Post”,
“investigador residente” del Instituto Empresarial Americano y director de
otros lobbies y organizaciones para la elaboración de políticas
neoconservadoras. Como
Wolfowitz, Perle fue un protegido de Albert Wohlstetter, con quien trabajó
durante la década de 1960 en la RAND Corporation, un organismo financiado por
el Pentágono. Al desplazarse a Washington, Perle tomó un camino diferente del
seguido por Wolfowitz. Trabajó como asesor legislativo del más influyente de
los senadores relacionados con la Defensa, Henry M. Jackson (a quien en
Washington llaman “el senador de Boeing”). Como asesor, preparó la “enmienda
Jackson-Vanek”, que hizo depender el comercio estadounidense con la Unión
Soviética de que ésta permitiera la emigración de judíos rusos. Esta enmienda
hizo posible la emigración, entre muchos otros, de Natan Sharansky, que es
hoy viceprimer ministro israelí. Esta actuación, además de otras, fortaleció
la estrecha relación de Perle con el Gobierno israelí. Durante el
gobierno de Reagan, Perle se trasladó desde el Capitolio hasta el Pentágono,
donde se convirtió en uno de los once subsecretarios. En seguida se formó ahí
una reputación de beligerante “halcón”: en las últimas etapas de la guerra
fría fue apodado “el Príncipe de las Tinieblas”. Algunos colegas lo
describieron como “un equipo unipersonal de demolición de las negociaciones
para el control de armas”. (4) Entonces se
vio envuelto en su primer conflicto de intereses, una pauta que marcaría su
carrera. En ese primer roce con la ley en 1983, supuestamente concertó un
contrato de armas por el cual recibió una comisión de un fabricante de armas
israelí. Además, fue sospechoso (aunque nunca se vio acusado de modo formal)
de pasar documentos clasificados a agentes israelíes. Un colaborador, cuyo
nombramiento había él dispuesto, fue acusado por un gran jurado de espionaje.
La prensa
se ha fijado sobre todo en Wolfowitz y Perle; ahora bien, aunque no tan
conocidos por la opinión pública, los demás miembros del grupo neoconservador
ocupan colectivamente lo que Lenin habría considerado las “alturas del poder”
en el Gobierno de Bush. Notas: (1) Sam Tanenhaus, “Vanity Fair”, julio
2003 (2) “Der
Tagesspiegel” y “Die Welt”. Citado por George Wright, “The Guardian”, 4 junio
2003 (3) Perle
había actuado como “lobbista” en favor de los fabricantes de armas israelíes
y sigue actuando como asesor para empresas privadas que tienen tratos con el
gobierno federal; también pertenece al consejo de redacción del periódico
israelí “The Jerusalem Post” (4) Según
informó “The New York Times” del 15 de noviembre del 2003, el inspector
general del Pentágono decidió que los honorarios de 2,5 millones de dólares
recibidos por su compañía no constituían transgresión alguna de las normas
éticas porque Perle había trabajado para el gobierno menos de sesenta días al
año Los neoconservadores en las “alturas del poder” WILLIAM R. POLK Aunque la
prensa se ha fijado sobre todo en Paul Wolfowitz y Richard Perle, unas dos
docenas de miembros menos conocidos del grupo neoconservador ocupan lo que
Lenin habría considerado las “alturas del poder” en el Gobierno de Bush. Tradicionalmente,
en el sistema político estadounidense el vicepresidente casi no desempeñaba
papel alguno. Sin embargo, en el Gobierno de Bush, el vicepresidente Cheney
es en la práctica el copresidente. Durante el periodo de transición desde la
presidencia anterior se encargó de nombrar a casi todos los neoconservadores;
luego, una vez en sus cargos, se dedicó a promover activamente sus programas.
En una serie de declaraciones públicas, defendió la invasión de Iraq,
acusando a Saddam de estar armado y dispuesto a atacar Estados Unidos, así
como de colaboración con los terroristas de Ossama Bin Laden. Dado que
las organizaciones de inteligencia establecidas no encontraron pruebas de sus
acusaciones, realizó unas visitas sin precedentes a la sede de la CIA para
presionar a los analistas y que proporcionaran unas respuestas juzgadas
aceptables. De modo más general, la vicepresidencia se convirtió, bajo la
dirección de su jefe de Estado Mayor, Lewis Libby, en el puesto de mando de
los neoconservadores. Mientras
tanto, en el Pentágono, dos neoconservadores clave orquestaron algunos
movimientos bajo el amparo del subsecretario Paul Wolfowitz. Douglas Feith,
subsecretario adjunto, es el tercer funcionario en importancia del
Departamento de Defensa. Como otros miembros de la camarilla, se le conocen
estrechas relaciones con la “derecha dura” israelí y, antes de su
nombramiento, trabajó como asesor del entonces primer ministro Binyamin
Netanyahu. A sus órdenes se encuentra Stephen Cambone, subsecretario de
Defensa para Asuntos de Inteligencia, quien se destacó en la campaña para
atacar Iraq. A las
órdenes de Cambone se encuentra uno de los neoconservadores más importantes
pero menos conocidos, Abram Shulsky. Ante las dudas acerca del éxito de la
presión ejercida por el vicepresidente Cheney sobre la CIA, Shulsky recibió
el encargo de crear un nuevo organismo, la Oficina de Planes Especiales,
orientada esencialmente a sustituir todo el sistema de los servicios de
inteligencia estadounidenses. Si bien nunca se admitió, su tarea efectiva
consistía en demostrar la acusación neoconservadora, avanzada de modo
agresivo por Cheney, de que Saddam Hussein, en conjunción con su aliado
Ossama Bin Laden, estaba dispuesto a atacar Estados Unidos con un arsenal de
armas de destrucción masiva. Nada de todo esto se ha demostrado, pero sirvió
de justificación para la invasión de Iraq. En el
Departamento de Estado, el neoconservador John R. Bolton fue nombrado
subsecretario, según los mentideros de Washington, para neutralizar al
secretario de Estado, el general Colin Powell, y para silenciar el organismo
de valoraciones del departamento, la Oficina de Inteligencia e Investigación.
Bolton nombró como principal asesor a otro neoconservador, David Wurmser, que
había sido durante un tiempo asesor del primer ministro israelí Netanyahu. La
esposa de Wurmser, Meyrav, que es ciudadana israelí, fue cofundadora (junto
con el coronel Yigal Carmon, antiguo miembro de los servicios de inteligencia
israelíes) del Instituto de Investigación Mediática de Oriente Medio (Memri),
que ha actuado en Estados Unidos como conducto propagandístico de la derecha
israelí. También en
el Departamento de Estado, Richard Haass fue nombrado director del Consejo de
Planificación de Políticas, cargo que ocupó hasta convertirse en el 2003 en
presidente del Consejo sobre Relaciones Exteriores. Mientras
tanto, en la Casa Blanca, Elliot Abrams fue puesto al frente de Oriente Medio
en el Consejo de Seguridad Nacional. Más conocido por su papel en el asunto
Irán-contra, una de las campañas más vergonzosas de la historia
estadounidense reciente, Abrams fue acusado en 1991 de dos cargos de
ocultación de información al Congreso; se declaró culpable, resultó condenado
y luego indultado por el primer presidente Bush. Debido a estos polémicos
antecedentes, la Casa Blanca lo ha mantenido un tanto apartado de la luz
pública y no permite que lo entreviste la prensa. Viejo colega y amigo de
Wolfowitz y Perle, está casado con la hija de dos fundadores del movimiento.
Y, de modo tan importante como su contribución a la elaboración de la
política exterior, Abrams también ha actuado de vínculo entre los
neoconservadores y los fundamentalistas cristianos del sur, que apoyan su
política hacia Israel. En el
sistema político estadounidense, las “alturas del poder” también existen
fuera del Gobierno en los negocios, la comunidad universitaria y los
“laboratorios de ideas” ideológicamente receptivos. Entre esos influyentes
ámbitos, los actores se mueven con frecuencia y facilidad. Uno de los más
importantes de estos a veces funcionarios y a veces publicistas ha sido James
Woolsey, antiguo director de la CIA. Otros, como William Kristol, director de
la influyente revista neoconservadora “The Weekly Standard”, son activos partidarios
en el mundo de la prensa. Desempeñando
un papel más oscuro también estaba otro neoconservador. Sólo él se encontraba
en posición de convertirse en el máximo experto sobre Afganistán, aunque ha
sido mucho más que una figura regional. Depositario de la confianza del
vicepresidente electo Dick Cheney, se le encomendó la delicadísima tarea de
colocar en el poder a todo el grupo neoconservador durante la transición a la
Administración Bush. El
afgano-estadounidense Zalmay Jalilzad es una anomalía entre los
neoconservadores, porque es de origen musulmán. Es, desde luego, la “rara
avis” dentro del grupo. Hijo de una adinerada familia pastún, Jalilzad
estudió en Kabul bajo el patrocinio real y asistió a la Universidad
Estadounidense de Beirut antes realizar estudios de posgrado en la
Universidad de Chicago. Ahí, como Wolfowitz, estudió con el estratega de
armas nucleares Albert Wohlstetter. Tras obtener el doctorado en 1979, enseñó
brevemente en Columbia con Zbigniew Brzezinsky, el antiguo director del
Consejo de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter. Luego, en 1984,
obtuvo una beca de investigación en el Departamento de Estado, donde trabajó
con Wolfowitz en el Consejo de Planificación de Políticas. En el primer
Gobierno de Bush, Wolfowitz lo nombró subsecretario adjunto de Políticas del
Departamento de Defensa. Durante los dos mandatos de Clinton, dejó el
gobierno y aceptó un puesto en la RAND Corporation, donde creó el Centro para
Estudios sobre el Gran Oriente Medio. Estando en
la RAND, Jalilzad se convirtió en asesor de la gran compañía petrolera
californiana, Unocal, que intentaba entonces conseguir la aprobación del
gobierno talibán para construir un oleoducto multimillonario a través de
Afganistán. Como otro neoconservador, Richard Armitage, actuó de “lobbista”
para que el gobierno de Clinton adoptara una postura menos rígida con los
talibán escribiendo sorprendentemente en “The Washington Post”: “Los talibán
no practican el estilo de fundamentalismo antiestadounidense que se practica
en Irán”. Después de que los talibán fueran implicados en el ataque contra
embajadas estadounidenses en África oriental, Unocal puso fin a sus intentos
de obtener la concesión. Jalilzad cambió abruptamente de posición y empezó a
llamar Estado “delincuente” a Afganistán. Tras el derrocamiento del régimen
talibán, Jalilzad fue nombrado enviado especial para Afganistán, donde
esencialmente seleccionó al nuevo gobernante afgano, Hamid Karzai. En
noviembre del 2003, fue nombrado embajador estadounidense en Afganistán, un
cargo mejor descrito como proconsular que como diplomático. Mucho antes
de estos acontecimientos, Jalilzad empezó a defender el derrocamiento de
Saddam Hussein. Su oportunidad llegó a finales del 2001, cuando el
vicepresidente Dick Cheney lo nombró asesor presidencial especial para la
región del Golfo. Eso le dio una base de poder en el Consejo de Seguridad
Nacional y a partir de ahí fue nombrado “enviado especial y embajador para
los iraquíes libres” del presidente. Desde este puesto, desempeñó un papel
clave en la preparación de la invasión de Iraq y sirvió de nuevo como
“hacedor de reyes”, al apadrinar la campaña a la jefatura iraquí del
candidato de los conservadores, Ahmed Chalabi. La inspiración de los neoconservadores WILLIAM R. POLK Los
neoconservadores alcanzaron el poder con tanta rapidez, casi de la noche a la
mañana, tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, que eran
prácticamente desconocidos. Existían pocas pistas acerca de sus fuentes de
inspiración; sólo ahora empiezan a verse con claridad los antecedentes. Los
propios éxitos cosechados permiten seguir su evolución y establecer los modos
en que están organizados. Además, a pesar de sus diferencias individuales,
forman un grupo tan estrecho que es posible considerarlos como un conjunto. Los datos
muestran cuatro fuentes de inspiración. En primer lugar, muchos estuvieron
influenciados en su juventud por el movimiento trotskista. Al crecer,
saltaron al otro lado del espectro político desde la izquierda radical hasta
la derecha radical. En el salto, no abandonaron el compromiso con uno de los
principios rectores de León Trotsky, a saber, que la política mundial debía
moldearse y controlarse mediante la “revolución permanente”. Según Trotsky,
sus oponentes no podrían construir nunca una oposición eficaz porque se
verían abrumados por una avalancha de insurrección. Los
neoconservadores estadounidenses adaptaron la revolución permanente de
Trotsky a su ideología radicalmente derechista bajo la forma de “guerra
permanente”. En palabras de un miembro del grupo, el antiguo director de la
CIA James Woolsey: “Esta cuarta guerra mundial durará, según creo, mucho más
de lo que duraron para nosotros la Primera y la Segunda Guerra mundiales. Esperemos
que no sean las más de cuatro décadas de la guerra fría” (1). La guerra
continua ha sido adoptada como elemento clave de la política estadounidense
ideal por parte de los neoconservadores. Consideran que, bajo la amenaza que
plantea y la destrucción real que comporta, los oponentes exteriores serán
intimidados o destruidos, mientras que los oponentes internos serán
desestabilizados, arrastrados en la corriente de los acontecimientos y
silenciados por los imperativos del patriotismo. De tal modo, la guerra les
proporcionará lo que Trotsky consideró que la guerra proporcionaría al
comunismo: una fuerza irresistible. La segunda
influencia de los neoconservadores procedió de la obra de un profesor de
ciencias políticas poco conocido de la Universidad de Chicago, donde
estudiaron Wolfowitz y Jalilzad. Leo Strauss, un exiliado alemán, entusiasmó
(y halagó) a sus protegidos con la creencia de que había descubierto en la
filosofía griega significados secretos que sólo podía comprender una pequeña
elite: ellos (2). También justificó “el derecho natural del más fuerte”,
utilizado más tarde por los neoconservadores para justificar el derecho de
Estados Unidos a reprimir a cualquier Estado que pudiera constituir un
desafío. Esto es, la guerra preventiva. De ello se
seguía que, si la guerra era necesaria para el éxito de la política
estadounidense, los intentos de controlar las armas sólo contribuirían a
debilitar el país. Esta conclusión fue avanzada por Albert Wohlstetter,
estratega neoconservador de la guerra fría de la Universidad de Chicago y la
Rand Corporation. A Wohlstetter, resuelto partidario de la amenaza de la
fuerza, se le atribuye haber acuñado la escalofriante expresión “el delicado
equilibrio del terror” para referirse a su tipo de política exterior. Se dice
también que fue uno de los modelos para el personaje del doctor Strangelove. Además del
compromiso con la guerra permanente y la creencia de constituir una pequeña
elite esotérica que dirigía una política de fuerza unilateral, los
neoconservadores están motivados por una afinidad con Israel que raya en el
patriotismo. Y no sólo con Israel o con el movimiento sionista en general,
sino que se identifican con la extrema derecha del movimiento sionista. En
ello, su fuente de inspiración ha sido el dirigente sionista radical Zeev
(Vladimir) Jabotinski, quien en la década de 1930 defendió el empleo de un
“sionismo muscular” para conquistar a cualquier precio todo Eretz Israel.
Retomado por el partido Likud, el movimiento israelí de extrema derecha que
creció de las organizaciones terroristas Irgun y Stern, el sionismo muscular
se encuentra hoy personificado por Ariel Sharon. Es con él y sus ideas con lo
que se identifican los neoconservadores estadounidenses. En estrecha
relación con tales creencias, los neoconservadores han establecido una
entrelazada serie de pertenencias a “laboratorios de ideas” proisraelíes,
comprometidos políticamente y bien financiados. Aunque esa media docena de
instituciones constituyen entidades separadas, sus juntas directivas,
benefactores y cargos nombrados son en parte coincidentes. Representan quizás
el ejemplo supremo de lo que en las escuelas empresariales se ha dado en
llamar “creación de contactos”. Así, un “becario” de una puede ser director o
investigador de otra, y los individuos son a menudo directores de dos o más.
Esta estrecha organización e influencia permite a los neoconservadores
reforzarse mutuamente. El mayor
grupo es el Instituto Empresarial Americano (AEI) de Washington, que en el
2000 declaró un presupuesto de 24,5 millones de dólares. Richard Perle,
Michael Ledeen, Joshua Muravchik, Michael Rubin y otros neoconservadores
aparecen en las listas de “investigadores residentes” o “becarios
residentes”, y en él han participado o participan el vicepresidente, Dick
Cheney, y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El
Instituto para Políticas de Oriente Próximo de Washington (Winep) es algo más
pequeño. En el 2000, recibió subvenciones desgravables por valor de 4,1
millones de dólares. Su director fundador fue Martin Indyk, que había sido
antes director de investigación del importante lobby proisraelí Comité de
Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí (Aipac). En 1993, tras ser hecho a
toda prisa ciudadano estadounidense, Indyk se convirtió en ayudante especial
del presidente Clinton y director para Oriente Medio del Consejo de Seguridad
Nacional. Más tarde fue nombrado embajador en Israel y subsecretario de
Estado para Oriente Medio y el Sudeste Asiático. El Winep está hoy dirigido
por Dennis Ross, que actuó como coordinador del presidente Clinton en el
proceso de paz de Oriente Medio. Entre los investigadores y el personal que
comparte con otros institutos neoconservadores se encuentran Robert Satloff
(director de política), Patrick Clawson (director de investigación), Michael
Rubin y Martin Kramer. El
Instituto Judío para Asuntos de la Seguridad Nacional (Jinsa), que fue
fundado en 1976, gestiona un presupuesto anual de unos 1,5 millones de
dólares. Prácticamente fusionado con otro grupo, el Centro para la Política
de Seguridad (CSP), posee una impresionante junta directiva que incluye al
vicepresidente, Dick Cheney, y los neoconservadores Paul Wolfowitz, Richard
Perle, el subsecretario de Estado, John Bolton, el subsecretario de Defensa,
Douglas Feith, Michael Ledeen, la antigua embajadora en las Naciones Unidas
Jeanne J. Kirkpatrick, Stephen Bryen, Joshua Muravchik, Eugene Rostow y el ex
director de la CIA James Woolsey, además de varios generales y almirantes
retirados. Es posible
que ningún otro grupo haya hecho una campaña más infatigable que el Jinsa/CSP
en favor de un “cambio de régimen” en Oriente Medio, contra la limitación de
armas y por el programa denominado “guerra de las galaxias”. No constituye,
pues, sorpresa alguna que la mayoría de sus fondos procedan de contratistas
del Departamento de Defensa, fundaciones conservadoras y destacados
derechistas. Ha colocado a casi dos docenas de sus miembros, investigadores,
directores y asesores en puestos elevados del Gobierno de Bush. El
Instituto Hudson fue fundado en 1961 por Herman Kahn, que era por entonces un
destacado partidario de la guerra nuclear contra la Unión Soviética (3).
Mantiene un activo programa relacionado con Oriente Medio bajo la dirección
de Meyrav Wurmser, cuyo marido, David, es el principal asesor de John Bolton,
el “halcón” de mayor rango en el Departamento de Estado. Richard Perle es uno
de los miembros del consejo de administración. El Foro de
Oriente Medio, el grupo más pequeño, es también el más estridente. Utiliza
donaciones desgravables por valor de unos 1,5 millones de dólares al año para
realizar una vigorosa campaña en favor del gobierno del Likud en Israel. Los
miembros clave de su personal están también relacionados con el AEI y el
Winep. El director
del Foro, Daniel Pipes, a quien el presidente Bush ha hecho hace poco miembro
de la junta del Instituto de la Paz de Estados Unidos, organizó una
iniciativa llamada Campus Watch (Obervatorio Universitario). Su objetivo es
denunciar y atacar a los profesores universitarios críticos con Israel o la
política estadounidense en Oriente Medio. Su colega Martin Kramer (antiguo
director del Centro Moshe Dayan de la Universidad de Tel Aviv) ha ampliado el
ataque para incluir también al Departamento de Estado, de manera muy parecida
a cómo el antiguo “lobby de China” atacó a los sinólogos en la época de
McCarthy. Gracias al
apoyo de esta diversidad de organizaciones y con estrechos lazos ideológicos,
por vínculos de amistad e incluso matrimoniales, los neoconservadores han
hecho uso de las oportunidades proporcionadas por los atentados del 11-S para
conseguir lo que el antiguo subsecretario de Estado David Newsom ha
etiquetado como un “un golpe de Estado en gran medida pacífico”. Según
Newsom, “los miembros del grupo se han envuelto en la bandera”, de modo que
se ha “creado una atmósfera de intimidación sobre la base del patriotismo con
el objetivo de acallar las críticas y las opiniones contrarias”. Notas: (1) En una
conferencia pronunciada ante estudiantes de la Universidad de California en
Los Ángeles el 2 de abril del 2003, según informó la CNN. (2) Una
doctrina similar es atribuida al filósofo griego Pitágoras para comunicar
“doctrinas secretas” a sus discípulos preferidos. Las doctrinas secretas se
conocen en el llamado “budismo esotérico”, en el chiismo islámico y en el
judaísmo cabalístico. (3) Su
libro “On thermonuclear war” (Princeton, Princeton University Press, 1961)
intentó defender la idea de que Estados Unidos “podía permitirse” la guerra
nuclear, porque a pesar de las decenas de millones de muertos y la probable
destrucción de una cuarta parte del país, los supervivientes reconstruirían
la economía estadounidense. La doble estrategia de dominación WILLIAM R. POLK Bajo la
protección del vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa Donald
Rumsfeld, los neoconservadores constituyen hoy una poderosa red que se
extiende por la Administración estadounidense y está apoyada por una aún más
compleja red de “laboratorios de ideas” de Washington y aledaños. Con su
comportamiento que los asemeja a un gobierno dentro del gobierno, ¿qué
pretenden conseguir los neoconservadores? Ellos
mismos han respondido en parte a esta pregunta no sólo con las acciones
propugnadas recientemente en el Gobierno de Bush, sino también en la
secuencia de artículos sobre política escritos a lo largo de los últimos
quince años. Reunidos por Joseph Cirincione para la Fundación Carnegie para
la Paz Internacional, dichos artículos describen con todo lujo de detalles el
plan para la guerra contra Iraq y planes para emprender guerras futuras.
Puesto que afectan a la vida de personas de todo el mundo, merecen nuestra
mayor atención. Los principales documentos son los siguientes: (1) 1) En 1992,
furioso por la decisión del primer presidente Bush de detener la primera
guerra del Golfo, Paul Wolfowitz, entonces subsecretario de Defensa para
Políticas, supervisó la redacción del documento “Guía para la política de
defensa”. Los objetivos que se marcaban eran garantizar el acceso al petróleo
del golfo Pérsico, impedir la proliferación de armas de destrucción masiva y
combatir las amenazas del terrorismo. El documento abogaba por ataques
preventivos contra rivales reales o posibles –es decir, cualquier país que
pudiera desafiar la supremacía estadounidense– y por la actuación de Estados
Unidos en solitario si “no podía orquestarse una acción colectiva”. La
extremada política propugnada por el documento escandalizó tanto a los
colegas de Wolfowitz que alguien lo filtró a “The New York Times”. Presa de
la incomodidad, el Gobierno se echó para atrás. Sin embargo, se trató sólo de
una retirada temporal. Hoy, las ideas básicas se han incorporado a la
estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos hecha pública en
septiembre del 2002. 2) En su
libro “Saddam Hussein's unfinished war against America”, la neoconservadora
Laurie Mylroie popularizó la acusación neoconservadora de que Iraq perpetró
el atentado contra el World Trade Center en 1993. Richard Perle apoyó la
acusación y dijo del libro que era “espléndido y del todo convincente”.
Aunque no hay prueba alguna que sustente dicha acusación, fue el principio de
una campaña concertada para llevar a cabo un ataque contra Iraq. 3) En 1996,
Richard Perle, Douglas Feith y David Wurmser escribieron conjuntamente un
documento para el recién elegido Gobierno del Likud en Israel abogando por
una “ruptura radical” respecto a las políticas de negociación con los
palestinos y de evacuación de los territorios ocupados. Instaron a que Israel
atacara preventivamente más allá de sus fronteras con el fin de debilitar el
Gobierno de Siria y derrocar a Saddam Hussein. 4) En 1998,
18 neoconservadores, incluidos Elliot Abrams, Richard Armitage, John Bolton,
Paula Dobriansky, Zalmay Jalilzad, Richard Perle y Paul Wolfowitz –muchos de
los cuales se convertieron luego en funcionarios clave del Gobierno del
segundo Bush–, a los que se sumó también Donald Rumsfeld, escribieron al
presidente Clinton apremiándolo a provocar la caída de Saddam. En el año
2000, el proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense, organizado por William
Kristol y Robert Kagan, realizó beligerantes recomendaciones que también han
sido incorporadas a la estrategia de seguridad nacional. 6)
Inmediatamente después de los atentados del 11-S, Paul Wolfowitz y otros
funcionarios neoconservadores instaron al presidente Bush a que atacara Iraq
y lo ayudaron a encargar al Estado Mayor de las fuerzas armadas la
planificación de esa campaña. El 3 de
abril del 2002, los neoconservadores que todavía no estaban en el Gobierno
escribieron al presidente Bush diciendo: “Usted ha declarado la guerra al
terrorismo internacional, señor presidente. Israel está luchando en la misma
guerra... La victoria de Israel es una parte importante de nuestra victoria”.
Lo exhortaban a un apoyo incondicional de la represión de los palestinos por
parte de Ariel Sharon y a un ataque inmediato contra Iraq. Si bien los
asuntos exteriores eran el centro principal de sus actividades, el plan de
los neoconservadores tenía también un componente nacional. Su propósito
inicial ha sido silenciar a los críticos acusándolos de falta de patriotismo.
Sin embargo, está surgiendo un conjunto de objetivos más complejo. En la
campaña nacional, el papel principal ha sido interpretado por el director del
Foro de Oriente Medio, Daniel Pipes, quien antes de ser nombrado por el
presidente Bush para el Instituto de la Paz de Estados Unidos creó una
iniciativa llamada Campus Watch (Observatorio Universitario). Mediante
una intensa campaña realizada sobre todo por internet, Campus Watch alentó a
profesores y estudiantes universitarios a que informaran sobre las
afirmaciones, enseñanzas y acciones políticas de los 1.400 profesores y los
varios miles de estudiantes del ámbito de los estudios sobre Oriente Medio en
las universidades estadounidenses de modo que fuera posible elaborar informes
sobre ellos (2). Algunos
partidarios de los neoconservadores adoptaron una acción aún más agresiva.
Tras ser señalada como blanco de los ataques de Campus Watch, Glenda Gilmore,
catedrática de Historia en la Universidad de Yale, dijo: “Conozco porque he
sido tachada de traidora. Escribí un artículo para ‘The Yale Daily News’ y
recibí amenazas de violación y muerte (3)”. Otros han informado acerca de lo
que parece una campaña bien orquestada, una constante serie de cartas y
llamadas telefónicas de acoso (4). El plan
maccarthista iniciado por Pipes ha sido retomado hoy por la Cámara de
Representantes estadounidense, que el 21 de octubre del 2003 aprobó de forma
unánime un proyecto de ley según las líneas básicas trazadas por el colega de
Pipes, Martin Kramer (en su libro “Ivory towers in the sand”). El proyecto de
ley, que aún no ha sido aprobado por el Senado, crearía una junta de gobierno
para vigilar la enseñanza en los centros académicos receptores de
financiación federal. La
aprobación por parte del Senado es necesaria para convertir el proyecto de la
Cámara en ley, pero ya ha sido apoyado de modo entusiasta por Rick Santorum,
senador republicano por Pensilvania. El senador Santorum ha redactado un
proyecto de ley con un nombre que sólo podría haber imaginado George Orwell,
“Diversidad ideológica”, y que recortará la financiación federal a miles de
facultades y universidades que permitan a profesores, estudiantes y
organizaciones estudiantiles criticar las políticas israelíes (5). El colega
republicano de Santorum por Kansas, el senador Brownback, desea ir aún más
lejos: es partidario de lo que supondría una fuerza de policía ideológica,
una comisión federal encargada de investigar lo que denomina holgadamente
“antisemitismo”. El
antisemitismo de verdad es, sin que quepa ninguna duda, una fea enfermedad y
merece ser reprobado. Sin embargo, los neoconservadores y sus aliados han
utilizado esa acusación como una especie de “arma de destrucción masiva” para
silenciar a los críticos, judíos estadounidenses incluidos, ante las
políticas israelíes. Como han señalado algunos de los atacados, nadie en su
sano juicio afirmaría que la crítica del régimen de Zimbabue hace merecedor
de la acusación de ser “antinegro” ni que la crítica del Gobierno de Arabia
Saudí sea muestra de antiarabismo. Más aun, sería absurdo acusar de
antisemitismo a los muchos israelíes que critican con fuerza el Gobierno de
Ariel Sharon. Ahora bien, en la política estadounidense, la acusación de
antisemitismo es grave y difícil de refutar. Paradójicamente,
el antisemitismo sí que ha sido un rasgo del neoconservadurismo. Tan hostil
es Pipes ante los árabes (que, por supuesto, son también semitas) que es
famosa su condena de “la masiva inmigración de pueblos de piel oscura, que
cocinan comidas extrañas y que no mantienen precisamente unos niveles de
higiene germanos (6)”. Todos los fundamentalistas musulmanes, añadió, “deben
ser considerados asesinos potenciales” (7). Acciones
como las propuestas por los señores Pipes, Kramer, Santorum y Brownback están
destinadas a crear, como el maccarthysmo anterior, una atmósfera de miedo,
sospecha mutua y pérdida del espíritu de indagación libre que ha sido el orgullo
y el rasgo distintivo del mundo académico estadounidense. Notas: (1) Joseph
Cirincione, “Origins of change regime in Iraq”, en “Proliferation brief”,
volumen 6, n.º 5, 19 marzo 2003, Non-Proliferation Project de la Fundación
Carnegie. Cirincione no menciona un documento anterior, aún secreto, dirigido
contra Iraq y escrito por Paul Wolfowitz en 1979, cuando el país no había
dejado de ser considerado como aliado y recibía la ayuda del Gobierno
estadounidense. Este hecho fue mencionado por Michael Dobbs en “The
Washington Post”, 7 abril 2003. (2)
www.campus-watch.org (3) Véase
el mensaje www.say-no-to-pipes.org del 30 de abril del 2003 a la lista de
“MENA Info”, un boletín informativo sobre Oriente Medio y África del Norte,
hometown.aol.com (4)
Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair (dirs.), “CounterPunch”, 23 septiembre
2002, artículo de Will Youmans, “Campus Watch: The vigilante thought police”,
www.counterpunch.org. Campus Watch “generó llamadas de teléfono y mensajes
electrónicos hostiles contra los profesores y familiares incluidos en sus
listas”. (5) Michael Collins Piper, “Schools not
teaching pro-Israel views to lose funding, Congress to pass ‘ideological
diversity’ legislation”, American Free Press, www.americanfreepress.net, 21
abril 2003. (6) Existe
una versión de ese texto en: www.danielpipes.org (7) “National Review Online”, 22 octubre
2001. www.nationalreview.com La interminable cruzada neocon WILLIAM R. POLK En Iraq, la
política neoconservadora se ha llevado en gran medida a la práctica. ¿En qué
otros lugares buscarán los neoconservadores aplicar el poderío
estadounidense? Ya han señalado dos objetivos: Siria e Irán. El hombre
clave en ambos es Michael Ledeen, quien paradójicamente tiene un apellido muy
parecido a Ossama Bin Laden. Fue Leeden el autor de una directriz política
descarnada pero fundamental: “Cada diez años más o menos, Estados Unidos
tiene que elegir algún país de mierda y empujarlo contra la pared, sólo para
enseñarle al resto del mundo que vamos en serio” (1). “Esta
doctrina de lo que llaman anticipación o guerra preventiva”, escribió el
destacado historiador estadounidense Eric Foner, “es exactamente el mismo
razonamiento que utilizaron los japoneses para atacar Pearl Harbor” (2). Siria es el
“país de mierda” que más les gusta odiar a los neoconservadores. Para ellos
es importante porque el Gobierno israelí teme ser incapaz de imponer sus
condiciones a los palestinos mientras Siria siga siendo una importante
potencia árabe. En consecuencia, tal como lo ven Sharon y sus colegas, ahora
que Iraq está dominado, el siguiente de la lista debería ser Siria. Es la
política propugnada por Richard Perle, Douglas Feith y David Wurmser en su
documento de la “ruptura radical” preparado para el Gobierno del Likud. Y en
este contexto deben valorarse los últimos ataques aéreos contra objetivos en
Siria. Evidentemente, su propósito era advertir al Gobierno sirio de que no
apoyara el movimiento de la resistencia palestina. ¿E Irán?
Como ha escrito Marc Perelman: “Una coalición en ciernes de halcones
conservadores, organizaciones judías y monárquicos iraníes presiona a la Casa
Blanca para que redoble los esfuerzos cara a conseguir un cambio de régimen
en Irán... La naciente coalición recuerda los preparativos para la invasión
de Iraq” (3). En el lugar ocupado por Ahmed Chalabi como candidato de los
neoconservadores para gobernar Iraq, el favorito para tomar el poder en Irán
es Reza Palhevi, hijo del último sha. El joven pretendiente, por su parte, ha
establecido “discretos contactos con altos funcionarios israelíes... el
primer ministro Sharon y el antiguo primer ministro Beniamin Netanyahu”. Como en la
campaña iraquí, la publicidad de la nueva aventura es llevada a cabo por “The
Weekly Standard”, la revista neoconservadora de William Kristol. Más
importante es que Michael Rubin, el especialista del Winep sobre formas de
derribar regímenes, se ha unido a la Oficina de Planes Especiales de Abram
Shulsky para garantizar que los informes de los servicios de inteligencia
corroboran la política neoconservadora. En segundo plano también se ha
mostrado activo Michael Ledeen, quien ha afirmado que el actual régimen iraní
está a punto de derrumbarse. Sólo necesita un empujón. Deberíamos dárselo,
según afirmó en una conferencia pronunciada en el Jinsa el 30 de abril del
2003: “Se acaba el tiempo para la diplomacia; es tiempo de un Irán libre, una
Siria libre y un Líbano libre”. Con
patrocinio del Congreso, Ledeen y otros hombres de ideas afines han creado la
Coalición para la Democracia en Irán con el objetivo de unir las fuerzas
necesarias para conseguir un “cambio de régimen”. Del mismo modo que
asesoraron al presidente Bush diciéndole que los iraquíes recibirían a los
soldados estadounidenses con flores, los neoconservadores aseguran hoy que
los persas cantarán y bailarán por las calles. La lista de
países seleccionados no se acaba en Irán. Los planificadores militares han mencionado
también Pakistán, Libia, Somalia y Sudán. Se ha soltado incluso un globo
sonda para ver la reacción de una iniciativa contra Arabia Saudí. Antes de
abandonar la presidencia de la Junta de Política de Defensa, Richard Perle
convocó una reunión informativa a cargo de un partidario de atacar Arabia
Saudí. Laurent Murawiec describió Arabia Saudí como “la raíz del mal, el
primer móvil, el oponente más peligroso” de Estados Unidos en Oriente Medio
(4). Recomendó que los “funcionarios estadounidenses dieran un ultimátum para
que dejara de respaldar el terrorismo o hiciera frente a la toma de los
campos petrolíferos y los activos financieros invertidos en Estados Unidos”. Los
resultados fueron predecibles: los saudíes retiraron inmediatamente varios
centenares de miles de millones de dólares de Estados Unidos y decidieron no
permitir que los soldados y aviones estadounidenses operaran contra Iraq
desde territorio saudí. Sin
amilanarse, la revista neoconservadora “The Weekly Standard” publicó casi al
mismo tiempo que la reunión un artículo titulado “El próximo enfrentamiento
saudí”, y ese mensaje fue retomado por la revista del Comité Judío
Estadounidense, “Commentary”, con un artículo aún más explícito titulado
“Nuestros enemigos, los saudíes”. De todos modos, en parte quizá porque la
familia Bush e importantes apoyos empresariales del Gobierno Bush tienen ahí
una gran implicación, Arabia Saudí parece haber sido abandonada como
objetivo. Sin embargo, quedan muchos objetivos potenciales. Corea del
Norte estaba en los puestos superiores de la lista hasta que resultó evidente
el catastrófico coste de una campaña contra ese país. Como se cree que ya
posee armas nucleares y como las unidades avanzadas de su Ejército están al
alcance de la artillería de la capital surcoreana, Seúl, parece haberse
asegurado la inmunidad contra un ataque. En realidad, los más o menos 30.000
soldados estadounidenses estacionados en el país son más rehenes que fuerza
disuasoria. La probable
lección que al menos algunos gobiernos extraerán del contraste entre Iraq y
Corea es que la “supervivencia del régimen” tiene que conquistarse
consiguiendo un arma nuclear del modo más rápido y secreto posible. La
posesión de una bomba es el billete de Corea para la seguridad; ser atrapado
intentando hacerse con una supuso la condena a muerte de Saddam; muchos creen
que podría seguir en el poder de haber esperado a tener una bomba para atacar
a Kuwait. Irán estará
hoy sopesando esas lecciones mientras reflexiona sobre su respuesta a los
planes de los neoconservadores. Probablemente no se encuentra solo. Mientras
tanto, las tropas estadounidenses ya están implicadas en una prolongada
guerra de guerrillas en Filipinas; es posible que participen de modo más
intenso en operaciones en Colombia; además, hoy mantienen bases en al menos
14 países africanos y varias decenas más en Asia central y del sur, el
Pacífico y América Latina. Éstos son los hechos, pero las fantasías siguen
ahí: se dice que las más desenfrenadas incluyen incluso la China continental.
Convertir
las fantasías en planes es casi automático: el trabajo de la oficialidad de
cualquier ejército es planear contingencias futuras. Sin embargo, convertir
los planes en acción exige importantes decisiones políticas. ¿Son siquiera
concebibles tales decisiones? Por
supuesto, nadie puede saberlo. Lo que sabemos son dos posiciones
contradictorias: por un lado, el mando militar estadounidense ha dicho al
Gobierno que la carga es insostenible con fuerzas convencionales. Desea
desarrollar armas nucleares “utilizables” para guerras pequeñas. También ha
instado a dejar de lado el unilateralismo y que se hagan esfuerzos para
aglutinar el apoyo de al menos 70 países. Hasta la fecha, la respuesta ha
sido escasa. Como han puesto de manifiesto las encuestas de opinión, la
actual política estadounidense es muy impopular en casi todas partes (5). Puede que
incluso sea “insoportable” también financieramente según muchos economistas,
incluido el respetado banquero de inversión Felix Rohatyn (6). Como han señalado
los historiadores, lo que en última instancia acabó con Roma y otros imperios
no fue la derrota militar, sino el derrumbe financiero. Se ha estimado que,
en Estados Unidos, el plan diseñado por el neoconservador James Woolsley para
la generación de una “guerra permanente” costaría al menos 15 billones de
dólares. ¿Tendrá
cuidado el presidente Bush? Los
augurios no son favorables. En un
discurso pronunciado en el Instituto Empresarial Americano, llamó a los
neoconservadores “algunos de los mejores cerebros de nuestro país”. No
obstante, Bush podría cambiar de opinión. A medida que vea el grado de
hostilidad engendrado por sus políticas, que aumente la cifra de bajas en
Afganistán e Iraq y que se acerquen las elecciones presidenciales, quizá
acabe considerando a los neoconservadores como un lastre político. En última
instancia, la opinión pública estadounidense y el señor Bush deben darse
cuenta de que, como editorializó la revista neoconservadora “The Economist”,
los neoconservadores no son conservadores (7). Son radicales. Sus planes
equivalen a una cruzada mundial. Con todas sus connotaciones históricas
antimusulmanas, ésa es precisamente la palabra más premeditada para perpetuar
el movimiento por la senda deseada por los neoconservadores, una guerra
permanente e interminable. Bush deberá
decidir si la opinión pública aceptará esa senda. Notas: (1) Citado por Jonah Goldberg, “Baghdad
Delenda Est, Part Two”, “National Review Online”, 23 abril 2002. En www.nationalreview.com (2)
“Columbia Daily Spectator”, 7 noviembre 2002. (3) Marc Perelman, “Forward”, 16 mayo
2003. (4) Thomas E. Ricks, “The Washington
Post”, 6 agosto 2002. (5) Los
resultados de las encuestas no se publicaron en la prensa estadounidense. Para ello, véase Peter Preston,
“Can might alone earn a nation love?”, “The Guardian”, 10 diciembre 2002. (6) “The Financial Times”, 10 junio
2003. Su artículo no se publicó en Estados Unidos.
(7) Mayo 2003. |