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Contenido:

§          La familia en España

§          Socialdemocracia sin clase trabajadora

§          Globalización, integración europea y gasto público

 

01

EL PAÍS,  19 de enero de 2002

La familia en España

VICENÇ NAVARRO

Uno de los temas donde hay un contraste mayor entre el discurso dominante en la cultura política del país y la realidad cotidiana de sus ciudadanos es el tratamiento de la familia, la cual es considerada en aquella cultura como el centro de nuestra sociedad, mientras que en la práctica la familia ha tenido hasta hace poco muy escasa atención por parte de los partidos políticos que han gobernado nuestro país. En realidad, las políticas públicas de apoyo a las familias en España son de las más insuficientes en Europa Occidental. Ello se debe, en gran parte, al enorme conservadurismo dominante en las culturas mediáticas y políticas del país, en donde la defensa de la familia se ha identificado tradicionalmente con las fuerzas conservadoras que han enfatizado la centralidad de la familia, sin proveerla, sin embargo, de los servicios y ayudas públicas que facilitaran su desarrollo. Tales tradiciones políticas conservadoras han considerado a la familia como una unidad en la que el hombre, a través de su salario o ingreso, es responsable de la viabilidad de la familia y la mujer es la responsable de su reproducción y cuidado de infantes, de jóvenes y de ancianos. El Estado, en estas tradiciones políticas, juega un papel mínimo. Por otra parte, las izquierdas en España han considerado históricamente que el tema familia pertenecía al patrimonio ideológico de las derechas, reproduciendo así una actitud atípica dentro de las izquierdas del norte y centro de Europa, donde la socialdemocracia se ha caracterizado precisamente por ser la tradición política que ha ofrecido mayor apoyo a las familias, proveyéndolas de los servicios (tales como escuelas públicas de infancia para niños de 0 a 3 años y servicios domiciliarios de atención a los ancianos y a las personas con discapacidades) que han permitido el desarrollo de cada uno de sus miembros, y muy en especial de la mujer, y ello como resultado del compromiso de la socialdemocracia con la igualdad entre los sexos, la cual requiere que la mujer tenga los mismos derechos que el hombre, incluyendo su derecho a integrarse en el mercado de trabajo para conseguir su propia autonomía, la cual exige a su vez el desarrollo de una infraestructura de servicios de apoyo a la familia que le permitan compaginar las responsabilidades familiares con sus aspiraciones profesionales.

El lector me permitirá que comparta una experiencia personal que ilustra el contraste entre las culturas socialdemócratas laicas tradicionales del norte de Europa y la cultura conservadora de raíces cristianas de nuestro país. A raíz de tener que exiliarme de España en el año 1962 debido a mi participación en la lucha antifranquista, viví en Suecia por unos años, donde encontré a la persona que ha sido mi esposa durante 40 años. Mi esposa es sueca y mi suegra es también sueca. Hace ocho años, esta última, de 84 años, se cayó y se rompió el fémur (una situación muy común entre ancianos). Casi la misma semana, mi madre, que vivía en Barcelona, se cayó y también se rompió el fémur. Tuve entonces la oportunidad de ver cómo dos sociedades cuidaban a sus ancianos. En Suecia, mi suegra tenía el derecho, por ser ciudadana sueca (independientemente de su nivel de renta y de si tenía o no familiares en su casa), de ser atendida cinco veces al día por los servicios de ayuda a la familia. Una visita por la mañana la despertaba, la lavaba, le preparaba y le daba el desayuno; otra al mediodía le preparaba la comida; otra por la tarde le traía libros para que se distrajera; otra por la noche le hacía la cena y la ponía en la cama, y otra a las dos de la madrugada, venía para llevarla al lavabo. Cenando con mi amigo el ministro de Salud y Asuntos Sociales de Suecia, éste me decía: 'Vicenç, Suecia provee estos servicios (en realidad, los gestionan los municipios) a tu suegra por tres razones: una es su enorme popularidad, otra es que es más económico tener a tu suegra en su casa que en una institución, y tercero, creamos empleo' (en Suecia, el 18% de la población adulta trabaja en los servicios del Estado de bienestar tales como sanidad, educación y servicios de ayuda a la familia. En España sólo un 5% trabaja en tales servicios). El contraste con la situación en España era y continúa siendo abrumador. ¿Quién cuidaba de mi madre? En nuestro país no hay servicios públicos de atención a la familia comparables a los que recibía mi suegra. En Barcelona, para la minoría pudiente de la población que puede pagarlos existen unos servicios domiciliarios privados muy caros, que consisten en que unas trabajadoras domiciliarias (en su mayoría inmigrantes ecuatorianas pésimamente pagadas y sin formación) guardan compañía al anciano sin ofrecer ninguno de los servicios proveídos en Suecia. Los sectores muy necesitados de la población pueden recibir unos servicios públicos que cubren a un porcentaje muy pequeño de la población anciana (en España, el porcentaje es de 1,5%, mientras que en Suecia es de un 17%), con un promedio de horas de visita a la semana de sólo tres horas, uno de los más bajos de la UE. En realidad, no existen unos servicios domiciliarios comparables a los existentes en Suecia que ayuden a las familias. De ahí que la que cuidaba a mi madre era primordialmente mi hermana, mostrando, una vez más, que las mujeres españolas son las que cubren las enormes insuficiencias del Estado de bienestar español, cuidando a los infantes, a los jóvenes (que viven con sus padres hasta que tienen 30 años como promedio), a los esposos y a las personas que tengan discapacidades y a los ancianos. Además, un 38% de ellas trabajan también en el mercado de trabajo. Resultado de esta situación es que las mujeres en España están sobrecargadas, como lo demuestra que las mujeres de 35 a 55 años sean las que tienen más enfermedades debidas al estrés en España (tres veces más que el promedio español), que el 51% de las mujeres que cuidan personas dependientes manifiesten estar cansadas, que el 32% digan que están deprimidas y que el 30% sienta que su salud se ha deteriorado. Es más, un 64% de las mujeres cuidadoras de personas dependientes han tenido que reducir su tiempo de ocio; un 48% han dejado de ir de vacaciones y el 40% ha dejado de frecuentar amistades.

El coste de la falta de servicios de ayuda a la familia no es sólo humano, sino también social y económico. Las hijas de las mujeres de mi generación y sus nietas no harán lo que sus madres hicieron, y con razón. La mujer joven, como el chico joven, quiere tener su propio proyecto profesional. Y es ahí donde España tiene un volcán que ya ha explotado sin que la estructura del poder se haya percibido todavía de ello. España, cuyo porcentaje de la población dependiente y de ancianos va experimentando mayores tasas de crecimiento (de las mayores de la UE), tiene la fertilidad más baja del mundo, y ello como resultado de que la mujer joven no tiene una infraestructura de servicios de apoyo que le permitan compaginar sus labores profesionales con sus responsabilidades familiares. Es también la consecuencia de un mercado laboral deteriorado que no le ofrece trabajo estable a la mujer joven (el desempleo entre las mujeres de 20 a 29 años es del 38%), y de un mercado de alquiler de vivienda difícil para la juventud.

La sobrecarga de la mujer y ausencia de servicios de ayuda a la familia tienen también grandes costes económicos. En parte, la pobreza relativa de España (frente al promedio de la UE) se basa en que tenemos en nuestro país un porcentaje (52%) menor de adultos que trabajan que en la UE (68%). Y ello se debe al bajo porcentaje de mujeres integradas en el mercado de trabajo (38%). Si en España tuviéramos el mismo porcentaje de mujeres trabajando que en la UE (58%), habría tres millones de trabajadores más. En contra de lo que se dice con excesiva frecuencia, en España no faltan trabajadores, sino puestos de trabajo dignos y remunerados. En realidad, cuando se dice que faltan 100.000 inmigrantes al año se está diciendo que faltan 100.000 trabajadores que acepten salarios bajos. El trabajo de servicios domiciliarios, que lo realiza en la empresa privada una trabajadora ecuatoriana mal pagada y sin ninguna formación en Barcelona, lo hace en Suecia y Finlandia una profesional formada y financiada públicamente. El establecimiento de unos servicios como los de estos países crearía alrededor de 340.000 puestos de trabajo dignos y propiamente remunerados, que facilitaría a su vez la integración de la mujer en el mercado de trabajo, aumentando el porcentaje de la población que trabaja y crea riqueza. Ello exigiría a su vez un aumento considerable del salario mínimo, el más bajo de la UE (la mayoría de madres que viven solas y trabajan a tiempo completo viven en la pobreza debido al salario tan bajo que reciben).

El establecimiento de tales servicios de ayuda a la familia requiere cambios en las prioridades del gasto público, así como una expansión considerable de tal gasto que ninguno de los dos partidos mayoritarios está proponiendo hoy en España. Y es ahí donde la gran moderación y conservadurismo de la cultura política del país es el obstáculo mayor. Hay muchos ejemplos de esta excesiva moderación. Uno de ellos es la situación en el sector sanitario (cuyo gasto público es del 5,8% del PIB, uno de los más bajos de la UE), en el que el 20% de tal gasto se realiza en farmacia (uno de los porcentajes más altos de la UE) y ello debido al enorme poder de la industria farmacéutica (una de las industrias que tienen mayores tasas de beneficios), que se opone a la introducción de productos genéricos (productos más baratos y de igual potencia biológica), siendo éstos sólo el 5% de todo el gasto farmacéutico (uno de los porcentajes más bajos de la UE). Si en lugar de tal porcentaje fuera un porcentaje mayor, alcanzando la mayoría del gasto farmacéutico público, podríamos liberar los fondos necesarios para proveer servicios domiciliarios a las familias en España. En realidad, hice tal propuesta al PSOE cuando asesoré al candidato Josep Borrell en su campaña electoral, el cual aceptó mi sugerencia de incluir en su programa electoral el compromiso de establecer como derecho de ciudadanía (tal como lo es hoy el acceso a la sanidad y a la educación) el acceso de los miembros de las familias españolas a los servicios de ayuda a las familias tales como escuelas de infancia (de 0 a 3 años) y a los servicios domiciliarios, compromisos que requerían un cambio significativo en las prioridades del gasto público, así como una expansión del gasto social, que ha ido disminuyendo en España desde el 24% del PIB en 1994 al 20% en el año 2000. Cuando Borrell dimitió y renunció, Almunia (que consideraba a Borrell de ser excesivamente de izquierdas) me sorprendió agradablemente al hacer suyo el establecimiento de tal derecho, aunque, más tarde en la campaña electoral, al comprometerse a no revertir las reformas fiscales regresivas del Gobierno conservador, redujo enormemente las posibilidades de llevar a cabo tal derecho. Hoy, ningún partido político mayoritario se ha comprometido con el aumento significativo del gasto público que el desarrollo de tal derecho exigiría. Es más, la gran escasez del gasto público y social ha estimulado un debate preocupante que propone disminuir los recursos a los ancianos y pensionistas (recomendando incluso el retraso de la edad de jubilación a los 70 años) para canalizarlos hacia jóvenes e infantes, asumiendo que nuestro Estado de bienestar es excesivamente generoso con los ancianos y demasiado austero con los infantes y jóvenes, ignorando que si bien es cierto lo segundo -el gasto público por infante y joven en España es de los más bajos de la UE-, no lo es lo primero: las pensiones son de las más bajas de la UE y los servicios de apoyo a ancianos y a personas discapacitadas son también los menos desarrollados de la UE. El debate no debiera ser, por lo tanto, sobre si el país debiera gastarse más en jóvenes y menos en ancianos, sino sobre si los fondos públicos debieran gastarse en el poco desarrollado Estado de bienestar o en políticas de subsidios a grupos económicos poderosos y políticas fiscales regresivas que benefician a los sectores más pudientes de nuestra población.

 

02

EL PAÍS, 22 de mayo de 2002

Socialdemocracia sin clase trabajadora

VICENÇ NAVARRO

Una postura muy extendida en las culturas mediáticas y políticas de nuestro país es que los partidos socialdemócratas en Europa deben, para ganar las elecciones, desplazarse hacia el centro del espectro político a fin de conseguir la adhesión electoral de la clase media (que se supone constituye la mayoría de la ciudadanía) y de la cual se asume una orientación política centrista. En esta postura se considera que la clase media debe ser la base social prioritaria de la socialdemocracia sustituyendo a la clase trabajadora, la cual está desapareciendo, bien objetivamente (resultado de su reducción y práctica desaparición en la estructura social de nuestras sociedades) o bien subjetivamente (resultado de que un número mayor de trabajadores se siente y autodefine como miembros de la clase media). De ahí que el término y concepto de clase trabajadora hayan prácticamente desaparecido de la cultura política y mediática del país. La gran mayoría de líderes socialdemócratas han dejado de utilizar tal término, temerosos por otra parte de ser acusados, en caso de utilizarlo, de 'anticuados' por parte de los medios de información y persuasión que configuran la sabiduría convencional del país, según la cual la modernización de la socialdemocracia pasa por su centrismo, tal como ha hecho el Nuevo Laborismo de Blair, al cual muchos medios de información consideran como modelo para el resto de partidos socialdemócratas europeos, mostrando su supuesto éxito electoral como prueba de la certeza de su estrategia política. Así hemos visto cómo, a raíz del fracaso de Jospin, varios periódicos, incluyendo EL PAÍS, han editorializado estimulando el cambio de los partidos socialdemócratas europeos, incluyendo el español, en la línea Blair, puesto que 'el resultado ha funcionado en las urnas' (EL PAÍS, 28 de abril de 2002). Una variante de este mensaje modernizador de la socialdemocracia es la postura, también defendida por el propio Blair, de que la globalización (que se considera primordialmente como un fenómeno nuevo y predominantemente positivo) fuerza a los Estados a seguir políticas económicas y sociales parecidas, diluyendo así el significado de izquierda y derecha, siendo esta dicotomía sustituida por otra en que la mayor diferencia entre un gobierno u otro no es que sea de izquierdas o de derechas, sino que sea buen o mal gestor de lo público. Fue precisamente Blair el que en el Parlamento francés enfatizó que 'no existen en la economía globalizada de hoy, derechas o izquierdas, sino buena o mala gestión del espacio público' (Asamblea Nacional Francesa, 24 de marzo de 1998). Desde esta versión modernizadora de la socialdemocracia, la buena gestión de las políticas económicas y sociales incluye algunos elementos heredados del pensamiento neoliberal y/o conservador tales como el rechazo de políticas redistributivas (que se asume antagonizan a la clase media) de carácter universal que garanticen derechos sociales, civiles y económicos a toda la ciudadanía, siendo sustituidas por políticas asistenciales, orientadas hacia la prevención de la exclusión social y la pobreza, facilitando la integración de los grupos vulnerables a la clase media, mediante programas de igualdad de oportunidades que se centran primordialmente en dar más becas y más formación profesional a jóvenes de familias humildes. En esta estrategia, las políticas expansivas encaminadas a ofrecer seguridad a toda la población, características de las tradiciones socialdemócratas 'tradicionales' (término que Giddens utiliza despectivamente para referirse, por ejemplo, a la tradición socialdemócrata sueca, que tiene el mayor periodo de gobierno socialdemócrata en Europa), son sustituidas por políticas de oportunidad, que son además menos costosas, permitiendo así reducir los impuestos, una propuesta ampliamente extendida en la socialdemocracia modernizada que excluye políticas de gasto público expansivo, acentuando en su lugar la necesidad de reducir el gasto público a fin de integrarse monetaria y económicamente a la UE.

Lo que es sorprendente es que este mensaje continúe presentándose como el salvador de la socialdemocracia, cuando los presupuestos sobre los que se apoya son fácilmente falsificables por la evidencia empírica existente y cuando las consecuencias electorales de tales estrategias -como ocurrió, entre otros casos, en EE UU en el 2000, en la Gran Bretaña en el 2001 y en Francia en el 2002- son muy negativas para la socialdemocracia o para las fuerzas progresistas gobernantes. Veamos tal evidencia. Y analicemos primero la supuesta desaparición de la clase trabajadora. Es importante observar, en este sentido, que muchos de los trabajos realizados en España que concluyen que la mayoría de la ciudadanía en España es o se identifica como clase media se basan en encuestas -que se realizan por el Estado central, así como gobiernos autonómicos o regiones metropolitanas- en las que se pide a la ciudadanía si son miembros de la clase alta, media o baja, pregunta altamente sesgada que condiciona la respuesta; la gran mayoría de ciudadanos, sujetos a este tipo de pregunta, responde como es predecible, que son de clase media. Cuando a la ciudadanía se le pregunta, sin embargo, en términos un tanto menos sesgados, preguntándosele si los ciudadanos se consideran miembros de la clase alta, media o trabajadora, hay más gente que se define como clase trabajadora (51%) que clase media (34%). En realidad, la clase trabajadora no ha desaparecido y aun cuando su composición ha ido variando (pasando de ser predominantemente industrial a ser de servicios, muchos de ellos, mujeres), continúa siendo un sector muy amplio, cuando no mayoritario, de la población. En este aspecto es erróneo asumir que el aumento del nivel de renta de la clase trabajadora la convierta en clase media, puesto que lo que define la posición social de la ciudadanía no es tanto su nivel absoluto de renta o estándar de vida, sino la distancia social existente entre los colectivos que la constituyen. Y esta distancia social no ha disminuido. Antes al contrario, en gran parte de países, incluyendo España, esta distancia social -medida por las desigualdades sociales- ha aumentado y la movilidad social ha disminuido durante los años noventa. Las clases sociales continúan, pues, existiendo hasta tal punto que la clase social de una persona es la variable más importante para explicar la educación, la vivienda, el estándar de vida, el tipo de enfermedades y los años de vida de un ciudadano. Las cifras de mortalidad hablan por sí solas. En España, como promedio, los miembros de la burguesía viven dos años más que los miembros de la pequeña burguesía, los cuales viven dos años más que los miembros de las clases medias, los cuales viven dos años más que los miembros de la clase trabajadora cualificada, las cuales viven dos años más que los miembros de la clase trabajadora no cualificada, los cuales viven dos años más que los que tienen grandes periodos en su vida sin trabajo. Diez años de vida es la diferencia de pertenecer entre los dos polos sociales, tres años de diferencia más que en el promedio de la UE, que son siete. En EE UU son quince.

La ignorancia de esta realidad y la desaparición de la clase trabajadora en el discurso político de la socialdemocracia explica el creciente distanciamiento de tal clase hacia sus partidos modernizados. Lo que ha pasado en Francia es un caso más de lo que ha ido ocurriendo, país tras país, con la renovada socialdemocracia. La derechización de la socialdemocracia francesa moviéndose al centro durante su campaña electoral (Jospin en su discurso electoral no se basó en un proyecto socialdemócrata ni tampoco habló de la clase trabajadora, ni de políticas redistributivas, centrándose en su lugar en bajar impuestos) significó el gran crecimiento de la abstención, tres millones, la mayoría de clase trabajadora -el hecho más notable y más significativo de las elecciones-, causa mayor de su derrota junto con la radicalización de algunos sectores importantes de sus bases trabajadoras que votaron opciones más radicales. Éste es el punto más importante de las elecciones, que se ha ignorado al centrarse el debate en el éxito de Le Pen, que sólo consiguió 200.000 votos más en 2002 que en 1995.

Una situación semejante ocurrió en EE UU en el año 2000. Gore perdió las elecciones en Florida (y con ella, EE UU) por un aumento de la abstención de su base de clase trabajadora y una rotura del Partido Demócrata con radicalización de partes de su base electoral que votaron al candidato a su izquierda, Nader. Y en la Gran Bretaña, en las elecciones del año 2001 que se presentaron como un gran éxito de Blair, la abstención alcanzó niveles sin precedentes en la historia política del país. Sólo el 54% de los ciudadanos adultos que podían votar votaron, el porcentaje más bajo de los países de la OCDE (después de EE UU), de lo cual se deduce que sólo el 23% de electorado potencial votó al partido de Blair, siendo el porcentaje de voto más bajo de cualquier Partido Laborista, y constituyendo el hecho más llamativo del año 2001. Y tal como los politólogos británicos Whiteley, P.; Clarke, H.; Sanders, D., y Stewart, M. han indicado, tal abstención se centró sobre todo en los barrios de clase trabajadora.

Tal abstención también se ha ido dando en las elecciones españolas, donde la derrota de las izquierdas se ha debido primordialmente al aumento de la abstención de la clase trabajadora, la cual es todavía más acentuada en Cataluña durante las elecciones autonómicas, que, hasta hace poco, se han centrado en temas de identidad, lejanos de los enormes problemas de la cotidianeidad de la clase trabajadora y clases populares.

Este distanciamiento de los políticos socialdemócratas de sus bases trabajadoras es un caldo de cultivo para mensajes fascistas y racistas, apareciendo un fascismo que adquiere su fortaleza por las políticas de inmigración que dividen a la clase trabajadora, mediante mensajes racistas que son exitosos porque se basan en la gran inseguridad existente en amplios sectores de la clase trabajadora no cualificada, cuya situación laboral, social y existencial está ampliamente deteriorada, viendo al inmigrante como su competidor por puestos de trabajo escasos, mal pagados y por escuelas, vivienda e infraestructuras deficientes. En este panorama, la defensa de la inmigración por parte de las izquierdas utilizando argumentos para justificarla como que la inmigración es necesaria por falta de trabajadores (cuando en realidad hay 16 millones de trabajadores en Europa en paro) antagoniza a amplios sectores de tal clase trabajadora. La desaparición del discurso de clases desarma a la izquierda, limitando su argumentación a la reproducción de los argumentos conservadores. Como bien decían Martin Luther King y su discípulo Jesse Jackson (al cual asesoré en sus campañas electorales de 1984 y 1988), la alternativa al discurso racista es el discurso clasista, proponiendo programas universales que unan a los distintos componentes de la clase trabajadora y de la clase media, en lugar de políticas asistenciales que beneficien sólo a inmigrantes y a las minorías. Y es ahí donde es importante que las izquierdas recuperen un compromiso con políticas redistributivas de tipo universal, con el establecimiento de la seguridad, tanto ciudadana como económica y social, como derecho de ciudadanía. La izquierda modernizadora, sin embargo, ha desenfatizado políticas redistributivas, presentando en su lugar propuestas de bajada de impuestos, propuestas más populares entre las clases pudientes (que pagan más impuestos) que entre las clases populares, que son las que utilizan más los servicios públicos afectados por los recortes del gasto público. Todas las encuestas que se han hecho en los países de la OCDE en los últimos años, muestran que la alternativa de bajar impuestos es menos popular entre las clases populares que el aumento de impuestos para incrementar el gasto público a fin de mejorar los servicios públicos de tipo universal, no asistencial. Esta bajada del gasto público social (en España del 24% del PIB en 1994 al 20% en 2000) se presenta, con frecuencia, como necesaria para alcanzar y mantener la integración monetaria europea, con lo cual la ciudadanía asocia el deterioro de los servicios públicos con la UE. Así, la población española, que en los años setenta era la más proeuropea (debido a la identificación de Europa con democracia y Estado del bienestar) es hoy de las que muestra mayor indiferencia. Según la última encuesta del Eurobarómetro sobre opinión popular en los países de la UE, sólo el 20% de la población española señaló que 'lamentaría la desaparición de la UE', uno de los porcentajes de indiferencia más altos de la UE. De ahí que el tema de discusión hoy en respuesta al desencanto generalizado hacia la UE no debería ser si se necesita más o menos Europa, sino qué tipo de Europa: la Europa del capital financiero (que está imponiendo gran austeridad social) o la Europa social del ciudadano normal y corriente que todavía no existe.

 

03

EL PAÍS, 18 de octubre de 2002

Globalización, integración europea y gasto público

VICENÇ NAVARRO

Existe una postura generalizada en círculos económicos, políticos y mediáticos del mundo desarrollado que asume que, como consecuencia de la globalización económica y de la desregulación de los mercados de capitales y del comercio, los países tienen que reducir sus cargas fiscales (y muy en especial las cargas sobre los factores móviles, como el capital) y disminuir su gasto público, a fin de mantener su competitividad. Es más, se asume también en esta postura que las poblaciones de los países desarrollados han agotado ya su voluntad de pagar más impuestos, con lo cual los estados se sienten en la obligación de, además de reducir el gasto público, privatizar los servicios públicos de sus Estados del bienestar, tales como la sanidad, la educación y los servicios de ayuda a la familia. Se supone así que, independientemente de que gobiernen las derechas o las izquierdas, todos los gobiernos tienen que seguir políticas de austeridad pública y social, convergiendo hacia un Estado de bienestar más reducido. En esta postura se subraya que aquellos países que no siguen estas políticas públicas pierden su competitividad. Así, a raíz de las recientes elecciones en Suecia, hemos visto varios reportajes en la prensa que definían aquel país (que tiene el Estado de bienestar más extenso en Europa) como 'un país con síntomas de agotamiento', caracterizado 'por una muy baja productividad' y 'escasa competitividad', que 'vive desde mediados de los noventa una lenta agonía', y todo ello, resultado de su elevado gasto público y alta carga fiscal.

Esta postura que exige la reducción de las cargas fiscales y el descenso del gasto público a fin de aumentar la competitividad de los países ha sido promovida activamente por organismos internacionales tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) y responde a lo que se ha definido como el 'consenso de Washington', aunque tal consenso podría también haberse encontrado durante estos últimos años en Londres, Berlín, Roma, París y Madrid. Consecuencia de este consenso hemos visto sectores de izquierda compitiendo con la derecha en ver quién bajaba más los impuestos. Tal consenso se ha cristalizado en las políticas públicas de la Comisión Europea, con la Comisaría de Asuntos Económicos y Monetarios liderando hoy la campaña de austeridad del gasto público en la UE, como medida para alcanzar el déficit público cero. Sectores de la izquierda han aceptado también la posición de que hay que bajar los impuestos no sólo para facilitar la competitividad del país, sino también para mejor responder a una supuesta demanda popular de bajar los impuestos, puesto que mantenerlos o subirlos equivale a un suicidio electoral. En esta postura, la derrota del Partido Laborista británico en 1994 se atribuyó a su propuesta de aumentar los impuestos para mejorar los servicios públicos, explicándose el supuesto éxito electoral del Nuevo Laborismo británico por sus políticas de austeridad del gasto público y social, comprometiéndose, cuando fue elegido en 1997, a mantener la austeridad fiscal del Gobierno conservador anterior.

Desde su inicio, estas políticas (iniciadas por el presidente Reagan y la primera ministra señora Thatcher) han sido cuestionadas por muchos autores, siendo el más reciente el premio Nobel Stiglitz (que ha centrado sus críticas en el FMI, aunque debería también haber incluido al BM en su crítica, puesto que éste ha sido un promotor tan activo de tales políticas como el FMI; el BM, por ejemplo, jugó un papel clave en la privatización de la Seguridad Social en la Argentina, una de las causas de su crisis financiera). En realidad, los supuestos de tal pensamiento son fácilmente rebatibles por la evidencia existente. El lector me permitirá aportar datos empíricos que cuestionan cada uno de los supuestos que sostienen aquel consenso, comenzando por la supuesta causa de fracasos electorales. No hay evidencia que apoye la interpretación de que el Partido Laborista británico perdiese las elecciones de 1994 por haber pedido un aumento de los impuestos necesario para paliar el déficit social de aquel país. El Partido Demócrata Liberal, que se presentó en aquellos comicios como el gran defensor del Estado de bienestar proponiendo un aumento de los impuestos para mejorarlo, fue el partido que creció más electoralmente. Y el mismo año vio cómo el Partido Socialdemócrata sueco ganó las elecciones, proponiendo también un mejoramiento de los servicios públicos, con aumento de los impuestos. En realidad, la gran mayoría de encuestas realizadas tanto en Europa -incluyendo España- como en EE UU muestra que la mayoría de la ciudadanía prefiere más un mejoramiento de los servicios públicos que una bajada de los impuestos. En Gran Bretaña, el gran deterioro de los servicios públicos como resultado de las políticas de austeridad del Gobierno de Blair ha sido la causa mayor del desencanto popular con el Gobierno, lo que forzó un cambio profundo de sus políticas, aumentando muy considerablemente el gasto público y social y comprometiéndose a alcanzar en una legislatura, por ejemplo, el promedio del gasto público de la UE en sanidad, uno de los sectores donde la austeridad del gasto público ha dañado más la calidad de los servicios públicos. Otro caso de preferencias populares por el mantenimiento y expansión del Estado de bienestar ha sido la enorme derrota del Partido Liberal en Alemania (que había pedido una reducción muy marcada de los impuestos), y la gran recuperación de la popularidad perdida por parte de la coalición rojiverde de aquel país debido, en parte, al compromiso de mantener y expandir el Estado de bienestar, con la alta probabilidad de que esta coalición lidere en la UE el cuestionamiento del déficit cero. Otro ejemplo de estas preferencias populares fueron las últimas elecciones suecas, donde el partido socialdemócrata ganó ampliamente las elecciones al Parlamento, con un claro compromiso a extender el Estado de bienestar, con aumento del gasto social, mientras que el mayor partido de la oposición, el partido conservador, que había hecho de la bajada de impuestos el elemento central de su programa electoral, perdió espectacularmente su apoyo electoral. Suecia, por cierto, y en contra de lo que se informa con excesiva frecuencia en nuestro país, es uno de los países más competitivos de la UE y de la OCDE. Según el último informe de la OCDE sobre Competitividad y Nueva Economía (2001), Suecia es, después de EE UU, el país con mayor innovación tecnológica (medida por patentes por PIB) y mayor gasto público en investigación y desarrollo, como porcentaje del PIB, habiendo alcanzado un desempleo (4,95) inferior al de EE UU (5,9%), con un promedio salarial mayor que la de este último país. Su productividad (medida por hora trabajada) es semejante a la de Gran Bretaña y superior a la de Japón, Canadá, Nueva Zelanda y Australia.

Una segunda aclaración es que los datos no confirman la tesis de que, como resultado de la globalización económica e integración europea, haya habido una convergencia de los Estados hacia un Estado de bienestar más reducido. Los datos muestran precisamente lo contrario: tanto el gasto público social como el empleo público ha aumentado en la mayoría de países de la OCDE. La gran mayoría de países de la UE han visto también aumentar los impuestos (como porcentaje del PIB), y sobre todo los impuestos sobre el capital (excepto en España, donde estos últimos han disminuido). El que los impuestos y los gastos públicos hayan subido o bajado no tiene que ver primordialmente con la globalización económica o con la integración monetaria en la UE, sino con el color político del partido gobernante y los intereses que representa. No es cierto, por lo tanto, que los Estados estén perdiendo poder, argumento que se utiliza con gran frecuencia para justificar políticas impopulares (que benefician a clases sociales e intereses económicos financieros específicos) y que se presentan como resultado de la globalización o de la integración europea sobre la cual supuestamente los gobiernos no pueden hacer mucho.

Lo cual me lleva, por último, a discutir el caso español. España tiene un Estado de bienestar poco desarrollado, y ello como resultado de la escasa sensibilidad social de la dictadura franquista. El gasto social per cápita el año en que el dictador murió fue el más bajo de Europa, junto con el de Grecia y Portugal, países que padecieron dictaduras semejantes. Durante la democracia, el gasto público y social fue aumentando considerablemente, y sobre todo en los años ochenta y principios de los años noventa, reduciéndose el déficit social que teníamos con el promedio de la UE, aunque nunca alcanzáramos tal promedio. A partir de 1994, sin embargo, el gasto social público (en relación al PIB) fue descendiendo, justificándose tales reducciones por la necesidad de reducir el déficit público, hasta alcanzar el mítico déficit cero, objetivo definido por la Comisión Europea. Hoy España es uno de los países que mejor ha alcanzado este objetivo, de lo cual el Gobierno español está muy orgulloso. Pero este objetivo se está alcanzando a costa de aumentar el considerable déficit social español respecto al resto de Europa. Un ejemplo de lo que señalo es la educación. Cuando el dictador murió, el gasto público en escuelas de primaria y secundaria era el más bajo de Europa (1,7% del PIB), con un elevadísimo porcentaje de la población (82%) escasamente educada (menos de seis años de educación). Con la democracia, el gasto en escuelas aumentó a un 3,4% del PIB en 1994, acercándonos así al promedio de la UE (4,2%). Ahora bien, a partir de 1994, tal porcentaje ha ido disminuyendo, siendo hoy un 3,2%, más bajo que en 1994. Esta austeridad del gasto público en educación tiene sus costes, como señala el informe reciente de la OCDE Education at Glance 2002, el cual subraya que, en general, hay una relación entre gasto por estudiante en un país y el conocimiento adquirido por sus estudiantes en comprensión de lectura y en conocimiento científico y matemático. España (tanto en gasto como en conocimiento) está por debajo del promedio europeo. Este déficit de gasto es particularmente acentuado en el mundo universitario, lo cual contrasta con el discurso oficial que da gran énfasis en alcanzar la sociedad del conocimiento, base del desarrollo económico. Tal austeridad aparece también en otros servicios públicos como la sanidad y los servicios de ayuda a la familia. Es sorprendente, por lo tanto, que el deterioro de los servicios públicos no se haya convertido (tal como ha ocurrido en Gran Bretaña) en el gran tema de debate político en el país. El Gobierno conservador español justifica tal austeridad del gasto público (alcanzado el déficit cero) por la necesidad de aumentar la competitividad de la economía española, presentando la elevada tasa de crecimiento de empleo (3,7%, una de las más altas de la OCDE) como prueba de la certeza de sus políticas. Así, el presidente del Gobierno, durante el debate sobre el Estado de la Nación, presentó como el eje central de su política social la creación de empleo. Pero en este discurso no se menciona la escasa calidad de los puestos de trabajo creados, reproduciéndose así el gran deterioro del mercado laboral español. Según el último informe sobre ocupación de la OCDE, España no es sólo el país que tiene una tasa de precariedad más alta, sino que es el país que tiene un porcentaje mayor de trabajadores en contratos fijos que consideran sus condiciones de trabajo insatisfactorias (52% frente al 37% de la UE). Tales indicadores permiten cuestionar que tales resultados puedan justificar la austeridad social. En realidad, la escasa calidad del mercado de trabajo está relacionada con el escaso desarrollo del Estado de bienestar, con un gasto público y social excesivamente bajo, que debería aumentar considerablemente para alcanzar el gasto social promedio de la UE, a fin de asegurarnos que la deseada convergencia con Europa no sólo sea monetaria, sino social. Esto no está ocurriendo hoy en España.

Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra.

 

 

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