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Publicado en EL PAÍS, 3 y 4 de marzo de 2003

EE UU: el imperio romano del siglo XXI

NORMAN MAILER

Norman Mailer es autor, entre otros libros, de Los desnudos y los muertos, El ejército de la noche y La canción del verdugo. Este texto fue leído por el escritor norteamericano en el Club de la Commonwealth de San Francisco. © Norman Mailer, 2003. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Seguramente es cierto que, al comienzo de la campaña actual del Gobierno estadounidense para emprender la guerra, los vínculos entre Sadam Husein y Osama Bin Laden eran mínimos. A simple vista, tenía que haber una desconfianza mutua. Desde el punto de vista de Sadam, Bin Laden era un hombre de lo más problemático, un fanático religioso, es decir, un descontrolado, un guerrero al que no se podía dominar. Para Bin Laden, Sadam era un bruto irreligioso, un loco desequilibrado cuyas aventuras más audaces terminaban siempre por salir mal. Además, los dos eran rivales. Cada uno de ellos pretendía controlar el futuro del mundo musulmán: Bin Laden, es de imaginar, a mayor gloria de Alá, y Sadam, por el placer terrenal de aumentar su poder de forma ilimitada. En el siglo XIX, cuando los británicos poseían su imperio, el Raj habría tenido la habilidad de enfrentar a esos dos uno contra otro.

Hoy, sin embargo, esos objetivos han cambiado. La seguridad se considera insegura si la higiene marcial no es absoluta. Por eso, la primera reacción norteamericana al 11-S consistió en preparar la destrucción de Bin Laden y Al Qaeda. Ahora bien, cuando la campaña en Afganistán no consiguió capturar al principal protagonista, e incluso fue incapaz de descubrir de forma concluyente si estaba vivo o muerto, el juego tenía que cambiar. Nuestra Casa Blanca decidió que el verdadero objetivo era otro. No Al Qaeda, sino Irak.

Los estadistas y dirigentes políticos son serios incluso cuando parecen tontos, y no es frecuente que actúen sin tener alguna razón profunda. Me gustaría especular sobre esos motivos ocultos del Gobierno de Bush. Voy a intentar comprender lo que el presidente y su grupo de colaboradores más próximos consideran la lógica de su actual empresa.

Empezaré por el discurso pronunciado por Colin Powell ante la ONU el pasado 5 de febrero. En principio, fue un discurso muy detallado, que intentaba demostrar que Sadam Husein estaba violando todas las normas de los inspectores que podía, cosa que no sorprendió a nadie. Al fin y al cabo, Sadam tiene un gran instinto para ser consciente de los caprichos de la historia. Sabe que, cuanto más se pueda hacer esperar a los grandes estadistas, más se hartan éstos del aburrimiento mortal que supone tratar con un mentiroso consumado, astutamente despegado de toda obligación y necesidad de cooperación. Ser un completo mentiroso es un don magnífico. Si uno no dice nunca la verdad, está prácticamente tan a salvo como un hombre sincero que no dice nunca una mentira.

Así es como Sadam consiguió sobrevivir a siete años de inspecciones, entre 1991 y 1998. Había llegado a pactos -la mayoría, bajo cuerda- con franceses, alemanes, rusos, jordanos... La lista es larga. También supo manipular las simpatías del Tercer Mundo. Convenció a mucha gente buena de todo el planeta. La permanente crueldad de Estados Unidos estaba matando de hambre a los niños iraquíes. Los niños estaban desnutridos, en gran parte, por el embargo que el propio Sadam se había buscado, pero, aunque hubieran estado sanos, se las habría arreglado para tener un grupo de niños de seis años muertos de hambre el tiempo suficiente para poder distribuir una fotografía a todo el mundo. No era trigo limpio, y lo demostró. Jugó tan bien que consiguió que se declarara el fin de las inspecciones en 1998.

En la Casa Blanca ya se había hablado, y se seguía hablando entonces, de que teníamos que enviar tropas a Irak como respuesta a tal ostentación. Por desgracia, la aventura de Clinton con Monica Lewinsky le había convertido en un guerrero paralizado. En pleno escándalo público, no podía permitirse el lujo de derramar una sola gota de sangre estadounidense. La prueba se vio en Kosovo, donde no entró ninguna infantería norteamericana con la OTAN y nuestros bombarderos no arrojaron nunca su material desde una altura que estuviera al alcance de las baterías antiaéreas serbias. Todo se hizo desde una altura de 5.000 metros. Por tanto, Irak era imposible.

Es decir, en 1998, Husein se salió con la suya. Desde entonces no se habían realizado más inspecciones. El discurso de Colin Powell en la ONU estuvo lleno de santa indignación ante el descaro y la horrible chulería de Sadam el malvado, pero Powell es demasiado inteligente, claro está, para que el descubrimiento de tales fechorías le pillara desprevenido. Su intervención en la ONU fue un intento de caldear los ánimos de los estadounidenses con respecto a la guerra. Según los sondeos, la mitad de los ciudadanos no estaba a favor. Y en ese sentido, desde luego, el discurso logró su objetivo. La prueba es que muchos senadores demócratas que estaban vacilantes declararon que se unían a su postura, que también ellos estaban preparados para la guerra. Que Dios nos bendiga.

Ahora bien, el punto más débil de la intervención de Powell fue la demostración del vínculo entre Irak y Al Qaeda. Para la tremenda expectación levantada, las pruebas pecaron de escasas. Con la excepción de Gran Bretaña, los países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, los franceses, chinos y rusos, no estaban dispuestos a satisfacer la pasión de Bush por entrar en guerra lo antes posible. Querían más tiempo para intensificar las inspecciones. Consideraban que la contención era una salida.

Apenas una semana después, Al Yazira ofreció una grabación de Bin Laden en la que dejaba entrever que Sadam y él estaban listos para entablar contacto directo. ¿Había llegado el momento? ¿El enemigo del enemigo de Sadam se había convertido en su amigo? Si era cierto, el resultado podía ser desastroso. Podríamos vencer a Irak y, aun así, sufrir la gran catástrofe que presuntamente pretendíamos evitar con la guerra. Las armas de destrucción masiva de Irak podían pasar a manos de Bin Laden. Sin dichas armas, Al Qaeda tendría que arreglárselas como pudiera. Pero, si Sadam transfiriese sólo una parte de sus reservas de guerra biológica y química, Bin Laden sería mucho más peligroso.

La decisión de George W. Bush de emprender la guerra con Irak a la mayor brevedad posible se encontraba ahora ante la posibilidad de que Sadam hubiera contraatacado con una jugada maestra. Tal vez, lo que verdaderamente estaba diciendo era: "Déjenme que me ría de las inspecciones, y todavía estarán relativamente a salvo. Pueden estar seguros de que no correré a darle a Osama Bin Laden mi mejor material, siempre que sigamos jugando este juego de las inspecciones de ida y vuelta. Ahora bien, entren en guerra conmigo, y Osama sonreirá. Es posible que yo muera en el incendio, pero su pueblo y él estarán contentos. No tengan la menor duda, él quiere que me declaren la guerra".

Como esta sucesión de acontecimientos era evidente desde el principio, cabría preguntarse lo que se preguntaban ya unos cuantos estadounidenses: ¿Cómo hemos podido dejar que se hicieran realidad esas opciones, esas infernales y falsas opciones?

Mientras tanto, el mundo reaccionaba con horror al programa bélico de Bush. La edición europea de la revista Time había hecho una encuesta en su página web: "¿Qué país representa un mayor peligro para la paz mundial en 2003?". Emitidos 318.000 votos hasta ese momento, las respuestas eran: Corea del Norte, 7%; Irak, 8%; Estados Unidos, 84%. Como había declarado John Le Carré en el londinense The Times: "Estados Unidos ha entrado en uno de sus periodos de locura histórica, pero éste es el peor que recuerdo". Harold Pinter ya no quería sutilezas en el lenguaje: "... La Administración estadounidense, en estos momentos, es un animal salvaje y sediento de sangre. Las bombas son su único vocabulario. Sabemos que muchos norteamericanos están horrorizados por la postura de su Gobierno, pero da la impresión de que no pueden hacer nada". Según Reuters, cuatro millones de personas tomaron las calles, de Bangkok a Bruselas y de Canberra a Calcuta, para "ridiculizar al Bush belicista".

Un rápido repaso de los dos años transcurridos desde que George W. Bush juró su cargo puede arrojar cierta luz sobre los motivos de que estemos donde estamos. Bush llegó a la presidencia con la posibilidad de una recesión y todo el desgraciado aroma de ser investido tras unas elecciones que, en el mejor de los casos, podrían calificarse de legítimas / ilegítimas. Estados Unidos había vuelto a darse cuenta de que los republicanos tenían gran habilidad para las triquiñuelas legales.

Si la legitimidad de Bush estaba en duda desde el principio, su actuación como presidente empezó a suscitar desprecio. Cuando hablaba espontáneamente, resultaba demasiado simple. Cuando le escribían los discursos sus colaboradores, más cultos, le costaba hacerse con las palabras.

Entonces llegó el 11 de septiembre. En la historia humana existe una cosa que es la suerte divina. (También conocida como suerte del diablo). El 11 de septiembre alteró todo. Fue como si nuestros televisores hubieran cobrado vida. Llevábamos años viendo en las pantallas espectáculos de vértigo y disfrutando de ellos. Estábamos protegidos. Éramos capaces de dedicar una centésima parte a entrar en la historia y vivir con el miedo. Ahora, de pronto, el horror resultaba ser auténtico. Dioses y demonios invadían Estados Unidos, procedentes de la pantalla del televisor. Éste puede ser uno de los motivos de la extraña sensación de culpabilidad que tantos sintieron después del 11-S. Era como si unas fuerzas divinas hubieran estallado en una erupción de furia.

Y, desde luego, no podíamos no sentir cierta culpa a propósito del 11-S. La locura codiciosa de los años noventa no se había librado nunca por completo de esa conciencia culpable omnipresente en Estados Unidos. Nos alegrábamos de nuestra prosperidad, pero nos sentíamos culpables. Somos una nación cristiana. El "judeo" de judeocristiana no es más que una concesión. Somos una nación cristiana. Muchos buenos cristianos en Estados Unidos parten de la idea de que se supone que uno no debe ser tan rico. Dios no quería que fuera así necesariamente. Desde luego, Jesús no lo quiso. Se suponía que uno no debía acumular tanta pasta. Que estaba obligado a dedicar su vida a acciones altruistas. Ésa era una mitad de la bondadosa mente cristiana.

La otra mitad, puramente estadounidense, quería lo de siempre: vencer a todo el mundo. Se puede decir algo que es cruel pero posiblemente cierto: ser un norteamericano corriente es ser una contradicción viva. Uno es un buen cristiano, pero se esfuerza para ser dinámico y competitivo. Por supuesto, Jesús y Evel Knievel no conviven demasiado bien en una misma psique. Así que la ira y la culpa del ser humano adoptan unas formas únicas en Estados Unidos.

Ya antes del 11-S, muchos asuntos habían empeorado. La arquitectura espiritual del país se apoyaba, desde la II Guerra Mundial, en nuestras instituciones casi míticas de seguridad, fundamentalmente el FBI y la Iglesia católica, con la misma categoría especial e intangible que la Constitución y el Tribunal Supremo. Ahora, todo eso se estaba cobrando su precio.

Además estaba la Bolsa. No paraba de bajar. El paro crecía, sin prisa pero sin pausa. Los escándalos relacionados con consejeros delegados de empresas adquirieron más notoriedad.

Estados Unidos había soportado la constante expansión de la empresa hacia la vida cotidiana desde el final de la II Guerra Mundial. Había sido la vaca lechera para el país. Pero también había sido una vaca sucia, que soltaba gases de tacañería y manipulación mediante el énfasis excesivo en la publicidad. Se ignoraba el producto pero se rendía pleitesía a su mercadotecnia, un animal y una fuerza que había logrado apartar a EE UU de la mayoría de nosotros. Había conseguido que el mundo fuera un lugar más desagradable desde el final de II Guerra Mundial.

Luego llegó una denuncia más completa de las argucias económicas y la contaminación de las empresas. Había un escándalo detrás de otro. La glotonería económica prosperaba. Peor aún, estaba totalmente hinchada en las capas superiores. En las primeras páginas de todas las secciones de economía se denunciaban conductas delictivas. Sin el 11-S, George W. Bush habría vivido con la incomodidad permanente de tener una publicidad cada vez peor en los medios.

Podría decirse, incluso, que Estados Unidos estaba sufriendo una serie de golpes que no estaban tan alejados de lo que les ocurrió a los alemanes tras la I Guerra Mundial, cuando la inflación eliminó la seña de identidad alemana fundamental, que consistía en que, si uno trabajaba mucho y ahorraba, acababa disfrutando de una vejez decente. Sin aquella inflación desatada, es probable que Hitler no hubiera llegado al poder 10 años después. El 11 de septiembre hizo algo equivalente con la sensación de seguridad de los estadounidenses.

En realidad, el conservadurismo se encaminaba hacia una división. Los viejos conservadores como Pat Buchanan opinaban que Estados Unidos debía mantenerse aislado e intentar resolver los problemas que pudiera. Buchanan era la cabeza de lo que podría llamarse los conservadores de viejo cuño, defensores de los valores de la familia, el país, la fe, la tradición, el hogar, el trabajo duro y honrado, el deber, la lealtad y un presupuesto equilibrado.

Bush era distinto. La distancia entre su escuela de pensamiento y la de los conservadores de los valores podía provocar en la derecha una dicotomía tan clara como las diferencias entre comunistas y socialistas al final de la I Guerra Mundial. Los conservadores patrioteros hablaban de algunos valores de los otros conservadores pero, en el fondo, les importaban un pito. Aunque todavía usaban varios términos comunes, lo hacían para no reducir su base electoral. Usaban la bandera. Les encantaban palabras como "mal". Uno de los principales defectos de la retórica de Bush era el de utilizar esa palabra como si fuera un botón que le permitía aumentar su poder. A veces, a la gente, le colocan una vía intravenosa por la que puede recibir un analgésico narcótico siempre que lo necesita, y algunas personas aprietan el botón sin parar. Bush utiliza el mal como narcótico para el sector del público estadounidense que se siente más incómodo. Desde luego, en su opinión, lo hace porque cree que Estados Unidos es bueno. Y lo cree, cree que este país es la única esperanza del mundo.

Al mismo tiempo, tiene miedo de que el país esté volviéndose cada vez más disoluto, y la única solución es, tal vez luchar para crear un Imperio Mundial. Detrás de toda la campaña para declarar la guerra a Irak está el deseo de tener una gran presencia militar en Oriente Próximo, como paso para apoderarse del resto del mundo.

Puede que ésta sea una afirmación muy amplia, así que voy a intentar justificarla. De forma inmediata, se me ocurre lo siguiente: la raíz del conservadurismo patriotero no está en la locura, sino en una lógica oculta. Una lógica con la que no estoy de acuerdo, pero que tiene sentido si uno acepta sus premisas. Desde un punto de vista cristiano militante, Estados Unidos está casi en la podredumbre. Los medios de comunicación están sumidos en pleno libertinaje. En todas las pantallas de televisión aparecen ombligos desnudos, tan significativos como los ojos de los animales salvajes. Los niños están llegando a un punto en el que no saben leer, pero desde luego saben follar. Por consiguiente, si Estados Unidos se convirtiera en una máquina militar internacional lo bastante grande como para superar todos los compromisos, la Casa Blanca tendría la ventaja de que la libertad sexual norteamericana, todo ese escándalo de los gays, las feministas, las lesbianas y los travestidos, se considerará un lujo excesivo y se volverá a encerrar en el armario. El compromiso, el patriotismo y la dedicación volverán a ser valores nacionales (con toda la hipocresía subsiguiente). Cuando nos hayamos convertido en la encarnación del imperio romano en el siglo XXI, la reforma moral podrá hacer su entrada triunfal en el panorama. El Ejército, por supuesto, es mucho más puritano que el mundo del espectáculo. Los soldados están más locos que cualquier hombre corriente tanto en combate como fuera de él, pero sufren una tremenda presión cotidiana por parte de los mandos, que podrían convertirse en unos poderosísimos censores de la vida civil. A los conservadores patrioteros, ahora, la guerra les parece la mejor solución posible.

Los estadounidenses tienen una especie de mística enloquecida: la idea de que pueden hacer cualquier cosa. Sí, dicen los conservadores patrioteros, podremos enfrentarnos a lo que se avecina. Tenemos los conocimientos y la capacidad para hacerlo. Superaremos los obstáculos. Los conservadores patrioteros creen verdaderamente que Estados Unidos no sólo puede gobernar el mundo, sino que debe hacerlo. Si no se atiene a ese compromiso con el imperio, el país se irá al traste y el mundo le seguirá. En mi opinión, éste es el subtexto principal del proyecto iraquí.

Además, Bush podría contar con otros sentimientos firmes que están muy presentes en nuestra vida diaria. Para empezar, buena parte del orgullo norteamericano actual se apoya en el trípode del dinero, el deporte y la exhibición del poder militar. Alrededor de un tercio de nuestros estadios deportivos reciben su nombre de empresas: Gillette y FedEx no son más que dos de una veintena de ejemplos. Este año, la Super Bowl de la NFL no pudo comenzar hasta que no retiraron una bandera estadounidense del tamaño de un campo de fútbol, que ocupaba el césped. Las Fuerzas Aéreas ofrecieron la emoción de una gran V en el cielo. En el intermedio hubo una gala con las alegrías putativas del combate. Seguramente, la mitad de Estados Unidos tiene un deseo tácito de ir a la guerra. Es algo que satisface nuestra mitología. Estados Unidos, según ese argumento, es la única fuerza del bien capaz de rectificar los males. George Bush es lo suficientemente astuto como para resolver esa ecuación sin ayuda de nadie. Incluso es posible que comprenda mejor que nadie que una guerra con Irak saciará nuestra adicción a los dramas de calidad en la televisión. Si esto les parece gracioso -qué se le va a hacer-, la verdad es que el país se está volviendo más grosero con cada año que pasa. De forma que la guerra, efectivamente, proporciona un gran espectáculo televisivo.

Mejor todavía, y como consecuencia más directa (aunque no sea directa en absoluto), una guerra con Irak calmará nuestra necesidad de vengar el 11-S. No importa que Irak no sea el culpable. Bush no tiene más que ignorar las pruebas. Lo hace con toda la fuerza de un hombre que nunca se ha avergonzado de sí mismo. Sadam, a pesar de todos sus crímenes, no tuvo nada que ver con el 11-S, pero el presidente Bush es un filósofo. El 11-S fue una muestra del mal; Sadam es el mal, y todo el mal está relacionado. Ergo, Irak.

Bush puede satisfacer también las necesidades más serias y polémicas de muchos neoconservadores de su Gobierno, que creen que el islam va a ser una nueva versión de Hitler para Israel. A Bush, proteger a Israel le parece bien, desde el punto de vista electoral, pero además es obligatorio, sobre todo cuando no puede contar con que las órdenes que le dé a Sharon siempre vayan a ser obedecidas.

Todas éstas son buenas razones para que Bush vaya a la guerra. En cuanto al petróleo, oigamos algunas estadísticas que ofrece Ralph Nader: "Estados Unidos, en la actualidad, consume 19,5 millones de barriles al día, el 26% del consumo diario mundial de petróleo. Estados Unidos tiene que importar 9,8 millones de barriles diarios, más de la mitad del petróleo que consumimos". "La forma más segura que tiene Estados Unidos de mantener su abrumadora dependencia del petróleo es controlar el 67% de las reservas conocidas de crudo en el mundo, que se encuentran bajo las arenas del golfo Pérsico. Irak, por sí solo, posee unas reservas conocidas de 112.500 millones de barriles, el 11% del abastecimiento que queda en el mundo. Sólo le supera Arabia Saudí".

Habría que añadir que, cuando Estados Unidos ocupe Irak, obtendrá además una forma de presionar a Arabia Saudí y el resto de Oriente Próximo. También se puede sugerir que queremos invadir Irak por el agua. Como dice Stephen C. Pelletiere en un artículo aparecido en The New York Times el 31 de enero: "Se discutió mucho sobre la construcción del llamado conducto de la paz, que llevaría las aguas del Tigris y el Éufrates hacia el sur, a los áridos Estados del Golfo y, por extensión, a Israel. No ha habido ningún avance al respecto, sobre todo por la intransigencia iraquí. Con Irak en manos de los estadounidenses, por supuesto, esta situación podría cambiar".

Es decir, el petróleo es uno de los motivos, sin duda, aunque nunca se pueda reconocer. Y el agua podría ser un instrumento muy eficaz para apaciguar en gran parte las iras del desierto. Sin embargo, el motivo fundamental sigue siendo el sueño esencial de George W. Bush: ¡el imperio!

 

La salvación del mundo, según Bush

NORMAN MAILER

"¿Qué otra palabra, sino 'imperio', sirve para describir esa cosa asombrosa en la que se está convirtiendo Estados Unidos?", escribía Michael Ignatieff en The New York Sunday Times Magazine del 2 de enero. "Es el único país que vigila el mundo mediante cinco mandos militares internacionales, mantiene más de un millón de hombres y mujeres armados en cuatro continentes, despliega buques de guerra para vigilar todos los océanos, garantiza la supervivencia de países como Israel o Corea del Sur, maneja los mandos del comercio mundial y alimenta las mentes y los corazones de todo un planeta con sus sueños y deseos". Una cita de Timothy Garton Ash en The New York Review of Books, el 13 de febrero: "Estados Unidos no es sólo la única superpotencia mundial, es una hiperpotencia cuyo gasto militar será pronto igual al del conjunto de los siguientes 15 países más poderosos. La Unión Europea no ha traducido su potencia económica, equiparable -se aproxima rápidamente a los 10 billones de dólares de la economía estadounidense-, en un poder militar o una influencia diplomática comparables".

Tal vez la mejor y más completa explicación de esta campaña -aún no reconocida- hacia el imperio sea la del columnista Jay Bookman en The Atlanta Journal-Constitution. El 14 de octubre, hace más de cuatro meses, escribió:

"Esta guerra, si se produce, pretende señalar el nacimiento oficial de Estados Unidos como imperio mundial de pleno derecho, poseedor único de la responsabilidad y la autoridad como policía planetario. Sería la culminación de un plan que se remonta a hace 10 años o más, llevado a cabo por quienes creen que Estados Unidos debe aprovechar la oportunidad de dominar el mundo, aunque eso suponga convertirse en los 'imperialistas americanos' que nuestros enemigos han afirmado siempre que éramos".

En 1992, un año después de la caída definitiva de la Unión Soviética, hubo muchos miembros de la derecha estadounidense, los primeros conservadores de bandera, que pensaron que se trataba de una oportunidad extraordinaria. Estados Unidos podía hacerse con el dominio del mundo. El Departamento de Defensa redactó un documento que, para citar de nuevo a Bookman, veía a Estados Unidos como "un coloso que se alzara sobre el mundo, impusiera su voluntad y mantuviera la paz mundial mediante el poder militar y económico. Ahora bien, cuando se filtró la propuesta en su forma definitiva, suscitó tantas críticas que el primer presidente Bush se apresuró a retirarla y repudiarla. En 1992, el secretario de Defensa era Dick Cheney, y el documento lo redactó Paul Wolfowitz, que en aquella época era subsecretario de Defensa para la formulación de políticas". En la actualidad es vicesecretario de Defensa, a las órdenes de Rumsfeld.

Posteriormente, entre 1992 y 2000, el Gobierno de Clinton no recogió ese sueño de la dominación mundial, y tal vez ésa sea una de las razones del odio intenso e incluso violento que tantos grupos de la derecha sintieron durante esos ocho años. Si no hubiera sido por Clinton, Estados Unidos podría estar gobernando el mundo.

Como es natural, aquel documento prematuramente preparado en 1992, Proyecto para un nuevo siglo americano, se convirtió, tras el 11 de septiembre, en la política del Gobierno de Bush. Los conservadores patrioteros se sintieron victoriosos. Podían intentar apoderarse del mundo. Si esta hipótesis es acertada, Irak no sería más que el primer paso. Más adelante, pero bien asentados en el horizonte histórico, no sólo se encuentran Irán, Siria, Pakistán, Corea del Norte, sino incluso China.

Por supuesto, no habría por qué subyugar hasta el último país. En el caso de algunos, bastaría con dominarlos. Podría haber un entendimiento firme y mutuo. Hablar de una relación simbiótica entre China y nosotros es un comentario demasiado excepcional como para no intentar alguna proyección sobre las posibles causas y razones. No es impensable que los neoconservadores más inteligentes sean conscientes de algunas temibles posibilidades de nuestro desarrollo tecnológico. Irak y Oriente Próximo no pueden ser el final. Se ciernen en el futuro mayores espectros y peligros no militares. Así lo sugería un artículo firmado por Scott A. Bass en The Boston Globe a finales de enero.

"La investigación y el desarrollo en las universidades estadounidenses dependen enormemente de los estudiantes extranjeros en los ámbitos cruciales de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas (los campos STEM). Los estudiantes estadounidenses que obtienen títulos superiores especializados en esos ámbitos son demasiado pocos para cubrir nuestras necesidades económicas, estratégicas y tecnológicas. La afluencia de jóvenes científicos e ingenieros norteamericanos se ha convertido en un hilillo, y otros muchos países industrializados tienen una proporción mucho mayor de alumnos que se especializan en dichas materias".

"Los estudiantes extranjeros se sienten atraídos por la posibilidad de trabajar en los campos STEM de las universidades estadounidenses, mientras que los nuestros no. Quizá muchos no han recibido los estímulos suficientes, y es posible que a otros les resulten demasiado exigentes los rigores académicos de estas especialidades".

"Entre 1986 y 1996, los estudiantes extranjeros que obtuvieron doctorados en especialidades STEM aumentaron cuatro veces más que los estudiantes nativos. En 2000, el 43% de los doctorados en ciencias fueron a parar a alumnos que no eran ciudadanos estadounidenses".

Puede que los conservadores de bandera todavía confíen en enviar a China mensajes como éste: "¡Eh, vosotros! Está claro que los chinos sois muy inteligentes. Podemos asegurarlo. Lo sabemos. Los estudiantes asiáticos han nacido para la tecnología. La gente que ha vivido vidas sumergidas adora la tecnología. De todas formas, no disfrutan de muchos placeres, así que les gusta la idea de tener poder cibernético al alcance de la mano. La tecnología es ideal para ellos. No nos importa. Vosotros podéis tener vuestra tecnología, y que sea estupenda. Pero más vale que comprendáis una cosa: el poder militar seguimos teniéndolo nosotros. Lo mejor que podéis hacer, por tanto, es convertiros en esclavos griegos de nosotros, los romanos. Os trataremos bien. Seréis muy importantes para nosotros. Tremendamente importantes. Pero no pretendáis creeros más importantes de lo que vayáis a ser. Lo máximo a lo que podéis aspirar los chinos es a ser nuestros griegos".

En los años treinta, si uno se ganaba la vida, los demás le respetaban. En los noventa, tenía que demostrar que era un personaje prometedor en las filas de la codicia. Es posible que el imperio dependa de una clase aristocrática y repugnantemente rica que, dada la amenaza intrínseca e interminable contra su riqueza, no se sienta obligada, en el fondo de su corazón, a sentir lealtad hacia la democracia. Si este análisis es certero, también puede decirse que la riqueza desproporcionada acumulada a lo largo de los años noventa ha podido quizás ejercer una presión prácticamente irresistible sobre los dirigentes para pasar de la democracia al imperio. Sería la forma de salvaguardar esas ganancias tan vastas y tan rápidamente adquiridas. ¿Es posible que George W. Bush sepa lo que está haciendo por el futuro del imperio al conceder sus enormes facilidades fiscales a los ricos?

Desde luego, la otra cara de la moneda imperial la constituyen el terrorismo y la inestabilidad. Si los gobernantes saudíes han temido hasta ahora a sus mulás, por su capacidad de incitar a los terroristas, ¿cómo será el mundo musulmán cuando nosotros, el Gran Satán, estemos presentes allí, dispuestos a dominar Oriente Próximo en persona?

Dado que el Gobierno tiene que ser consciente de los peligros existentes, la respuesta se reduce, en definitiva, a la desgraciada posibilidad de que Bush y compañía estén preparados para un gran atentado terrorista. Y para otros más pequeños. En cualquier caso, reforzará su puño. Estados Unidos volverá a agruparse en torno a él. Podemos oír ya sus palabras: "Hoy han muerto unos americanos buenos. Víctimas inocentes del mal que han tenido que derramar su sangre. Pero nosotros prevaleceremos. Estamos junto a Dios". Con semejante lenguaje, toda pérdida es una ganancia.

Sin embargo, mientras continúe el terrorismo, continuará su subtexto, y ahí está el horror elevado a la enésima potencia. Lo que permitió la disuasión en la guerra fría no sólo fue que ambos lados tenían todo que perder, sino también que ninguno de los dos bandos podía estar seguro de contar con algún ser humano para manejar el interruptor apócrifo. Por eso no se podía contar con ningún plan definitivo. ¿Cómo podía estar segura ninguna de las superpotencias de que el ser humano de confianza escogido para apretar el botón sería de verdad tan de confianza como para destruir la otra mitad del mundo? En el último momento podía sobrevenirle una nube negra. Podía caer fulminado antes de cometer el acto.

Pero eso no ocurre con el terrorista. Si está dispuesto a suicidarse, también puede estar dispuesto a destruir el mundo. Las guerras que hemos conocido hasta esta era, por muy horribles que fuesen, podían ofrecer, por lo menos, la seguridad de que tendrían un final. El terrorismo, en cambio, no está interesado en negociar. Insiste en que no haya otro final que la victoria. Y, como el terrorista no puede triunfar, no puede dejar de ser terrorista. Es el verdadero enemigo, mucho más fundamental que los países del Tercer Mundo con capacidad nuclear, que aparecen siempre en escena preparados para vivir con la disuasión y su resultado inherente, es decir, los acuerdos después de años o décadas de enfrentamiento pasivo y duras transacciones.

Si gran parte de lo que he dicho hasta ahora es la proyección novelística de mi concepción de la mentalidad neoconservadora -y no lo voy a discutir-, el otro polo de la campaña de los conservadores patrioteros a favor de la invasión de Irak es que cuenta con el apoyo de los liberales. Parte de los medios progresistas, The New Yorker, The Washington Post y algunas firmas de The New York Times, coinciden con Hillary Clinton y Diane Feinstein, el senador Joe Lieberman y el senador Kerry, a la hora de aceptar la idea de que tal vez sea posible llevar la democracia a Irak. En una valoración cuidadosamente medida de las posibilidades existentes, Bill Keller hablaba en la página de opinión de The New York Times, el 8 de febrero, de una guerra que podía ser rápida y limpia:

"Imaginemos que el régimen de Sadam Husein empieza a desmoronarse bajo el primer torrente de misiles Crucero. Las columnas de carros de combate que entren desde Kuwait no se encuentran con ningún recibimiento de cabezas químicas. No hay matanza de civiles, una victoria en Irak no resolverá los grandes interrogantes sobre lo que pretendemos ser en el mundo. Los dejará abiertos". "¿Nuestro objetivo, promover la democracia laica o la estabilidad? Algunos, entre los que seguramente hay miembros del Gabinete del señor Bush, dirán que lo importante era el desarme. Una vez logrado dirán, una vez depurada la Guardia Republicana de Sadam: podremos entregar el país a un contingente de generales suníes y traer a nuestros soldados a casa en un plazo de 18 meses".

O quizá, después de todo -afirma Keller-, construyamos una verdadera democracia en Irak, y Oriente Próximo saldrá beneficiado. Es como si estas voces progresistas hubieran decidido que es imposible detener a Bush y, por tanto, más vale unirse a él. Comprometerse con una postura contra la guerra garantizaría la ausencia relativa de demócratas en los círculos del Gobierno que se encargarán de labrar el futuro de Irak.

Es un argumento defendible, hasta cierto punto, pero ese punto depende de muchas contingencias, la primera de las cuales es que la guerra sea rápida y no espantosa. Nos encontramos con la vieja versión de Bill Clinton sobre la presunción con respecto al extranjero. El argumento de que conseguimos construir la democracia en Japón y Alemania y, por tanto, podemos conseguirlo en cualquier sitio, no tiene por qué sostenerse. Japón y Alemania eran países con una población homogénea y una larga trayectoria como naciones. Estaban sumidos en un profundo sentimiento de culpa por las acciones de sus soldados en otros países. Estaban prácticamente destruidos, pero tenían la gente y los conocimientos necesarios para reconstruir sus ciudades. Los estadounidenses que contribuyeron a crear su democracia eran veteranos del New Deal de Roosevelt y, como correspondía a aquel periodo, eran auténticos idealistas.

Irak, por el contrario, nunca ha sido una nación. Fue un pastiche creado después de la I Guerra Mundial por los británicos, compuesto por suníes, shiíes, kurdos y turcomanos, pueblos que, en el mejor de los casos, desconfiaban enormemente unos de otros. El resultado más probable sería una situación análoga a las divisiones de Afganistán entre sus caudillos. Nadie puede declarar con autoridad que sea posible construir allí la democracia, pero la arrogancia no cesa. No parece que se comprenda muy bien que, salvo en circunstancias especiales, la democracia no es algo que podamos crear en otro país sólo porque nos lo propongamos.

La verdadera democracia nace de muchas batallas humanas, individuales y sutiles, que se libran a lo largo de décadas e incluso siglos, batallas que consiguen construir tradiciones. Las únicas defensas de la democracia son esas tradiciones democráticas. Cuando uno empieza a ignorar esos valores, está jugando con una estructura noble y delicada. No hay nada más bello que la democracia. Pero no se puede jugar con ella. No se puede suponer que vamos a ir a demostrarles qué gran sistema tenemos. Eso es de una arrogancia monstruosa.

Como la democracia es noble, siempre está en peligro. La nobleza siempre está en peligro. La democracia es perecedera. Creo que para la mayoría de la gente, si se tienen en cuenta los instintos más bajos de la naturaleza humana, la forma natural de gobierno es el fascismo. El fascismo es un estado más natural que la democracia. Suponer alegremente que podemos exportar la democracia a cualquier país que queramos puede servir, paradójicamente, para instigar más fascismo, tanto en nuestro país como en el extranjero. La democracia es un estado de gracia que sólo alcanzan los países que poseen gran cantidad de individuos dispuestos, no sólo a gozar de libertad, sino a trabajar duramente para mantenerla.

La necesidad de tener teorías poderosas puede conducir a muchos errores abismales. Por ejemplo, podría equivocarme del todo sobre los motivos profundos del Gobierno. Tal vez no les interesa el imperio, sino que de verdad, de buena fe, quieren salvar el mundo. Podemos estar seguros de que así lo creen Bush y sus bushitas. Cuando van a la iglesia cada domingo, están tan convencidos de ello que se les saltan las lágrimas. Por supuesto, lo que hace la historia no son los sentimientos, sino las acciones. Nuestros sentimientos pueden estar llenos de amor interior, pero nuestras acciones pueden acabar siendo todo lo contrario. La perversidad siempre está dispuesta a influir sobre la naturaleza humana.

David Frum, que escribe discursos para Bush (fue quien acuñó la expresión "eje del mal"), relata en The Right Man: the Surprise Presidency of George W. Bush una reunión celebrada en el Despacho Oval el pasado mes de septiembre. El presidente estaba hablando con un grupo de religiosos de las principales confesiones y les dijo: "Ya saben que yo tenía un problema de alcoholismo. Ahora debería estar en un bar de Tejas, no en el Despacho Oval. Sólo hay un motivo por el que estoy en el Despacho Oval y no en un bar: encontré la fe. Encontré a Dios. Estoy aquí gracias al poder de la oración".

Se trata de un comentario peligroso. Como sugirió Kierkegaard antes que nadie, nunca podemos saber con seguridad a quién van a parar nuestras oraciones, ni de dónde vendrán las respuestas. Precisamente cuando pensamos que estamos más cerca de Dios, quizá estemos ayudando al Diablo.

"Nuestra guerra contra el terror", dice Bush, "empieza con Al Qaeda, pero no terminará... hasta que todos los grupos terroristas de dimensión mundial hayan sido descubiertos, detenidos y derrotados". ¿Y qué ocurre -pregunta Eric Alterman en The Nation- si Estados Unidos acaba por apartarse de todo el mundo en el proceso? "Es posible que, en algún momento, nos quedemos solos", les dijo Bush a sus más íntimos colaboradores, según un miembro de la Administración que le relató la historia a Bob Woodward. "No importa. Somos América".

A estas alturas debe resultar evidente que, si las presiones conjuntas de los vetos en el Consejo de Seguridad y la creciente indignación del mundo, además de la colaboración parcial de Sadam con los inspectores, hacen que el resultado sea una contención a largo plazo y no la guerra, si Bush tiene que abandonar la invasión de Irak se sentirá muy frustrado. Porque tendrá que volver a vivir con las viejas preguntas no resueltas. En el fondo, seguramente tiene miedo de no encontrar, en ese caso, ninguna respuesta que restaure la moral de los norteamericanos. ¿Es posible que la perspectiva de traer a las tropas a casa le resulte tan desagradable que no le quede más remedio que emprender la guerra?

Russel Byrd, en una intervención ante el Senado, dijo: "Muchos de los pronunciamientos realizados por este Gobierno son escandalosos. No hay otra palabra. Sin embargo, esta Cámara permanece terriblemente callada. En lo que tal vez sea la víspera de una espantosa imposición de muerte y destrucción sobre la población de Irak -una población, hay que añadir, de la que más del 50% es menor de 15 años-, esta Cámara permanece callada. Cuando tal vez queden sólo unos días para que enviemos a miles de nuestros propios ciudadanos a enfrentarse a horrores inimaginables de espantos químicos y biológicos, esta Cámara permanece callada. En vísperas de lo que podría ser un cruel atentado terrorista como represalia por nuestro ataque a Irak, el Senado de Estados Unidos sigue trabajando como si no pasara nada".

"Verdaderamente estamos 'caminando sonámbulos por la historia'. Desde el fondo de mi corazón ruego para que esta gran nación y sus ciudadanos buenos y confiados no tengan el peor de los despertares".

"Tengo que dudar del juicio de cualquier presidente capaz de decir que un ataque militar masivo y no provocado, contra un país en el que más del 50% de la población son niños, corresponde a 'las más altas tradiciones morales de nuestro país'. Esta guerra no es necesaria en este momento. Parece que las presiones están surtiendo efecto en Irak. Lo que debemos hacer ahora es encontrar una forma elegante de salir de un atolladero que hemos creado nosotros mismos. Quizá encontremos todavía la forma, si dejamos algo más de tiempo".

Si yo fuera el abogado defensor del karma de George W. Bush, diría que la mejor posibilidad que tiene de evitar una condena por ser proveedor de falsa moralidad es que, en la otra vida, rece para que el jurado no llegue a ninguna decisión.

Los demás, los que no dependemos del poder de la oración, deberíamos encontrar la muralla que vayamos a defender durante los terribles años que se avecinan. La democracia, repito, es la forma más noble de gobierno que hemos desarrollado, y haríamos bien en empezar a preguntarnos si estamos dispuestos a sufrir, incluso a morir por ella, en vez de limitarnos a vivir en la existencia inferior del Gobierno bravucón de una república bananera, deseoso de servir a las grandes empresas mientras ellas se esfuerzan en apropiarse de nuestros sueños frustrados con elefantiásica arrogancia.

 

 

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