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Publicado en EL PAÍS, 9 de abril de 2002

¿Podría el verdadero desarme estar en la agenda?

GABRIEL JACKSON

Como alguien que, desde 1945, siempre ha creído que el desarme nuclear era la condición más importante para la supervivencia a largo plazo de la vida civilizada en la Tierra, me animé mucho con varias de las fuertes reacciones contra los contenidos de la 'revisión de la postura nuclear' estadounidense que se había filtrado a la prensa el 9 de marzo. La 'postura' incluye planes de contingencia para el uso de armas nucleares contra siete Estados, unos planes a los que The New York Times replicó con un editorial que comenzaba: 'Si otro país estuviese planeando desarrollar nuevas armas nucleares y contemplando ataques preventivos contra una lista de potencias no nucleares, Washington lo tildaría, con razón, de peligroso Estado irresponsable. Aun así, ése es el curso recomendado' por los documentos de planificación del Pentágono. The Washington Post, al tiempo que reiteraba su constante respaldo a las actuales acciones militares, concluía su editorial diciendo: 'La Administración de Bush hace bien en centrar más su planificación estratégica en disuadir a los Estados irresponsables, pero desarrollar nuevas armas nucleares contra esa amenaza no es ni necesario ni sensato'.

Robert S. McNamara, que fue secretario de Defensa de Estados Unidos durante las primeras fases de la guerra de Vietnam, criticó inmediatamente la revisión de la postura aduciendo varias razones: que Estados Unidos ha roto el tratado ABM para construir un nuevo escudo contra misiles en el espacio; que los planes de contingencia antes mencionados socavan el Tratado de No Proliferación Nuclear al amenazar con nuestras armas nucleares a países que no disponen de esas armas; que la revisión 'parece exponer un plan de cuarenta años para desarrollar y adquirir nuevas armas nucleares', y que las pruebas nucleares de dichas armas 'irían flagrantemente en contra de vitales compromisos de no proliferación contraídos por Estados Unidos'. Finalmente, y para no limitar mis ejemplos a la inmediata reacción contra la Revisión de la Postura Nuclear, me gustaría mencionar que la Fundación por la Paz en la Era Nuclear está haciendo circular en Estados Unidos desde principios de año un llamamiento a 'comenzar negociaciones de buena fe para alcanzar un Convenio sobre Armas Nucleares en el que se exija la eliminación por fases de todas las armas nucleares, con cláusulas de verificación y aplicación efectivas'. Este llamamiento lleva las firmas de personajes de talla mundial tan admirados como Mohamed Alí, el ex presidente Jimmy Carter, el Dalai Lama, el arzobispo Desmond Tutu, Elie Wiesel, y el alcalde de Hiroshima, Tadatoshi Akiba.

En el presente artículo me gustaría evaluar las posibilidades de un verdadero desarme. Pero primero una advertencia: el impulso de la 'guerra contra el terror' del presidente Bush, y el consejo de todos sus asesores importantes, con la excepción en parte de Colin Powell, están firmemente a favor de nuevas armas, tanto nucleares como no nucleares, desarrolladas si es posible con la aprobación de los aliados, pero unilateralmente si no se puede conseguir dicha aprobación. Las reacciones editoriales que he citado antes no piden un desarme de ningún tipo. Reflejan consternación por el hecho de que el Gobierno no se haya percatado siquiera de lo peligrosos que son para el propio Estados Unidos estos rechazos de las obligaciones internacionales y su disposición a ampliar la carrera nuclear y militarizar al espacio exterior, así como esta Tierra que lleva tanto tiempo padeciendo. De esa forma, hacen un llamamiento a una pizca de control lógico.

La Administración se inclina por un cierto desarme en sus propios términos. Para liberar recursos nucleares, así como a los talentos científicos y técnicos necesarios para crear armas más sofisticadas y precisas, Estados Unidos propone una gran reducción voluntaria de miles de misiles que ahora están en estado de alerta en las bases rusas y estadounidenses. Esto se debe hacer sin firmar papeles, y manteniendo los misiles almacenados por si acaso algún cambio impredecible en el clima internacional nos exigiese ponerlos rápidamente en alerta otra vez. Los rusos, que han recobrado su sentido del humor desde la caída del comunismo, se han referido a esto como política del 'almacén nuclear'.

Un obstáculo más difícil radica en el hecho de que a la opinión pública estadounidense, como se refleja en el comportamiento del Senado de ese país, no le gusta aceptar obligaciones internacionales. El Senado se negó a ratificar el Tratado General de Prohibición de Pruebas porque, obviamente, limitaría la capacidad del país para crear y probar nuevas armas. Muchos legisladores no tienen nada bueno que decir a favor de Naciones Unidas como tal, y se niegan a tener nada que ver con el propuesto tribunal internacional para juzgar crímenes de guerra. No tienen el menor reparo en decir que no permitirán que un soldado estadounidense sea juzgado por un tribunal así. Sus predecesores conquistaron el Lejano Oeste sin tener que aplicar las convenciones de Ginebra a los guerreros indios capturados, y declaran que los combatientes talibanes y de Al Qaeda apresados no son verdaderos prisioneros de guerra (otro salto atrás psicológico a la actitud que sus antepasados tenían hacia los indios).

De hecho, existe ya una base muy práctica desde la que iniciar un verdadero desarme nuclear. En 1970, las potencias nucleares existentes (y todavía las principales) -Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia y China- patrocinaron un Tratado de No Proliferación, en el que pedían al resto del mundo que renunciase a desarrollar armas nucleares, a cambio de lo cual el grupo nuclear se comprometía solemnemente a negociar la reducción y eliminación final de sus arsenales nucleares. Sin sarcasmos innecesarios y sin señalar a nadie, sin ninguna referencia a otros tratados que nunca fueron ratificados por el Senado, el 'club' nuclear podría ahora tomar la iniciativa de cumplir con dicha obligación.

Hay también varias circunstancias prácticas que deberían hacer posible que los líderes de todos los países reconociesen la creciente importancia del desarme nuclear para la supervivencia de la vida civilizada. Desde 1970 (y antes) ha habido accidentes en plantas nucleares en los que se liberaron peligrosas cantidades de radiactividad en la atmósfera, y finalmente en el suelo y el agua de los que dependen millones de personas. No ha habido forma de ocultar estos hechos. Independientemente del secretismo del Gobierno, los sismógrafos de todo el mundo han detectado cada prueba nuclear y cada accidente nuclear desde 1945. Ha habido también al menos nueve hundimientos de submarinos nucleares, a los que se ha dado muy poca publicidad, con el consiguiente envenenamiento de las aguas oceánicas. Además, la eliminación segura de los residuos nucleares procedentes de actividades civiles bien controladas es un problema aún sin resolver, del que las élites políticas son sin duda conscientes, aun cuando eviten la discusión pública del tema. ¿Dónde, y en qué cantidad, con la posibilidad de poner en peligro las casas y las tierras de quién, se deberán enterrar los cientos de toneladas de residuos nucleares que incluyen elementos que seguirán siendo radiactivos durante varios siglos? ¿Con qué derecho ponemos en peligro deliberadamente la salud de estas generaciones futuras? Sin herir los sentimientos religiosos o ideológicos de nadie, los delegados de una conferencia de desarme podrían asumir mutuamente la obligación de reducir, en la medida en que todavía sea posible, estos riesgos para la salud.

Otra circunstancia importante es el hecho de que, en contraste con la situación de 1970, ya no vivimos en un mundo bipolar. En aquella época, Estados Unidos y la URSS eran tan abrumadoramente poderosos que, dado que los dos se podían destruir mutuamente más de 100 veces, y eran conscientes de ese hecho, el resto del mundo podía relajarse en la seguridad de que líderes tan pragmáticos como Nixon y Breznev tendrían cuidado de no iniciar una guerra nuclear. Pero hoy estamos en un mundo de diferencias religiosas fuertemente revividas, de nacionalismos militantes, de menos debate ideológico pero más temor, odio, y celos basados en la creciente desigualdad entre las sociedades prósperas y las pobres, y en el hecho de que esta desigualdad creciente sea tan evidente en las pantallas de televisión que ve prácticamente todo el mundo. Esta situación debe hacer que todas las personas cuerdas se den cuenta de que ningún pequeño grupo de potencias como el club nuclear de 1970 puede aspirar a limitar la propagación de las armas nucleares. En ese sentido, puedo estar de acuerdo en que el tratado ABM está 'desfasado', pero no con el propósito de eliminarlo para sentirnos libres de crear todo tipo de monstruosas armas nuevas.

La única política cuerda es reconocer que o bien nos libramos de las armas nucleares, o su uso, ya sea intencionado o accidental, acabará matando a millones de personas y envenenando las condiciones de vida de los supervivientes y sus sucesores. Necesitamos una conferencia de desarme mundial que dure los años que hagan falta para negociar un desarme general, verificable y permanente de todas las reservas existentes de armas nucleares, químicas y biológicas.

Gabriel Jackson es historiador.

 

 

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