Posdatas

«Apuntes virtuales sobre el mundo real»

IR AL BLOG EN:

posdatas.blogspot.com


Índice de secciones en:

PORTADA

Home > Artículos

 

Contenido:

§          La globalización tras el 11 de septiembre

§          Aprender de las lecciones del pasado

 

01

EL PAÍS,  8 de julio de 2002

La globalización tras el 11 de septiembre

DAVID HELD

Es fácil exagerar el momento: generalizar excesivamente a partir de la experiencia de un acontecimiento y una fecha. Por lo tanto, podríamos interpretar el 11-S como un, si no el, punto de inflexión en la era contemporánea;  el momento en el que el proyecto de la globalización se encontró con el proyecto del terrorismo masivo, teñido por el islam radical mundial. Se podría pensar en el terrorismo masivo como un desafío contra la globalización y contra la expansión de valores como el sistema de derecho, la democracia y la libertad. Es un desafío contra todo esto, por supuesto. Pero hay, además, otros retos que se podrían considerar más amplios y profundos. A continuación presentaré algunos de ellos.

La globalización no es ninguna novedad. Ha habido muchas fases de globalización en los dos últimos milenios, entre las cuales se encuentran el establecimiento de las religiones mundiales, la era de los descubrimientos y la expansión de los imperios.

Pero una vez reconocido esto, es importante señalar que hay algo nuevo en la globalización actual; es decir, en la confluencia del cambio en múltiples actividades humanas: económicas, políticas, jurídicas, comunicativas y medioambientales. Podemos seguirlo midiendo la extensión, la intensidad, la velocidad y el impacto de las redes y las relaciones humanas en cada uno de los ámbitos básicos de actividad, y esto es lo que he intentado hacer con Anthony McGrew en Global transformations y en otras obras.

La globalización contemporánea comparte elementos en común con fases anteriores, pero posee características organizativas especiales que la distinguen, ya que crean un mundo en el que el extenso alcance de las relaciones y las redes humanas está igualado por su elevada intensidad relativa, su alta velocidad y la gran propensión a ejercer impacto en múltiples facetas de la vida social. El resultado es la aparición de una economía planetaria, mercados financieros que contratan las 24 horas, empresas multinacionales que hacen parecer pequeños a algunos países, nuevas formas de derecho internacional, el desarrollo de estructuras regionales y planetarias de gobierno y la aparición de problemas sistémicos planetarios: calentamiento del planeta, sida, terrorismo masivo, volatilidad de los mercados, blanqueo de dinero, el narcotráfico internacional, la regulación de la ingeniería genética, etcétera. Estas evoluciones plantean una serie de dificultades que saltan a la vista.

En primer lugar, los procesos de globalización y regionalización contemporáneos crean redes de poder superpuestas que superan los límites territoriales; como tales, añaden presión -y tensión- a un orden mundial diseñado de acuerdo con el principio westfaliano de dominio soberano exclusivo sobre un territorio limitado.

En segundo lugar, ya no se puede suponer que el ámbito del poder político efectivo sean simplemente los gobiernos nacionales: el poder efectivo lo comparten y lo negocian las diversas fuerzas y organismos, públicos y privados, en los planos nacional, regional e internacional. Además, la idea de pueblo autónomo -o de una comunidad de destino político- ya no se puede situar dentro de los límites exclusivos del Estado nacional. Parte de las fuerzas y de los procesos más básicos que determinan la naturaleza de las oportunidades vitales están ahora fuera del alcance de los Estados nacionales.

En el pasado, los Estados nacionales resolvían principalmente sus diferencias sobre cuestiones fronterizas presentando 'razones de Estado' respaldadas por iniciativas diplomáticas y, en última instancia, con medios coercitivos. Pero esta lógica del poder es singularmente inadecuada para resolver las múltiples y complejas situaciones, desde la regulación económica hasta el agotamiento de los recursos y la degradación medioambiental, pasando por el terrorismo masivo, que engendran -a velocidades en apariencia cada vez mayores- una entremezcla de las suertes nacionales. Estamos, como elocuentemente expresó Kant, 'inevitablemente juntos'. En un mundo donde los Estados poderosos toman decisiones que afectan no sólo a sus pueblos, sino también a otros, y donde las fuerzas transnacionales atraviesan los límites de las comunidades nacionales de diversas maneras, las cuestiones de quién debería rendir responsabilidades ante quién, o sobre qué base, no se resuelven fácilmente.

En tercer lugar, las instituciones políticas, nacionales e internacionales existentes están debilitadas por tres vacíos normativos y políticos cruciales:

- Un desfase jurisdiccional: la discrepancia entre un mundo regionalizado y globalizado y las unidades nacionales separadas que establecen la política, lo cual da lugar al problema de las externalidades y de quién es responsable de las mismas.

- Un desfase de participación: el hecho de que no exista un sistema internacional para dar voz adecuada a muchos de los principales actores globales, tanto estatales como no estatales.

- Y un desfase de incentivos: las dificultades que plantea el hecho de que, en ausencia de una entidad supranacional que regule el suministro y el uso de los bienes públicos globales, muchos Estados intentarán ir a remolque y/o no encontrarán soluciones colectivas duraderas a los problemas transnacionales más urgentes.

En cuarto lugar, estas disfunciones políticas van unidas a un desfase adicional que podríamos denominar desfase moral; es decir, un desfase definido por:

a) Un mundo en el que 1.200 millones de personas viven con menos de un dólar diario, el 46% de la población mundial vive con menos de 2 dólares diarios y el 20% de la población mundial disfruta del 80% de sus rentas.

b) Y por compromisos y valores de, en el mejor de los casos, indiferencia pasiva hacia esto, como señala un gasto anual de Naciones Unidas de 1.250 millones de dólares (sin contar las misiones de paz), un gasto anual en confitería de 27.000 millones de dólares en Estados Unidos, un gasto anual en alcohol en Estados Unidos de 70.000 millones de dólares y un gasto anual en coches en Estados Unidos que está por las nubes (más de 550.000 millones de dólares).

Naturalmente, esto no es una declaración antiestadounidense. Se podrían haber resaltado cifras similares de la Unión Europea.

Se plantean entonces cuestiones al parecer evidentes. ¿Elegiría alguien libremente esta situación? ¿Escogería alguien libremente un patrón distributivo de los bienes y servicios escasos que provoca que cientos de millones de personas sufran perjuicios y desventajas graves independientemente de su voluntad y consentimiento (y con el que 50.000 personas mueren diariamente de desnutrición y pobreza relacionadas con estas causas), si este individuo no supiese ya que le había tocado un lugar privilegiado en la actual jerarquía social? ¿Respaldaría alguien libremente una situación en la que el gasto anual de proporcionar educación básica a todos los niños es de 6.000 millones de dólares; el de agua y alcantarillado, de 9.000 millones, y el de la sanidad básica para todos, de 13.000 millones, mientras que anualmente se gastan en Estados Unidos 4.000 millones de dólares en cosméticos, casi 20.000 millones en joyas y 17.000 millones (en Estados Unidos y Europa) en comida para mascotas? Ante una corte imparcial de razonamiento moral (que analice el razonable rechazo de las reivindicaciones), es difícil comprender cómo se podría defender una respuesta afirmativa a estas preguntas. Difícilmente puede sorprender que las desigualdades planetarias fomenten el conflicto y la protesta, especialmente dada la visibilidad de los estilos de vida mundiales en la era de los medios de comunicación de masas.

En quinto lugar, se ha producido un cambio de los relativamente discretos sistemas de comunicación y económicos nacionales a su más compleja y diversa entremezcla en los planos regional y planetario, y del gobierno a la administración con múltiples niveles. Sin embargo, hay pocas razones para pensar que se ha producido una 'globalización' paralela de las identidades políticas. Una excepción a esto se puede encontrar entre las élites del orden mundial -las redes de expertos y especialistas, personal administrativo superior y ejecutivos de las empresas multinacionales- y aquellos que siguen sus actividades y protestan contra ellas, la vaga constelación compuesta de movimientos sociales (incluido el movimiento antiglobalización), sindicalistas y (unos cuantos) políticos e intelectuales. Pero estos grupos no son típicos. Vivimos, por consiguiente, con una complicada paradoja: que la administración se está convirtiendo cada vez más en una actividad de múltiples niveles, intrincadamente institucionalizada y espacialmente dispersa, mientras que la representación, la lealtad y la identidad se mantienen tercamente arraigadas en las tradicionales comunidades étnicas, regionales y nacionales.

Por lo tanto, el cambio del gobierno a administración con múltiples niveles, de las economías nacionales a la globalización económica, es inestable en potencia, capaz de invertirse en algunos aspectos y ciertamente capaz de generar una terrible reacción, reacción basada en la nostalgia, las concepciones románticas de comunidad política, la hostilidad a los que vienen de fuera (refugiados) y una búsqueda del Estado nacional puro (por ejemplo, en la política de Haider en Austria, Le Pen en Francia, etcétera). Pero es probable que esta reacción sea también en sí misma fuertemente inestable, y quizá un fenómeno a relativamente corto o medio plazo (¡si tenemos suerte!). Para comprender a qué se debe esto, es necesario desglosar el nacionalismo.

Como nacionalismo cultural es, y con toda probabilidad seguirá siendo, fundamental para la identidad de la gente; sin embargo, como nacionalismo político -la afirmación de la exclusiva prioridad política de la identidad nacional y del interés nacional- no puede proporcionar muchos bienes públicos deseados sin buscar la acomodación con otros, en y mediante la colaboración regional y global. A este respecto, sólo el punto de vista internacional o, mejor aún, cosmopolita, puede, en último término, acomodarse a las complicaciones políticas planteadas por una era más planetaria, marcada por la superposición de comunidades de destino y una política de niveles y estratos múltiples. Al contrario que el nacionalismo político, el cosmopolitismo registra y refleja la multiplicidad de asuntos, cuestiones y procesos que afectan y unen a las personas, independientemente de donde hayan nacido o donde residan.

Precisamos un cambio de un multilateralismo conducido por un club y dirigido por ejecutivos -típicamente secreto y excluyente- a una forma de gobierno más transparente, responsable y justa: un multilateralismo socialmente respaldado y cosmopolita. Los requisitos básicos para ello son:

a) El reconocimiento de la creciente interconexión de las comunidades políticas en diversos ámbitos (incluido el social, el económico y el medioambiental).

b) La comprensión de que las suertes colectivas se superponen y requieren normas y soluciones colectivas en el ámbito local, nacional, regional y planetario.

c) El reconocimiento de la necesidad de que se tomen más decisiones, y más decisiones eficaces y responsables a nivel transnacional.

d) La ampliación y transformación de nuestro sistema de gobierno actual, de escalas y capas múltiples, pasando de lo local a lo regional y lo planetario, de forma que adopte, en su modus operandi, los principios de transparencia, responsabilidad y democracia.

La multilateralización cosmopolita no se puede basar en el modelo estadounidense de geopolítica y compromiso internacional, especialmente tal y como la concibe la derecha republicana desde el 11-S, que constituye una nueva forma de unilateralismo global. El experimento social europeo -basado en el modelo de valores democráticos sociales y el noble experimento de gobierno en colaboración: la Unión Europea- señala una vía hacia delante. Pero dentro de la UE corremos el peligro gravísimo de generar una profunda división entre la política de élite y la de masas, y de provocar un alejamiento de la voluntad popular. ¿Es posible evitarlo?

Como el nacionalismo, el cosmopolitismo es un proyecto cultural y político, pero con una diferencia: se adapta mejor a nuestra era regional y planetaria. Pero todavía no se han ganado los debates para implantarlo en la esfera pública, y si los perdemos, estaremos en peligro.

Es importante volver al 11-S y explicar qué significa en este contexto. No podemos aceptar la carga de enderezar la justicia en un ámbito de la vida -la seguridad física y la cooperación política entre organismos de defensa- sin intentar al mismo tiempo solucionarla en los demás aspectos. Si a largo plazo se separan las dimensiones política y de seguridad, social y económica de la justicia -como tiende a hacer el orden mundial actual-, las perspectivas de establecer una sociedad pacífica y civil serán realmente sombrías. El respaldo popular contra el terrorismo, así como contra la violencia política y las políticas excluyentes de todo tipo, depende de que convenzamos a la gente de que hay una forma legal, receptiva y específica de abordar sus quejas. Sin este sentido de la confianza en las instituciones públicas, la derrota del terrorismo y de la intolerancia se convierte en una tarea enormemente difícil, si es que puede llegar a conseguirse. La globalización sin el cosmopolitismo podría fracasar.

 

02

EL PAÍS, 8 de octubre de 2001

Aprender de las lecciones del pasado

DAVID HELD Y MARY KALDOR

Los ataques contra las Torres Gemelas del World Trade Center y el Pentágono fueron un crimen global contra la humanidad. Las víctimas eran personas de todas las nacionalidades, etnias y credos religiosos. Los perpetradores eran una siniestra red transnacional de fanáticos, movidos por una poderosa mezcla de odio y creencias religiosas fuera de lugar. Como han señalado muchos expertos, no fue sólo un ataque contra las 6.000 personas o más que murieron; fue un ataque contra valores que amamos: la libertad, la democracia, el sistema de derecho y, por encima de todo, la humanidad.

Es necesario hacer toda clase de esfuerzos, incluida la acción militar, para eliminar la red y desacreditar totalmente su atractivo. Pero dichos esfuerzos no se deben equiparar a una guerra a la antigua usanza. Si no conseguimos comprender esto, nos arriesgamos a un ciclo interminable de violencia y de terror.

El presidente Bush describió los atentados como 'un nuevo tipo de guerra' y, de hecho, los atentados se pueden interpretar como una versión más espectacular de las guerras que hemos presenciado durante la pasada década en los Balcanes, Oriente Próximo y África. Estas guerras son muy diferentes de la II Guerra Mundial, por poner un ejemplo. Son guerras difíciles de acabar y difíciles de contener, en las que hasta ahora no ha habido victorias claras y sí muchas derrotas para aquellos que representan los valores de la humanidad y del bienestar humano. Hay mucho que aprender de estas experiencias y que está relacionado con la situación a la que ahora nos enfrentamos.

Vivimos en un mundo en el que los anticuados conflictos bélicos entre Estados se han vuelto anacrónicos. En la actualidad, aunque los Estados sigan siendo importantes, funcionan en un mundo menos moldeado por el poderío militar y más por complejos procesos sociales y políticos que afectan a instituciones internacionales, agrupaciones regionales, empresas multinacionales, movimientos sociales, grupos de ciudadanos y, naturalmente, a integristas y terroristas.

El perfil de esta 'nueva guerra' es característico porque la variedad de los grupos sociales y políticos involucrados ya no encaja en el patrón de la guerra clásica entre Estados; el tipo de violencia desplegada por los agresores terroristas ya no es llevada a cabo por los agentes de un Estado (aunque pueda haber Estados, o facciones de un Estado, que desempeñen un papel de apoyo); la violencia es dispersa y fragmentada, y está dirigida contra los ciudadanos; y los objetivos políticos se combinan con la comisión deliberada de atrocidades que suponen una violación masiva de los derechos humanos. Una guerra así no se hace por intereses de Estado, sino por identidad, celo y fanatismo religiosos. El objetivo no es obtener territorio, como sucedía en las 'viejas guerras', sino conseguir poder político a través de la propagación del miedo y el odio. La guerra en sí es una forma de movilización política en la que la experiencia de la violencia promueve las causas extremistas.

En la política de seguridad de Occidente hay una peligrosa disyunción entre el pensamiento dominante sobre la seguridad, que está basado en las 'viejas guerras', y la realidad sobre el terreno. La llamada revolución de los asuntos militares, el desarrollo de armamento de alta tecnología para hacer la guerra a distancia y las propuestas para una defensa nacional antimisiles estaban todas basadas en supuestos trasnochados acerca de la naturaleza de la guerra, la idea de que es posible proteger el territorio frente a los ataques de otros Estados. El lenguaje del presidente Bush, con su énfasis en la defensa de Estados Unidos y en la división del mundo entre 'los que están con nosotros y los que están contra nosotros', tiende a reproducir la ilusión, extraída de la experiencia de la II Guerra Mundial, de que ésta es una guerra entre Estados 'buenos' dirigidos por Estados Unidos y Estados 'malos' que acogen a terroristas. Un planteamiento así es muy peligroso. Hoy día, la victoria militar es muy difícil, si no imposible, porque las ventajas de una tecnología supuestamente superior se han ido reduciendo poco a poco. Como descubrieron los rusos en Afganistán y en Chechenia, los estadounidenses en Vietnam y los israelíes en el periodo actual, la conquista de territorio por medios militares se ha ido convirtiendo progresivamente en una forma obsoleta de hacer la guerra.

El riesgo de reaccionar ante el 11 de septiembre como si se tratase de una 'vieja guerra', de concentrar la acción militar sobre Estados como Afganistán o Pakistán, es el de ahondar más en el miedo y el odio, el de una 'guerra nueva' entre Occidente y el Islam, una guerra no entre Estados, sino dentro de cada comunidad, tanto en Occidente como en Oriente Próximo. Sin duda, los terroristas siempre tuvieron la esperanza de un ataque aéreo, que atraerá a más afiliados a su causa. Sin duda están esperando vivamente una división global entre los Estados que se pongan del lado de Estados Unidos y los que no lo hagan. Las redes islámicas fanáticas que probablemente fueron las responsables de los atentados tienen células en muchos lugares, entre ellos Gran Bretaña y Estados Unidos. El efecto de una reacción estilo 'vieja guerra' sería: la expansión de las redes de fanáticos, que podrían obtener acceso a armas horrendas, como, por ejemplo, gérmenes o incluso las armas nucleares paquistaníes; el aumento de los sentimientos racistas y xenófobos de todo tipo y el fomento del conflicto y la tensión en muchos lugares diferentes; el incremento de los poderes represivos justificados en nombre de la lucha contra el terrorismo. Los ganadores serán los empresarios de la violencia, los fanáticos islámicos, por un lado, y los que fabrican misiles de crucero y demás tecnología militar, por el otro. Los perdedores serán las personas corrientes de todas partes.

El único planteamiento alternativo posible es uno que contrarreste la estrategia del odio y el miedo con otra para ganarse los corazones y las mentes. Lo que se necesita es un movimiento a favor de la justicia y legitimidad globales, no estadounidenses, cuyo objetivo sea establecer el sistema de derecho en lugar de la guerra y promover el entendimiento entre comunidades en lugar del terror. Un movimiento así podría hacer presión ante Gobiernos e instituciones internacionales para lograr tres cosas básicas:

1. Un compromiso con el sistema de derecho, no con la guerra. Los civiles de todos los credos y nacionalidades deben ser protegidos, dondequiera que vivan, y los terroristas deben ser capturados y llevados ante un tribunal internacional, que podría seguir el modelo de los tribunales de crímenes de guerra de Núremberg o de Yugoslavia. Los terroristas deben ser tratados como criminales, y no como adversarios militares. Esto no impide una acción militar sancionada a escala internacional, tanto para arrestar sospechosos como para desmantelar redes de terroristas. Pero una acción de este tipo debe ser entendida como una forma más enérgica de llevar a cabo tareas policiales y, por encima de todo, como un método para proteger a los civiles y apresar a los criminales. Más aún, este tipo de acción debe acatar escrupulosamente tanto las leyes de la guerra como las de los derechos humanos.

2. Se debe emprender un esfuerzo masivo para crear una nueva forma de legitimidad política global, que perseguiría el descrédito de las razones por las que se considera a Occidente egoísta, parcial, selectivo e insensible. Esto implicaría la reanudación de los esfuerzos de paz en Oriente Próximo, conversaciones entre Israel y Palestina, condena de todas las violaciones de los derechos humanos en la región y un replanteamiento de las políticas hacia Irak, Irán y Afganistán.

3. Un reconocimiento a priori de que las cuestiones éticas y de justicia planteadas por la polarización global de la riqueza, la renta y el poder, y con ellas las enormes asimetrías en las opciones vitales, no es algo cuya resolución pueda dejarse en manos de los mercados. Los que son más pobres y más vulnerables, que están atrapados en situaciones geopolíticas que se han desentendido de sus reivindicaciones económicas y políticas durante generaciones, siempre serán terreno abonado para los reclutadores de terroristas. El proyecto de la globalización económica tiene que ir unido a unos principios manifiestos de justicia social; y la economía mundial tiene que estar enmarcada en un nuevo bienestar social y en unas nuevas normas y condiciones medioambientales.

La pieza central de la justicia global y de la legitimidad política tiene que ser un movimiento popular que difunda los valores de la pluralidad cultural, los derechos humanos y el sistema de derecho, y que pueda atraer a gente de todas las culturas. Todas las personas de todos los países tienen un papel que desempeñar a la hora de unir a la gente, protegerla y tender la mano, especialmente a los musulmanes, pero no sólo a ellos.

En el momento presente, el peligro es que nuestros líderes políticos reaccionen según formas anacrónicas de pensar con respecto a la guerra y, en el ardor del momento, empeoren la situación todavía más con el uso absurdo de un lenguaje y una conducta propios de vaqueros: dadnos a nuestros enemigos 'vivos o muertos'. Las consecuencias podrían ser incluso más terribles de lo que ahora podemos imaginar. La alternativa es reconocer la novedad de la situación actual, aprender las lecciones de otras 'nuevas guerras' más pequeñas y las profundas dificultades de alcanzar una victoria militar que tenga sentido, involucrar a la gente en un proceso político y no militar, y asegurarse de que los medios y los fines políticos se engranan en la búsqueda de la justicia. No es una alternativa fácil, pero a la larga es la única esperanza.

Un nuevo pacto global para la justicia y la paz tiene que reemplazar a la política de los fanáticos, los vaqueros y las turbas de linchamiento.

David Held es titular de la Cátedra Graham Wallas de Ciencias Políticas en la London School of Economics (LSE); Mary Kaldor es directora del Programa de la Sociedad Civil Global en la LSE.

 

 

Hosted by www.Geocities.ws

1