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La globalización tras
el 11 de septiembre §
Aprender de las
lecciones del pasado 01
EL PAÍS, 8 de
julio de 2002
La globalización tras
el 11 de septiembre Es fácil exagerar el
momento: generalizar excesivamente a partir de la experiencia de un
acontecimiento y una fecha. Por lo tanto, podríamos interpretar el 11-S como
un, si no el, punto de inflexión en la era contemporánea; el momento en el que el proyecto de la
globalización se encontró con el proyecto del terrorismo masivo, teñido por
el islam radical mundial. Se podría pensar en el terrorismo masivo como un
desafío contra la globalización y contra la expansión de valores como el
sistema de derecho, la democracia y la libertad. Es un desafío contra todo
esto, por supuesto. Pero hay, además, otros retos que se podrían considerar
más amplios y profundos. A continuación presentaré algunos de ellos. La globalización no es
ninguna novedad. Ha habido muchas fases de globalización en los dos últimos
milenios, entre las cuales se encuentran el establecimiento de las religiones
mundiales, la era de los descubrimientos y la expansión de los imperios. Pero una vez reconocido
esto, es importante señalar que hay algo nuevo en la globalización actual; es
decir, en la confluencia del cambio en múltiples actividades humanas:
económicas, políticas, jurídicas, comunicativas y medioambientales. Podemos
seguirlo midiendo la extensión, la intensidad, la velocidad y el impacto de
las redes y las relaciones humanas en cada uno de los ámbitos básicos de
actividad, y esto es lo que he intentado hacer con Anthony McGrew en Global
transformations y en otras obras. La globalización
contemporánea comparte elementos en común con fases anteriores, pero posee
características organizativas especiales que la distinguen, ya que crean un
mundo en el que el extenso alcance de las relaciones y las redes humanas está
igualado por su elevada intensidad relativa, su alta velocidad y la gran
propensión a ejercer impacto en múltiples facetas de la vida social. El
resultado es la aparición de una economía planetaria, mercados financieros
que contratan las 24 horas, empresas multinacionales que hacen parecer
pequeños a algunos países, nuevas formas de derecho internacional, el
desarrollo de estructuras regionales y planetarias de gobierno y la aparición
de problemas sistémicos planetarios: calentamiento del planeta, sida,
terrorismo masivo, volatilidad de los mercados, blanqueo de dinero, el
narcotráfico internacional, la regulación de la ingeniería genética,
etcétera. Estas evoluciones plantean una serie de dificultades que saltan a
la vista. En primer lugar, los
procesos de globalización y regionalización contemporáneos crean redes de
poder superpuestas que superan los límites territoriales; como tales, añaden
presión -y tensión- a un orden mundial diseñado de acuerdo con el principio
westfaliano de dominio soberano exclusivo sobre un territorio limitado. En segundo lugar, ya no
se puede suponer que el ámbito del poder político efectivo sean simplemente
los gobiernos nacionales: el poder efectivo lo comparten y lo negocian las
diversas fuerzas y organismos, públicos y privados, en los planos nacional,
regional e internacional. Además, la idea de pueblo autónomo -o de una
comunidad de destino político- ya no se puede situar dentro de los límites
exclusivos del Estado nacional. Parte de las fuerzas y de los procesos más
básicos que determinan la naturaleza de las oportunidades vitales están ahora
fuera del alcance de los Estados nacionales. En el pasado, los
Estados nacionales resolvían principalmente sus diferencias sobre cuestiones
fronterizas presentando 'razones de Estado' respaldadas por iniciativas
diplomáticas y, en última instancia, con medios coercitivos. Pero esta lógica
del poder es singularmente inadecuada para resolver las múltiples y complejas
situaciones, desde la regulación económica hasta el agotamiento de los
recursos y la degradación medioambiental, pasando por el terrorismo masivo,
que engendran -a velocidades en apariencia cada vez mayores- una entremezcla
de las suertes nacionales. Estamos, como elocuentemente expresó Kant,
'inevitablemente juntos'. En un mundo donde los Estados poderosos toman
decisiones que afectan no sólo a sus pueblos, sino también a otros, y donde
las fuerzas transnacionales atraviesan los límites de las comunidades
nacionales de diversas maneras, las cuestiones de quién debería rendir
responsabilidades ante quién, o sobre qué base, no se resuelven fácilmente. En tercer lugar, las
instituciones políticas, nacionales e internacionales existentes están
debilitadas por tres vacíos normativos y políticos cruciales: - Un desfase
jurisdiccional: la discrepancia entre un mundo regionalizado y globalizado y
las unidades nacionales separadas que establecen la política, lo cual da
lugar al problema de las externalidades y de quién es responsable de las mismas. - Un desfase de
participación: el hecho de que no exista un sistema internacional para dar
voz adecuada a muchos de los principales actores globales, tanto estatales
como no estatales. - Y un desfase de
incentivos: las dificultades que plantea el hecho de que, en ausencia de una
entidad supranacional que regule el suministro y el uso de los bienes
públicos globales, muchos Estados intentarán ir a remolque y/o no encontrarán
soluciones colectivas duraderas a los problemas transnacionales más urgentes. En cuarto lugar, estas
disfunciones políticas van unidas a un desfase adicional que podríamos
denominar desfase moral; es decir, un desfase definido por: a) Un
mundo en el que 1.200 millones de personas viven con menos de un dólar
diario, el 46% de la población mundial vive con menos de 2 dólares diarios y
el 20% de la población mundial disfruta del 80% de sus rentas. b) Y por
compromisos y valores de, en el mejor de los casos, indiferencia pasiva
hacia esto, como señala un gasto anual de Naciones Unidas de 1.250 millones
de dólares (sin contar las misiones de paz), un gasto anual en confitería de
27.000 millones de dólares en Estados Unidos, un gasto anual en alcohol en
Estados Unidos de 70.000 millones de dólares y un gasto anual en coches en
Estados Unidos que está por las nubes (más de 550.000 millones de dólares). Naturalmente, esto no
es una declaración antiestadounidense. Se podrían haber resaltado cifras
similares de la Unión Europea. Se plantean entonces
cuestiones al parecer evidentes. ¿Elegiría alguien libremente esta situación?
¿Escogería alguien libremente un patrón distributivo de los bienes y
servicios escasos que provoca que cientos de millones de personas sufran
perjuicios y desventajas graves independientemente de su voluntad y
consentimiento (y con el que 50.000 personas mueren diariamente de
desnutrición y pobreza relacionadas con estas causas), si este individuo no
supiese ya que le había tocado un lugar privilegiado en la actual jerarquía
social? ¿Respaldaría alguien libremente una situación en la que el gasto
anual de proporcionar educación básica a todos los niños es de 6.000 millones
de dólares; el de agua y alcantarillado, de 9.000 millones, y el de la
sanidad básica para todos, de 13.000 millones, mientras que anualmente se
gastan en Estados Unidos 4.000 millones de dólares en cosméticos, casi 20.000
millones en joyas y 17.000 millones (en Estados Unidos y Europa) en comida
para mascotas? Ante una corte imparcial de razonamiento moral (que analice el
razonable rechazo de las reivindicaciones), es difícil comprender cómo se
podría defender una respuesta afirmativa a estas preguntas. Difícilmente
puede sorprender que las desigualdades planetarias fomenten el conflicto y la
protesta, especialmente dada la visibilidad de los estilos de vida mundiales
en la era de los medios de comunicación de masas. En quinto lugar, se ha
producido un cambio de los relativamente discretos sistemas de comunicación y
económicos nacionales a su más compleja y diversa entremezcla en los planos
regional y planetario, y del gobierno a la administración con múltiples
niveles. Sin embargo, hay pocas razones para pensar que se ha producido una
'globalización' paralela de las identidades políticas. Una excepción a esto
se puede encontrar entre las élites del orden mundial -las redes de expertos
y especialistas, personal administrativo superior y ejecutivos de las
empresas multinacionales- y aquellos que siguen sus actividades y protestan
contra ellas, la vaga constelación compuesta de movimientos sociales
(incluido el movimiento antiglobalización), sindicalistas y (unos cuantos)
políticos e intelectuales. Pero estos grupos no son típicos. Vivimos, por
consiguiente, con una complicada paradoja: que la administración se está
convirtiendo cada vez más en una actividad de múltiples niveles,
intrincadamente institucionalizada y espacialmente dispersa, mientras que la
representación, la lealtad y la identidad se mantienen tercamente arraigadas
en las tradicionales comunidades étnicas, regionales y nacionales. Por lo tanto, el cambio
del gobierno a administración con múltiples niveles, de las economías
nacionales a la globalización económica, es inestable en potencia, capaz de
invertirse en algunos aspectos y ciertamente capaz de generar una terrible
reacción, reacción basada en la nostalgia, las concepciones románticas de
comunidad política, la hostilidad a los que vienen de fuera (refugiados) y
una búsqueda del Estado nacional puro (por ejemplo, en la política de Haider
en Austria, Le Pen en Francia, etcétera). Pero es probable que esta reacción
sea también en sí misma fuertemente inestable, y quizá un fenómeno a
relativamente corto o medio plazo (¡si tenemos suerte!). Para comprender a
qué se debe esto, es necesario desglosar el nacionalismo. Como nacionalismo
cultural es, y con toda probabilidad seguirá siendo, fundamental para la
identidad de la gente; sin embargo, como nacionalismo político -la
afirmación de la exclusiva prioridad política de la identidad nacional y del
interés nacional- no puede proporcionar muchos bienes públicos deseados sin
buscar la acomodación con otros, en y mediante la colaboración regional y
global. A este respecto, sólo el punto de vista internacional o, mejor aún,
cosmopolita, puede, en último término, acomodarse a las complicaciones
políticas planteadas por una era más planetaria, marcada por la superposición
de comunidades de destino y una política de niveles y estratos múltiples. Al
contrario que el nacionalismo político, el cosmopolitismo registra y refleja
la multiplicidad de asuntos, cuestiones y procesos que afectan y unen a las
personas, independientemente de donde hayan nacido o donde residan. Precisamos un cambio de
un multilateralismo conducido por un club y dirigido por ejecutivos
-típicamente secreto y excluyente- a una forma de gobierno más transparente,
responsable y justa: un multilateralismo socialmente respaldado y
cosmopolita. Los requisitos básicos para ello son: a) El
reconocimiento de la creciente interconexión de las comunidades políticas en
diversos ámbitos (incluido el social, el económico y el medioambiental). b) La
comprensión de que las suertes colectivas se superponen y requieren
normas y soluciones colectivas en el ámbito local, nacional, regional y
planetario. c) El
reconocimiento de la necesidad de que se tomen más decisiones, y más
decisiones eficaces y responsables a nivel transnacional. d) La
ampliación y transformación de nuestro sistema de gobierno actual, de escalas
y capas múltiples, pasando de lo local a lo regional y lo planetario, de
forma que adopte, en su modus operandi, los principios de
transparencia, responsabilidad y democracia. La multilateralización
cosmopolita no se puede basar en el modelo estadounidense de geopolítica y
compromiso internacional, especialmente tal y como la concibe la derecha
republicana desde el 11-S, que constituye una nueva forma de unilateralismo
global. El experimento social europeo -basado en el modelo de valores
democráticos sociales y el noble experimento de gobierno en colaboración: la
Unión Europea- señala una vía hacia delante. Pero dentro de la UE corremos el
peligro gravísimo de generar una profunda división entre la política de élite
y la de masas, y de provocar un alejamiento de la voluntad popular. ¿Es
posible evitarlo? Como el nacionalismo,
el cosmopolitismo es un proyecto cultural y político, pero con una
diferencia: se adapta mejor a nuestra era regional y planetaria. Pero todavía
no se han ganado los debates para implantarlo en la esfera pública, y si los
perdemos, estaremos en peligro. Es importante volver al
11-S y explicar qué significa en este contexto. No podemos aceptar la carga
de enderezar la justicia en un ámbito de la vida -la seguridad física y la
cooperación política entre organismos de defensa- sin intentar al mismo
tiempo solucionarla en los demás aspectos. Si a largo plazo se separan las
dimensiones política y de seguridad, social y económica de la justicia -como
tiende a hacer el orden mundial actual-, las perspectivas de establecer una
sociedad pacífica y civil serán realmente sombrías. El respaldo popular
contra el terrorismo, así como contra la violencia política y las políticas
excluyentes de todo tipo, depende de que convenzamos a la gente de que hay
una forma legal, receptiva y específica de abordar sus quejas. Sin este
sentido de la confianza en las instituciones públicas, la derrota del
terrorismo y de la intolerancia se convierte en una tarea enormemente
difícil, si es que puede llegar a conseguirse. La globalización sin el
cosmopolitismo podría fracasar. 02
EL PAÍS, 8 de octubre de 2001
Aprender de las
lecciones del pasado Los ataques contra las
Torres Gemelas del World Trade Center y el Pentágono fueron un crimen global
contra la humanidad. Las víctimas eran personas de todas las nacionalidades,
etnias y credos religiosos. Los perpetradores eran una siniestra red
transnacional de fanáticos, movidos por una poderosa mezcla de odio y
creencias religiosas fuera de lugar. Como han señalado muchos expertos, no
fue sólo un ataque contra las 6.000 personas o más que murieron; fue un
ataque contra valores que amamos: la libertad, la democracia, el sistema de
derecho y, por encima de todo, la humanidad. Es necesario hacer toda
clase de esfuerzos, incluida la acción militar, para eliminar la red y desacreditar
totalmente su atractivo. Pero dichos esfuerzos no se deben equiparar a una
guerra a la antigua usanza. Si no conseguimos comprender esto, nos
arriesgamos a un ciclo interminable de violencia y de terror. El presidente Bush
describió los atentados como 'un nuevo tipo de guerra' y, de hecho, los
atentados se pueden interpretar como una versión más espectacular de las
guerras que hemos presenciado durante la pasada década en los Balcanes,
Oriente Próximo y África. Estas guerras son muy diferentes de la II Guerra
Mundial, por poner un ejemplo. Son guerras difíciles de acabar y difíciles de
contener, en las que hasta ahora no ha habido victorias claras y sí muchas
derrotas para aquellos que representan los valores de la humanidad y del
bienestar humano. Hay mucho que aprender de estas experiencias y que está
relacionado con la situación a la que ahora nos enfrentamos. Vivimos en un mundo en
el que los anticuados conflictos bélicos entre Estados se han vuelto
anacrónicos. En la actualidad, aunque los Estados sigan siendo importantes,
funcionan en un mundo menos moldeado por el poderío militar y más por
complejos procesos sociales y políticos que afectan a instituciones
internacionales, agrupaciones regionales, empresas multinacionales,
movimientos sociales, grupos de ciudadanos y, naturalmente, a integristas y
terroristas. El perfil de esta
'nueva guerra' es característico porque la variedad de los grupos sociales y
políticos involucrados ya no encaja en el patrón de la guerra clásica entre
Estados; el tipo de violencia desplegada por los agresores terroristas ya no
es llevada a cabo por los agentes de un Estado (aunque pueda haber Estados, o
facciones de un Estado, que desempeñen un papel de apoyo); la violencia es
dispersa y fragmentada, y está dirigida contra los ciudadanos; y los
objetivos políticos se combinan con la comisión deliberada de atrocidades que
suponen una violación masiva de los derechos humanos. Una guerra así no se
hace por intereses de Estado, sino por identidad, celo y fanatismo religiosos.
El objetivo no es obtener territorio, como sucedía en las 'viejas guerras',
sino conseguir poder político a través de la propagación del miedo y el odio.
La guerra en sí es una forma de movilización política en la que la
experiencia de la violencia promueve las causas extremistas. En la política de
seguridad de Occidente hay una peligrosa disyunción entre el pensamiento
dominante sobre la seguridad, que está basado en las 'viejas guerras', y la
realidad sobre el terreno. La llamada revolución de los asuntos militares, el
desarrollo de armamento de alta tecnología para hacer la guerra a distancia y
las propuestas para una defensa nacional antimisiles estaban todas basadas en
supuestos trasnochados acerca de la naturaleza de la guerra, la idea de que es
posible proteger el territorio frente a los ataques de otros Estados. El
lenguaje del presidente Bush, con su énfasis en la defensa de Estados Unidos
y en la división del mundo entre 'los que están con nosotros y los que están
contra nosotros', tiende a reproducir la ilusión, extraída de la experiencia
de la II Guerra Mundial, de que ésta es una guerra entre Estados 'buenos'
dirigidos por Estados Unidos y Estados 'malos' que acogen a terroristas. Un
planteamiento así es muy peligroso. Hoy día, la victoria militar es muy
difícil, si no imposible, porque las ventajas de una tecnología supuestamente
superior se han ido reduciendo poco a poco. Como descubrieron los rusos en
Afganistán y en Chechenia, los estadounidenses en Vietnam y los israelíes en
el periodo actual, la conquista de territorio por medios militares se ha ido
convirtiendo progresivamente en una forma obsoleta de hacer la guerra. El riesgo de reaccionar
ante el 11 de septiembre como si se tratase de una 'vieja guerra', de
concentrar la acción militar sobre Estados como Afganistán o Pakistán, es el
de ahondar más en el miedo y el odio, el de una 'guerra nueva' entre
Occidente y el Islam, una guerra no entre Estados, sino dentro de cada
comunidad, tanto en Occidente como en Oriente Próximo. Sin duda, los
terroristas siempre tuvieron la esperanza de un ataque aéreo, que atraerá a
más afiliados a su causa. Sin duda están esperando vivamente una división
global entre los Estados que se pongan del lado de Estados Unidos y los que
no lo hagan. Las redes islámicas fanáticas que probablemente fueron las
responsables de los atentados tienen células en muchos lugares, entre ellos
Gran Bretaña y Estados Unidos. El efecto de una reacción estilo 'vieja
guerra' sería: la expansión de las redes de fanáticos, que podrían obtener
acceso a armas horrendas, como, por ejemplo, gérmenes o incluso las armas
nucleares paquistaníes; el aumento de los sentimientos racistas y xenófobos
de todo tipo y el fomento del conflicto y la tensión en muchos lugares
diferentes; el incremento de los poderes represivos justificados en nombre de
la lucha contra el terrorismo. Los ganadores serán los empresarios de la
violencia, los fanáticos islámicos, por un lado, y los que fabrican misiles
de crucero y demás tecnología militar, por el otro. Los perdedores serán las
personas corrientes de todas partes. El único planteamiento
alternativo posible es uno que contrarreste la estrategia del odio y el miedo
con otra para ganarse los corazones y las mentes. Lo que se necesita es un
movimiento a favor de la justicia y legitimidad globales, no estadounidenses,
cuyo objetivo sea establecer el sistema de derecho en lugar de la guerra y
promover el entendimiento entre comunidades en lugar del terror. Un
movimiento así podría hacer presión ante Gobiernos e instituciones
internacionales para lograr tres cosas básicas: 1. Un
compromiso con el sistema de derecho, no con la guerra. Los civiles de todos
los credos y nacionalidades deben ser protegidos, dondequiera que vivan, y
los terroristas deben ser capturados y llevados ante un tribunal
internacional, que podría seguir el modelo de los tribunales de crímenes de
guerra de Núremberg o de Yugoslavia. Los terroristas deben ser tratados como
criminales, y no como adversarios militares. Esto no impide una acción militar
sancionada a escala internacional, tanto para arrestar sospechosos como para
desmantelar redes de terroristas. Pero una acción de este tipo debe ser
entendida como una forma más enérgica de llevar a cabo tareas policiales y,
por encima de todo, como un método para proteger a los civiles y apresar a
los criminales. Más aún, este tipo de acción debe acatar escrupulosamente
tanto las leyes de la guerra como las de los derechos humanos. 2. Se
debe emprender un esfuerzo masivo para crear una nueva forma de legitimidad
política global, que perseguiría el descrédito de las razones por las que se
considera a Occidente egoísta, parcial, selectivo e insensible. Esto
implicaría la reanudación de los esfuerzos de paz en Oriente Próximo,
conversaciones entre Israel y Palestina, condena de todas las violaciones de
los derechos humanos en la región y un replanteamiento de las políticas hacia
Irak, Irán y Afganistán. 3. Un
reconocimiento a priori de que las cuestiones éticas y de justicia
planteadas por la polarización global de la riqueza, la renta y el poder, y
con ellas las enormes asimetrías en las opciones vitales, no es algo cuya
resolución pueda dejarse en manos de los mercados. Los que son más pobres y
más vulnerables, que están atrapados en situaciones geopolíticas que se han
desentendido de sus reivindicaciones económicas y políticas durante
generaciones, siempre serán terreno abonado para los reclutadores de
terroristas. El proyecto de la globalización económica tiene que ir unido a
unos principios manifiestos de justicia social; y la economía mundial tiene
que estar enmarcada en un nuevo bienestar social y en unas nuevas normas y
condiciones medioambientales. La pieza central de la
justicia global y de la legitimidad política tiene que ser un movimiento
popular que difunda los valores de la pluralidad cultural, los derechos
humanos y el sistema de derecho, y que pueda atraer a gente de todas las
culturas. Todas las personas de todos los países tienen un papel que
desempeñar a la hora de unir a la gente, protegerla y tender la mano,
especialmente a los musulmanes, pero no sólo a ellos. En el momento presente,
el peligro es que nuestros líderes políticos reaccionen según formas
anacrónicas de pensar con respecto a la guerra y, en el ardor del momento,
empeoren la situación todavía más con el uso absurdo de un lenguaje y una
conducta propios de vaqueros: dadnos a nuestros enemigos 'vivos o muertos'.
Las consecuencias podrían ser incluso más terribles de lo que ahora podemos
imaginar. La alternativa es reconocer la novedad de la situación actual,
aprender las lecciones de otras 'nuevas guerras' más pequeñas y las profundas
dificultades de alcanzar una victoria militar que tenga sentido, involucrar a
la gente en un proceso político y no militar, y asegurarse de que los medios
y los fines políticos se engranan en la búsqueda de la justicia. No es una
alternativa fácil, pero a la larga es la única esperanza. Un nuevo pacto global
para la justicia y la paz tiene que reemplazar a la política de los
fanáticos, los vaqueros y las turbas de linchamiento. David Held es
titular de la Cátedra Graham Wallas de Ciencias Políticas en la London School
of Economics (LSE); Mary Kaldor es directora del Programa de la
Sociedad Civil Global en la LSE. |